Partida Rol por web

Sigues tu camino, eres el claro ganador para los patrocinadores y debes hacerles creer que lo que creen es cierto, y no hay mejor manera de hacerlo que ampliar aún más la ventaja que tienes.

Apareces en una habitación con un gran ídolo demoníaco con ojos de rubí que se encuentra en la esquina noroeste de la habitación, y un olor acre llena la habitación.

Logras ver varias salidas, tres de ellas al oeste y una al sur, todas las puertas son de madera

La nueva habitación a la que había llegado —en la que había aparecido más bien— no estaba desvalijada como la del nivel anterior. De hecho, dos enorme rubís a modo de ojos le devolvían la mirada. Juraría que estaban llamándole. Empero, el olor acre de la habitación, y el rostro de demonio que poseía aquellas gemas, eran suficientes por si solos para evitar que intentara hacerse con las preciadas piedras. Estaba convencido de que albergaba una trampa, y no era tan avaricioso como para caer en ella a sabiendas. En su lugar, se dio la vuelta y observo los posibles caminos que tenía ante si.

Todas eran iguales, de madera y sin marca alguna que diera una pista de ningún tipo. No le quedaba más remedio que escoger una al azar, así que fue a la que estaba en el medio mirando al este. Avanzó hacia allí, se quedó a 10' de distancia, y usó la pértiga a conciencia para tantear tanto el suelo junto a la puerta, como ésta misma, empujándola en último término a ver si se abría. En caso de que no, y más seguro de que no había trampas, se acercó y escuchó a través. Y tanto en un caso como en otro —pero más preparado si algún ruido delataba la presencia de peligro— intentó abrirla, ya fuera empujando o con la palanqueta.

Dejas a un lado la tentación de coger los rubíes, no te hace falta en ese momento el dinero, menos aún a sabiendas de que se trataba de una trampa. Vas hacia la puerta del centro del oeste, la tientas con la pértiga, no parece que hay trampas, escuchas detrás de la puerta y no se oye nada, entonces intentas abrir la puerta, está cerrada. Cogiendo la palanca comienzas a ponerla para abrirla, pero no tienes un buen punto de apoyo y la puerta no se abre

Gruñó por el esfuerzo, pero no consiguió nada, ni que fuera de madera ni que no. Podría haber sido un bloque de plomo de diez toneladas, y habría logrado lo mismo. Resoplando, se apartó unos pasos, y miró con ojo crítico las puertas, decidiendo si merecía la pena seguir intentándolo o no. Si no había podido hasta ese momento, y estaba seguro de haber probado con todas sus fuerzas, tampoco iba a hacerlo solo con desearlo. O si, usando una de las deudas que los Patrocinadores tenían con él.

Negó con fuerza, decidido a no acomodarse solo por haber logrado que le debieran favores, y se decantó por otra de las puertas. Esta vez la elegida fue la que miraba al sur, a la cual se acercó con la misma cautela que antes. Usó la pértiga para asegurar el suelo primero los 10 últimos pies, después empujó la puerta con ella, y tras asegurarse de que ya no había peligro, escuchó antes de intentar abrir, en guardia. Palanqueta en mano, si estaba cerrada, la intentaría forzar, esperando más éxito.

Después de asegurarte de que no hay trampas escuchas tras la puerta, al no oir nada coges la palanqueta y abres la puerta con bastante facilidad. Ves un torrente de sangre fluye hacia un estanque poco profundo en la esquina noreste de la habitación, y una pila de velas se encuentra en la esquina suroeste de la habitación. Cerca de donde está la sangre ves una gema en el suelo, se trata de un circón.

Pero lo que más te sorprende es ver a un humanoide un poco más bajo que un humano. Su cuerpo redondeado está cubierto de finas escamas que le dan la apariencia de estar gordo o hinchado. Sus brazos y piernas son delgados, casi esbeltos, terminando en manos anchas y pies hinchados que se parecen mucho a aletas. La cabeza, con forma de bala, es de pez, con ojos saltones de color negro plateado y una ancha boca, llena de dientes afilados como agujas. En su mano lleva una lanza corta y en la otra un escudo pesado de madera

No tenía ni idea de que era eso, pero estaba claro que era peligroso y que no era amigable. Antes de dejar que le atacara, debía actuar. Una vez más, quien golpeaba primero, lo hacía dos veces.

Con velocidad, se acercó a la criatura y la atrapó con una llave, usando su propio cuerpo como palanca para intentar lanzar al pez varios pasos atrás y dejarle en el suelo.

El plan era sencillo, agarrar a aquella criatura y lanzarla, solo había un problema en ese plan, no esperabas que aquella criatura fuese tan resbaladiza, al agarrarla tus manos se resbalan, impidiendo que hagas un agarre. El hombre pez intentó golpear y morder a Vincent, pero desde su última visita al Capitolio su agilidad había mejorado mucho, siendo mucho más rápido que aquel ser

Inexplicablemente, no funcionó. Aunque de hecho, en cuanto se miró las manos, no parecía ya tan raro. El aceitoso cuerpo de la criatura era demasiado resbaladizo, imposible de agarrar. Además de asqueroso, claro. Se apartó con reticencia cuando intentó morderle, pensando en cual sería la mejor manera de golpear a un ser como aquél. Debía ser contundente, sin duda. Y preciso. Además, contra ese pez no iba a servir la misma técnica con la que había acabado con el zombie; si corría, le seguiría o, peor aún, cargaría contra él sin darle tiempo a reaccionar. Iba a ser una lucha cerrada y no sencilla.

Lo primero que hizo fue concentrar las sombras en su cuerpo, amagó y, viendo un hueco, lanzó la pierna, que pareció tener un doble fantasmal tras ella, etérea.

Era cierto que aquella criatura jugaba con ventaja ya que su piel resbaladiza hacía que los golpes no fueran tan efectivos como cabrían esperar, pero también era cierto que en cuanto Vincent consiguió golpearle cayó muerto al instante, no era tan duro como cabría esperar

Había sido realmente sencillo. Mucho más que el zombie, al menos. Tocaba volver a ponerse en marcha, y decidir el camino, buscar la salida de aquél laberinto cuyas estancias parecían ser una oda a los planos inferiores y a la avaricia. Demonios, sangre y piedras preciosas. Un recordatorio, tal vez, de a donde llevaba el excesivo amor hacia lo material. Él no iba a dejarse llevar, no iba a ceder a la tentación, e igual que hizo con los rubíes, ignoró el circón. Mientras los Patrocinadores no se pronunciaran, no cogería nada más de lo necesario, y menos llevado por el simple deseo de riqueza. Eran trampas tendidas a su mente, que fácilmente podían traducirse en el dolor del cuerpo. En cambio, no había peligro en las pertenencias de la criatura a la que había matado.

Tomándose su tiempo, registró el cadáver¹, dejando en un pequeño montón aparte lo que encontró. Una vez decidido que llevarse, si es que algo parecía útil, se acercó a la puerta más al sur y, pértiga en mano, fue avanzando asegurándose de no dejar ningún mecanismo peligroso por el camino. Empujó la puerta con el extremo de la vara, probando a ver si se abría o activaba algo, y se preparó para seguir el mismo curso de acción de otras veces si no lo hacía: acercarse, escuchar² y, en guardia —sobre todo si detectaba algún peligro—, abrir con la palanqueta³.

Aquella criatura no llevaba nada encima por lo que decides proseguir tu camino, empujas con la pértiga la puerta, en el momento en que lo haces ves que la puerta se llena de fuego, dura unos segundos y después desaparece, la pértiga se ha vuelto negra en el lugar en que las llamas le han tocado, pero sigue entera, la puerta por desgracia está cerrada

El fuego había ennegrecido la pértiga, pero la madera reforzada, especialmente diseñada para superar trampas, aguantaba. Por suerte, resistiría aún, aunque tendría que comprar una nueva al volver al Capitolio. Y primero, debía salir de allí.

Había puertas allí que no se abrirían por mucha fuerza que hiciera. Se necesitaría un gigante para derribarlas, o perder un tiempo que no tenía para desperdiciar si no era imprescindible. La mejor solución sería encontrar otro camino. Al final, se decidió por la que estaba al oeste, haciendo uso del mismo y seguro procedimiento: acercarse con la pértiga por delante, probar a abrir, escuchar si no funcionaba y, por último, forzarla con la palanqueta.

La puerta del oeste se abre en cuanto la empujas, te deja ver un pasillo hacia el oeste, pero también una puerta de madera al sur

Al no haber ningún enemigo a la vista, se decidió a probar primero en la puerta inmediatamente al sur. Por supuesto, siguiendo el procedimiento habitual.

Te diriges hacia la puerta del sur, no escuchas nada, por lo que al encontrar la puerta cerrada usas la palanqueta para abrirla, tu sorpresa es mayúscula cuando delante tuya te encuentras con lo que parece un familiar de los goblins. Lleva puesto una armadura de cuero, en uno de sus brazos lleva un escudo de madera, y en la otra mano lleva una jabalina, colgado al cinto puedes ver una pequeña bolsita

No había detectado a la criatura, pero estaba preparado para todo. Allí, cada esquina podía albergar un peligro, y andar desprevenido era el mayor error que podía uno cometer. De haber sido más despistado, le habría podido pillar por sorpresa, haber atacado sin dar un respiro. No fue así.

Una vez más, era más rápido que su enemigo. Dio un paso al frente, hasta estar a escasa distancia, y lanzó una patada que parecía estar envuelta en una sombra intermitente.

Antes de que el bugbear pueda reaccionar e intente atacarte con la jabalina que tiene en su mano, una patada cargada con hielo golpea la cabeza de aquella criatura, se escucha un "crack" que indica que le has partido el cuello. El cuerpo inerte de tu oponente cae al suelo muerto

Delante tuya sale un holograma anunciando los tributos caídos, en este caso es:

Dwarf, Distrito 5

Con un gesto de asco, se apartó un paso del cuerpo inerte, observando, pensativo. Estaba siendo casi un paseo moverse por allí, sin verdaderos enemigos que supusieran un problema. No uno real, al menos. Pero aquello era peligroso. Demasiado.

La confianza excesiva, el creer que podría ganar sin un verdadero reto, era seguramente uno de los principales errores que cometían los tributos en la laberíntica torre. Una cadena de enfrentamientos fáciles servían para que, llegado el momento, el sujeto subestimara al verdadero peligro. Y no dudaba de que aquellas salas escondían alguno.

¿Cuánto tardaría en encontrarse un anciano dragón protegiendo su tesoso? ¿Para cuándo un poderoso demonio encerrado en ese plano? ¿Habría monstruos deambulando por los corredores, cuya sola presencia servirían para encoger el alma? Seguramente tarde o temprano se toparía con algo así, y entonces tendría que estar preparado, atento. Si pensaba que todos morirían de una patada o un puñetazo, no tendría oportunidad alguna.

Decidido a no dejarse engañar por las apariencias, consciente de que debía seguir avanzando —la muerte de otro participante más era aliciente suficiente para seguir y recordar que no estaba solo allí—, registró el cadáver en busca de algo de interés, inspeccionó la sala y, después, se encaminó hacia la siguiente, siempre con la pértiga por delante y resuelto a hacer lo mismo en tantas habitaciones como hiciera falta hasta dar con la salida.