Partida Rol por web

Una vez que entro en la taberna, me doy cuenta que no es la taberna mas lujosa de la ciudad, y que tampoco tiene la clientela más exquisita.

- Sólo vengo a tomar una cerveza. No tengo interés en meterme en los asuntos de nadie, por lo que tampoco quiero que nadie se meta en mis asuntos.

Y miro, con dureza y frialdad, a los dos hombres amenazantes ...

Espero que nadie lamente este breve encuentro con su vida.

Ambos están sin cubrir el torso y los dos llevan el mismo tatuaje en un pectoral: un corazón en llamas. Al verlo, tienes un presentimiento. Miras a tu alrededor y descubres que... ¡eres la única mujer! Comprendes que te has metido en una taberna masculina.

Cuando me doy cuenta del error, río sonoramente. No hay duda que he cometido un error, por lo que debo subsanarlo:

- Ahora entiendo cuál es el problema, pero yo sólo quería tomarme una simple cerveza. Soy nueva en la ciudad y, por tanto, no la conozco. Os pido disculpas: me voy inmediatamente.

Y sonrojada por el mayúsculo malentendido, salgo de la taberna.

-Lo siento. No me había dado cuenta de que aquí las hembras no son bienvenidas. Disculpad mi ignorancia.

-¿No te has fijado antes de entrar, zagala? Te pregunta el oriental.

No sabes a qué se está refiriendo pero prefieres irte antes que preguntar. Te disculpas otra vez y sales. Afuera, alzas la mirada y ves que encima de la ventana hay unas letras pintadas en la pared que rezan 'El descanso del guerrero' e intuyes que se trata de un establecimiento para hombres homosexuales.

Deambulas por las callejuelas llenas de bazares y negocios de todo tipo, entoldadas de forma intermitente, con carne seca, verduras y frutas colgando de estacas y emparrados. Los gatos, perros, cerdos, cabras, gallinas y vacas comparten suelo con las personas, y todos emanan aromas apestosos que se mezclan de forma casi irrespirable. Por suerte, en pocos minutos te habitúas.

Me siento perdida: no conozco esta ciudad y casi voy a ciegas, sin saber qué hacer. Mientras deambulo, los lugareños hablan de rumores, no demasiado amables, sobre El Mazo.

¿Por qué no ir allí? Si voy a morir, tanto me da el sitio. 

Cruzas el distrito comercial hasta llegar a una calle principal que por la derecha desemboca en otras puertas de la muralla. Ante ti se encuentra el Mazo, un amasijo de callejones retorcidos y casas ruinosas en las que presientes que puede estar pasando cualquier cosa.

Las callejuelas del Mazo están iluminadas con centenares de antorchas de luz titilante. Parece que los cofrades de los gremios de latrocinio han tomado los callejones y las plazuelas sin temor a que la guardia de la ciudad se presente por sorpresa para entrometerse en sus asuntos. Tu instinto te dice que no es casualidad que no haya vigilancia; seguro que unas cuantas monedas en los bolsillos adecuados han asegurado esta tranquilidad. Los juerguistas se tambalean por las callejuelas, cantando canciones obscenas y apoyándose unos con otros para no caer de bruces en la basura que se amontona en el suelo húmedo y sin pavimentar.

El Mazo es un lugar de ladrones, donde los amigos de lo ajeno tienen su hogar y se sienten muy a gusto. Pero yo también puedo sentirme bien, por lo que busco un hueco en el callejón más concurrido.

Quién sabe, quizás pueda llevarme algo más e ir con más peso con el que venía inicialmente.

Al intentar avanzar por una travesía angosta y llena de gente, un borracho calvo con la barriga hinchada alza su copa en dirección a ti y te salpica con un líquido de olor dulzón.

-¡Lo siento! Te dice con el aliento podrido.

Asientes sin mirarlo a los ojos y te dispones a continuar tu camino.

-Y tú, ¿no vas a disculparte, perra? Exclama agarrándote con fuerza.

Antes de reaccionar, miras a tu alrededor. El borracho va acompañado por dos bribones más y una prostituta tuerta y entrada en carnes.

Estoy en una situación difícil, rodeada de gente en un callejón y, la verdad sea dicha, la vida se me puede ir. Bajo la cabeza y murmuro:

- Tienes razón. Siento haberos molestado. 

Y prosigo mi camino. 

-¡Ja, ja, ja! ¿Habéis visto, compadres? La muy furcia se ha asustado de mí, con lo cariñoso que soy. Dijo el rufián, desviando su atención de ti.

Crees que, en un instante, podrías dejar fuera de combate a él y a sus compañeros de juerga. Pero estás muy cansada y quieres pasar la noche tranquila, al menos hasta que hayas podido armarte mejor.

-Si no te molesta me gustaría proseguir mi camino, hombre.

El rufián se vuelve otra vez hacia ti y hace una mueca de desprecio.

-Sal de mi camino, gorrina. Dijo, escupiendo una flema pegajosa al suelo.

Te marchas sin decir nada más, preparada para defenderte y te diriges a una plazuela.

Caminas esquivando vómitos, ratas como conejos que chillan con los puntapiés de los viandantes y personas caídas, inconscientes o muertas, qué más te da. La peste del vino agrio y la cerveza se mezcla con el hedor de los cuerpos sudorosos que te rodean. De las ventanas rotas y las puertas entreabiertas de las tabernas se escapa un estrépito de jarras y puños golpeando contra las mesas y un guirigay de cantos desafinados e incomprensibles.

Echas un vistazo a los antros de la esquina más concurrida. Te llaman la atención dos tabernas: una cuyo cartel tiene un caballo rampante al que se le ha roto la cabeza y otra cuyo nombre, La Mofeta, está escrito en un rótulo con letras herrumbrosas.

Los antros no son, ninguno de ellos, apetecible. Pero el nombre de uno de ellos, El Caballo Rampante​​​​​​, me llama la atención.

Ahí puede estar sellado mi destino. 

Bajas los escalones desgastados de la entrada con cuidado para no resbalar con la mugre. El aire es espeso y el local está bastante concurrido. Avanzas con dificultad entre las mesas, esquivando jarras y otros objetos contundentes que vuelan por el aire. El techo bajo y manchado de humo y grasa hace retumbar las voces del gentío. Ves una mesa libre en un rincón y te sientas en ella. Al ver pasar un tabernero, le llamas y acude.

-¡Hola, guapa! ¿Qué te pongo?

Una vez que el tabernero se acerca, le digo:

- Póngame una cerveza y pan negro, por favor. Muchas gracias.

-Me apetece una cerveza roja y pan negro. Dices.

-¡Eso está hecho si tienes dinero para pagarlo! Te responde el camarero.

- No tengo suficiente dinero para poder pagarlo, pero si usted conociese de algún sitio para poder trabajar, yo estaría muy agradecida.

Y le miro con cara de pena, en espera de su buen hacer y de su solidaridad.