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Bosque Nudoso, una semana desde la partida desde Celene.

No se podía decir que Eldeera no había hecho bien su trabajo. Había dispuesto un carromato tirado por una burra, en el cual había provisiones para muchos días y con todo el material necesario para dormir al raso. Además, como le había pedido su señora, había escogido a tres tipos duros para que la escoltaran en su viaje hacia la zona fronteriza donde la Diosa deseaba que iniciara una investigación con fin de acabar con la molesta situación que podía producirse si aquellos sueños premonitorios se hacían realidad y es que, solo un dios caótico y completamente demente querría la destrucción de todo lo conocido, pues el mal por el mal no es algo que todos los dioses encuadrados como "malignos" deseen. Ni tan siquiera los dioses encuadrados dentro del alineamiento "caótico-maligno", desean tal destrucción, pues una vez todos destruido, ¿quién les servirá a ellos?

Fredaric era un hombre duro. Un veterano de muchas batallas. Payne le había estado observando y aunque no le veía como un hombre malvado, si era un hombre dispuesto a hacer lo necesario por cumplir su deber y por obtener la recompensa acordada. Un mercenario de los de antes, de los que no quedaban.

Lutipold si era un canalla. Uno de esos hombres que cortarían la garganta a otro sin sentir remordimiento alguno, tan solo por quedarse con su bolsa de monedas. No era malo que estuviera de su lado, al menos no mientras ella, Payne, mantuviera el respeto o la intimidación necesaria para que no se volviera contra ella y sobre todo, la expectativa de una paga superior al precio de cualquier traición.

Y luego estaba Grune. De los tres quizás, el más indescifrable. Se trataba de un hombre bastante afable en apariencia. Servicial y que no desprendía queja, pero no obstante, sanguinario cuando debía serlo. En ocasiones, cuando estaba en calma, su mirada se perdía en las llamas de la hoguera y sus ojos parecían viajar lejos, muy lejos de allí. Durante esos momentos de "trance" se podía decir, era imposible acceder a él, no estaba allí, estaba ausente. Realmente parecía haber viajado muy lejos, pese a que su cuerpo seguía allí.

Grune era precisamente su guía. Había estado en Hommlet anteriormente. Conocía algunas habladurías sobre lo sucedido años atrás con el Templo del Mal Elemental. No sabía mucho más de lo que ya había descubierto Payne, pero todo lo que había compartido con ella, coincidía con lo descubierto pro Garrick y ella misma. Hommlet era una villa situada entre los tres terrenos fronterizos. Un buen lugar donde instalarse para iniciar la investigación, pues pocos datos tenían sobre lo que buscaban y podía ser que pasaran meses hasta dar con su objetivo. 

El camino les llevó hasta un bosque, por el cual discurría una carretera en bastantes buenas condiciones. Sin duda una zona de paso de comerciantes, aunque en realidad, no se habían cruzado con demasiados, una decena a los sumo desde que partieran una semana atrás desde Enstad, capitán del reino de Celene y por suerte, no se habían topado con problemas pese a que se decía que el Bosque Nudoso era peligroso.

Bosque Nudoso, una semana desde la partida desde los dominios del Príncipe Verdinal.

Había transcurrido cerca de una semana desde que Gÿlnmaer abandonara el reino del Príncipe Verdinal. No sabía que ese maldito bosque era tan grande, pero sobre todo, no podía sospechar que aún volando en línea recta acabara por perderse y dar estúpidos rodeos para regresar al punto de partida. Se podía decir que estaba perdiendo el tiempo y lo que era peor, si no espabilaba, también perdería la vida. 

Gÿlnmaer no creía en estúpidas profecías, no demasiado al menos, pero si creía en que la furia de su Príncipe podía ser peor que cualquier maldición. ¿Qué esperaba de él, un insignificante pixi oscuro? Era totalmente una incógnita, pero le había dado una fecha límite para solucionar aquel asunto y si quería regresar antes de que fueran a en su búsqueda y dieran con él, cosa que harían sin duda, tenía que hallar algún indicio de la actividad de aquella secta que veneraba, como había dicho Baba Unga, a un dios representado por un Ojo Elemental Arcano.

Esa mañana había tenido un susto terrible. Un gato salvaje se había abalanzado sobre él mientras descansaba sobre un tronco. ¿Cómo no lo había visto venir? No lo sabía, pero lo cierto fue que le felino casi se lo zampó de un bocado. De no ser por la suerte y la interdicción divina, Gÿlnmaer ya no tendría una misión que cumplir, lo cual quizás, no fuera malo del todo. No obstante, debía estar más atento, pues aún tenía baba de gato pegada en sus alas y arañazos por todo su cuerpecillo.

Fue al llegar a una zona despejada, una carretera, cuando escuchó voces y se acercó de forma sutil al lugar de donde provenían. Se trataba de cuatro personas. Parecían humanos y portaban un carromato tirado por una burra, en el cual había provisiones para muchos días. Era la primera vez que Gÿlnmaer se topaba con la carretera e hizo una reflexión: "las carreteras suelen llevar a algún sitio". ¿Podía ese sitio ser Hommlet? 

- No queda mucho ya para llegar Hommlet. - Dijo Grune. - A lo sumo, si apretamos el ritmo, quizás a mediodía estemos ya en la villa. - Comentó. - ¿Sabéis ya si queréis hospedaros en una de las tabernas o preferís buscar... - ladeó la cabeza sonriente - otra opción?

Si fuera Payne una mujer que se dejara guiar por sus impulsos, le habría partido la mandíbula en el momento en el que la sonrisa había asomado en los labios de Grune, pero lo cierto es que la Señora del Látigo era muy paciente. También pensaba que había un vínculo muy importante, trascendente, vital, entre aquel que daba dolor y aquel que lo recibía. Y no quería tener vínculo alguno con aquel mamarracho. Además, necesitaba que estuviera atento al camino, y no gimoteando porque tendría que comer puré durante una buena temporada.

—Conocemos gente allí donde nos dirigimos. Nos alojaremos donde ellos nos digan —fue la paciente respuesta de Payne—. Estaremos seguros, y no os faltará dinero que gastaros en alcohol y putas. Y ahora, la mirada al frente. Haced vuestro trabajo. Respetad el bosque. Nos han dicho que es peligroso.

Vueltas, vueltas y más vueltas. Si no supiera que mi misión es de la máxima relevancia para todos en el Bosque Nudoso, pensaría que algún pixi particularmente bromista está confundiendo mi camino para divertirse a mi costa. No sería la primera vez que ocurre. 

Y para colmo de males, un maldito minino sobrealimentado ha intentado comerme. ¡A mí! Al más importante embajador de toda la región. Y eso que soy invisible y nada apetitoso. Branwen. Seguro que ha sido culpa de Branwen. Cuando se entere el Príncipe, le arrancará las alas una a una como quien deshoja una margarita...

Estoy tan entretenido con estos pensamientos macabros que no reparo en el cuarteto de desarrapados hasta que sus voces no me llegan desde un poco más adelante. Me acerco a curiosear desde las alturas y escucho su conversación con genuino interés. ¡Así que Hommlet es un sitio y ellos saben cómo llegar! Por fin la fortuna comienza a sonreír al buen Glÿnmaer.

—Escuchad a vuestra ama. Ella es sabia, bella y poderosa —insto a los invasores extranjeros con mi voz chillona, volando por encima de sus cabezas antes de aparecerme ante ellos y hacerles una graciosa reverencia—. Este bosque está lleno de horribles peligros pero hoy es vuestro día de suerte porque os habéis encontrado conmigo y nadie lo conoce mejor que yo. Puedo ayudaros a escapar de aquí con vida y a cambio no pido nada más que vuestra agradable compañía.

Glÿnmaer vio una joven de una belleza sin par, de una hermosura casi onírica. Su cabellera pálida y reluciente como el oro hilado estaba recogida por las conveniencias del viaje en una alta trenza. Sus ojos eran grandes y luminosos, salpicados por el fuego azul de dos zafiros gemelos situados bajo unas pestañas doradas y unas cejas suavemente arqueadas. Su piel, blanca como el mármol, contrastaba con el rojo intenso de sus labios que escondían unos dientes perfectos y delicados como las cuentas de un medallón.

Iba protegida con un camisote de malla que semejaba la plata bruñida. Iba vestida de los pies a la cabeza de un blanco impoluto, y su capa estaba cerrada por un broche dorado con el símbolo de un látigo de siete colas de Loviatar. Solo entonces la criatura insectoide pudo darse cuenta de que esa aparición tan perfecta, tan conmovedora, tenía algo de siniestro.

Vio una especie de halo, algo tétrico que solo podía ser percibido por el rabillo del ojo. Era una sombra inquietante, y no se podía asegurar si emanaba o formaba parte de ella. La presencia etérea se aferraba a la mujer, retorciéndose como en un continuo y angustioso tormento.

Ajena a todo eso, y a la conversación que acababa de tener con sus esbirros, la mujer le regaló a la criatura que revoloteaba a su alrededor una sonrisa que solo podía calificarse de angelical.

—Doy gracias a Tymora por haberos encontrado, entonces —respondió la aludida—, y por requerir un precio tan modesto como nuestra compañía por vuestra guía. Decidme, hermosa criatura, ¿cuál es el sendero más adecuado para cruzar el Bosque Nudoso indemnes?

—¿Senderos? ¡Oh, no, no, no, nada de senderos! —exclamo, alarmado por su desarmante candidez, antes de añadir en tono confidencial—: Los fatas de este bosque los trazan en círculos para extraviar a los visitantes y en ocasiones hasta los cambian de sitio solo para su diversión. No, los caminos de este bosque con engañosos y traicioneros. Lo mejor es caminar a través de los árboles en línea recta orientándose por... ¡por el sol!

Sí, esa suena a buena idea. Y convincente. A todo el mundo le gusta el sol.

—Esa carreta que lleváis puede que sea un problema, pero tenéis espaldas fuertes, seguro que podéis cargar con su contenido en caso de que se quede atascada en algún barrizal. Aquí llueve mucho, pero seguro que os habéis dado cuenta ya. Contadme, ¿cómo es ese Hommlet al que os dirigís?

Payne alzó una ceja en un gesto inquisitivo. Si le quedaba alguna duda de que aquel extraño ser les iba a guiar a una trampa, acababa de despejarse.

—No, no creo que esa sea una buena idea —dijo Payne, disculpándose con una sonrisa angelical—. Puede ser que conozcáis el bosque, pero no parecéis muy familiarizado con lo que hay fuera de él, ¿me equivoco? Tengo entendido que para trazar una ruta lo primero que hay que conocer es a dónde se dirige uno.

La Señora del Látigo señaló a uno de sus hombres con el pulgar.

—Ya tenemos un guía, que sabe dónde estamos y a dónde nos dirigimos, pero agradecemos tu compañía de todas formas. Si las fatas tratan de hacer de las suyas, estará bien tenerte cerca.

Y al alcance de la caricia de mi látigo.

—Prometo hablarte de Hommlet por el camino —dijo, y su sonrisa formó un delicioso hoyuelo en la barbilla.

Se encontraban en una situación de cierta calma tensa. Payne no se fiaba del todo de ese insecto. Algo normal con las extrañas palabras sobre la dirección que le había dedicado Glÿnmaer. Grune ya había recibido un escarmiento instantes atrás por parte de la Señora del Látigo y pese a que se moría de ganas de hablarle al pixi oscuro sobre Hommlet, decidió reprimir las ganas, sería lo mejor.

Por su parte, Glÿnmaer sabía que no había empezado con buen pie. Pese a a sonrisa que Payne lucía en su rostro, podía oler que aquella mujer guardaba mucho más de lo que dejaba entrever. Que era peligrosa, era evidente. Llevar la voz cantante en un grupo compuesto por tres rufianes como los que tenía delante siendo una mujer, indicaba que desde luego era una mujer de armas tomar.

Era un animal enorme, un felino monstruoso e inmenso cuya cruz era casi tan alta como la de un humano. Su largo cuerpo estaba cubierto por rayas pronunciadas y sus zarpas eran tan grandes como broqueles. No obstante, no que más destacaba eran unas extrañas protuberancias óseas que recorrían su cuello y parte de su espalda. Tan solo Glÿnmaer lo vio de buenas a primeras, pues aunque era enorme, también era sigiloso, extremadamente sigiloso.

—¡Eh, los de ahí abajo! —aviso al inconsciente cuarteto tras haberme hecho invisible ante sus ojos—. Dejad de buscarme y prestad atención camino adelante. Estoy viendo un minino grande como un oso acercarse a vosotros relamiéndose con anticipación.

No es que les deba nada, pero la rubia del látigo es la primera persona en mucho tiempo que sabe reconocer mi perfección física y el encanto de mi compañía en lo que valen. Sería una lástima que terminase en el fondo del estómago de este gato venido a más y que yo tuviera que seguir buscando en solitario una forma de salir del Bosque Nudoso.

Viendo que el tigre se encuentra a tiro, le apunto con mis pequeñas manitas de garras afiladas y le lanzo una maldición destinada a quitarle el apetito. Nunca he visto a vomitar a una bestia semejante y tiene que ser algo digno de admirar.

Era un animal enorme, un felino monstruoso e inmenso cuya cruz era casi tan alta como la de un humano. Su largo cuerpo estaba cubierto por rayas pronunciadas y sus zarpas eran tan grandes como broqueles. No obstante, no que más destacaba eran unas extrañas protuberancias óseas que recorrían su cuello y parte de su espalda. Payne y sus esbirros no lo vieron hasta que prácticamente lo tuvieron encima, pues aunque era enorme, también era sigiloso, extremadamente sigiloso.

—Preparaos —dijo Payne desenroscando su látigo de erizadas púas—. Y no se os ocurra huir, eso despertará su instinto de depredador.

Aquella bestia magnífica, no se lo pensó demasiado. Tenía hambre y había presas frente a ella. Tras un rugido que helaría la sangre a cualquiera inició una carrera con la mirada fija en el hombre más cercano e instantes después se había abalanzado sobre éste. Una de sus garras le desgarró un brazo, suerte tuvo que con la segunda no pudo hincar sus afiladas garras. Pero un terrible mordisco le agarró una pierna apresándole y haciendo que sangrara de nuevo. Grune estaba a merced del felino. Suerte que no estaba solo y quizás sus compañeros podrían hacer algo por él. 

Payne tampoco se lo pensó demasiado. Con un gesto desapasionado avanzó e hizo restallar su látigo contra la bestia, como uno de los domadores de circo que había visto de pequeña. A diferencia de estos, su látigo iba cargado con el poder de Loviatar, la diosa del dolor.

Los gritos de dolor y pánico de Grune se hacían patentes a cada segundo que pasaba. El guía del grupo gritaba horrorizado mientras aquel enorme animal le desgarraba la piel y los músculos depositando el peso de su cuerpo sobre él y entre aquello, las poderosas garras y el mordisco que no soltaba, Grune no podía hacer nada para escapar a una muerte segura.

- ¡Ayudaaaa! - Gritó. - ¡Dueleee, dueleee muchooo! - Se lamentaba con la voz rota. - ¡Me Señora, por Loviataaar, aaaaah!

Lutipold desenvainó su mandoble a la vez que iniciaba una carga contra el felino. Pasó por el lado de su señora como un rayo y lanzó un ataque hacia el felino. El filo de Lutipold voló hacia el tigre, pero en el último instante, antes de impactar contra el lomo del animal, éste se hizo a un lado y el espadón se incrustó en la tierra del camino.

- ¡Diablos! - Exclamó.

Fredaric dio un rodeo buscando la espalda del enorme y pavoroso felino. Aquel veterano, mucho más calmado que Lutipold buscó un hueco para clavar su espada sin dañar más a Grune y cuando vio la oportunidad, lanzó una estocada que se clavó en su cuarto trasero y el tigre rugió de dolor, pero eso no le detendría, no todavía. 

- ¡Aguanta Grune, enseguida te lo quitamos de encima! - Le trató de tranquilizar, aunque Grune ni tan solo le escuchó.