Partida Rol por web

Lissandra lanzó un largo suspiro y se pellizcó el puente de la nariz.

-Gracias por la información -le dijo a la sacerdotisa-. Bien, Payne, ¿irás a buscar esa fortaleza? He venido a investigar los sucesos, el invierno eterno aún debe esperar, de modo que permite que te acompañe. Soy, desde luego, mucho más útil que esa voz huídiza y mentirosa. Y yo sola, desde luego, por muy poderosa que sea, me parece que no podré luchar contra un culto denominado Mal Elemetal. ¿Sabes? Creí que lo de Elemental era porque se trataba de un mal primigeno, primordial, básico... Y no porque se trataba de los cuatro elementos -puso los ojos en blanco-. Qué poco imaginativo.

Payne regaló a Lissandra una sonrisa de dientes perfectos y blancos. Por supuesto, no habría compartido la información que tenía con ella si no fuera una invitación a unir fuerzas en aquel asunto. No le había dicho ni una palabra a aquel molesto duendecillo de los bosques porque no confiaba en él.

—Sí, pensaba ir a la Barbacana del Foso y nunca viene mal una poderosa hechicera y una mujer formidable —replicó Payne, aún murmurando—. Busco a un trasgo, llamado Nierethi Poscurian. Era mi contacto en el Gremio de Ladrones de la zona, y desapareció en la fortaleza en ruinas. El posadero me ha dicho que Poscurian solía ir a la Barbacana a rapiñar todos los objetos encantados que pillara, pertenecientes al Culto del Mal Elemental. También me dijo que vendía lo que encontraba a los arcanos de la zona: al mago Spugnoir, al sabio Nem o a un elfo llamado Nubric. Podríamos marchar directamente a la Barbacana, pero creo que estaría bien averiguar si alguno de ellos tuvo tratos con Poscurian y que nos cuenten todo lo que sepan sobre la Barbacana y los objetos que nuestro amigo el trasgo recuperó de ella.

»También estaría bien comprar unos cuantos sacos de harina por si regresa nuestra amiga la voz huidiza y mentirosa.

Lissandra sonrió de medio lado, menuda aduladora estaba echa aquella seguidora de Loviatar. Supuso que así suavizaba a sus presas, con ese arrullo se ganaba su confianza y al final, quebraba sus voluntades aplicando metódicamente ese dolor que su diosa manifestaba. No quería ser ella la que probase las delicias que Payne podía ofrecer, por ahora.

-Me parece bien empezar por ahí, preguntando a los arcanos. Cuanto más sepamos sobre aquello a lo que nos enfrentamos, mejor nos irá. Yo cuento con un seguidor helado, el que viste al entrar, si es que el pobrecito no se ha derretido de tanto esperar, este clima no le está sentando nada bien. Pondré mi conocimiento a tu servicio, Payne.

Extendió la mano para estrechársela.

Payne hizo una teatral caída de ojos hasta que su mirada se topó con la mano extendida de Lissandra. Alzó sus ojos hasta trabarse con los de la Aurilita. Payne tenía los ojos azules, pero eran demasiado claros para resultar hermosos. Eran más bien inquietantes. Aparentemente ajena a ello, Payne sonrió y estrechó la mano que le extendía la mano, con una fuerza que solo podía calificarse de varonil.

—Y mi látigo estará siempre servicial cuando lo necesites, Lissandra —dijo, en un ronroneo.

Chasqueó los dedos en sus guantes de cuero y se dirigió a la salida.

—Nos vamos —les dijo a sus esbirros—. Comprad a este mequetrefe todos los sacos de harina de los que esté dispuesto a desprenderse. Vamos de visita a todos los magos de este pueblo perdido de la mano de los dioses, a ver qué pueden contarnos de la Barbacana del Foso.

Un enorme hombre acorazado saltaba hacia el techo como tratando de cazar algo, mientras tanto, el resto de presentes en la sala le miraban extrañados. El primero de ellos el bueno de Terrigan que no acababa de entender porqué aquel hombre de aspecto terrible, había empezado a saltar en medio de su conversación.

Fue precisamente en ese momento, cuando se abrió la puerta custodiada por los tres rufianes que el hombre del casco había visto al entrar en la taberna. Del interior de la sala surgieron dos mujeres. Una de ellas una joven de cabellos cobrizos, de mirada penetrante, la cual iba protegida con un camisote de malla erizado de púas que semejaba la plata bruñida. Se vestía de los pies a la cabeza de un blanco impoluto, y su capa estaba cerrada por un broche dorado con el símbolo de un látigo de siete colas. La otra vestía una túnica del tipo que usaban los magos en aquellas tierras, de azul hielo, demasiado abrigada para zonas sureñas. El cabello lo tenía blanco como la nieve, la piel oscura por el sol que golpeaba con fuerza en el norte, y los ojos como dos glaciares, infinitos e inexpresivos. Tenía el pelo recogido en una larga trenza que le caía por la espalda y en la mano portaba un bastón, pero no se veía por ningún sitio el grimorio que debería portar todo mago.

Payne sí que entendía qué hacía el hombre del yelmo. Lo entendía a la perfección. Se descolgó el látigo de la cadera y lo desenrolló. 

—Un monstruo se ha colado en vuestro pueblo, con algún propósito sombrío —explicó Payne al posadero y a los parroquianos de aquella taberna—. Lo que ocurre es que es invisible, y vuela. Este hombre —dijo, señalando al tipo del yelmo—. Está intentando libraros de su perniciosa presencia. 

Payne esbozó una sonrisa afilada como un puñal.

—Dicen que las criaturas del bosque se llevan a los niños pequeños de las aldeas para sus nefarios propósitos —explicó Payne—, probablemente para sacrificarlos. Cerrad las ventanas, poneos delante de la puerta y corred las cortinas para que no vea el exterior, pues también puede teleportarse. Evitad que escape. Nosotros nos ocuparemos de esto aquí y ahora.

Miró hacia atrás, en dirección a sus hombres.

—Preparad la harina.

La obsesión de esta chica conmigo es verdaderamente patológica. Está claro que lo que pretende es llevarme a su cama para que la deje embarazada, pero yo tengo cosas más importantes que hacer que llenar de huevos su vientre estéril.

Su mente es un remolino enfermizo de turbias experiencias conyugales con sus propios progenitores y, aunque me fascina, no tengo tiempo para recrearme en esas imágenes.

Lanzo un largo y hondo suspiro de resignación. Es verdaderamente agotador tener que estar continuamente desaprovechando mi energía y mi talento en huir de una persona con una profunda tara mental. Una persona rota que, por la razón que sea, está empeñada en pagarme tan mal la ayuda que hasta el momento le he prestado e incluso que podría haber llegado a prestarle si no tuviera este empeño irracional por detenerme, robarme y/o matarme.

Lo mejor es no tener ninguna relación con una persona así y desearle una larguísima vida en la que pueda disfrutar de la agonía de ser ella misma.

Lissandra observó al tipo del gran casco, mientras toda la taberna se ponía nerviosa por la presencia de la hechicera y la sacerdotisa hablando de una criatura del bosque que se había colado en el salón. Se aproximó al guerrero con pasos silenciosos y su aura parecía desprender algo de frío, porque la temperatura bajó un par de grados.

-Es invisible. La criatura que usted busca nos ha estado molestando desde que hemos llegado aquí, si necesita ayuda, podemos ofrecérsela.

Dicho aquello, echó mano de sus componentes para prepararse para el combate.

—Ya debe haberse ido —dijo Payne—. Lo que tiene de cotilla, lo tiene de cobarde.

Finalizado su trabajo de espantar a aquella criatura infeliz, Payne devolvió el látigo a su lugar.

—¿Quién eres tú? —le preguntó al tipo del yelmo.

Parecía alguien fornido, el tipo de persona que podría torturar durante días.

Así fue como Glÿnmaer pudo escapar de las dos mujeres psicópatas y del violento hombre del casco y la armadura. En forma de mosca y por una humeante chimenea. Le costó más de lo esperado llegar a la parte superior de la misma, pues el humo cegaba sus hexagonales omatidios que conformaban cada uno de sus grandes y desproporcionados ojos. Además, respirar aquel dióxido de carbono, casi acaba con él, pero los dioses tuvieron a bien que saliera finalmente al cielo despejado y pudiera al fin respirar en paz.

Glÿnmaer era todo un incomprendido y aunque había encontrado gente con los mismos intereses que él y es más, les había tratado de ayudar en su búsqueda, había sido totalmente rechazado y suerte había tenido de seguir vivo. Aunque quizás no había sido suerte, sino una inestimable habilidad para escapar de los apuros indemne inerte a su naturaleza. Lo cierto era que seguía solo y aunque tenía alguna pista de por donde empezar a buscar, no tenía muy claro que hacer cuando diera con lo que buscaba.

Bajo sus patas peludas de mosca, tenía aquella aldea. Ahora debía decidir que hacer... Toridache Nem, aquel perverso humano le había hablado sobre tres localizaciones, las ruinas del templo, la barbacana, em Nulb o los alrededores, las cuales parecían estar en la misma dirección y todo le indicaba que lo que buscaba tenía que estar allí. Podía llegar en unas horas de vuelo, aunque... también podía marcharse en la dirección opuesta. Eso sería más fácil y desde luego menos peligroso.

Tras el espectáculo que habían formado las dos mujeres, los tres tipos con mala cara que venían con Payne y el hombre acorazado, muchos de los parroquianos, inquietos, se marcharon del local, algunos incluso sin pagar sus consumiciones. Otros comenzaron a aplaudir hacia el techo, como tratando de cazar moscas, aunque sin demasiado éxito y el posadero, Terrigan, simplemente les miró con mala cara, aunque nada dijo, pues no era estúpido y sabía que enfrentándose a aquella gente, nada bueno sacaría.

Mientras los pocos clientes, borrachos todos ellos, que quedaban espantando moscas en la sala de la taberna pese a que Payne ya había dicho que el bicho se había marchado, ésta se presentó al hombre del casco oscuro que había empezado la cacería del mosquito. Éste la miró y miró a Lissandra. Dos mujeres extrañas, dos mujeres como pocas. No se solía estar frente a dos hembras de esa talla muy a menudo. Y alrededor de ellas, Fredaric, Lutipold y Grune, vigilantes y con las manos en las empuñaduras de sus armas.

En mi visita a Homlet he aprendido mucho y, desde luego, todas las penalidades sufridas las tengo por bien empleadas. Ahora sé por dónde empezar a buscar ese condenado templo y tengo un mapa de la región.

Sé también de quién no puedo fiarme y que es probable que nuestros caminos se crucen de nuevo puesto que compartimos intereses y me han robado las notas que podrían haberme ayudado (claro que yo las robé primero, así que quien roba a un ladrón... que se condene en el Abismo).

Sabiendo todas esas cosas, el sentido común me dice que debería alejarme, evitar a toda costa ese templo elemental o como se llame y dejar que aquellos que estén tan locos como para ir allí se lleven toda la gloria que pueda darles. Por desgracia, no confío en que ninguno de ellos esté capacitado para salvar el mundo y da la casualidad de que el mundo me gusta tal y como está. Más o menos. Desde luego, mucho más que convertido en un pozo de oscuridad.

¡Qué fastidio!

Resulta difícil pensar después de tantas penalidades y con el estómago vacío. Así pues, busco un árbol tranquilo a las afuerzas del pueblo en el que recuperar mi auténtica forma, comer algo y echar una cabezada. Mañana, quizá, pueda dar una vuelta por los alrededores en busca de alguien que pueda ayudarme con el problema del templo sin intentar matarme por ello.

El titán cetrino, un hombre de espaldas tan anchas como un armario ropero y de una musculatura cincelada en el noble (?) arte de la guerra, agachó la mirada despacio, clavando sus ojos de un oscuro bermellón en las dos jamelgas que le salían al paso y en los tres alfeñiques que las seguían a la zaga.

Se tomó su tiempo en contestar a la del látigo, que tenía una mirada incisiva como la de una lanza embistiendo contra su pecho.

-Alguien al que el insomnio está pasando factura...-, escupió en un susurro cortante como una ventisca mientras depositaba su jarra medio vacía de esa parodia de hidromiel y pasaba sus ojos entre los tres comediantes que seguían a las dos mujeres.

-Relajad las manos, bichitos. A menos, claro, que queráis pasar a servir con devoción al Dios de los Mutilados-, dijo al tiempo que dejaba caer el pesado cabezal de su martillo en la tarima de la taberna a modo de advertencia. Una forma muy sutil de decir "aquí está la mía, y es más grande que las vuestras... juntas".

-Mi nombre es Acheron. He venido a enterrar a un amigo-, dijo con una sonrisa torva bajo el aterrador yelmo. -Ha sido un funeral... pasado por agua. Entonces he topado con ese molesto insecto parlante...-. Cerró el puño, uno lo suficientemente grande para aplastar un cráneo humano.

Sus palabras, era evidente, estaban bañadas en una gruesa capa de humor negro como la brea.

-¿Quiénes sois? ¿Y por qué buscáis con tanto ahínco a ese insecto?-. Buscó a Terrigan con la mirada, saboreando el gesto de terror que debía lucir ahora mismo en su rostro cerúleo con sus patillas encrespadas.

Payne enarcó una ceja. Aquel tipo tenía agallas, y no precisamente de las que permitían respirar bajo el agua. Payne alzó una mano y le pidió a sus hombres que alejaran sus manos de las empuñaduras de las espadas. Por qué habían echado mano de ellas, no tenía ni idea.

—Es el insecto el que nos busca con ahínco —dijo Payne devolviendo su látigo al cinturón—, una criatura molesta e irritante, sin duda. No me cabe duda de que no nos dejará en paz hasta que lo aplastemos bajo nuestra bota, cosa que habría hecho hace solo un momento, pero entonces no sabía de su capacidad para la teleportación.

Le tendió la mano a Acheron, un guantelete erizado de púas.

—Mi nombre es Payne. Ellos son Fredaric, Lutipold y Grune.

Dejó que la hechicera se presentase por sí misma antes de continuar.

—¿Y dónde está tu amigo?