Partida Rol por web

Londres, Muelle de las Indias Orientales, 15 de Octubre de 1883

Oscuridad. Y el sonido del transcurrir de las aguas. Las orillas del Támesis lamiendo las maderas del muelle, calando los tablones, humedeciéndolos, meciéndolos en su movimiento sinuoso. De nuevo el sol se hunde en el horizonte y los muertos abren los ojos para salir de su letargo diurno. 

Ben abrió los ojos en su refugio, y escuchó la algarabía de sonidos procedentes del muelle. Una nueva noche llegaba, una noche de luna llena y cielos plomizos de tinte infernal. La urbe comienza a adormecerse, pero en los muelles hay movimiento hasta bien entrada la oscuridad. Los pasos de los marineros y estibadores, los de los hombres que vienen a saciar su sed y calmar sus instintos a las tabernas de mala muerte destinadas a los forasteros, los diferentes acentos e idiomas se mezclan en una canción familiar que el vástago conoce ya bien. 

Su cuerpo comienza a desentumecerse al mismo tiempo que su mente comienza a trabajar en aquello que le depara a lo largo de las próximas horas. Hace ya varias noches que no sabe nada del sheriff, el General Sir Arthur Halesworth. Éste se había despedido de Ben, noches atrás, declarando que tenía, por orden del Senescal Valerius, que realizar unas pesquisas. No había dado mayor detalle a su ayudante, pero el hecho de que no hubiera recibido noticia suya en aquellos días era extraño. 

Un ruido distrajo al vástago de su hilo de pensamientos. Las pisadas apresuradas de varias personas, y seguidamente una algarabía de voces masculinas y risotadas. En medio, los sollozos y las protestas de una mujer. Una dama solitaria y varios caballeros descorazonados. La historia de cada noche. Los bajos instintos y la mala baba eran un factor común entre los visitantes habituales de aquella zona de Londres.

La mente de Ben trazó el hilo de pensamientos rápido. Pasó por todas las posibilidades que se le ocurrían al respecto del destino del Sheriff y ninguna era halagüeña. Una emboscada, enemigos demasiado peligrosos o poderosos, una traición... El hecho de que no hubiera contactado con sus ayudantes, o no al menos con Ben, indicaba que era posible que se tratara incluso de un movimiento político. 

Bueno, a Ben no le importaba. Fuera lo que fuera no iba con él. El ruido del bullicio fuera de su refugio sí. Se desperezó y se enderezó. Se arregló las ropas no muy bien cuidadas y agarró el sombrero que tenía junto al suelo donde dormía. Le sacudió el polvo y se colocó inclinado sobre la cabeza.

Luego se irguió en toda su estatura antes de salir a la calle. Debía alimentarse y tanto los hombres que probablemente violarían a la mujer, como la mujer en sí, podían resultar un buen aperitivo. Se relamió antes de cerrar la puerta de su casa y se encaminó hacia el ruido con una sonrisa lobuna en el rostro.

Casi lo lamentaba por aquellos pobres hombres. Eso si tenían las agallas de enfrentarse a una mole como él. Su tamaño le hacía destacar entre la multitud y su aspecto no invitaba mucho a tener problemas con él.

Cuando Ben se aproximó a aquellos hombres, lo hizo sin que estos se percatasen de su presencia. Sumidos en aquella cruel diversión que era levantarle las enaguas a una pobre infeliz y tratar de acertar entre sus piernas mientras otros la agarraban y ella se retorcía de sus improvisados amarres, a penas se dieron cuenta de que alguien del tamaño del vástago se aproximaba a ellos hasta que su sombra, imposible de evadir, se cernió sobre sus cuerpos, más pequeños. 

Al ver a Ben, un viejo conocido del puerto, dos de los cuatro hombres allí presentes, los más jóvenes y menudos de grupo, retrocedieron, soltando a la muchacha de cabellos oscuros, que cayó sobre el suelo, y se cubrió el cuerpo en cuanto pudo. Los otros dos, más curtidos en aquella clase de escaramuzas, le plantaron cara.

La chica comenzó de nuevo a sollozar mientras el primer hombre, un marinero que rondaba los cuarenta años, se acercó a él.

- ¿Qué demonios crees que miras, grandullón?- dijo, haciéndose crujir los nudillos y lanzándose hacia su oponente.

El segundo hombre, esbozó una sonrisa petulante mientras introducía una mano en su chaqueta. El brillo metálico de la hoja de su cuchillo refulgió bajo la escasa luz de las farolas de gas. 

- Mi cena. - respondió simplemente ante la pregunta del hombrecillo. Así que dos pensaban hacerle frente. Sería divertido.

Y más cuando partiera los huesos del primero y arrancara la garganta al segundo.

Todo a su debido tiempo. Se centró en el primero de ellos, que no iba armado. Ni se molestó en esquivarle o pararle. Simplemente hizo acopio de energía y le propinó un puñetazo sin medir su fuerza.

Ben acertó de lleno en la cara de aquel infeliz, al que comenzó a sangrarle la nariz ipso facto. Algo aturdido, se llevó la mano al rostro y miró al vástago, enfurecido, antes de volver a lanzarse contra él. 

Su compañero, con el cuchillo ya en mano, también se lanzó contra él, dispuesto a clavárselo en el vientre.

El hombre, a pesar de su aspecto poco fornido, propina un buen puñetazo a Ben. De no haber sido por sus facultades sobreterrenas, el vástago se habría llevado un buen revés, pero su cuerpo resistente soportó la mayoría del daño. Por otro lado, el tipo que se lanzó con el cuchillo tan sólo consiguió hacerle un rasguño. 

Gruñí. Un sonido gutural brotó de mi garganta. No me gustaba que me golpearan. Aunque fueran simples humanos. Mequetrefes. No quería dejar salir a la bestia pero me costaba controlarme. La notaba pugnando por salir al exterior y destrozar a aquellos seres. 

Simple ganado y trataban de dañarme. Apreté los dientes intentando controlarme pero la Bestia me hizo perder la concentración y fallé el puñetazo que pretendía dejar KO a uno de mis oponentes. Fallé estrepitosamente.

El gruñido de Ben hizo trastabillar al hombre al que trataba de golpear, y sin embargo, no consiguió asestar ningún golpe. Por su lado, el primer hombre metía una mano en su bolsillo, mientras el del cuchillo volvía a intentar arremeter contra el vástago.

Ben intentó golpear de nuevo, pero el tamaño inferior del Marinero hacía que se volviese escurridizo. Éste se desvió hacia un lado, justo cuando su agresor se disponía a emplear toda su fuerza, y provocó que tropezase, cayendo al suelo.

Ambos contrincantes se abalanzaron entonces sobre él. El estibador, cuchillo en mano, alzó el puño, dispuesto a asestar una nueva puñalada, cuando un borrón oscuro se deslizó ante la vista de todos los presentes, tomándolo del cuelo de manera violenta, deslizándose en la oscuridad que proporcionaban las cajas y barcos allí dispuestos. Un ruido húmedo, y un olor cobrizo llegaron a los sentidos de Ben, que aún tenía que deshacerse del otro hombre, que ahora también portaba un cuchillo y trataba de clavárselo al gangrel.

Sonreí. Un borrón, un ruido húmedo y un olor cobrizo. A todas luces otro vástago y uno de los humanos ya debía estar muerto.

Crují el cuello ladeándolo hacia un lado. Bueno, seguía siendo una mera diversión así que dejé que el hombre se acercara a mí cuchillo en mano dispuesto a ser más rápido que él y propinarle tres certeros puñetazos.

El hombre clavó el cuchillo en el estómago de Ben, sorprendiéndose al ver que éste, al contrario que sus oponentes mortales, no sangraba copiosamente y no se revolvía de dolor, a pesar de esbozar una mueca que indicaba que le había hecho daño. 

Ben le golpeó entonces, aprovechando los dones de su sangre para usar una velocidad con sus puños que pocos hombres podían asemejar. Bamboleó su cabeza de un lado a otro, y el marinero acabó desplomándose sobre el suelo, inconsciente. El sonido húmedo y el olor cobrizo hedían aún en el aire, y al mirar hacia la dirección de la que provenían, Ben pudo observar dos figuras. Una más menuda, presumiblemente de una mujer, que empotraba a la otra, más grande, contra la pared, mientras hundía el rostro en su cuello y tomaba toda su esencia. 

Un sollozo le llevó a posar sus ojos ahora al frente. Una vez eliminada la amenaza de aquellos dos ruines mortales, quedaba sólo la víctima. La mujer de cabello oscuro y rizado a la que habían intentado ultrajar observaba a Ben, aterrada, encogida sobre si misma con las mejillas empapadas en lágrimas. 

Ignoré a propósito al vástago menudo, fuera hombre o mujer, ya que estaba finalizando el trabajo. No me importaba si mataba o no a aquel humano. 

Mi estómago comenzaba a rugir, curarme las heridas de aquella pequeña puñalada que nunca debería haber ocurrido me costaba mi esfuerzo. Volteé el rostro y miré a la mujer de cabello oscuro y rizado que se encogía de miedo.

Me preocupaba que me rehuyera, como hacían todos los humanos. No sabía por qué pero presentían algo raro en mí. Quizá fuera mi tamaño o mi forma de moverme, no estaba seguro. En cualquier caso separé las manos y mostré las palmas abiertas a la chica. Procuré sonreír tratando de no resultar amenazante.

- Ya está. Se acabó todo. - comenté. - ¿Estás bien? - en cierto modo quería que se calmara pero no estaba muy seguro de si no me abalanzaría sobre ella para probar su sangre. Creía poder contenerme y en el suelo tenía a otro estibador inconsciente que esperaba para saciar mi Hambre.

Observé la reacción de la chica. Deseaba que no corriera asustada.

La muchacha retrocedió, asustada, al escuchar la voz de Ben. Su respiración agitada hacía que su pecho subiese y bajase rápidamente. Su corazón debía estar latiendo, desbocado, bombeando toda su cálida sangre a través de todas sus venas, bañando y calentando su carne.

Observó su gesto, recelosa, sin atreverse a moverse, como si temiera que al huir provocase alguna clase de reacción en el hombre que la observaba. Su llanto se calmó en cierta medida, pero seguía sin confiar.

La joven era guapa. Comprendía perfectamente los instintos de aquellos hombres barriobajeros. Si fuera todavía humano también habría intentado algo con ella. Pero ahora su figura y sobretodo su pecho era lo que más me llamaba la atención.

El hambre y el ser capaz de notar cómo la sangre fluía por su cuerpo eran todo lo que necesitaba. Me imaginé a mí mismo por un momento hincando los colmillos en aquellos voluptuosos pechos. Después de dejar correr mi imaginación debía controlar mis instintos por relamerme. De lo contrario la asustaría todavía más.

Me agaché lo que pude hasta intentar quedar a su altura, sin dar ni un paso más.

- No tiene por qué tener miedo. No dejaré que esos tipos le hagan nada. ¿Me comprende? - Aun con las manos extendidas en son de paz, indiqué a la mujer con la cabeza en dirección a la salida. - Márchese ya si quiere. Nadie le hará nada. -

La verdad es que no estaba muy seguro de si podría contenerme si ella se quedaba. Y si se iba mejor, me dejaría a mi libre albedrío para probar ese apetitoso estibador inconsciente. Debía recuperar energías.