Partida Rol por web

-Estoy seguro de que está vivo -dijo el doctor, mirando interesado las estrellas. Las ganas de aventura que siempre había tenido empezaban a desaparecer ante... lo que sea que había sido aquello. Lo llamasen como lo llamasen-. Vive. Es feliz casado con Mendigo, Wendigo o cómo se llame. Ahora debe de estar cocinándole una calentita cena -su mirada se posó en la hoguera. Su voz podía intentar ser irónica, pero estaba demasiado desteñida con el dolor de la pérdida que era difícil créersela. "Ay, tengo la profesión que se merece un corazón blando como el mío".

-Es una pérdida de tiempo. No podemos hacer nada por el chico. El viento lo ha arrastrado de aquí para allá, eso es lo que hemos visto. Nadie sobrevive a aquello...

"Pero ya te equivocaste una vez, Ludovic..."

Levantaron una tienda improvisada con lona de vela y mantas. Dentro de ellas, la temperatura era razonablemente cómoda. Afuera, la pequeña fogata daba más claridad que calor, pero su luz consolaba el espíritu frente a la negrura del cielo. Una luna, curva y afiladísima, y unas estrellas anormalmente fulgurantes rehusaban espantar las tinieblas del páramo helado, que se difuminaba gris y frío hasta el infinito.

Aunque estaban cansados, los extraños sucesos acontecidos les hacían demorarse en el exterior. Nadie parecía querer entregarse a la soledad del sueño. Únicamente Harald, con práctico instinto, escarbó un agujero en la nieve y se arrebujó en él, quedando dormido al momento.

Goubert se puso en pie, comenzando el primer turno de guardia. Malencarado e inquieto, paseaba de aquí para allá sosteniendo su mosquete. Le infundía la serenidad necesaria para no empezar a gritar a todos. LeBrun sacó sus instrumentos de navegación, haciendo mediciones de las estrellas y apuntando números en un cuaderno. Tenía el ceño fruncido y sacudía la cabeza, evidentemente contrariado por los cálculos obtenidos. El doctor también observaba las estrellas sumido en molestos pensamientos y Ojo de Cuervo le imitaba con rostro impasible, repasando entre sus dedos los raros nudos de una tira de cuero.

Entonces Lefranc, que recogía las sobras de la cena, llamó su atención señalando un pequeño punto luminoso, muy lejano. Todos los rostros se volvieron, y durante un buen rato pudieron ver una luz diminuta que recorría la meseta coronada de piedras. Luego desapareció de la vista.

-Bien, una razón de peso para ir hasta allí –dijo la baronesa D’Uberville rompiendo el intenso silencio-. Parece obvio que esta tierra está habitada. Deberíamos saludar a los vecinos.

Ninguno de los que realizaron la vigilancia volvió a ver luces durante la noche. Al amanecer se pusieron en marcha para alcanzar pronto el lugar. El cielo permanecía raso, y el brillo del sol y la nieve lastimaba los ojos. Harald tiraba con energía del trineo, y avanzaban a buen ritmo. A media mañana ya estaban lo bastante cerca como para distinguir seis grandes monolitos en pie sobre el altozano, y alguno más derribado. Una hora más tarde, al pie de la suave ladera blanca, un bulto pudo apreciarse sobre uno de ellos. Ayudado por el catalejo, LeBrun pudo identificar, medio cubierto por la nieve, el cuerpo de un hombre. La excitación, fuese temor o esperanza, cundió en el grupo, y redoblaron sus esfuerzos para trepar a la cumbre.

Era mediodía cuando coronaron jadeantes la pequeña meseta, y se detuvieron ante las altas rocas. Adornados de hielo y vestidos de nieve se levantaban seis imponentes menhires, de unas cinco varas de altura, y otros dos yacían a sus pies casi enterrados. Estaban separados unas ocho o diez varas entre sí y describían un rectángulo, quedando uno de ellos aproximadamente en el centro del mismo. En él parecía encaramarse, como un horripilante mono, el cuerpo que habían divisado. La nieve lo cubría, y las partes que permitía asomar estaban negras y apergaminadas, laceradas y consumidas por el azote del viento y el frío boreales. Colgaba de espaldas a la roca, atado a ella mediante estaquillas y tiras de cuero, y lo que podía verse de su rostro estaba hinchado y desencajado. A pesar de la gélida brisa que soplaba, todo el lugar emanaba un tufo nauseabundo.
 

-¿Es que siempre hace más frío que antes? -se quejó el doctor, aunque en voz baja. Llevara un rato de mal humor, pero en realidad sabía que él mismo era el culpable. Había querido marcharse, regresar al Erebus... por miedo. Su curiosidad por los acontecimientos no había sido suficientemente alta como para mantenerle en aquella aventura. Si no fuera por la baronesa, no estarían en aquel lugar tan... no sabía cómo definirlo. ¿Maravilloso? ¿Aterrador? Su instinto le hizo acercarse a aquel cadáver, fuera quien fuese, obviando el resto del lugar.

-¿Será posible que...? -dijo, ladeando la cabeza.

Con la ayuda de Lefranc, el doctor bajó aquel cuerpo. Casi enseguida se dio cuenta de que no era Danton... ni siquiera era algo que debiera ser.

-¡Por nuestro señor Hipócrates! -maldijo cuando la boca de esa cosa se abrió al bajarla-. ¡M-m-mirad esa dentadura! -clamó, señalándola. Su dedo temblaba levemente, y quizás no por el frío-. ¡Tres, no, cuatro pares de colmillos! ¡Y qué tamaño! ¿Y esas muelas serradas? Lefranc, túmbalo, por favor -Ludovic se movió alrededor, observando las deformidades-. Orejas extremadamente pequeñas, nariz ancha, boca enorme, uñas recias. ¡Mirad esos hombros! Sin duda era un ser muy fornido... ¿Conoces alguna tribu esquimal que vista pieles rojizas como las que lleva, Ojo-de-Cuervo? ¡Oh, espera! -el médico se agachó junto al cuerpo-. ¡No son pieles! ¡Está desnudo! Increíble, es casi tan velludo como mi tía abuela -de nuevo, la broma sonó vacía. No podía ocultar su nerviosismo. A pesar de la excitación del descubrimiento, tenía un mal presentimiento sobre todo aquello-. De hecho, es tan bajo como ella. No debe medir más de metro y medio -Tessier inclinó la cabeza-. Esas marcas en tobillos y muñecas... muestran forcejeo. Debió de estar vivo al ser colgado. ¿Quién haría algo así?

“Lo importante, doctor, es saber para qué lo colgaron y no quién es o quiénes le hicieron eso”, Jacques se acercó, temblando de frío y miedo, a Ojo-de-Cuervo. Acercó su huesuda cara al indio y con voz temblorosa le habló.
“Estoy seguro que esto es por lo de ese manitú malvado…ese Wendingo…así se le apacigua a ese demonio ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Qué le den a ese estúpido de Danton si aun sigue con vida!”

- Dios bendito -Catalina se inclinó sobre la momia-. Tranquilicémonos todos... esto ha de ser alguna clase de primate. Los machos adultos de grandes primates presentan colmillos muy desarrollados -hablaba más para sí misma que para los demás-. Tranquilicémonos -repitió, como un mantra.

Examinó el cuerpo con cuidado y cautela, buscando aquellos parámetros sutiles y delicados que separan al Homo sapiens de otros haplorrinos.

- Me permito sugerir, caballeros, que parece que esto es alguna especie de sacrificio, probablemente una muestra de panteísmo por parte de los nativos. Quizá no sea lo más astuto para congraciarnos con los habitantes del lugar el profanar sus zonas de culto.

Adrien se prestó atención al cadáver, pero se apartó con un pañuelo en la boca tan pronto le llegó su olor. Debía llevar varios días muerto; tanto, que deshechó por completo la idea de aprovechar la carne.

Se sorprendió. Estaba pensando en "aprovechar la carne" de un humano muerto.

En silencio, y excepcionalmente sombrío (como toda la mañana) rodeó el monolito, y después se acercó a los otros, observándolos. Quizá hubiera algo que le ayudara; sino a comprender, al menos a sobrevivir.

"Cefeo", pensó, "encadenó a su hija para que la Bestia la devorara..."

Luego miró a Harald, y acarició la estrella de su pecho. Si era cierto que aquel perro daba suerte, era un buen momento para demostrarlo.

Catalina, tras examinar lo que ella creía un mono de grandes dimensiones, se queda pálida -más aún-. Las rodillas le fallan y se sujeta a quienquiera que esté  más cerca, con una mirada de completo espanto. Cuando consigue hablar, sólo lo hace intercalando  fragmentos de oraciones entre frases ahogadas por el pánico.

- Dios mío. Santa María madre de Dios. Es humano. Este... esto... eso es humano. Ruega por nosotros pecadores. Esto... esto es una degeneración poblacional. Habrá más. Habrá más -se repite a sí misma, porque no se lo cree-. Padre nuestro que estás en los Cielos, habrá más.  Doctor Tessier... doctor Tessier - repetir el término "doctor" la ancla, de algún modo, a la civilización-. Este hombre... esta cosa... esto era carnívoro.  Los caninos y las muelas lo confirman. Señor ten piedad. Es carnívoro, y habrá más - termina en un susurro. Su labia habitual de mujer de ciencia la ha abandonado por completo, y es incapaz de expresar y transmitirle al grupo sus pensamientos. Probablemente sea mejor para ellos.

El algonquino dejó que los demás inspeccionaran el cuerpo colgado. Miró brevemente a Goubert y asintió a sus palabras.

-Cierto, no creo que ese hombre esté vivo -se quedó callado unos instantes y luego prosiguió-. Pero tenemos que inspeccionar el lugar. Sin conocer lo que nos depara el terreno... no duraríamos nada -sonrío apenas-. Ya sabes lo que opinaba el mariscal de las exploraciones: "nunca se sabe suficiente sobre lo que tenemos delante de las narices".

Vagó por los alrededores, buscando cualquier tipo de rastro o pista que les ayudara a entender el lugar y los acontecimientos.

-Ayer o anteayer aquí estuvieron tres personas, calzados, portando antorchas de grasa -anunció el montaraz-. No parece que acamparan, sino que vinieron, hicieron... lo que tuvieran que hacer -lanzó una breve mirada al espantajo colgado- y se fueron hacia allí -señala hacia el (pendiente de confirmación por parte del máster)-, alejándose de la posición de nuestro barco.

Olía a grasa, a almizcle, a pescado podrido. Olores animales, olores primales. Cultos cruentos a espíritus de la tierra muy alejados de Gitche Manitou*. Este lugar odia a los hombres.

Mientras el doctor Tessier y la baronesa examinaban el cuerpo congelado entre aspavientos de fascinación, Ojo de Cuervo y el oficial LeBrun reconocieron el lugar, uno leyendo atento las señales en la nieve, el otro estudiando intrigado los grandes monolitos.

Harald rompió entonces a ladrar. Alguien se acerca, parecía decir, alertando a sus amos humanos.

-Sacrebleu! -maldijo Goubert señalando con el dedo- ¡Miren allí!

Siguiendo su gesto, descubrieron dos personas a unas ochenta varas, al borde mismo de la planicie. Dos figuras pequeñas, tan completamente cubiertas de pieles que sus rostros eran apenas visibles, permanecían erguidas, observando fijamente al grupo, apoyados en sendas lanzas de aserrada punta. Un momento después, al verse descubiertos, uno de ellos se adelantó un par de pasos gesticulando con energía y, empleando una incomprensible lengua quebrada y erizada de erres y jotas, les dirigió una parrafada de tintes enojados.