Era el quinto cigarro que se encendía sin pausa. El cuarto aún humeaba en el cenicero cuando en un acto insintivo sus dedos ya sujetaban el siguiente. Había leído el informe de sus agentes una, dos y hasta tres veces pero nada parecía tener sentido. Asesinatos, suicidios y desapariciones.
Y todo ello había sido obra de un grupo de jubilados de una aldea perdida que creían en meigas y otra sarta de chorradas. Si esto fuera poco todos sus agentes implicados habían decidido pasarse por el forro toda normativa habido y por haber. Poco pudo hacer para parar los pies de asuntos internos. Habían salvado a la niña pero parecía que la carrera de todos ellos iba a acabar por el sumidero del retrete.
Sin embargo, un grupo de hombres se había presentado horas después en las oficinas. Decían venir del CSIC y en la orden judicial que le pasaron por la cara quedaba meridianamente claro que el caso ahora les pertenecía a ellos y con el caso se llevaron también a los sospechosos, toda la documentación y hasta a sus propios policias.
El cigarro se le ha consumido en la mano sin haberle dado una sola calada.
A pesar de que Orozco sabe muy bien cuando no se debe remover la mierda también es conciente de que si lo deja estar ahora no podrá descansar en paz nunca más.
Hace un par de semanas encontró los informes olvidados desde los 80 sobre Torralves y Vicente del Campo en una base de datos de la policia y todo parecía indicar que el padre y el abuelo de la familia habían trabajado para el Gobierno de España.
Aquel caso, el primero en el que había realizado una investigación de campo, había marcado para siempre el carácter de Iyán. El joven de sonrisa fácil, de carácter afable; el novato dispuesto a enfrentarse a la maldad de la humanidad había sido tragado por el mismo mundo que pensaba comerse.
Aquel caso, sin lugar a dudas, le afectó profundamente. No solo en lo personal al recordarle tanto a la desaparición de su hermana, sino también en lo profesional. Pensar en que en su expediente podía haber una mancha imborrable que pusiera en entredicho su trabajo, era algo que no podía soportar. Y, a pesar de que todo se había solucionado al final, todo lo sucedido en aquel extraño caso no iba a borrársele jamás de la memoria.
Iyán había cambiado. A partir de ese momento nunca más quiso realizar investigaciones de campo. Su lugar era el laboratorio y a él se dedicó en cuerpo y alma. Los recuerdos de lo sucedido, todo lo que habían vivido tanto sus compañeros como él, era algo imposible de borrar. Que el fanatismo de unos hombres, las absurdas creencias en leyendas e historias de viejas, hubieran dado como resultado la muerte de varias niñas era algo que llevaría siempre encima.
Y esos pensamientos, todo lo que se fue descubriendo a posteriori, solo confirmaron la firme creencia de Iyán en la ciencia, en las pruebas y no en los cuentos ni en las especulaciones.
Sin lugar a dudas, aquel caso había marcado un antes y un después en la vida del asturiano.