Si quedaba algo de vida dentro de Akeronte, Jareth la tomó, la acercó a la llama de sus palabras y la prendió fuego.
—Si, os mentí. ¿Acaso me habríais ayudado de deciros la verdad? ¿Y que se suponía que debía hacer? ¿Dejar morir a mi maestro? ¿Dejarle víctima eterna de una conspiración que acabó con él y mi gente? Mentí por salvar a un amigo. Y volvería a hacerlo…si me quedase alguno.
En su mandíbula carcomida por la podredumbre y afectada por el rigor mortis podía apreciarse un gesto apretado, molesto. La chispa no terminaba de prender.
—¿La mejor muestra de bondad que puedes mostrarme sobre este mundo es el alma de un ladronzuelo? Bobadas —espetó, dejando de lado la pluma —. Mis errores no pueden enmendarse. El mundo los engullirá tras su lenta agonía. Cuando desaparezca, también lo haré yo. Es cierto lo que dices, corsario. Yo no soy valiente, nunca lo fui. Ni noble. Ese era mi maestro y ya no volverá.
Podía olerse el aroma de su amargor desde allí. A ese hedor, que no podía ocultar la peste que brotaba de los desperdicios, de la comida sin consumir, del polvo amontonado sobre sueños rotos, pesadillas y dolor, se unió el de Ifigenia. Su primera palabra, un simple gracias, atrajo la atención del brujo, quien se giró en su improvisado asiento para contemplar a aquella que lo hablaba.
—Akiroh, entonces él también ha caído. El ibis no ha podido protegerlo. Y tú ¿Eres su aprendiz? —sus ojos brillantes y hundidos la contemplaron con curiosidad —. No Akiroh no tenía aprendices, no en el estricto sentido de la palabra.
Ifigenia habló. Si Ntala había tratado de conciliar y la furia había llenado la boca de Jareth, ella lo hizo con dolor. Palabras que eran cuchillos, que cortaban sus labios, pero que también podían herir a otros. Akeronte se puse en pie. Lentamente, se acercó al enrejado. Su rostro estaba hundido, demacrado, despellejado por el tiempo, carcomido por la bestia de la muerte. Solo sus ojos, dos globos blancos y brillantes con su punto de oscuridad, ofrecían algo de vida. Y en ellos Ifigenia solo vio dolor. Pérdida. Y desesperanza.
—Justicia. Bondad. Palabras. Mentiras —dijo a escasos palmos de ella, separados solo por la reja.
La presencia de él, ominosa y antinatural, era detectado por ellos como una amenaza, igual que ese vigor sobrenatural que poseía su cuerpo animado. Agradecieron la presencia de la reja.
—La cuestión no es si podemos o no salvar al mundo. La cuestión es si merece la pena ser salvado. Dadme un motivo. No, una prueba. Una prueba de que el mundo merece ser salvado, de que, si lo logramos apartar de su cruel destino, será mucho mejor que un vacío de oscuridad. Costronno dijo que toda vida merecía ser vivida. Decidme, que vida merece ser vivida. Que vida no sufre, no pierde, no enferma, no agoniza. Decidme a que vida se refería Costronno…porque yo…no veo nada que merezca la pena ser salvado.
«No me entiendes. Me da igual morir aquí o allá. Lo que quiero salvar a todos esos que valen la pena, a todos esos que aún no conozco, ni conoceré, ¡pero que están!»
Eso quiso decir, pero sabía que Akeronte era incapaz de verlo. Estaba encerrado en su mundo de oscuridad, de descomposición y muerte. Ntala también lo vería todo negro, vería todo esfuerzo fútil si la carne se le hubiese caído de los huesos. O puede que no. Probablemente lo sabría pronto.
Se dispuso a hablar, pero sus palabras se quedaron sin pronunciar. Primero Jareth y después Ifigenia, cada uno por su lado, atraparon a Akeronte entre el deber y el valor que debería haber mostrado.
Jareth se encendió, Ifigenia apeló a la responsabilidad. Miró a Jareth con asombro. El normalmente diplomático corsario había estallado finalmente, y Ntala se alegró. Había mucho de cierto en sus palabras.
Las de Ifigenia, sin embargo, llenaron de negros presagios a la isleña. Parecía como si el deber fuese lo único que le quedaba. Como si en su interior hubiese ardido todo.
Sin embargo, ni una ni otra cosa parecieron hacer mella en Akeronte, cuyo negro corazón no albergaba esperanza alguna por la humanidad.
—¿Para qué escribes entonces? ¿Para qué el conocimiento de Ibis?¿Para qué las leyendas y los cuentos de los Ashanti? ¿Para qué cada maestro, cada tutor, cada canción? ¿Quién quedará para trazar líneas entre las estrellas, para leer esos Skelos de los que hablas? Nadie.
Akeronte rechazó sus argumentos y los de sus amigos. Ifigenia rechazó la mano de Matt. Jareth escupió bilis y fuego contra el sacerdote brujo. El ecuánime y siempre equilibrado corsario parecía otra persona, quizás agotado de su pragmatismo y su mirada distanciada del mundo. O tal vez fingía y adoptaba otro papel, otro acercamiento.
Él, escuchó a unos y otras. Veía a Akeronte como los acantilados altos y poderosos, inconmensurables en su poder, en su resistencia, antagonistas frente a la rompiente, a las olas que representaban a sus amigos, sus voces llenas de esperanza colisionando contra la desesperación y la frustración.
¿Y qué podía hacer él? No era nada, ¿acaso un alma limpia? Robaba, hurtaba, aquí una bolsa, allá un anillo. Un dedo. No poseía la inteligencia, el valor, la astucia o la sabiduría de Ifigenia, Ntala o Jareth. Era, eso , lo que mencionó Akeronte, un ladronzuelo. Incapaz incluso de conservar el amor de una maravillosa mujer nacida en las estrellas.
Se acobardó, dio un paso atrás, se hundió en las sombras del infecto lugar. Se escondió en un rincón apestoso, pisando grasa, inmundicia y el rabo de una rata gorda. Agachó la cabeza y solo la alzó al escuchar los renovados intentos de su gran amiga Ntala.
No creía que Akeronte le hiciese caso. Mostró interés por las palabras de Ifigenia, pero poco más. Matt no sabía qué decir, ni siquiera tenía idea si debía expresarse de nuevo o tan solo mantenerse callado en su rincón. Tenía ganas de llorar y de vomitar. El profundo e intenso nauseabundo perfume a muerte y degeneración le quemaba en la nariz y le arrancaba trozos de sus pulmones.
Peor que el sucio callejón donde nació.
-La vida de Costronno. Esa vida es la que puedes salvar. O devolver a este mundo. Este mundo no es tan horrible... cuando amas. Yo amo a una chica. Tú... tu amas a tu amigo Costronno. - se atrevió a decir, temblando, casi llorando.
No por el mundo. Si no por él. Por sus pérdidas. Por su familia. Sus padres. Sus hermanas. Sus amigos.
Por Bailarina.
Akeronte habló, respondiendo a cada uno, pero solo las palabras de la sacerdotisa parecieron llamarle la atención lo suficiente como para acercarse a ella. Los ojos de aquel, que una vez fue hombre, estaban tan llenos de dolor y desesperanza como seguramente los suyos propios. Era como observar su alma en un espejo. Una figura oscura, demacrada, acabada y sin esperanza. Su único motivo para seguir allí era cumplir los designios de su maestro al igual que el de Akeronte su intento de haber salvado a su señor.
- Tal vez no me considerase suficiente como para ser su aprendiz. - respondió Ifigenia ante el comentario del brujo sobre que Akiroh no tenía aprendices. - Solo era una cría huyendo de los desalmados designios que los seguidores del culto de Seth tenían para mi. Cuando me tropecé con él me dio cobijo, enseñanzas y un arma. Para mi es y será siempre mi maestro, aunque él nunca llegase a considerarme su aprendiz. - El sentimiento de respeto hacia Akiroh era tal, que a la joven muchacha no le importaba la forma en que él la llegase a considerar. Siempre sería su maestro.
La presencia del brujo tan cerca era percibida por todas las fibras del cuerpo de la sacerdotisa como una amenaza, y sin embargo, no se movió un ápice ni apartó la mano del barrote que tenía sujeto. Los ojos de Ifigenia se clavaron en la pequeña parte viva que todavía brillaba en los de la sombra. - No creo en la justicia, ni en la bondad desinteresada. Las palabras se las lleva el viento, y aún así, yo jamás miento. - Le responde de nuevo y ahora su tono de voz cambia y se vuelve prácticamente un susurro. - No creo que el mundo merezca ser salvado, pero sí que algunas personas merecen vivir. Tal vez no muchas de entre tanto escombro y ni si quiera estoy segura de que así sea. Pero tu señor creía en ello, y hubo una época en que tú lo creíste también. Akiroh decía que un solo acto se puede transformar en una poderosa cadena. Tal vez si tú, si nosotros, actuamos juntos. Podemos traer la esperanza y la bondad de vuelta al mundo. No puedo ofrecerte una prueba, solo mi vida. - Hizo una pausa. Sin absolutamente nada que perder, mete la mano con la que sujetaba el barrote entre dos de ellos, acercándola al demacrado brujo. - Ayúdanos, por favor. - añadió extendiendo la mano hacia él. - Y te ayudaré a ti en lo que necesites. Tienes mi palabra.
Jareth escuchó como los demás apelaban a Akeronte de distintas maneras. Ntala le había hecho notar un punto importante, si escribía, ¿para qué lo hacía? Algo quedaba en él que deseaba ser convencido, la isleña era sabia. Matt ofreció lo que tenía, un corazón puro, su inocencia. Ifigenia su sentido del deber, su firmeza, sus firmes creencias.
Los ojos de Akeronte estaban vacíos. Parecía que su corazón también lo estaba. Tal vez le gustaba regodearse en su propia y carcomida existencia, tal vez sentía que merecía estar ahí, que pagaba por sus errores, y al mismo tiempo todos lo hacían. Si no hacía nada, todo acabaría, con la promesa de acallar las voces de su consciencia.
- Que peligroso es que una sola persona, o algo que alguna vez lo fue, tenga tanto poder -reflexionó Jareth en voz alta. Y nosotros concentrados en la corrupción de Brunilda, tal vez la menos influyente de todo este embrollo, y en las mezquindades de Mecías, en el abyecto pacto de Costronno, en el conflicto entre el Ibis y la Pestilencia, o quien sea que nos mueva los hilos, y todo este tiempo deberíamos habernos cuidado de ti, Akeronte. De ti que con mentiras nos hiciste recuperar lo que ahora tenemos, de ti que lanzaste una maldición sobre el mundo, y de ti que ahora finges estar apartado viendo como el mundo estar por acabar, como si fueras un espectador. No haciéndote cargo de que todo esto es por tu responsabilidad. En esta celda oscura, rodeado de la pestilencia que pronto propagarás a todo el mundo, te regocijas con ver tu obra terminada.
El corsario se había calmado de su estado anterior, pero la sangre aún le hervía. Había sólo dos personas en los últimos tiempos que lograban sacarlo de sus casillas y despertar su ira. Estaba frente a una, y la otra era Zaela, que adivinaba no muy lejos.
- Tuerces las palabras como la serpiente que eres. ¿Quieres que termine el mundo porque hay gente que sufre, que pierde, que enferma? Para que haya sufrimiento tiene que haber gozo, para que haya pérdida tiene que haber ganancia, y para enfermar antes hay que tener salud. Los males del mundo están en conflicto con lo bueno. No lo ves porque estás entre los primeros.
Desenvainó su daga y se acercó a los barrotes.
- ¿Quieres una prueba? No, lo que quieres es rechazar toda posibilidad de redención porque no soportas ver tu propia obra. Pero si quieres una prueba aquí la tienes -le ofreció la hoja y se abrió la camisa. Mátame. Te ofrezco mi vida para salvar la de los demás. En el peor de los casos estarás a un maldito menos de liberar a ese ser del caos. Te cambio mi vida por la de ellos.
—Con qué ligereza ofrecéis vuestras vidas a cambio de la del mundo. ¿De qué me sirve a mí vuestra muerte? ¿De qué le servirá al mundo la muerte de aquellos que tratan de defenderlo? Si tomo tu daga, corsario, y con ella, tu vida ¿De qué le servirá a nadie?
Contempló la oferta con ojos muertos, hundidos en pozos, en fosas llenas de horrores que las almas rudimentarias no podrían soportar. Volvió al libro solo para observar sus escritos con la misma expresión consumida, agotada. Ntala lo había desarmado. A la vez, había prendido fuego al único hilo de cordura que le ataba a la realidad.
—No tiene sentido si todo va a desaparecer —farfulló.
Cerró el libro con desdén a pesar de que la tinta, su roja sangre, aún no debía estar seca.
—Traer esperanza al mundo. Precisamente tú, Ifigenia de Turia, que veo en tu alma torcida un reflejo de la mía. La misma maldición, la misma pérdida, el mismo hueco...precisamente nosotros, que ya lo perdimos todo debemos dar luz al mundo. Es una broma cruel y una imposibilidad.
Volvió a girarse hacia Jareth, acercándose a él igual que un depredador.
—¿Por qué crees que necesito una daga para matarte?
Y entonces la torre tembló y su centenaria construcción ya no parecía tan robusta. Los gruesos barrotes parecían moldeables, líquidos. La misma carne se mostraba frágil ante los ojos encendidos de aquel hombre. Su voluntad era hierro al rojo, sus deseos eran fuerza. Durante un momento pensaron que todo se quebraría, que de alguna manera el suelo se hundiría y ellos caerían al vacío. Al abismo. Y nunca más se sabría de ellos.
En su lugar, la puerta de la celda se abrió sola. Akeronte, en el umbral, se mostraba como una presencia ominosa. Una existencia contra natura, un engendro de la magia y la esperanza. Miró a Matt como si quisiera hundir su rostro en la roca para ahogarlo con piedra y sólido.
—Salvemos al mundo. Porque él ama a una chica...
Y luego soltó una risa, quebrada, escalofriante, que aún cuando murió en los labios consumidos del brujo pudo escucharse por toda la torre, como un eco resonante que se negaba a desaparecer. Igual que su vida.
***
Cuando Gunnar vio la alta y decrépita figura que acompañó al grupo que descendía de la torre, sintió la fuerza maligna que lo alimentaba, la amenaza impura que llenaba todo. El bárbaro no titubeó en tomar su arma y bramar con fuerza.
—¡Cuidado! ¡Uno de los diablos de la torre os ha seguido! ¡Lo partiré en dos!
Sin sus vendas, sin nada que ocultar, el rostro deforme del brujo, a la luz de la noche, donde las sombras no respetaban su podrida carne, ofrecía sin duda un aspecto infernal. Uno que llenaba los corazones de miedo hasta hacerlos desbordar.
—¡Gunnar! ¡Espera! —le pidió Isabella, el bárbaro la miró sin comprender —. Creo que es él. El que vinimos a buscar.
Mucho más sensata, seguro, pero la mano estaba sobre la vaina de su arma para seguir a su compañero, tanto si había errado en su juicio, como si no. Espadachina, guerrera, notaba la amenaza latente proveniente de aquel cuerpo animado.
—Ella es nueva —dijo el brujo —. Al hombre bestia ya lo conozco.
Bailarina, por allí, saltó de un lado a otro, como si quisiera evitar la mirada del brujo, como si temiera lo que este pudiera ver en ella.
—La afortunada, supongo —masculló, para mirar con pena a Matt al siguiente momento.
La noche era cálida, el viento del desierto tibio. Akeronte les contempló, uno a uno, como si estuviera estudiándoles. Un ladronzuelo enamoradizo cuyas creencias infantiles le hacían creer en un mundo que no existía. Una sacerdotisa que había caído por dos veces al abismo y que se debatía entre un mundo ardiente y otro desolador. El corsario, furioso y valiente, con la espada, y la daga prestas, buscando una causa que defender que fuera tan justa para encajar dentro de sus prefectos. La isleña, atada a un destino que no era el suyo, por la sangre, y arrancada de él por los designios ardientes de su corazón y un destino que no había pedido. Isabella, pragmática, leal, sucia, un alma más en busca eterna de fortuna. El bárbaro, maldito por herencia, condenado a muerte por los dioses. Y Bailarina. Enigmática, distante, juguetona. Sus intenciones envueltas en trampas y acertijos, huidiza. Bailando entre ellos sin ser alcanzada nunca... salvo por algún beso ocasional.
Akeronte terminó su escrutinio. No pudo mirarse a él. Varias veces maldito, orgulloso y un fracaso para todo aquello que alguna vez le había importado algo. Su carne consumida era un fiel reflejo de la sombra que fue otrora.
—Los grandes héroes de Turia que salvarán a la civilización de los diablos del pasado.
Y volvió a reír, profundo, intenso, sobre una broma que solo él podía ver. Una risa que helaba la sangre pues era la de la misma muerte; melancólica, privada de futuro, negra como la nada, vacía como un corazón roto.
Cuando la risa terminó, aún la oían, cruel e inclemente, resonando dentro de sus cráneos, burlona. Imposible ahogarla, callarla. La broma seguía entre ellos y ellos debían seguir la broma.
Fin del capítulo.