Hacia las montañas

Después del combate, el grupo se lanzó a la persecución de los trasgos derrotados, pues a pesar de su derrota se habían cobrado un buen botín: a Dinodas Brandigamo. Sin apenas tiempo para descansar y recuperarse de los golpes y heridas del combate, fueron tras las criaturas a través del angosto pasaje que habían usado para raptar al mediano y caminaron por las laderas escarpadas y peligrosas de las montañas hasta llegar a la boca de una cueva por la que las criaturas se habían internado. Munir, el cuervo de Ainar, graznaba y daba vueltas en círculos sobre la entrada a la cueva para indicarles que inequívocamente era allí por donde los trasgos se habían internado. 

En su viaje, habían escuchado que las montañas estaban llenas de túneles y de cuevas y, antes de partir apresuradamente tras los captores, Bill y Tom les habían dicho que Igwar creía que era en una de esas cuevas donde los trasgos guardaban el botín que les habían arrebatado la noche anterior a aquella. Y ahora se habían cobrado un botín de mucho más valor, pues cualquier vida importaba más que el oro y las joyas. Pero si el grupo no actuaba inmediatamente, Dinodas estaría perdido. 

Por tanto no había nada más que hacer excepto seguir a los trasgos bajo tierra. En la parte más honda de la tierra había un pasadizo estrecho, oscuro y maloliente que se internaba profundamente en la roca. Afortunadamente, habían logrado hacerse con un par de antorchas de la caravana de Igwar antes de salir en la persecución. Regueros de agua helada convertían cada paso en un peligro, y todo el lugar apestaba a cieno de murciélago. El pasaje descendía abruptamente hasta un túnel con menor inclinación, que conducía al oeste hacía las raíces de las montañas, según les pudo indicar Ainar, que tenía mejor orientación que ninguno en aquellos túneles subterráneos. Del túnel principal salían infinidad de arterias y bifurcaciones que se dirigían en otras direcciones. Era tremendamente fácil perderse en aquel lugar. Pero podían seguir el camino gracias al murmullo de los trasgos que todavía se escuchaba resonando en las cavernas. Aguzaron el oído, y les pareció escuchar la letra una siniestra cancioncilla. 

Abajo, en las cuevas viven los trasgos
y llevan días sin probar bocado. 
Panzas vacías, dientes aguzados,
En vainas negras, sus filos guardados.

Se dice de ellos que son gentiles,
bien educados y, hablando, sutiles.
Y con sus vencidos es menester
invitarlos a casa, a comer.

Duros y peludos son los enanos.
Los elfos, fibrosos, saben a rayos.
Echamos de menos comer humanos,
crudos, cocidos o bien ahumados.

Metamos al hobbit en el puchero,
que nos lo vamos a comer entero.
¡Invitadlo al festín de los trasgos!
¡Invitadlo al festín de los trasgos!

Fredegar se colocó en cabeza junto a Welf para inspeccionar el suelo de la cueva en busca del rastro que habrían dejado los trasgos al pasar por allí. Era difícil, porque la roca no era como la tierra, donde una huella de una bota podía quedar impregnada con facilidad, pero eran montón de trasgos. Algún rastro tendrían que haber dejado.

Los cánticos que se escuchaban al fondo de las grutas, con aquellas letras detallando lo que harían a su pobre amigo, no eran nada halagüeños. El mediano apuró al resto.

—¡Vamos, vamos! ¡Con brío, maese enano!

Seguir a los trasgos no era tarea fácil en aquellas cavernas estrechas, oscuras y resbaladizas. Las criaturas conocían el camino bien y se movían por allí como pez en el agua, pero para ellos era todo un suplicio dar un solo paso por aquel terreno. Los cánticos de los felices trasgos iban sonando cada vez más debilitados hasta convertirse en apenas un murmullo lejano rebotado contra la roca y después desaparecer. Avanzaban lentamente, demasiado lento.

Tanto Fredegar como Welf pusieron todo su empeño como exploradores para poder seguir el rastro de los trasgos una vez el sonido dejó de servir como guía para perseguirles. El camino se dividía una y otra vez, y en ocasiones dudaban de por dónde debían continuar. Para colmo, Welf tropezó con la roca húmeda y resbaló por una ligera pendiente por la que corría un riachuelo subterráneo. Por fortuna no fue más que un susto sin consecuencias para la salud del hombre del bosque, pero la antorcha que llevaba para iluminar el camino se apagó y quedó empapada en el agua del riachuelo y no lograron volver a encenderla. Ahora debían caminar iluminados por una única antorcha, lo cual dificultaba todavía más el rescate.

Pasaron horas, subiendo y bajando empinadas grutas y pasajes en el interior de la montaña. Fuera ya debía haber amanecido, aunque era imposible saberlo. Aquello no parecía tener fin.

Vanwa interrogaba a la piedra cuando los exploradores dudaban. La piedra y la tierra fueron fruto de la Canción de la Creación. En cambio los trasgos eran fruto de los versos torcidos de Melkor. Hasta las piedras se sentían molestas al ser holladas por aquellas viles criaturas. La piedra contestaba, contenta de la posibilidad de librarse de la presencia de los trasgos.

A pesar de la alegría de convencer a la piedra para que les ayudara, vanwa se sentía desanimado. Caminar arriba y abajo por aquel dédalo de angostos pasillos, le agotaba. Sentía las punzadas de dolor de la cuchillada del trasgo traidor y empezaba a plantearse que estaba siendo una carga para el grupo. Incluso pensó en dejar a aquel tembloroso mediano para el puchero de los trasgos, pero se censuró por tan negros pensamientos, seguro que eran fruto de aquel lugar tan deprimente.

El enano iba firme pisando donde tenía que pisar y a un ritmo en todo momento igual, y haciendo que los demás siguieran esos cortos y pesados pasos. Los pasos de quien sabe qué caminos recorre, no por haberlos transitado en el pasado, si no por quien ha recorrido las entrañas de la tierra y conoce sus rasgos, sus vetas y corrientes. Además, el empecinamiento en desahogar su frustración por creerse victorioso y luego encontrarse con un sabor amargo, estaba siendo un aliciente muy fuerte para avanzar a paso firme y sostenido.

-Vamos, Vanwa, que esto aún no termina- instó el enano al ver que el elfo comenzaba a retrasarse por momentos y veía el esfuerzo que hacía por seguir el ritmo -Todavía hay muchas las flores y ardillas que querrían hablar un rato contigo-

Esa cancioncilla que había escucho a los trasgos entonar burlona y siniestramente, le había pegado en su orgullo. No podían dejar al hobbit morir rostizado o vaya a saber qué técnica culinaria utilizarían para desmenuzar los exiguos huesos del mercader.

Welf tiritaba de frío tras su caída, sus ropas habían cogido el peso añadido del agua y las heridas de su anterior combate no ayudaban a que la sensación fuera mejor. Cada paso era un esfuerzo añadido al cansancio acumulado tras días de camino y un tiempo indeterminado persiguiendo a los trasgos por sus dominios.

¿Valía la pena tanto esfuerzo cuando al final quienes se perdieran fueran ellos? Tan sólo la voz profunda de Ainar servía de aliento y esperanza, aquí él estaba en su casa mientras que para Welf cada metro recorrido le alejaba del aire libre y los cielos infinitos donde había vivido siempre.

Como habitante del Bosque Negro se había acostumbrado a vivir bajo tierra como bajo las copas de los árboles, pero no a moverse bajo tierra como los enanos. Miriel necesitaba espacio para moverse a gusto y seguía sin acostumbrarse a las travesías duras como aquella que para el maese enano parecían apenas paseos por la pradera. Ni siquiera las pequeñas paradas para que Vanwa hablara con las piedras le llegaban para recobrar el aliento. Podía notar como el desaliento iba reptando por su alma al mismo ritmo que el aliento se iba de sus pulmones. Lo único que le hacía seguir adelante era la pura determinación que había forjado en décadas luchando contra la Sombra. Aguantarían, encontrarían al pequeño hobbit y regresarían a la posada… sí. Lo harían. Necesitaba creer en ello para no dejarse caer allí mismo.

Miró instintivamente a Vanwa, a Fredegar y a Ainar en busca de dirección.

Pese a todo, el grupo no estaba teniendo problemas para distinguir el camino que habían seguido los trasgos. Los dos exploradores, Fredegar y Welf, iban encontrando las pequeñas pistas que los enemigos habían dejado descuidadamente a su paso: una cantimplora perdida, un envoltorio de la apestosa comida orca tirado en el suelo, un fétido cuenco derramado en una esquina, y otro tipo de cosas que daban pistas del paso del numeroso grupo. Además, Vanwa consiguió convencer a la roca para que le delatara el lugar por el que habían pasado los trasgos cuando dudaban en alguna encrucijada. La roca le respondía de manera confusa y somnolienta, fruto de los miles de años en el interior de las Montañas Nubladas sin mayor contacto que esas criaturas que todo ensuciaban y pervertían, pero el elfo logró entender gran parte de aquellas palabras enigmáticas y resolver por qué túneles continuar.

No, el grupo no tenía problema para seguir la senda de los trasgos. Pero sí para mantener el ritmo. Los túneles eran demasiado encrestados, retorcidos y estrechos para llevar un ritmo aceptable. Tenían la sensación de que apenas habían andado mucha distancia y sin embargo empezaban a pasar las horas lentamente. El camino era difícil y sus doloridas piernas fueron las primeras en sufrir las consecuencias. Al único al que parecía no afectarle era a Ainar, y es que el enano estaba perfectamente acostumbrado a los pasajes subterráneos similares a los que transitaban y sus piernas eran resistentes como pocas.

La piedra avisó a Vanwa. Algo ocurría en el camino, algo peligroso, la roca se quebraba unos metros más allá. El elfo no lo entendió muy bien hasta que llegaron al punto en cuestión: el túnel se abría a una grieta. Un río subterráneo de aguas rápidas caía por el pozo, precipitándose en las profundidades del mundo. El túnel continuaba al otro lado de la grieta, una estrecha repisa corría alrededor del lado opuesto de la cascada uniendo ambos túneles. Podían cruzar por ella, pero las aguas la habían vuelto resbaladiza y peligrosa. La caída era letal. Al asomarse, la exigua luz de la única antorcha que les quedaba les descubrió que incluso a los tragos les fallaba el pie en la traicionera repisa y se despeñaban de vez en cuando dejando sus mondos huesos a la vista en los salientes de las rocas, adquiriendo posturas antinaturales producto de la caída.

Miriel recobró parte del aliento observando la grieta que se abría ante ellos. Paseó su mirada con detenimiento por la cornisa y el fondo. Vio a sus compañeros, la gran mancha de sangre de Vanwa, la armadura pesada de Ainar… y se los imaginó en el fondo de aquellas rocas en posturas extrañas.

- Allí hay un saliente donde poder atar una cuerda y aquí podemos atarla a esta estalagmita. – dijo sacando una cuerda del equipo – Con otra cuerda atada a la cintura y a la cuerda tendríais una oportunidad de salvaros si perdéis el pie. – les llevaría más tiempo cruzar con las precauciones, pero si morían en aquel lugar ahí se acabaría el rescate del pequeño hobbit.

- Yo iré delante para atar la cuerda. – les indicó tras atar un extremo de la cuerda.

Comenzó a andar por la cornisa con cuidado de no resbalarse al poner el pie ya que el musgo había crecido con la humedad continua de las gotas que llegaban en el aire desde la cascada. Todo fue bien hasta que apenas le quedaba un cuarto del recorrido. Una mano se alzó desde abajo agarrándola del tobillo y tirando hacia abajo. Uno de los trasgos que acababan de pasar había caído y ahora, medio muerto, se aferraba a la vida o al menos a no morir solo, siempre guiado por el deseo de traer la desgracia a los demás.

Miriel logró agarrarse a la cornisa sin caer del todo. Pateando la cabeza del trasgo con una fuerza inusual nacida de la desesperación lo mando de vuelta a las piedras de más abajo, donde se quedó al fin quieto, aunque no podía saber si ya habiendo exhalado su último aliento.

Determinada a no acabar su historia aquí logró alzarse de nuevo a la cornisa, recuperar brevemente el aliento y prácticamente arrastrarse el pequeño tramo que le faltaba. Se dejó caer un instante al otro lado para recuperar el resuello antes de ponerse en pie para atar la cuerda al saliente del otro lado.

- Podéis usar la cuerda. – les avisó con la espada preparada por si hubiera alguna nueva sorpresa.

Cuando Welf vió a Miriel luchar contra el trasgo olvidó toda precaución y saltó sin esperar la cuerda de seguridad o su propia cuerda que colgaba de su mochila inútil mientras daba zancadas en el aire, aterrizó y rodó para levantar la vista y ver a la elfa que le miraba con ojos extraños... bastante había tenido que luchar ella para soltarse del trasgo como para ahora preocuparse de un jovenzuelo alocado podía leerse en esa mirada.

Eh... no lo pensé, venía a ayudarte y veo que no era necesario pero mira le dijo levantando su propia cuerda ahora podemos hacer un puente más seguro con agarre para los brazos si yo sujeto aquí y Ainar o Vanwa allí. Al menos Fredegar y uno de ellos podrá pasar fácilmente y quien quede podrá atarse la cuerda y todos le haremos de seguro.

Miriel le tendió la mano a Welf para ayudarle a levantarse una vez repuesta del susto de ver al humano jugársela sin necesidad por ella. Había sido algo estúpido, pero algo estúpido que la llenaba de orgullo. En su mirada ahora se podía leer “bien pensado”. Sin decir más le ayudó a sujetar la cuerda para que los que faltaban pudieran usar las dos para cruzar.

Fredegar tomó la cuerda que le tendían Miriel y Welf, él sería el siguiente en pasar. Era pequeño, no debería resultar difícil para él cruzar la brecha, y sin embargo le temblaban los pies y las manos después de asomarse al precipicio y contemplar la altura. Tragó saliva y soltó un suspiro. Esperaba no caerse por allí. Comenzó a cruzar, los dedos de sus pies desnudos se agarraban a la roca intentando conseguir mejor adherencia, pero a mitad del camino un pie le resbaló y se quedó colgado de la cuerda de una sola mano. Con cara de angustia se balanceó para regresar a la repisa y pasó como pudo hasta el otro lado. Lo había conseguido. Se aferró el pecho con una mano sintiendo su corazón desbocado y se percató que estaba jadeando, se había quedado sin aliento. Pero había cruzado.

Vanwa no disfrutaba mucho paseando por aquellos pasadizos angostos, oscuros y con el aire viciado, y aún menos le gustó aquella grieta letal. Por mucho que agradeció a la piedra balbuceante su aviso no estaba nada contento con aquello. Le pesaban las piernas y sentía el costado entumecido, pero no podían dejar al periannath como menú del día.

Por fortuna había caminado innumerables veces por superficies resbaladizas como aquella. Sabía que el agua y la roca creaban unas algas muy concretas con una cobertura grasa que las hacía muy traicioneras. Fue avanzando con firmeza pero cuidado, ignorando las quejas de las algas al ser tratadas con tanta descortesía.

Agradeció tener el seguro de vida de Miriel, que se había jugado el tipo para que todos pudieran pasar con mayor seguridad, y desde luego como mínimo el pobre señor Fredegar le debía la vida.

¿Qué hacía allí el mediano? Debería de haberse quedado arriba con el los supervivientes de la caravana. No eran aquellos túneles lóbregos lugar para alegres medianos. Se maldijo por no haber dicho nada para evitar que los acompañara. Si algo le pasara no se perdonaría, por no haber hecho nada para evitar que una personita tan carente de malicia muriera.

Una vez superado el fatídico obstáculo, el grupo retomó el pasaje subterráneo y continuó bajando por los túneles en pos de los trasgos. Llevaban ya varias horas caminando hacia el corazón de la montaña cuando las tripas les empezaron a rugir y decidieron hacer un breve descanso para comer algo. Cuando retomaron la marcha se sentían tremendamente cansados, perdidos y ligeramente abatidos por la desoladora empresa que habían acometido. Pero no podían dejar que el mediano terminara convirtiéndose en parte del menú de los trasgos. Pensar en salvar al desdichado Dinodas era lo que les daba fuerzas para seguir. 

Pero los pasajes cada vez se tornaban más oscuros, fétidos y asolados. Lo único bueno que podían sacar de eso era el suponer que los trasgos no debían andar lejos, sin embargo, todavía no encontraban su campamento en el interior de las montañas. Avanzaban demasiado lento, el aire que respiraban ahora estaba completamente viciado, la humedad lo impregnaba todo, el suelo era resbaladizo, las paredes viscosas, y el ambiente descorazonador. La luz que les iluminaba dependía de la única antorcha que les quedaba y no era gran cosa, las sombras bailaban frente a ellos y nunca sabían que había unos metros más allá. Empezaban a temer que llegarían demasiado tarde, que su viaje terminaría convirtiéndose en un sacrificio vano donde en el mejor de los casos llegasen tarde al rescate de Dinodas y en el peor terminaran ellos complementando el menú de los trasgos. Una cosa era vencerles con el terreno a favor, y otra muy distinta meterse en la boca del lobo. 

El susto que habían pasado en el salto sobre el precipicio había despertado y centrado a Welf. Con el paso del tiempo sus ropas se habían prácticamente secado y la luz parecía suficiente para iluminar el camino, animaba a sus compañeros y empujaba a quien se quedaba atrás. Lo que al principio de la persecución era un sombra de desconfianza ahora se había convertido en una llama de esperanza. Había tenido tiempo para pensar y darse cuenta de que igual que hicieron en el fuerte ahora los pueblos libres combatían unidos, tal vez aquí las armas fueran el espíritu y las armaduras la confianza que unos y otros habían adquirido estos días de viaje, pero seguía siendo una batalla contra la Sombra y ésta también había que ganarla.

Fredegar no desfallezcas, pronto podrás ver al maese hobbit  a la luz del sol. Vamos Ainar ¿Quieres que contemos ahí fuera que alguien fue capaz de llegar más lejos que un enano bajo tierra? Vanwa mi querido amigo, si te vieras hasta a ti te costaría reirte pero no creo que seas el primer elfo de la historia en rendirse frente a los trasgos. Miriel... déjame ser ésta vez la luz que tú siempre has sido en mi vida. Déjame darte el calor que has dado siempre a los míos con tu presencia. 

Vamos... compañeros... un poco más y lo lograremos.

Miriel asintió con una leve sonrisa a las palabras de Welf. Era su inspiración en la más oscura hora. Su madre lo había criado bien y ella se alegraba de poder ver el hombre en el que se había convertido.

Manteniendo su tono suave, apenas más alto que el murmullo del agua, entonó una canción que le gustaba recordar cuando se hallaba rodeada de oscuridad:

En tierras de occidente bajo el sol

las flores pueden brotar en primavera,

los árboles brotar, las aguas correr,

los pinzones alegres cantar.

Tal vez sea la noche sin nubes

Y las ramas de las hayas soporten

las Estrellas Élficas como joyas blancas

entre sus cabellos enmarañados.

Aunque aquí al final del viaje me hayo

enterrado en la profunda oscuridad,

más allá de toda torre fuerte y alta,

más allá de toda montaña elevada,

cabalga el Sol sobre las sombras

donde las Estrellas por siempre moran:

No diré que el Día ha terminado,

ni me despediré de las Estrellas.

Dejó unos segundos para que la canción muriera asentándose en los corazones de sus compañeros.

- No me despediré de las Estrellas. – repitió para afianzar el ánimo de sus compañeros, pensando en la luz de los Silmarils, las Estrellas Élficas.

Ainar había sido el último en cruzar. No sólo por su lado protector, si no además porque el agua le daba cierto respeto. Para no decir miedo, claro está. De todas formas, no era la primera vez que debía enfrentar desafíos como esos. Cuando uno es un luchador nato, enano y además nieto de Ainar "Machatrolls", había que meterse en lugares como ese. No es que lo disfrutara, pero no sería la primera vez.

Por ello, aprovechando las sogas que habían colocado muy adecuadamente, comenzó a cruzar atendiendo a detalles que no todos se percatan: de las piedras con musgo, no todos los lugares lo tienen; mirar al agua no ayuda (especialmente para él); los pasos tienen que ser cortos pero seguros, siempre atendiendo a la firmeza...

Con todo eso, el enano cruzó sin problema, por más que más de una vez los demás podrían haber pensado que en cualquier momento perdían al enano entre las aguas turbulentas.

Mientras comían, Ainar se mantuvo en silencio. Se estaba sintiendo nervioso por la demora en encontrar a los trasgos, pero sabía que ellos corrían con mucha ventaja allí abajo. Ellos eran los extraños. Y especialmente los elfos. La humedad, el aire enrarecido, la oscuridad... todas esas condiciones no le generaban mayor malestar. Pero el hecho de que hubiesen estado tan cerca de volver victoriosos luego de una defensa gloriosa del fuerte circular y que luego las tornas se dieran vuelta, lo había dejado cabizbajo.

Las palabras de Welf, sumadas a la canción de Miriel, hicieron que mantuviera la compostura. No iba a ser quien bajara los brazos. Si era necesario derrotar a todos los trasgos de la montaña, lo haría. Era Ainar hijo de Ai.

Aquel no era lugar para Vanwa. Él quería corretear por bosques y sendas. Sus compañeros los árboles y las ardillas, los riachuelos y los petirrojos. Las percas y las adelfas... Todo aquello recordaba en aquellos instantes, en contraste con aquellos túneles rancios y deprimentes donde hasta la roca era hosca y grosera, acostumbrada a tan despreciables vecinos.

Se preguntó una vez más qué hacía allí, persiguiendo a un mediano tembloroso. Jugándose la vida pro aquel asustado conejito. Los conejos estaban en el bosque para alimentar a sus despiadados depredadores. Ese era su papel. Quizás allí pasaba lo mismo y lo suyo era una intromisión.

Asintió en silencio a las palabras de ánimo de Welf. Podría parecer ensimismado o concentrado, pero por dentro estaba pensando en lo estúpido en querer que un zorro no se coma una gallina, cuando está en la naturaleza de los zorros comerse a las gallinas y en las gallinas ser comidas por los zorros.

Ni tampoco le animó la bella canción de Miriel. Al contrario, al hablar de flores, sol y árboles en aquel asqueroso lugar era como hablarle de agua a un sediento en medio del desierto.

- Le voy a patear el trasero ese Dinodidodi hasta que lleguemos a la posada. A ver si así se le endurece un poco su alma de gelatina.- Se dijo para sus adentros, pensando en el llorica del mediano que se había dejado secuestrar sin oponer más resistencia que un saco de patatas. Si por él fuera, en aquellos momentos daría media vuelta y que le hiciera buen provecho ese corazón de mantequilla a aquellos trasgos, pero tampoco podía volver solo, así que le tocó seguir a sus alegres compañeros, a los que empezaba a odiar con sus cancioncillas y sus ánimos que de poco servían en aquel hediondo agujero. Ni lo hacían más limpio ni más bonito.

Ainar había estado en muchas minas, se había pasado media vida bajo tierra recorriendo los túneles subterráneos a pico y pala. Pero las galerías que los enanos horadaban en la roca no tenían nada que ver con el lugar que ahora transitaban. Los enanos trazaban auténticas obras de arte, convirtiendo la roca y la tierra en grandes y altos salones decorados con relieves y formas geométricas, procurando que el aire se renovara continuamente por las amplias galerías. Aquello en cambio era un pozo nauseabundo, donde reinaba el fétido aroma de orco y la intranquilizadora presencia de la Sombra. Ni los ánimos bienintencionados de Welf, ni la canción inspiradora de Miriel, lograron que el enano pudiera abstraer su mente de aquel lugar. En lo único en lo que podía pensar Ainar era en la profunda pena de que unas bastas y ricas montañas como eran aquellas fueran pasto de los trasgos. Recordó la caída de Thór en Khazad-dûm y la batalla de Azanulbizar, al pie de esas mismas montañas, la más amarga de las victorias enanas donde tantos hermanos fallecieron casi doscientos años antes.

Tampoco estaba muy animado Vanwa, más acostumbrado al campo abierto, el aire fresco y la felicidad que la naturaleza le contagiaba. Allí abajo el musgo era triste y sombrío, la roca vivía amargada, el agua de los riachuelos subterráneos corría intentando escapar y alejarse de aquellas lúgubres cuevas. Ese estado de ánimo se contagió en el elfo, le dejó alicaído, cuestionándose incluso el propósito de aquella misión de rescate, asqueado de las palabras de apoyo de sus compañeros y de la bella y esperanzadora canción de Miriel que le recordaba lugares mejores en los que podría estar.

Anduvieron mucho más tiempo. No sabrían decir cuanto en un lugar donde los minutos parecían horas y donde no había referencia alguna del día o la noche, siempre acompañados por aquella profunda oscuridad que la antorcha apenas sí conseguía romper tímidamente. Pero al fin parecieron hacer avances. El túnel por el que llevaban un buen rato caminando terminaba abruptamente en una red de cuevas donde las paredes ganaban espacio tanto a lo alto como a lo ancho. A juzgar tanto por los cánticos que ahora escuchaban como por el nauseabundo olor que llegaba a sus narices, los trasgos habían hecho de aquel lugar su hogar.

La cueva se estrechaba al fondo de una galería que debía ser la entrada al tugurio donde aquellas criaturas tenían su nido. Custodiando el lugar había un par de soldados orcos que estaban dando buena cuenta de una de las botellas de vino rapiñadas de la carreta de los viajeros asaltados. Fredegar, indignado, les hizo saber al resto que aquel era un buen vino de la Cuaderna del Sur, allí en su tierra. Los orcos se la pasaban entre sí sin miramiento alguno, sin siquiera utilizar un decantador para airear el vino, teniendo la desfachatez de incluso beberla a morro directamente de la botella; y mientras lo hacían, cantaban una canción obscena sobre unos osos bailarines. Pero por muy alegres que estuvieran los orcos, el grupo sabía que si daban la alarma aquel lugar se infestaría de enemigos y esta vez serían ellos quienes tuvieran el terreno en su favor.