Partida Rol por web

No era lo fe Rodrigo lo del disimulo y sin embargo no le quedaba otra si no quería recibir preguntas incómodas o incluso acabar arrestado. Por ello se puso de espaldas y comenzó a silbar como quien no quiere la cosa. Una mala opción son duda si es que uno pretendía pasar desapercibido.

Nadie duda que tengo muchos méritos y no pocas habilidades, pero mucho me temo que hacerme invisible no se encontraba entre tales, que uno de la gura me echó el ojo y todo el grupo empezó a andar hacia mí. No es que este hijo de mi madre sepa mucho de leyes, que es tema que dejo para licenciados y para el señor de la garnacha, pero llevar coleto y pistola, en esta villa, sigue siendo delito.

- Vienen por mí. - Se dijo a si mismo. 

Aquello pintaba mal, el disimulo no era la suyo y la dialéctica mucho se temía que tampoco. Podía empuñar el acero contra cualquiera, pero contra una cuadrilla lo tenían también bastante mal.

Tenía que pensar algo, y deprisa, que si la gura me apiolaba a buen seguro que acabaría en el estaribel, y allí seguro que no podría vengar a mi hermano.

Finalmente opte por lo que de buenas a primeras me pareció la opción más racional, tratar de despistar a los guardias en la plaza de San Salvador. Allí por fuerza tenía que haber mucha gente y podría perderse entre el bullicio. Siempre era mejor desaparecer de forma disimulada, que echar a correr y que todas las sospechas recayeran sobre uno. Esperaba perder de vista a esos guardias y poder seguir las pesquisas más tarde o por otro lado. Lo que tenía claro era que el conde de Peñaranda había firmado su sentencia y él iba a ser el verdugo.

...

Suerte tuve de llegar a la plaza sin que me dieran caza y más suerte todavía tuve de poder colarme entre la gente para acabar por das esquinazo a aquellos tipos con mala idea. Con suerte podría retomar sus intención en un rato, cuando la cuadrilla de asesinos se cansara de tratar de darle caza.

Por una vez me salieron bien las cosas, que le di esquinazo a la gura sin mayores problemas, que todo el mundo entre la carda sabe que no son demasiado buenos ni a la hora de ver ni mucho menos a la de correr. Así que volví a mis asuntos, que ya los había demorado bastante.

Vivía el Conde de Peñaranda en un caserón señorial en la calle Mayor, cerca de la Plaza de San Salvador. Era una de esas mansiones de tiempos de nuestros abuelos, los que aún peleaban por sacar a los moros de la península, y a juzgar por las grietas, los rotos y los desconchados de la fachada me apostaba yo todo el oro del Potosí contra medio maravedí a que su dueño tenía más honra en el linaje que provisiones en la alacena, que de señorones de alcurnia cierta y hambres más ciertas todavía, esta patria nuestra está más que llena.

- No será fácil... - Pensó. - No, no lo será. 

Estaba convencido de que entrar en aquella mansión y descubrir lo que había ido a descubrir allí, no sedia tarea fácil. Es más, seguramente hasta tendría milicianos como seguridad. Pronto lo descubriría.

La puerta a la calle estaba bien cerrada, cosa harto extraña en estos barrios, donde se suele tener abierta para dar acceso al visitante a un zaguán, donde un criado le atiende. Me encogí de hombros y me apliqué con ganas al llamador, que creo que le doy un golpe más y hago astillas el portón ahí mismo. Por fin me abrieron, y esa fue la primera de las sorpresas que la visita me deparaba...

Pues la que me abrió no fue otra que Margarita, la viuda de mi hermano. Me miró con la dureza que en ella era habitual, mientras me decía, a modo de saludo:

-¿Vienes a decirme que el asesino de Álvaro ya está muerto?

Le sonreí a modo de respuesta, mientras cruzaba el umbral, de modo que mi cuñada tuvo que echarse hacia atrás para evitar que chocara contra ella. Me miró azorada, y no necesité echarle una segunda ojeada para darme cuenta que estaba nerviosa y asustada.

- Todavía no Margarita. - Le respondí. - Mas tengo preguntas para ti y también para el señor conde. - Admitió. - Lo que he averiguado me lleva hasta este palacio. - Le confesó.

Suspiré mirando a mi cuñada. Parecíame que de un tiempo a esta parte no hiciera otra cosa que asaetearla a preguntas y empezaba a estar cansado de sus respuestas a medias:

- Bueno y... - Le miró de forma severa. - ¿Qué haces tú aquí, en la casa? ¿Trabajas para el conde? 

Me miró sorprendida por la pregunta y me contestó con el tono que normalmente se emplea para un niño pequeño o para un bobo.

-Pues servir... tanto tu hermano como yo estamos... ¡Estábamos! Al servicio del conde.
 

- ¿Ya por qué la puerta cerrada? - Preguntó más curioso que extrañado. Podía haber muchas razones para ello. - ¿Miedo a quien pueda venir o a lo que pueda salir del palacete? - Sonrió.

Bajó los ojos, evitando mirarme a la cara.

-Por protección... Tras la muerte de tu hermano, el conde y yo tenemos miedo...

- ​​​​​¿Eres tú la encargada de la puerta? - Le preguntó. - ¿Por qué no me he abierto otro criado o un paje?

​​​​​​Le extrañaba que Margarita estuvieran haciendo de mayordomo. Ella tenía otras habilidades que podían serle de mayor utilidad al señor de la casa y además sabía limpiar y cocinar.

No era normal que ella hubiera abierto la puerta. Para eso, hay pajes, escuderos o por lo menos criados. Nunca es función de las mujeres tal menester, pese a que en muchas casas sea una dueña la que tenga las llaves. Cuando se lo dije, me miró desafiante

-¿Y quién quieres que abra, si nadie más en la casa hay? Todos los criados que quedaban huyeron tras el asesinato de tu hermano.