Partida Rol por web

In Hoc Signo Vinces

Solo con sangre... (Escena final)

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22/09/2009, 16:28
Director

Los hombres de Cortés se retiraban hacia Tlaxcala. Fue una marcha lenta y agotadora, constantemente atacados por partidas de indios, agresivas pero descoordinadas. De los cuatrocientos que eran al salir, sólo quedaron trescientos cuarenta. El resto murió por sus heridas. En muchas poblaciones por las que pasaron, los vecinos habían huido a las montañas, dejando algunos víveres olvidados en sus almacenes, que sirvieron de precario sustento para los hombres de Cortés. Cuando en uno de los encontronazos los aztecas les mataron un caballo, aprovecharon para asarlo y comérselo.

Mientras los castellanos pasaban esas penalidades, las gentes de Tenochtitlán festejaban su victoria en la "batalla de los puentes". Los cuerpos de los enemigos muertos se colocaron en hilera como señal de triunfo, y muchos castellanos y tlaxcaltecas fueron llevados a la piedra de sacrificio en sus complicados rituales. Sus cráneos pelados adornaron el tzompantli del templo, mientras sus muslos eran devorados por los guerreros.

En las calzadas y las aguas de sus alrededores encontraron cientos de armas españolas. Algunas, como las espadas, se volvían a utilizar, bien en manos de oficiales destacados o engastadas en astas de madera. Por el contrario, arrojaron los cañones a lo más hondo del lago. Las calles se limpiaron y se recogieron los escombros, para que todo tornara a ser como antes de la llegada de los teules, que nunca volverían a amenazar la capital.

Los castellanos llevaban dos semanas de marcha, bordeando el lago por su orilla norte. Numerosos contingentes indígenas permanecían en sus cercanías, acosándoles con dardos y ofreciendo algún que otro encontronazo con la caballería. Nada decisivo, hasta el siete de julio, en que los extranjeros llegaron al valle de Otumba.

Era previsible que pasaron por aquel lugar en su retorno a Tlaxcala. Allí se concentraron las fuerzas de la Tripe Alianza para darles el golpe definitivo. Los aztecas ya no estaba dominados por la furia, ni luchaban improvisadamente por salvar su preciada capital. La fecha era propicia y se habían hecho los rituales adecuados. La victoria era segura. Lo importante era capturar vivos al máximo número posible de extranjeros y ofrecer sus palpitantes corazones al ansia implacable de Huitzilopochtli. Muchos combatientes tenochcas habrían cruzado el lago en canoa para unirse al enorme contingente que aguardaba en el valle. Los caballeros de las cofradías del águila y del jaguar se agruparían para buscar los sitios más honorables de la batalla. Los campesinos y la demás gente humilde de los calpulli se darían animo con cánticos. Agitarían sus macanas y sus escudos de madera, que sus madres o esposas habrían adornado con plumas de colores. Como en los mejores tiempos, nobles y oficiales lucirían sobre las espaldas sus grandes enseñas y banderolas, señal de su rango y de su valor demostrado capturando prisioneros. Algunos de ellos llevarían espadas españolas, sacadas de los canales. Al mando de aquella multitud estaba el brazo derecho del emperador, sumo sacerdote y primer ministro a la vez: el ciuacoatl.

Todos los ojos estarían pendientes del ciuacoatl y su estandarte. Para la mayoría de los combatientes de la Triple Alianza, gentes del pueblo llano, no era un hombre el que los guiaba, era una divinidad, salida de los oscuros subterráneos del templo. Cien veces habían visto a Tlaloc, a Huitzilopochtli, a Tezcatlipoca, sobre las altas plataformas de sus pirámides, asistiendo a los complejos rituales. El que se tratase de sacerdotes vestidos con los atavíos sagrados era algo secundario, que no restaba ningún valor al hecho. En aquella batalla, los dioses estaban con ellos, con su pueblo.

Muchos hombres serían de las poblaciones ribereñas del lago, de Tacuba, de Texcoco, que apenas habrían visto a los teules. Mientras esperaban hablarían con los tenochcas, que los conocían bien. Los totonacas mentían, los teules no era dioses. Bien lo habría demostrado la mucha sangre que habían vertido para sus dioses, roja y caliente, como la de los hombres. No eran más que una partida de bandoleros, unos invasores tan despreciables como los salvajes chichimecas del norte. Su orgullo y su bravura se habían quedado en los de Tenochtitlán, de donde habían huido como ladrones. Iban derrotados, muchos menos de los que llegaron desde la costa. Sólo eran unos pocos, acompañados por un centenar de ruines tlaxcaltecas. El doble de esa cantidad se había quedado en la capital, y sus cráneos se blanqueaban en el tzompantli. También se habían muerto la mayoría de sus bestias de batalla, que bestias eran, y no dioses ni espíritus. Todas juntas no llegaban a veinte. Los alargados tubos de cuyas barrigas salía fuego estaban ahora silenciosos en el fondo del lago.

Alguno se preguntaría si no les acompañaría aún la temible "Mujer Blanca", la que colocaron sobre lo alto del templo mayor, la que luchaba por ellos en las batallas. En algunos corrillos se decía que la habían visto, marchando con las armas en la mano entre sus filas de soldados. Y lo hacía, porque Francisca Díaz de la Vega seguía marchando con los soldados, con dolor en el corazón.

Los exploradores llegaron agitados y los oficiales de altos estandartes se irguieron para mirar a lo lejos. Al ruido de tambores y caracolas, la enorme masa de los indios, la ingente multitud de guerreros, se puso en pie y se agitó. Ante las vanguardias, sobre la colina, se recortó la figura de un jinete. Luego otro. Se pararon en seco al contemplar lo que les esperaba, cerrando el valle de parte a parte. Algunos se santiguaron. Luego volvieron grupas y retornaron con el resto de sus compañeros.

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22/09/2009, 16:31
Director

Allí habrían de morir, seguro. No había huida posible, ni más camino que aquel. Cortés y los demás capitanes eran conscientes de lo desesperado de la situación. Pero eran hidalgos de Castilla, y no estaban hechos a dejarse amedrentar, y menos delante de sus hombres. Si iban a morir, lo harían con la espada en la mano. En silencio se agruparon los soldados. Al clamor que venía de los indios sólo contestaba el monótono redoblar del tambor. Buen temple tenía que tener el capitán Carlos Cabal, que volviéndose hacia sus hombres, les dijo: "Ea, señores, que hoy es el día en que hemos de vencer, tened esperanza, que saldremos de aquí vivos, para algún buen fin nos guarda Dios".

La infantería se agrupó lo mejor que pudo, formando un pequeño cuadro. Todo el que podía empuñar un arma ocupó su lugar, incluidas las mujeres, como Mercé Quiralte o Francisca Díaz. No es extraño que los exploradores aztecas las confundieran con la mítica "Mujer Blanca". Los soldados aguardaban de pie, rostros ceñudos y cansados, algunos aterrados, la mayoría descorazonados y resignados a morir como los soldados que eran, o en los que se habían convertido tras meses o años de guerrear en las Indias.

Todos estaban pendientes de Cortés, que observaba la formación enemiga despacio, y como ésta se hilvanaba para atacar.

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22/09/2009, 16:37
Doña Marina

Marina se acercó a Cortés, silenciosa. Nadie dijo nada, ni siquiera la miraron. Estaban acostumbrados a su presencia, a sus providenciales consejos. Se situó junto a "La Mula", acariciando el cuello de la yegua, mientras sus ojos se clararon en los de Cortés. Solo dijo una frase, un recordatorio. Hace meses, había pronunciado aquellas mismas palabras.

-Si pierden su comandante, pierden su corazón.

Le miró, decidida. Ella había escogido estar junto a aquel hombre, amarle, auxiliarle. Si había de morir haciéndolo, sería cien veces mejor que una vida como esclava de aquellos que decían ser su propio pueblo.

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22/09/2009, 16:40
Hernán Cortés

Cortés la miró, reflexionando. Marina... Ella siempre le había ayudado, a pesar de todos los pesares. ¿Por qué? Ella jamás sería una dama de pleno derecho a ojos de los españoles, pero seguía a su lado. Siempre. Aquella lealtad le conmovía, pero no solía demostrarlo públicamente. Los capitanes podrían verlo como una debilidad.

Observó la formación enemiga, reflexionando. ¿Matar al comandante? ¿Era quizá aquel tipo en lo alto de la colina, protegido por un inmenso ejército? Era una locura, sin duda. Pero a veces, las locuras solían funcionar. Los indios seguían temiendo a los caballos. Hasta ahora, no se habían enfrentado directamente al ejército de Moctezuma, y eso jugaba en su favor.

Cortés se giró hacia el capitán Castellar, que estaba poco más allá. Se había ganado su confianza desde la Noche Triste.

-Capitán, prepare a los jinetes para dar una carga. A media rienda, caracoleando, sin detenerse. Maten a los oficiales mexica.

Luego se giró a Cabal. Con Ordaz muerto, era su hombre de mayor confianza ahora.

-Cabal, usted mandará a la infantería. Resistan, pase lo que pase.

Luego miró a dos jinetes que estaban a su lado.

-Vuacedes, conmigo.

Se bajó la visera de la celada, tomando una lanza. Miró a Castellar, esperando que diera la orden de cargar. Los aztecas gritaron, y su grito les hizo enmuceder. La tierra tembló bajo sus pasos. Ellos ya estaban cargando.

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22/09/2009, 16:47
Carlos Cabal

Cabal se mantenía sobre el caballo, atento. Miraba al enemigo con desprecio, tocándose la pierna. La herida había cicatrizado algo mal, y le sangraba por las noches. Ahora aquellos malnacidos estaban delante, de nuevo a campo abierto. Eran muchos, y quizá todos los españoles estuvieran muertos al caer la noche. Pero aquella era su vida, la vida del soldado. Si creían que le podían quebrantar así, estaban muy equivocados.

Cortés dió las órdenes, y él miró a sus soldados. Bajó entonces del caballo, entregándolo a un jinete que había perdido su montura. Él siempre había sido de infantería, y como infante moriría, peleando a pie. Los salvajes comenzaron a gritar, pero él alzó todavía más la voz.

-¡SEÑORES SOLDADOS! -dijo- ¡HOY ES EL DÍA EN QUE DEMOSTRAREMOS AL MUNDO DE LO QUE ESTAMOS HECHOS! ¡LES HAREMOS PAGAR NUESTROS MUERTOS, CON ACERO, VIROTES Y BALAS DE ARCABUZ! ¡ELLOS NO OLVIDARÁN ESTE DÍA! ¡PORQUE DESDE HOY, HASTA EL DÏA DE NUESTRA MUERTE, SEREMOS RECORDADOS!

Hizo una pausa. Los indios habían dejado de gritar tanto, y podía hablar más bajo. Pero no lo hizo.

-¡PERO NO COMO SOLDADOS, NI SIQUIERA COMO AVENTUREROS! ¡SINO COMO CONQUISTADORES!

Desenvainó su espada, mostrándola, girándose hacia el enemigo y apuntándole.

-¡POR CASTILLA, POR DIOS, POR EL EMPERADOR! -exclamó- ¡FORMEN EL ESCUADRÓN! ¡NINGÚN SOLDADO TIENE PERMISO PARA MORIRSE HASTA HABER MATADO A CIEN INDIOS!

Se giró hacia Quart, y le sonrió. De alguna extraña manera, se había convertido en su amigo, su viejo amigo.

-¡Sargento Quart, que los hombres se multipliquen! -aquello equivalía a un ascenso inmediato.

Los ojos de Carlos se cruzaron con los de Francisca. Vió que sostenía una espada, y en otras circunstancias le habría parecido mal. Pero aquel día, cada uno tenía derecho a acudir a Dios como más le apeteciera.

-Hombres o mujeres, españoles somos -dijo.

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22/09/2009, 16:59
Director

Los porteadores seguían sosteniendo su litera. Ella estaba junto a los comandantes, que estaban tan seguros de su victoria que habían permitido dejar que sus familiares asistieran a la batalla. El ejército de la Triple Alianza era enorme, e impresionante. En comparación, el pequeño cuadradito de españoles parecía algo insignificante. Era como si el mar asaltara a una pequeña tortura en una isla de arena.

Mixtli se acercó, sonriente. Iba vestido como guerrero jaguar, con bandolera de plumas que denotaban su rango de oficial.

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22/09/2009, 17:03
Mixtli Tacapatzin

Mixtli sostenía una maquahúitl, y al otro lado un escudo. Parecía contento, radiante. Lo había estado desde aquella masacre en Tenochtitlán. Él mismo había arrastrado a un caxtilteca a la piedra de sacrificio.

-¿No vas a desearme suerte, querida prima? Lo comprendo. Ni siquiera la necesitamos. Hoy será el día de nuestra victoria.

Entonces, Ameyal pudo escuchar, entre tantas voces, una muy lejana en español. Y juró que era la voz de Carlos Cabal.

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22/09/2009, 17:13
Ameyal Tonatzin
Sólo para el director

Tras escuchar las palabras de su primo, la mujer bajó la mirada con tristeza, con desasosiego pero más no podía hacer, se había visto entre una decisión y otra y prácticamente había sido orillada a decidir. De pronto entre el barullo de voces de odio, escuchó una que conocía perfectamente, levantó el rostro como un animal herido que de pronto siente que aún puede vivir y lo buscó con la mirada. Una lágrima surcó su mejilla y luego otra, miró nuevamente a su primo. Lo cierto es que de una u otra manera, iba a sufrir. Escondió su rostro entre sus manos mirando a otro lado, no quería que nadie entendiese lo que le estaba sucediendo, respiró profundo y se volvió de nuevo a Mixtli.

-Mixtli, suerte...-dijo.-Mala...-pensó.

Esperó un momento de distracción de su primo para ordenar a los porteadores que la bajaran y se escurrió entre los indios, buscando en cada cara a su criado, segura de que él estaba muy cerca de ella, listo para ayudarla como siempre. Cuando lo encontró, lo tomó de la mano y lo apartó un poco del resto, lo miró a los ojos, él era más de su familia que nadie y ella sólo tenía una intención, no ver morir a los suyos ni al hombre que amaba. Se quitó un bonito collar con una piedra roja asimétrica que costaba su peso en oro y lo puso en la mano del viejo criado.

-Necesito que se lo hagas llegar al Sargento Cabal... No dejes que te mate, sólo dile que es mío... Por ello, escondete ahora, quiero que vivas. Y por lo demás, todas aquellas riquezas que recuperé junto a ti, son tuyas. Vete lejos, construye una familia y es una orden, ¿entiendes?

Las lágrimas hicieron su aparición nuevamente en el rostro de la india y entonces abrazó al viejo dándole las gracias en ese idioma que sonaba tan dulce y al mismo tiempo tan amargo. Soltó su mano dejando la joya en las del viejo y se apartó entre la gente, esperando que Mixtli no la encontrara a tiempo de detenerla.

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22/09/2009, 22:50
Manuel Tejedor

De nuevo ahí estaban los indios, todos agrupados en una enorme masa de cuerpos morenos, que agitaban lanzas, macanas y arcos. "Son como los franceses pero más morenos y más ruidosos. En el momento en que se tuerce la lucha son los primeros en huir, seguro".

Y esta vez no tenían canales donde emboscarles, esto no era Tenochtitlan. Ya lo había visto otras veces...como tantos otros enemigos lucharon para defender su plaza y vengar a sus gentes, pero ahora era distinto, era una masa llena de gente con las simples ganas de matar. Y este era el turno donde los españoles defenderían la mejor plaza que nunca podrían haber defendido, su vida.

Manuel tenía puesta su bandolera de los doce apóstoles bien firme y cruzada al pecho. El arcabuz y su poste-prestados de un compañero muerto-bien sujetos en las manos, con su fiel espada al cinto en caso de necesidad, el morrión coronaba su cabeza, aún olía a la sopa que pudo hacerse en uno de los momentos tranquilos que se terciaron en su huida.

Recitó dos "Padre nuestro" para no olvidar el ritmo de recarga de su arcabuz. Hacerlo en ese tiempo era todo un record.

Ahora estaban en aquel valle...dispuestos a vender caras sus vidas...después de tanta penuria como habían pasado estaban todos descorazonados...la moral pendía de un hilo. Y para algunos, las palabras de Carlos Cabal aunque alentadoras, no eran suficientes. Uno de los soldados que estaba su lado, farfulló un sigiloso "bah.." Y entonces Manuel abrió la boca.

Ahora debes asumir que ya eres un cadaver - miradas cercanas se posaron sobre él, pero Manuel no apartó la suya del frente - Una pequeña oportunidad sigue siendo una oportunidad...un soldado que pierde la cabeza se llama un objetivo...esa es la diferencia entre ganar y perder. Ahora tenemos una misión que cumplir y eso es todo en lo que tenemos que concentrarnos.

Se paró para recordar ciertas palabras en la lengua de los eruditos mientras encendía la mecha de su arcabuz : "In hoc signo vinces". Y tras esto dijo sus últimas palabras.

Compañeros debemos creer, y entonces trendremos éxito.

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23/09/2009, 00:57
Fray Santiago de Herrera

Notas de juego

Pregunta Targul: Incluso al fraile le hubiera tocado luchar?

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22/09/2009, 23:59
Alfonso Castellar de Muñejar
Don Alfonso asintió a las ordenes de Cortés. Agrupó con presteza a los caballeros, los pocos que aún tenían montura y habilidad para luchar sobre ella. Se giró un instante, para oír las palabras de Cabal. Sonrió, mostrando una mueca sádica. Ahora más que nunca, su espada pedía sangre. Tenía una larga cuenta que saldar, y se la cobraría bien en aquél maldito valle. Miró a los indios, que avanzaban como ratas, como un amasijo de inmundas criaturas salidas del más profundo de los infiernos, que es exactamente donde les pensaba mandar. No iba a morir allí, por qué tenía demasiada muerte que vengar. Espero unos segundos, a que aquellos bastardos malnacidos acabasen de gritar, y se acercaran solo unos metros más. Al fin, alzó la espada con una mano, mientras con la otra sostenía las riendas del caballo. Su voz resonó, firme: 
 
-¡YA HABÉIS OÍDO, ESPAÑOLES!- Gritó a la caballería, tras de si. -¡SEGUIDME, Y NO TENGÁIS PIEDAD! ¡SANTIAGO!- Dicho esto, espoleó a su montura, dándole media rienda, cargando hacia la masa de indios. Ellos gritaban improperios en su lengua, pero Don Alfonso solo sonreía, mostrando una mueca de sádico placer. Una vez suficientemente cerca, cogió con una mano las riendas y tiro de ellas hacia arriba y hacia un lado, para que el caballo efectuara el caracoleo, mientras con la espada se preparaba para lanzar su acero contra los indios. Hoy, morirán muchos, y no serían españoles. 
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23/09/2009, 01:11
Director

Notas de juego

Digamos que cuando empiece el fregao gordo, si coges una daga y matas a un indio que quiera facturarte, no te van a enviar a la Santa Sede para que te den un tirón de orejas.

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24/09/2009, 21:33
Juan Miguel de Quart

 Habíamos salido vivos de milagro del caos nocturno en el que nos había sumido Cortés y ahora teníamos a toda esa cantidad ingente de indios delante."Con un par....qué problemático."

 Les dirigí a mis hombres unas palabras -a por ellos que son pocos y cobardes- y esperamos la orden de atacar y de cómo nos distribuirían para la matanza de infieles que se iba a producir.

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28/09/2009, 01:35
Mercè Quiralte Veguer

Mercè permanecía quieta, muy quieta en su sitio, al lado de su padre y de Francisca Díaz, las únicas dos personas en toda la comitiva que se había negado a abandonar. La espada en su mano le pesaba, y parecía tan fuera de sitio como si, en vez de su vestido y enagua de faldas hechas jirones, hubiera vestido ropas de varón. Mercè no se quejaba: en las dos semanas que habían pasado desde la noche donde Dios había decidido castigarles, había pasado hambre, frío y horror, se había sentido cerca de la muerte y abandonada por Dios como castigo por los pecados que había aceptado por su ignorancia. Ni una sola vez se había quejado de las penurias por las que una niña como ella se había visto obligada a pasar, para preservar su vida. Quizás era por aquella resignación tan religiosa de aceptación al destino, o quizás, porque estaba empeñada en no hacer más daño a su padre. Juan Quiralte había demostrado valía, fuerza y más coraje del que se esperaría en un hombre cuya vida eran los papeles, las plumas y un estudio; pero cargaba en los ojos con la culpa más terrible que cualquier hombre puede sufrir. La culpa de saber que, cuando la muerte a su hija, habría sido todo obra de él.

Los gritos de los oficiales españoles no habían tenido efecto en Mercè. Sí lo tuvo el grito de los aztecas que, como uno solo, a pesar de componerse de mil voces, cruzó el aire y se echó sobre ellos con la potencia de una tempestad. Su mano buscó, de forma inconsciente, el brazo o la mano de su padre. Sus dedos se crisparon a su alrededor tanto como si hubiera estado chillando de terror. Pero Mercè no dijo nada: sus labios estaban sellados. Dejó que la mano de Juan Quiralte le aferrara, y que calmara su miedo a morir en soledad. Si aquel era su destino, tendría que aceptarlo, con la entereza de saber que sólo muere la cáscara, y el resto es puro y ascenderá. Era lo que le había tocado, y ya no tenía sentido cuestionarse el porqué. Lo único que le afligía en verdad era saber que Juan Quiralte podía morir también; y además, que aquel niño podía morir sin jamás haber visto el mundo. Miró a Francisca, y su padre volvió la mirada como ella. Ambos lo sabían; Juan Quiralte se había ocupado, discreta y atentamente, de velar por la mujer desde aquella fatídica noche. Mercè no tenía secretos con él.

- Tened esperanza, vosotros dos - dijo, sonriéndole suavemente a la galeno.

Levantó la espada, y la empuñó torpemente, con más decisión que destreza. España no era su tierra, ni la Corona era su motivo. Ni la gloria, ni el renombre, ni el odio: ni siquiera la supervivencia. Tenía una sola razón verdadera, quizás dos, y no eran ella misma. Miró a su padre, de la forma más dulce que un hijo puede mirar a un padre: el amor más allá de la familia.

- Padre, he intentado demostraros esto todos y cada uno de los días de mi vida. Pero si la duda acude a vuestra mente en algún resquicio de este tiempo... Quiero que sepáis de mi boca que mi corazón os pertenece. Y no por imposición, o por decoro, o porque mi sangre sea la vuestra... porque ambos sabemos que no lo es - Mercè no estaba segura que Juan Quiralte imaginara que ella sabía de aquello, porque lo habían escondido a más no poder; pero sabía que aquel santo varón había mentido toda su vida para preservar el honor de una niña que no era suya. ¿Qué era eso, si no amor? - Tal como amé a mi madre, aunque no fue quien me dio la vida. Os debo mi vida entera, mi alma y todo lo que es de mí. No os sintáis triste por la posibilidad de que la muerte dé conmigo, ni esta noche ni jamás; pues si estoy viva para tener esa oportunidad, es por vos. Os amo, padre mío.

Mercè besó la mano de su padre con calidez. La mantuvo aferrada, junto con la suya.

- No tendrás mi sangre, pero tienes todo de mí. Lo demás no importa, jamás lo ha hecho - susurró Juan Quiralte.

Padre e hija volvieron las miradas al frente. La carga de los aztecas se elevaba en rapidez. La estampida de sus pies se reflejaba en su pecho. Latidos desbocados. Latidos...

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28/09/2009, 05:25
Fray Santiago de Herrera

Fray Santiago estaba más fuera de lugar que ningún otro. Excepto, quizas, las mujeres. Sostenía, mas que empuñaba, una espada y en su cíngulo había una daga que rompía con su hábito de sencillo monje francisacano. Miraba con desconsuelo a la masa de indios furibundos que eran tantos, y luego a sus compatriotas, que eran tan pocos después de aquella noche en que Dios los había olvidado. Y cuando gritaron, la espada se le cayo de la mano, y tuvo que agacharse para recogerla con una mano temblorosa. Pesaba más que antes de soltarla. Y pesaba aún más porque tendría muy seguramente que romper uno de los 10 mandamientos: No Matarás. Su imaginacion volaba, no hacia España ni los Indios, sino hacia instancias superiores a las terrenales. Se veía condenado al fuego eterno por haber matado, aún cuando fuera en defensa propia. Y como cargo extra, los había matado sin haberlos convertido primero, así que habría pecado de omisión, de falta de diligencia, de pereza. Tiempo, hubo tiempo, para haber hablado, al menos con uno o dos, y haberles demostrado la verdad de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo.

Y entonces gritaron. El castigo de Dios a sus pecados y a su falta de trabajo para evitarlos, había comenzado. Y miró a Mercé, una niña, y tan joven, de seguro caería aquí. Miró a la galeno, y su pierna lisiada...no podría hacer mucho. El tendría que ayudarlas a defender, aunque no durara más de dos golpes. Intentó recordar su juventud, cuando su padre quiso que aprendiera a usar las armas, como correspondía a un joven de un nivel social algo desahogado. Un golpe, una estocada. Los recuerdos llegaron a su mente, e incluso intento mover una o dos veces la espada, pero más era la torpeza que lo que podía recordar. Empuño la espada con fuerza, y solo quedó rezar.

Dios mío, por favor, perdona los pecados de este pobre siervo, que no cumplio con su tarea como debió. Y perdona los que voy a cometer en este momento, y perdona los que hayan cometido estas dos damas y lleva sus almas a tu Gloria Eterna, por Jesucristo Nuestro Señor, amen. Señor, mi Dios y Redentor: yo confieso todos mis pecados, y me pesa de todo corazón por haber ofendido a un Dios tan bueno. Prometo firmemente la enmienda de mi vida, no volver a pecar.

Cuando termino mis oraciones, levanto una voz temblorosa y digo: Alguno quiere confesarse para dejar su alma en paz con Dios Nuestro Señor? Pronto, que no hay casi tiempo. Y apenas acabe, bendeciré este ejército, para que lo que hagamos, sea para Gloria del Señor.

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29/09/2009, 16:10
Diego Raminrez

Diego Suspiró miró al suelo, luego hincó una de sus rodillas al suelo, y levantó la cabeza al cielo habia sobrevivido a la horca,  y a batallas que habian acabado con guerreros mas diestros que el mismo asi que a Dios debia serle de cierta utilidad y por primera vez comenzó una oración en voz alta y firme antes de volver a levantarse con cierto aspecto de agotado en la cara pero con el brillo en los ojos de la disposición y del que tiene una mision clara en su mente. ¡¡¡MORIRAN TODOS LOS QUE VENGAN A NUESTRO ENCUENTRO, COMPAÑEROS ES HORA DE BAÑARNOS EN SANGRE. LES HAREMOS PAGAR POR TODOS LOS CAIDOS Y NI ASI COMPENSARAN EL DOLOR Y LA OFENSA CAUSADA, PERO AL MENOS LOS MUERTOS DORMIRAN SU SUEÑO ETERNO CON CIERTA TRANQUILIDAD.!!!!

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24/10/2009, 16:37
Director

Abrumados por el número de sus enemigos, fue la caballería la que tomó la iniciativa, a la manera medieval.

Antes de que los indios los cercaran por completo, los de a caballo arrancaron contra lo más denso de los escuadrones aztecas. Los cascos de sus monturas resonaron sobre la tierra, levantando piedras y nubes de polvo a su paso. La inercia de la carrera los llevaba muy adentro de la formación, con las lanzas hiriendo a sus enemigos en el rostro. Como habían aprendido en sus otros combates contra los indígenas, no se paraban ni un momento. Los dardos rebotaban contra sus rodelas de metal y las cuchillas de obsidiana se mellaban al chocar contra los quijotes de acero que guardaban sus piernas. Cuando parecía que los indios iban a conseguir por fin rodearles y dar con ellos en tierra, hacían un giro y desaparecían, dejando tan sólo un reguero de polvo y sangre. No se iban muy lejos, lo justo para reagruparse y buscar con la vista el lugar donde su siguiente ataque podría hacer más daño.

Los de la infantería lo llevaban peor, aguantando a pie firme las cargas y arremetidas de los indios. Por mucho que les empujaran los guerreros aztecas, los españoles permacían apretados unos con otros, sin romper la formación de la que dependían sus vidas. Antes de cada carga, los infantes lanzaban el grito de guerra castellano: ¡Santiago!, ¡Cierra España! Los mexicas intetaban golpearles con el filo de sus espadas de madera o con sus pesadas macanas, levantándolas sobre su cabeza. A veces lo conseguían, poniendo a prueba la solidez de rodelas y borgoñotas, pero las más de las ocasiones no les daba tiempo, pues, antes, las hojas de acero les atravesaban la armadura de algodón y las tripas con ella. Pero por un indio que caía, dos saltaban sobre el compañero muerto para ocupar su lugar, bravos, valientes, encarando la muerte con el coraje de un pueblo de guerreros, para lanzarse sobre los invasores barbudos que se ocultaban tras su muro de hierro. A veces los teules flaqueaban y retrocedían, como un dique a punto de romperse. Pero entonces aparecían los jinetes, rompiendo por el flanco y desbaratando los escuadrones aztecas, lo justo para que los de a pie tomaran fuerzas y arremetieran de nuevo contra los indios. A su lado luchaban los guerreros de Tlaxcala, infatigables, disfrutando de la batalla.

Esto se repitió muchas veces. Al mediodía los soldados españoles estaban agotados y llenos de heridas, con el sudor de y la sangre corriendo a chorros por el interior de sus armaduras. Centenares de indios yacían muertos a sus pies, pero no se veía merma alguna en el número de guerreros que tenían enfrente. Escuadrones y más escuadrones bajaban por las colinas, gritando y blandiendo sus armas. Los castellanos no podrían aguantar mucho más. Si aquello seguía así, antes de caer la tarde estarían todos muertos.

Los jinetes se reagruparon tras una de sus cargas. Aprovechaban el momento para alzar la visera del almete y respirar a pleno pulmón, llenándose los ojos con la inmensidad del ejército enemigo. Sobre una pequeña colina, tras varias filas de emplumados guerreros, se veía un grupo de altos oficiales. Sus estandartes eran más aparatosos que el resto, en especial el de uno, de pie sobre unas lujosas parihuelas. Cortés lo señaló. Cinco jinetes iban con él cuando rompieron al galope: Pedro de Alvarado, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid, Rodrigo de Sandoval y Alfonso Castellar.

Poner la mano sobre un comandante azteca no era fácil. Para ello había que atravesar todo el ejército, hasta llegar a la retaguardia. Aquellos seis hombres lo lograron, no sólo por la superioridad que les daban sus caballos, sino también por lo muy desbaratadas que tenian que estar las fuerzas aztecas tras largas horas de lucha. Alfonso Castellar, señor de Muñejar, se fue contra el que parecía más importante y lo mató con su lanza. Era el mismísimo ciuacoatl, cuyo estandarte pasó de mano en mano entre los jinetes españoles, que lo alzaban sobre sus cabezas mientras pasaban al galope entre las filas de indios.

Algo se quebró en el ejército azteca. Su jefe había muerto y su bandera estaba en manos del enemigo. Esa era la señal de la derrota en las guerras mesoamericanas, y así lo entendieron aquellos hombres. Pero puede que hubiera algo más. Habían visto como aquellos espantosos centauros tiraban por tierra al sumo sacerdote, al representante de la terrible "Mujer Serpiente", si no su encarnación viva. Durante siglos, los poderosos habían gobernado atenazando a las gentes con el temor a los dioses. Dioses que venían caer bajo el ataque de los teules extranjeros, que los despreciaban, que se reían de ellos, sin que ningún castigo llegara de los cielos para destruirles. Allí estaba aquel horrible jinete barbudo, gritando cosas incomprensibles con el estandarte de su diosa en la mano, desafiante, invencible. La superstición y el miedo deberion recorrer las filas de los mexicas, Unos se retiraron, otros corrieron. Lo que quedaba de sus formaciones se disgregó. Ante un enemigo como la gente de Cortés, no podían haber hecho nada peor.

La batalla aún no había terminado. No era costumbre de Castilla dejar que un ejército enemigo se retirase sin pagar un alto precio. Los que un momento antes estaban a punto de derrumbarse, recobraron sus bríos al ver flaquear al enemigo. Ya no les dolían las heridas ni les atosigaba la sed. Ahora les tocaba a ellos. Los tambores tocaron el siniestro toque "a degüello", que durante cien años temieron los enemigos de la monarquía hispana. Avanzaron por el valle, gritando, dando estocadas y tajos, empujando con las rodelas, aplastando. Ya no había quien los parase, mientras se cobraban con su odio los padecimientos que habían sufrido, en el asedio, en la "Noche Triste", vengando a sus muchos compañeros muertos. La tarde cayó al fin, y los castellanos, con sus aliados tlaxcaltecas, estaban solos en el campo de Otumba, mientras las aves carroñeras volaban sobre sus cabezas.

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24/10/2009, 16:54
Director

En el fuerte de Xopico, los soldados se hallaban parapetados tras el muro, compartiendo el rancho, las desventuras y las feridas. Los bergantines surcaban el otrora orgulloso lago de Texcoco, más allá de las calzadas llenas de muertos, inchados por el sol y comidos por las moscas.

Hernán Cortés estaba de pie, en silencio, mirando las columnas de humo y polvo que surcaban la ciudad. Había tenido que demolerla, para tener esperanzas de conquistarla. Cuauhtémoc la estaba defendiendo bravamente, y a pesar de los barcos, a pesar de la epidemia de viruela (que mataba indios a cientos) y a pesar de los refuerzos, los cañones y los arcabuces, el combate casa por casa, calle por calle, se había dilatado a lo largo de las semanas.

Bernal Díaz del Castillo le miró desde lejos, limpiando su rodela abollada. Junto a él, algunos de los soldados veteranos de la conquista, pudieron escuchar como recitaba por lo bajo:

-Mira, Nero de Tarpeya.
A Roma como se ardía.
Gritos daban niños y viejos.
Y él de nada se dolía.

Pero de nuevo, los mexica prorrumpieron en gritos y amenazas desde el otro lado de la ciudad, en el templo mayor. La resistencia no estaba rota, y otro día más, los aztecas desafiaban a los españoles al combate.

-Cabal -dijo Cortés- Preparad a los hombres.

El cordobés obedeció al punto, y en menos de media hora los españoles marchaban por la ciudad derruída y calcinada, detrás de Cortés, hacia la explanada del templo mayor. Todos recordaban el día de la Noche Triste, cuando desde la lejanía vieron a sus camaradas sacrificados en la cima de los teocallis. Pero ahora sería diferente, muy diferente.

La columna de Alvarado atacó por otra calzada, convergiendo en la plaza. Los españoles se batieron a diente prieto contra los mexicas, que llenaban la plaza. Allí estaba el resto de su ejército, allí estaba su esperanza. Cargaron con valentía.. y fueron destrozados con valentía. Los cañones vomitaron metralla, arcabuces y ballestas cantaron, lanzas y espadas se tiñeron de sangre.

La ascensión al templo fue fatigosa, hostigados por los indios que atacaron desde arriba, lanzando piedras, venablos y flechas. Muchos españoles murieron aquel día, antes de que Alvarado subiera a la cima y, sobre el cadáver de un sacerdote méxica, hondeara el estandarte imperial de Carlos V. Un rey que había mandado ya a un contador real, precavido ante el buen suceso de la empresa.

La noche cayó, teñida de rojo. Los españoles, enseñoreados en el centro de la ciudad. Los mexica, resistiendo en Tlatelolco, cansados, enfermos y abatidos. Más todavía no vencidos.

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24/10/2009, 16:55
Director

Fue Juan Miguel de Quart quien divisó la canoa desde el bergantín.

Rodeada y con el timonel muerto, se rindió a los españoles. A bordo, iba el propio Cuauhtémoc, que había intentado una última y desesperada salida en busca de refuerzos.

El último emperador azteca fue llevado ante Cortés. Allí, para asombro de todos, pidió al extremeño que le diera muerte con su propia daga. Pero no lo hizo. Obtuvo, eso si, la rendición de todas sus fuerzas, y permitió la salida de la ciudad del pueblo, enfermo, desnutrido y abatido por la muerte y la congoja.

En la calzada de Tacuba, Cortés contemplaba el dantesco espectáculo. La ciudad ardiendo, y de ella, una columna de personas con la espalda encorvada, casi en los huesos, que huían de la pestilencia de la muerte. Aquellos habían sido los últimos y valerosos defensores de Tenochtitlán, una ciudad que ahora pertenecía al imperio español.

Una ciudad en ruinas.

La bandera hondeaba al lado de Cortés, la bandera que habían lucido en toda la conquista. Llevaba la cruz de Cristo, y un viejísimo lema que procedía de los tiempos del emperador Constantino y la Batalla del Puente Milvio: "In hoc signo vinces": Con este signo, vencerás.