Partida Rol por web

Jenny respiró con pesadez.

Había faltado poco para el enfrentamiento. En el futuro tendría que prestar más atención a los detalles, aquellos bultos podían ser de armas de gran calibre y pese al manejo refinado y suelto de sus pistolas, seguramente Jenny lo hubiera pasado muy mal en un duelo contra aquellos tipos.

- Hay que salir de aquí. Susurró al señor Forsyth.

Shepley, Nowak y el padre Rixton descendieron hasta la portería con la intención de salir del edificio. Los gritos de la muchacha habían alterado a algunos vecinos, que se asomaban por sus puertas con miradas confusas.

El portero trataba de hablar por teléfono con la policía. Tan nervioso que apenas reparó en los tres hombres se empezaban a salir por la puerta principal.

Por suerte para ellos, la calle estaba relativamente vacía. Algunos vecinos habían reparado en ellos, sí, pero si lo que el doctor había dicho era cierto, no podían acusarles de asesinato.

Jenny y el doctor Forsyth salieron del callejón para encontrarse de bruces con el resto del grupo —sacerdote cleptómano incluido— en la calle principal. En los rostros de Shepley y de Nowak se dibujaban evidentes expresiones de preocupación, pero tanto la propia viuda y del galeno también parecían haber visto un fantasma.

De la portería todavía llegaba la algarabía de una nerviosa conversación entre el portero y la policía, amén de los chismorreos de los vecinos que se habían reunido en el vestíbulo.

El Padre Nathaniel Rixton estaba satisfecho con lo que había encontrado en aquel piso, por lo que no parecía que se iba a percatar de nada más de lo que no se hubiera percatado ya de antes; a fin de cuentas, si no brillaba, este hombre, más urraca que humano, no le prestaría la más mínima atención.

-Y con esto podré comprar un juego de campanas que hagan sonar "la cucaracha". -Comentó en voz baja para sí mismo aquel hombre de Dios- Así atraeré a los latinos, esos suelen dejar buena limosna si les zarandeas un pocos con condenación eterna...

- ¿Cómo están?- preguntó Shepley cuando se reencontró con sus compañeros. - Cuando estemos en un lugar más tranquilo les tengo que mostrar algo. -dijo mirando nerviosamente al vestíbulo. -Ahora vayámonos de aquí… -comenzó a decir, pero entonces su mirada reparó en la expresión que había adoptado la señorita Barnes…

La cara de la joven millonaria era una mezcla descarnada de odio, sorpresa, miedo... Y mil sentimientos más. En aquel momento, cuando el señor Shepley le preguntó que la ocurría, sus labios no pronunciaron ningún sonido, en cambio tuvo que tragar saliva para enjuagar su tremendamente seca garganta.

Por fin, después de unos pocos segundos que se hicieron eternos consiguió decir una frase:

- Hemos oído a dos negros hablando en el callejón, han usado la palabra "Kuzaa" y parecían esperarnos, esa palabra es lo que tenía grabado Elías en la frente.

Como si los hubiese invocado, unas voces empezaron a surgir del callejón mientras hablaban. Sin embargo, Jenny fue la única capaz de percatarse de la proximidad de la nueva amenaza. Se acercaban y podía reconocer perfectamente el mismo acento: los asesinos se acercaban y esta vez eran bastantes más que dos.

Jenny se volvió hacia el callejón y luego miró a los hombres y al cura que la acompañaban.

- Oh dios mío, se acercan por el callejón y son varios ¿Qué hacemos? Dijo mientras metía cada una de sus manos en el lado contrario de su abrigo, aquella pose con los brazos cruzados le daba un aire extrañamente amenazador.

- ¡Rápido, larguémonos de aquí! - repitió Shepley de nuevo. Esta vez no sólo lo hizo con mucha más premura, sino que echó a andar sin esperar a ver si el resto del grupo arrancaba. Enfiló calle arriba andando deprisa pero sin llegar a correr, mientras azuzaba a sus compañeros con gestos animándoles a seguirle. 

Sigo a mis acompañantes hasta donde se dirigen. Esta vez no se como he de actuar exactamente y prefiero que sean ellos los que lleven la toma de decisiones.

El padre Nathaniel Rixton ni lo dudo ni un segundo y este cargado con objetos de diversos valores, ya estaba huyendo del lugar sin mirar atrás. Al parecer ya tenía prisa de antes.

Se podría decir muchas cosas se este sirviente de Dios, pero estaba claro que en estos momentos no quería ir a tener una charla con su jefe o con el encargado.

Aparcar en Nueva York (como en cualquier gran ciudad) era una auténtica pesadilla, por lo que la mayoría de sus habitantes y turistas solían optar los tranvías, los autobuses o el socorrido metro*.

Es por ello que, mientras el caos empezaba a desatarse frente al bloque de edificios Byron, los herederos se debatían por qué ruta de escape llegarían antes a su salvación sobre ruedas.

Shepley y el padre Rixton fueron los primeros en enfilar calle arriba, huyendo de la amenaza que había augurado la señorita Barnes. El tiempo apremiaba, pero solo el sacerdote decidió abandonar cualquier atisbo de protocolo y estaba empezando una muy aparatosa carrera.

Las voces se hicieron lo suficientemente intensas como para que las escuchasen todos y un grupo de seis vagabundos empezó a surgir del callejón que dejaban atrás.

—¡EH, VOSOTROS! —vociferó uno de los sintecho con un fuerte acento mientras se llevaba la mano a un bulto de su chaqueta.

El grupo de vagabundos tenían la piel negra como el ébano, probablemente afroamericanos, pero tenían la cabeza totalmente rasurada y el rostro lampiño. Si de verdad vivían en la calle y dormían entre cartones, solo lo evidenciaban sus raídos disfraces.

Mi coche parece apropiado, un Citroën 7A Traction Avant, tiene cinco plazas.

Por desgracia para el Padre Nathaniel Rixton el hecho de estar cargado de objetos de valor de dudosa procedencia -bueno, en realidad la procedencia era bastante clara, era del piso del muerto- hacía que este fuera más despacio de lo que en un primer momento a este le gustaría ir.

-¡Compañeros!. -Llamó por el resto del grupo implicado- ¡No corráis que es peor!.

Evidentemente, el iba a correr igualmente.

- ¡Oh mierda mierda mierda! -exclamó Shepley mientras avanzaba decididamente hacia el coche de la señorita Barnes. Aquellos tipos eran posiblemente los asesinos de Elías y de Wayne, y ahora venían a por ellos. El ilusionista sólo pensaba en escabullirse como fuera, y haciendo gala de sus dotes de escapismo consiguió perderse entre la multitud acercándose al vehículo de Jenny.

Jenny intenta huir pero no lo consiguió lo suficientemente rápido, sabía a su vez que tan solo tenía que ser más rápida que el falso cura así que se dispuso a llegar al coche y parapetarse con el mismo.

El doctor, harto ya de tanta correria y de tanta sinrazón, suspiro i desenvainó el estoque que llevaba en su baston.

- Bueno señores y señora, ha sido un placer conocerles, pero parece ser que ha llegado el momento de hacer un alto en el camino. Yo ya no tengo edad para correr ni mucho menos... Iros, yo me encargo de entretenerlos!! Señor Nowak, ayude a la señora!!

El doctor se situó en lo que creia que era el trayecto de los atacantes estoque en mano, esperando ayudar a sus compañeros en su huida

David Shepley hizo honor a su fama de escapista y puso pies en polvorosa antes siquiera de que un destello delatase las armas de sus perseguidores.

Los vagabundos empezaron a extraer machetes curvos de entre sus harapos mientras se abalanzaban contra el buen doctor, que decidió hacer de muro de contención humano para evitar que dañasen a los demás. Al igual que en una novela de Dumas, Forsyth desenvainó su estoque para detener el acero de los malhechores y salvar la vida de sus compañeros.

El doctor esquivó con elegancia felina la primera cuchillada, pero otros tres no dudaron en sumarse a la refriega. Aprovechando que el valiente galeno estaba entretenido con sus compañeros, dos de los vagabundos se lanzaron a la persecución de los más rezagados.

En la historia de la humanidad se han contado innumerables historias en las que alguien lo pierde todo debido a su codicia. En aquella aciago mediodía en Nueva York, solo Dios sabe si el padre Nathaniel Rixton se arrepintió de ser una joyería ambulante mientras corría por su vida.

Viendo a la presa fácil, los dos mendigos se lanzaron contra el clérigo. Uno de ellos erró el golpe contra su escurridizo aunque ruidoso objetivo, pero el segundo tuvo mejor suerte.

El Padre Rixton no se esperaba que alguien atacaría por la espalda a un hombre de Dios, aún así, alguien lo hizo causándole un gran dolor, no solo porque le rompieron el jarrón que tenía en los pantalones y los trozos de cerámica se le clavaron en la pierna; sino por el hecho de que acababa de perder un jarrón que servía para vender en tiendas de empeños.

-¡Aaaaaaaaah!. -Gritó el hombre de Dios herido mientras, ahora algo más libre del peso del jarrón, se lanzaba a la carrera dejando un rastro de trozos de cerámica y sangre que le caían por la pernera- ¡Malditos herejes!. ¡¿Por que me dejásteis atrás con los pobres!. ¡Tened un poco de respeto por los siervos de Dios!. ¡Ayudad al galeno!.