La noche se había asentado sobre la ciudad con una quietud densa, perturbada por el murmullo y risas de los asistentes a la fiesta y el eco distante del río. Las antorchas del templo de la Triada ardían con una luz tenue, casi reverente, como si hasta el fuego supiera que debía guardar silencio.
Daeric subió los escalones de piedra uno a uno, sin prisa, con la cabeza descubierta y el manto recogido en el brazo. La mano apoyada en la empuñadura de su espada.
Dentro, el templo olía a incienso, madera antigua y cera derretida. Las tres estatuas se alzaban en sus nichos como centinelas de mármol: Torm, firme y severo; Tyr, con la balanza en alto; e Ilmater, con los ojos cerrados y las manos vendadas. Daeric se arrodilló ante ellos, cerrando los ojos mientras apoyaba una mano sobre el pecho.
—Mañana será el duelo —susurró—. Que mi causa sea justa. Que mi espada sea firme en mi mano.
El silencio le respondió con la paz de los lugares sagrados. Una brisa leve agitó su cabello, y por un momento, no se sintió solo, como siempre le ocurría en terreno sagrado.
Cuando se levantó, no hubo palabras de despedida. Solo una mirada a las estatuas, una respetuosa inclinación de cabeza y el regreso al mundo de los hombres. A la cama que traería descanso. Y al duelo que amanecería con él.
Tirada oculta
La fiesta se prolonga bien entrada la noche. Por suerte las habitaciones de invitados están lo bastante importantes como para que no llegue la música a los que quieren dormir.
Una cosa. SOlo hay una opción de las tres:
- Dormir y soñar, con posible influencia divina.
- Irse de jarana.
- Madrugar para asistir al duelo.
Daeric va a su duelo, asumo que Erthe va con él, Baelril duerme y asumo que Leshanna también.