Partida Rol por web

Tenía que lograrlo. Como fuera. Tenía que dar con él...

...y le vió.

Entre los árboles, semioculto. Pero no lo suficiente como para escapar a la voluntad de Illianna de hallarle. Allí estaba. Oscuro, malévolo, tenebroso. Ocultos los ojos por la tela de la capucha, como los otros Monjes.

Supo que iba a ser difícil, la distancia era grande. Pero contaba con el factor sorpresa: él no la había visto aún. Estaba aferrando su bastón, enzarzado en la contemplación de la masacre. Se concentró. Elevó sus ojos al cielo y con ellos una muda plegaria. Al firmamento enrojecido por el atardecer inminente, a los flecos de nubes cargadas de tormenta, a las primeras estrellas. Y a los Dioses, unos dioses a los que nunca oraba. Pero que sabía, sentía que estaban ahí.

Heraldo. Me hiciste portadora del Corazón, para que la fuerza de su latido insuflara vida a nuestra empresa. Ahora requiero de esa fuerza para abatir el mal. ¡Ayúdame!

Entonces volvió a posar sus ojos en el Monje. Pero no le tanteó, no quiso prevenirle, llegar a su mente. En vez de eso, Illianna puso sus sentidos internos en su propio corazón, en la sangre que recorría su cuerpo, en el calor que desprendía. Sintió como avanzaba desde el centro de su pecho, hacia cada rincón de su piel. Sintió su cicatriz plateada, la rosa mágica, latir, la sintió responder a su llamada. La sangre llegó a sus brazos, y los levantó en dirección a la sombra encapuchada. Con lentitud, cargándose de fuerza, de calor.

Empezó a temblar, a tiritar. Su mente se vació en su corazón, y de allí a su sangre, y con ella, a través del poder de su mente y de su cuerpo unidos, a través de su Fe en la herencia de lo que de bueno hay en la Humanidad, estalló.

Literalmente.

Descargó todo lo que en ella había de magia, lo que le quedaba después de lo ocurrido, del cansancio, de la marcha, de la desesperanza, de la amargura. De la muerte. Lo descargó, en un grito terrible, quizá sólo en su cerebro, mientras apuntaba con sus brazos hacia el Monje...

El golpe fue atroz. Ninguna otra descripción podría hacerle justicia.

Mélegat apareció de entre el humo a grandes zancadas y se situó junto al caballero herido, Ayron Derkbald. Aprovechando el impulso de su carrera balanceó el martillo de guerra con ambas manos y lo descargó en un golpe de fuerza aterradora contra el pecho del primero de los atacantes, el desdichado que tuvo la mala fortuna de hallarse más cerca del minero.

El impacto quebró los huesos del hombre y lo lanzó por el aire a varios cuerpos de distancia. Antes de aterrizar ya había muerto.

Los otros tres atacantes miraron al hombretón con una expresión extraña en sus ojos. No mostraban miedo, sino más bien odio, en sus rostros vacíos. Dando por vencido a su primer rival se lanzaron en grupo a por la nueva amenaza. No obstante, más hombres tras ellos se unían a la lucha. En breve Mélegat se vería rodeado por cinco, siete o más atacantes.

Una explosión de dolor me nubló la mirada...las fuerzas de las piernas me abandonaron, haciéndome postrarme a los pies de mis atacantes, a los cuales sentía a mi alrededor, preparando el golpe final que acabara con mi vida....no podría evitarlo, pues el frío de la hoja que había atravesado mi carne se había extendido por mi cuerpo, sobretodo por el brazo izquierdo, el cual apenas sentía...era como si no me perteneciera, pese a que pendía laxo a lo largo de mi cuerpo.

Intenté asumirlo, aceptar que un segundo después la oscuridad lo llenaría todo relegándome al olvido, y decidí esperarla con toda la calma que me fuese posible, despidiendome de una vida que podría considerarse buena...dura sí, pero llena.

Pero el golpe no llegó, o al menos no al lugar esperado, pues escuché un gruñido justo a mi lado, y al alzar la vista aún borrosa, pude observar cómo un destello pelirrojo aparecía a mi lado, descargando toda su furia sobre uno de los enemigos...¡Melegat!...el hombretón había surgido de la nada en pos de una muerte segura, pues al venir en mi auxilido se había condenado a sí mismo.

La calma me invadió...la mirada se aclaró...las fuerzas volvieron a mi cuerpo, excepto al mi extremidad izquierda, que seguía pendiendo junto al costado.
Entonces pude observar cómo las miradas de nuestros enemigos dejaban de fijarse en mí para posarse sobre la nueva amenaza...no, no podía dejarle solo después de arriesgarse por mí, no permitiría que pagase con su vida el intento de auxilio.

Apreté los dientes y me alcé desde el suelo...aún me quedaba una mano y una espada, así que debía servirme...era necesario que bastara con ellas para poder optar a la retirada...una cosa es que mi vida acabara en aquel campo de batalla, y otra muy distinta que arrastrara a otros conmigo.

AAAAHHHHHH - con un grito desenfundé la espada que se encontraba aún en mi cintura y me coloqué junto a Melegat, intentando proteger su flanco derecho - Debemos retroceder - le dije aún a sabiendas que aquel retroceso podía suponer la condena de DeValin, aunque quizá ya estuviese muerto, o aunque no lo estuviera, puede que su inmovilidad le librara de una muerte segura...pero no podía planteármelo en ese momento, no si quería que Melegat y yo sobrevivieramos.

Dammeryn escuchó ensordecedores golpes de tambor en su cabeza. BOM BOM BOM!

A cada uno de ellos, una imagen se clavaba en su mente aturdida.

BOM-bom! Una flecha atravesó a Tarkean, o quizá no fuera él, sino una silueta sin rostro muerta en el suelo tras ellos.

BOM-bom! Una columna de fuego nacía delante de ellos y lo empujaba hacia atrás. Dolor en su cuerpo, quemaduras, olor a carne y pelo chamuscados, gritos y relinchos. Su corcel ya no estaba, fiel hasta el final.

BOM-bom! El crujido ya nuboso del cuerpo roto del capitán, muerto por su propio caballo, o quizá no fuera él, sino una silueta sin rostro muerta en el suelo a su lado.

Quizá tosió, una nube de ceniza y polvo fétidos, o un humo espantoso, azul como el cielo que ya no veía. Su cuerpo pesaba y se negaba a moverse, como si quisiera ser tierra e ignorarlo todo.

Con el tiempo, la tierra tapa las cosas, y al final nos cubrirá a nosotros, y ni siquiera ella nos recordará, le había dicho Ormyl. Él estaba ya enterrado en la atareada arena de las dunas, y Dammeryn lo escuchaba como si estuviera también enterrado a su lado.

El soldado creyó asentir, pero no pudo decir nada. En la muerte no debía haber dolor. Más no, por favor. Ya había visto demasiado. Un joven quebrado en busca de un río que limpiara su alma. Y no sentía más que suciedad y brechas en su cuerpo, el sudor de la muerte y el olor del metal quemado por el contacto con el metal enemigo.

Temió haber muerto, pero temió más no haberlo hecho. Sintió su espíritu como nunca antes, junto a su garganta, pugnando por salir, pero quizá demasiado cobarde para asomar en aquel lugar endemoniado.

Se recordó así mismo. Era un soldado. Sólo tenía su espada y su valor, y si estaba vivo, era la única forma de demostrarlo. Se obligó a gritar, a gritar, a gritar hasta no oír nada más, ni el retumbar de los tambores en su mente, a cada latido. A gritar hasta expulsar de sí el negro humo maldito y no dejar de hacerlo hasta levantarse y luchar por aquel río cristalino y plateado que se había ganado.

Nhadia actuó movida por su fuerza interior. Los enemigos la consideraban una rival fácil, tres contra uno... y además una mujer. ¡Que equivocados estaban!

Se movió con celeridad, pasó de la defensa a tomar la iniciativa en un abrir y cerrar de ojos. Antes de que supieran siquiera que una espada había aparecido en sus manos ésta ya atravesaba el pecho del primero de los atacantes. El rojo cubrió la hoja y los ropajes.

Nhadia retrocedió sacando la hoja del cuerpo de su enemigo y se afianzó para resistir los otros dos ataques. Sendos golpes de garrote erraron el blanco. Fueron demasiado lentos para la joven que, con un ágil salto, se situó más allá de su alcance.

El primer envite había acabado bien. Un punto.

Sin embargo más enemigos se le echaban encima.

Illianna descargó todo cuanto tenía en su interior, en la forma de una ataque psíquico, una acometida mental sin reglas ni forma, pura rabia, puro odio. Muerte.

Llegó hasta el Monje, hasta su mente y penetró en ella como el filo del acero penetra en la carne. Buscaba hacer daño. Causar dolor. El mayor dolor. Sin embargo chocó contra algo, algo invisible y muy poderoso. Una especie de barrera que la retuvo como la armadura detiene la espada.

Abrió los ojos sorprendida y miró al Monje. Éste había retrocedido unos metros, ocultándose entre la espesura y los hombres que le custodiaban, pero Illianna pudo ver que la buscaba con la mirada. Recorría la empalizada tratando de localizarla.

Y entonces cerró los ojos y la criatura se centró en su mente...

Apareciendo entre las columnas de humo con su columna de defensores de Conira, Deron cerró filas sobre aquellos que parecían más indefensos ante la columna de atacantes. El muro de escudos presto a defender a los más necesitados, mientras alejaban con sus antorchas a los enajenados:

-¡Cubridles!- indicó Deron a su unidad de 6 soldados, señalando a aquellos sobre quienes se iba a echar el enemigo -Vosotros dos, recoged a aquellos y lleváoslos tras la empalizada.- indicó a los dos restantes, decidido a salvar al máximo posible.

La retirada iba a ser dura, pero no se iba a dar una sola vida por perdida mientras hubiera esperanza. Las manchas de su memoria se hicieron mñás nítidas, mientras lo acosaba otro campo de batalla; otro momento gemelo. Pero esta vez no iban a cogerlo con vida. Triunfaría o moriría en el intento, pero no volvería a sentir la caricia de los grilletes jamás.

Pese a sus pensamientos, las expresiones de aquellos atacantes tampoco parecían prestas a hacer prisioneros. La muerte escribía en ellas con trazo marcado: la muerte de sus almas y la de sus oponentes. Muerte que Deron se aprestaba a ahuyentar con un puñado de soldados.

El enorme martillo de guerra hizo crujir los huesos de uno de aquellos hombres que en realidad no eran hombres. Su cuerpo sin vida salió volando por encima de sus compañeros, perdiéndose entre la avalancha de atacantes. El fornido cuerpo del minero no se estremeció ante el efecto de su brutal golpe, estaba demasiado cegado por la furia y lo suficientemente atontado por la caída anterior como para batirse en retirada ahora que había conseguido chocar contra el mal en primera línea de batalla.

A su lado Ayron Derkbal, arrodillado y a punto de recibir a la muerte, se recobraba, era inundado por el ardor guerrero que desprendía Mélegat, a pesar de ser un simple minero...y ahora los dos peleaban por salvar sus vidas y las de todos quienes se encontraban tras ellos.

Escuchaba el sonido de espadas cerca suyo, por lo que sabía que tras ellos aún había gente dispuesta a poner freno a aquella horda de horribles criaturas. Pero también escuchó la voz de Ayron a su lado, que se sumaba a otras más lejanas que instaban a retroceder.

Mientras blandia desafiante por encima de su cabeza el martillo de guerra, el hombretón contestó al guerrero:

-¡No puedo, soy la fuerza!

Sin atender a ninguna lógica, el osado pelirrojo se lanzó hacia el enemigo que más cerca de él estaba, dejando que su pesada arma dejasde de girar sobre su cabeza para caer en picado sobre quienes pretendían arrebatarles la vida.

Pos eso. Sin comentarios.

Mis oídos alcanzaron a escuchar una voz que no podía sino pertenecer a Deron....¡refuerzos!...y por la forma de impartir órdenes, no venía solo. Así pues aún teníamos una oportunidad, pero no conseguiríamos aprovecharla si Melegat se lanzaba ciego contra una muralla de armas dispuestas a acabar con él...tenía que intentar hacerle entrar en razón.

Me preparé, a pesar de mis heridas, para intentar defenderle allá donde sus ojos no estaban atentos, pero en aquel momento, mis palabras quizá serían de más utilidad que mi espada - ¡Melegat! - le llamé intentado que mi voz se escuchara por encima de la lucha - Tu fuerza no servirá de nada si feneces en este campo, y ahora mismo, la gente de Conira necesita de toda ayuda posible, incluída la fuerza de tus brazos y tu espíritu....escúchame, debemos retroceder mientras aún estemos a tiempo.

No sabía si conseguiría que mis palabras calasen en la conciencia de aquel hombretón....lo que tenía claro es que o retrocedíamos los dos o no lo hacíamos ninguno.

Nhadia jamás había escuchado la palabra huir, y menos cuando su propia vida corría peligro de muerte, por eso espada en mano atacó al más cercano, clavándosela profundamente, sin duda no parecía ser la primera vez que lo hacía, salvo por su cuerpo de mujer, podrían confundirla facilmente con un soldado más.

Mientras retrocedía pudo esquivar los golpes que le lanzaban los que aún quedaban con vida, preparandose para atacar de nuevo a la mínima oportunidad.

El duelo a muerte continuaba junto al cuerpo de Dammeryn, un fallo, por pequeño que fuese, podía significar la diferencia entre estar en pie o dormir para siempre junto al soldado de las cicatrices.

Dammeryn reconocía el dolor que anuncia la vida. Se dio la vuelta como una tortuga panza arriba, recreándose en sus magulladoras como si fueran aliento de vida, regodeándose en el dolor que le demostraba que aquello aún no se había acabado.

Un canto habla del valor infinito de las fieras cuando se las acorralan, o del arrojo enloquecido de un guerrero en el fragor de la batalla.

El soldado dedicó sus fuerzas a incorporarse y aseguró el peso en su tobillo sano. Debía tener más cuidado que nunca con el equilibrio o no habría hecho más que postponer el final de todo para él.

Vio a la mujer a su lado enfrentada a varios enemigos. Buscó al más desprevenido de ellos para poner fin a su desgraciado estado cuanto antes y dar la posibilidad de una retirada ordenada antes de ser rodeados y desbordados.

La actividad se extendió por el claro que presidía el acceso a la población como una mancha oscura por la superficie del agua. Deron y los soldados que le seguían chocaron frontalmente contra la oleada de enemigos que estaba a punto de sepultar a los valientes que aún luchaban en el exterior. Con sus escudos por delante, los soldados consiguieron ganar algo de terreno, abriendo una zona segura tras ellos en la que tan sólo permanecían algunos combatientes. Entre ellos Mélegat y Ayron, que se enfrentaban a tres hombres, pues aquel que había sido derrumbado por el minero no volvió a levantarse, así como Nhadia y Dammeryn, que hacían lo propio con otros tres, ya que el tipo que la mujer había atravesado con la espada no parecía dar muestras de sus heridas y se lanzó al ataque.

Áraen se alzó sobre sus patas traseras y relinchó nervioso. El animal se mostraba muy asustado por los gritos y la lucha.

Tras ellos, en algún punto de la empalizada escucharon el grito de Illianna. Un grito de furia, al menos inicialmente, pero que cambió en tono e intensidad hasta convertirse en un grito de pánico y dolor. El sonido que producía desde su interior y que tomaba forma en su garganta acabó repentinamente, de forma brusca, como sesgado por una guadaña invisible.

Tras verse repelida por las defensas mentales del Monje, Illianna sintió como éste pasaba al ataque y recorría en sentido inverso el hilo psíquico que les unía. Penetró en su mente y llegó hasta su interior.

Sentirle dentro de su cabeza fue para ella como si la propia corrupción llegara a tocarle. Notaba un dedo negro revolviendo su mente, sus recuerdos, su propio yo. Sintió dolor y no pudo evitar que un grito escapara por su garganta.

Sin embargo, el enlace que les unía se cortó de forma repentina. Illianna sabía que de haber seguido, el Monje habría podido matarla, pero algo le detuvo. Abrió los ojos y volvió a ser consciente de cuanto le rodeaba.