Partida Rol por web

¡Muy bien! No responda gritó, levantándose de la silla y tirando todo lo que había alrededor. Ante la cara de lástima de la mujer, Victor le dio una bofetada. Necesitas que un hombre te recuerde tus funciones, ¿no? ¡Limpia, mujer!

Agarrando su bastón, se largó de la casa. Esa mujer era insufrible y ya podía morirse en la miseria. Pero Victor no quería tener deudas con nadie, así que no tuvo otra que acercarse de nuevo al castillo.

Pero, ¿qué puedes hacer? No tienes ninguna prueba que exculpe a Tobías. Comienzas preguntándole a su mujer si les ocurrió algo fuera de lo común durante los últimos días. Ella se pone a pensar durante un rato, y entonces te dice que ayer vino a su casa Gregorio, el sepulturero, para comprarle unos nabos a su marido; Gregorio nunca antes le había comprado nada.

A continuación le preguntas si sabe algo del asesinato de Fernando, pero sólo sabe que hallaron su cuerpo cerca de la Cueva de los Murciélagos, que se encuentra en la sierra que está detrás del castillo. Fueron los soldados de Don Pedro quienes lo encontraron.

Los campesinos están convencidos de que fue atacado por bandidos, porque le faltaban todos sus objetos de valor: su daga, su espada, y su anillo de oro. Pero el conde les culpa a ellos, pues sabía de los excesos cometidos por su hijo y piensa que se han cobrado venganza por ello. Don Pedro lo enterró en la capilla que hay dentro del castillo.

Rascándose la cabeza, pensó que lo mejor sería ir a ver al sepulturero. Pero, ¿qué le diria? Victor se imaginó la conversación.

- ¡Oiga usted, entierra muertos! Seguro que le compraron para dejar la daga en casa de Tobías. ¡O quizá mató usted al hijo de Don Pedro y quiere inculpar a otro!

- ¡Váyase de mi casa!

- ¡Tengo pruebas! ¡Le compró nabos!

Entonces todos a su alrededor se echaría a reir. Por cojo y por estúpido. Así que descartó ir a ver al sepulturero, de momento. Decidió ir primero a la cueva de los Murciélagos, no sin antes coger algo de ajo y un crucifijo, por si alguno era un vampiro

No hay senderos que conduzcan a la cueva. El escarpado terreno te obliga a desviarte hacia el bosque. Asciendes apoyándote en los árboles y arbustos.

Tras un largo recorrido por fin sales del bosque. Multitud de montañas se recorta frente a ti. A lo lejos, en la pared de una gran montaña y situada tras un pequeño promontorio rocoso, divisas la abertura que debe dar paso a la Cueva de los Murciélagos.

La entrada a la cueva es amplia, pero cuando te adentras unos pasos comienza a absorberte la oscuridad. No puedes continuar sin una antorcha y yesca para encenderla.

Maldiciendo a los demonios que habían creado esa oscuridad, Victor dio la vuelta. Si bien temía que algún diablo se aprovechara y le atacara por la espalda, no le quedaba otro remedio. Por todos era sabido que los diablos podían ver en la oscuridad perfectamente, y él no era más que un simple hombre, sin fuego con lo que ver y espantar a los demás, no le quedaba otra.

Regresas al pueblo para comprar algún objeto necesario a los campesinos.

En la tienda, compró un cuchillo, las antorchas y yesquero. Le dolía en el alma cara maravedíe que tenía que dar al tendero. Sólo se le imaginaba rajándole el cuello y viendo cómo los demonios se le llevaban, pero sólo eran imaginaciones.

Bueno, volvamos a la cueva dijo en voz alta, volviendo a la gruta

Para tu sorpresa, la luz de la antorcha te transporta a un mundo mágico: trozos de piedras alargadas cuelgan del techo de la cueva como si fueran gotas de agua petrificadas, las paredes laterales son muy irregulares y crean multitud de formas diferentes, las rocas surgen por doquier formando montículos, plataformas, superficies recortadas por un sinfún de capas asemejando las olas del mar, enormes castillos de infranqueables torres, arcos infinitos... Jamás habías visto nada igual.

¡Aaah! Victor no pudo evitar proferir un grito. Se llevó la mano al pecho, por el golpeteo que estaba sufriendo. ¡Estaba en un mundo de maravillas! ¿O quizá no? Sabía que los demonios tentaban a todos por igual, quizá ésta era su forma de hacerlo... ¡Le estaban engañando!

Pero se podía vengar, claro que se podía vengar. Era fuerte, aunque cojo. Si bien su velocidad no era su arma más letal, sí podía serlo su fuerza, torneada por los años de árduo trabajo.

Y mis padres me decían que me dedicara a hacer toallas... ¡Si la gente no se lava! meditó en voz alta, decidiéndose a penetrar en la cueva.

Estás en la entrada de la cueva, que forma una gran cámara irregular con extrañas formas. El suelo, salpicado por un ejército de estalagmitas, desciende en una pronunciada pendiente conforme se adentra en la cueva. Más allá, al final de la pendiente, se abren dos estrechos pasillos, uno de los cuáles continúa de frente y el otro en dirección nordeste.

El Señor será mi camino, nada hay que pueda temer empezó a rezar el hombre musculoso que, aunque había sufrido y vivido muchos peligros en su vida, no había nada que le asustara tanto como lo desconocido y lo sobrenatural. Porque tenía claro una cosa. Él era un mensajero del señor y esa cueve fue creada por el diablo. Cerró los ojos y vió un camino claro. Recto, seguiría recto hasta que sus piernas no le respondieran.

Llegas a una inmensa cámara aún mucho más grande y sorprendente que la de la entrada, de forma semiesférica, con el techo plagado de estalactitas. Las rocas surgen por todo el suelo de la cámara prolongándose muchos metros por encima de tu cabeza y formando un pequeño laberinto.

Victor estaba maravillado por la imagen que tenía ante sí. Se acercó a una de las estalactitas y la tocó, sintiendo el contacto de la roca con su piel.

Por el amor de Dios... se le escapó, pensando lo maravilloso que era aquel lugar. Estaba claro que, incluso en los lugares más sombríos, en aquellos lugares en los que el diablo hacía su presencia, también estaba el Señor Todopoderoso.

Consigues orientarte y avanzar hasta un lugar desde donde puedes ver una galería que se abre a unos metros en el suelo en la parte occidental de la cámara y una pronunciada pendiente que asciende hasta un pasillo al norte. También puedes ver la entrada de la cueva.

Victor ya no temía, Dios estaba a su lado. Comprobó que no había perdido la entrada de vista, y se sintió más seguro todavía. Observó los dos caminos posibles. La pendiente le llamaba la atención, pero como si su pierna le avisara lo mucho que le iba a costar pasar por allí, lo dejó para después. No le quedaba otro remedio: La galería le llamaba.

La galería avanza zigzagueando durante un centenar de varas hasta desembocar en un enorme pozo.

Del fondo emana un hedor insoportable; tanto es así que te ves obligado a cubrirte la nariz para no vomitar. Alumbras su interior y quedas paralizado al ver miles de huesos y restos humanos amontonados por toda su extensión. Retrocedes asqueado. Ahora tienes el convencimiento de que esta cueva es el hogar de una bestia antropófaga.

Varias arcadas estuvieron apunto de echar a perder la comida de varios días de Victor. Apartándose de aquel montón asqueroso, retrocedió todo lo que pudo, evitando tropezarse para no caer entre tanta inmundicia. Volvió al principio de esa caverna, donde el aire parecía algo más limpio. O, al menos, no olía de esa forma tan asquerosa.

Por el amor de Dios fue lo primero en soltar, no queriendo mirar otra vez hacia el lugar. Muy tentado estuvo de volver a la entrada de la cueva, pero no podía. Si el Señor me ha puesto en este camino, debo terminarlo. Si aquí mora el mal, quizá pueda ayudar a que desaparezca con esa decisión en mente, se encaminó muy lento por la pendiente.

El pasillo se ensancha formando una pequeña cámara con una gran piedra central en forma de estrella. Avanzas con cuidado, pues hay estalactitas que llegan hasta tu altura, y otras se unen con las estalagmitas formando delgadas columnas.

Volviéndose a quedar maravillado, en seguida supo que no se había equivocado al elegir quedarse en la caverna. Aunque su pierna le doliera como si mil fantasmas le estuviesen atormentando, siguió caminando, apoyándose en el bastón.

Se acercó hasta una de las columnas formadas por estalactitas y estalagmitas. Esto es obra del Santísimo susurró, como si ese lugar fuera algo sagrado, aunque hubiese descubierto esa "cosa" totalmente desagradable en la zona anterior. Pero eso ahora no importaba. Seguro que allí se podría escuchar a Dios.

Se detuvo en lo que consideró el centro y miró con detenimiento los tres caminos. Uno era por el que acababa de llegar; otro que conducía al este; y, por último, el del sur.

Como padre siempre decía, en caso de duda, la derecha es la mejor y caminó hacia el pasillo del este.

El pasillo termina bruscamente en un escalón de unas cinco varas de altura. Si quieres avanzar tendrás que descenderlo.