Partida Rol por web

La batalla había concluido, aunque el clérigo no se veía muy bien. La sensación de calor en su pecho empezó a disminuir a medida que los minutos pasaban y justo en ese instante un par de muchachos aparecían cerca... Era inesperado, sin embargo, Rotryn se sintió un poco amenazado. Anteriormente ya le habían pillado desprevenido y habían intentado engañarlo, asi pues, Rotryn se fijó cerca si es que no había alguien distrayéndolos, usando los niños. Su investigación no reveló mayor peligro y les explicó: "Bueno, primero haces así"- hizo un gesto de mano.. " y luego te concentras con todas sus fuerzas " - continuo explicándoles, cuando se dio cuenta que se iba la elfa.. "Ehh espera, no es necesario que te vayas tal luego Aishel..."

—Al menos parece haber un oficial al mando competente —digo sin dejar de mirar a la teniente y después dedico mi atención al soldado —. Yo iré contigo, necesito vendas y algo que ponerme en estas heridas, no quiero que se me infecten. Ya visitaré más adelante el templo, el tiempo apremia.

Asiento ante la presentación de Aishël, que de todas formas parece poco interesada en lo que sucede, aunque parece divertida de que el misterioso Rotryn sea el centro de atención de la niñería local. Una punzada de celos recorre mi interior, pero desecho enseguida una emoción tan pueril y me dirijo otra vez al soldado.

—Antes de ir al curandero solo te pido unos instantes, por favor. Quisiera echar un vistazo a los cuerpos de los caídos.

Quizá haya algo que me de pistas del porqué de su comportamiento tan fanático.

Sonrió volviéndose cuando escucho su nombre, como la llamaba el muchacho con cuernos -No querido los lugareños ya tienen un héroe local, no hacen falta más y este no es mi hogar, no hay más que hacer aquí para mi- le guiño y volvió a su camino, le caía bien aquel tiefling, quizás porque estaba tan fuera de lugar como ella.

—¡Te acompaño al curandero, joven! No me vendría mal que me revisaran un poco también, jojo.

Y es que, aunque mis heridas no fueran gran cosa, siempre era mejor curarlas a tiempo a esperar a que se pusieran peor. Además, si nos iba a salir gratis, no iba a ser yo quien se opusiera. Así tenía algunas moneditas más para gastar en cerveza.

—Por cierto, ¿sabes de alguna taberna? ¡Je! ¡No hay nada como beber después de haber ganado una batalla!

Solté una carcajada y palmeé con fuerza la espalda del clérigo. Estaba de buen humor, y eso que ni la teniente nos había augurado buenas nuevas ni tampoco era de tranquilizar estar en una ciudad donde su duque se había convertido en una especie de abominación. A decir verdad, rara vez algo conseguía perturbar mi buen humor.

—Tómate tu tiempo en inspeccionar el cuerpo, chico — le dije finalmente al joven —. Yo te espero, jojo.

Finalmente, de alguna manera los improvisados defensores de la ciudad habían conseguido acabar con el bestial engendro. Y casi sin tener que lamentar demasiadas víctimas. Gadryck apenas si había presado atención a como se había desarrollado el final de la batalla, pues con la confusión reinante, estaba más concentrado en buscar otros enemigos en sus inmediaciones que en echar una ojeada al otro lado del patio. Además, no tenía el sentido de estrategia de un guerrero, y desde su posición tampoco tenía una buena vista del campo de batalla.

Con todo, al parecer había sido cosa de esa elfa. Y quizás también del extraño sujeto del turbante. Gadryck pensó que había sido toda una suerte que aquel misterioso personaje decidiera atacar a los agresores. Pues de otro modo, con semejantes facciones fácilmente lo habrían confundido con los asesinos.

En cualquier caso, el antiguo rapaz intuía lo que venía a continuación. Ahora llegaba el momento de atender a los heridos, de lamentarse por los que ya no volverían y de reparar todos los destrozos. Probablemente sobrevendría un gran tumulto, bastante confusión, quizás algo de prepotencia por parte de los guardias del lugar, y muchas, muchas oportunidades para los menos escrupulosos.

Gadryck no tenía problemas con eso. De hecho, lo había hecho decenas de veces a lo largo de su niñez. Pero en esta ocasión, simplemente no podía permitir que un descuido pudiera arruinarle sus pruebas...

De modo que se apresuró requisar el cuerpo del enemigo que tenía delante, aquel que había conseguido derrotar con la ayuda del enano. Era una tarea vertiginosa y sistemática, que no dejaba demasiado margen para el análisis. Solo podía tomar lo que encontraba y guardarlo. Ya lo estudiaría con más detenimiento en cuanto tuviera la oportunidad.

Luego de ello, y sin preocuparse siquiera por las presentaciones o las demostraciones de afecto, avanzó  sigilosamente sobre la tarima, aprovechando todavía la confusión del momento y que nadie más en todo el patio se encontraba en una posición más cercana. Una vez allí, se dio prisa para revisar también el cuerpo tendido del enorme orco que había atacado al gobernante, tratando de dar con alguna pista que pudiera echar luz sobre su identidad.

Dicen que quien protagoniza las grandes hazañas suele ser gente que habría preferido no hacerlo. En ese sentido, la elfa -Aishël- parece encarnar el tópico: ahora que ha visto la oportunidad, se larga del lugar. De nada sirven las palabras del brujo, rodeado ahora por un grupo de críos que le bombardean a preguntas. El clérigo y el enano, por su parte, han pedido un segundo a su guía -que ha tartamudeado una protesta- y se han acercado a investigar el cadáver de uno de los matones. Quizás la teniente Moore les habría dicho algo si no fuera porque el hombre encapuchado se ha subido al escenario y se ha acercado al cuerpo del medio-orco que atacó al duque.

—¡Oye, tú! —grita la mujer, cabreada, acercándose a grandes zancadas hacia la tarima—. ¡Fuera de ahí! ¡Esto es asunto de la guardia!

La mujer no llega a subir, pero, a un gesto suyo, uno de sus hombres sube en su lugar para hacer bajar al encapuchado. A Caedwyr y a Zhork su guía también les obliga amablemente a dejar de registrar el cuerpo del muerto.

La vida vuelve gradualmente al gran mercado. Los comerciantes levantan y ordenan sus tenderetes -sacudidos por la muchedumbre en fuga-, mientras algunos se lamentan de las inevitables pérdidas. Desde todas partes, se escuchan llantos a medida que la gente encuentran a sus seres queridos entre las víctimas. También oís alguna que otra discusión: a pesar de la presencia de la guardia, hay quien intenta aprovechar el desorden para hacerse cargo de lo que no es suyo. Con todo, estas trifulcas son rápidamente «apaciguadas» por los soldados. Por lo demás, no está claro si el mercado seguirá, pero parece seguro que la fiesta del Día del Retorno ha terminado.

Una rápida ojeada calma tus recelos: no, no parece que estos críos formen parte de una nueva y elaborada trampa. Nadie puede fingir el asombro en la cara de un niño: ni siquiera un niño. Cuando quieres darte cuenta, a los primeros se han unido otros, que forman ahora un semicírculo frente a ti. Estás respondiendo -cada vez más sonriente- a lo que te preguntan los chavales, cuando algo llama de pronto tu atención: un tipo, barbudo, de clase baja, está mirándote muy atentamente. Está junto a la gran estatua del centro de la plaza, apoyado en una escoba, pero no barre nada. Cuando le miras, él se da cuenta y comienza a hacerte señales. No las entiendes, pero estás seguro de que son señales y de que son para ti. ¿Te habrá confundido con alguien?

Antes de que te vean y te obliguen a bajar, te da tiempo a echar un rápido vistazo al cuerpo del guerrero mestizo que atacó al duque. Lamentablemente, no parece haber en él nada fuera de lo normal, y al igual que el rufián de abajo, no lleva consigo muchas cosas. Su arma, aún agarrada en su mano derecha, es una gran hacha de combate. No parece mágica ni artística, pero si muy vieja, de diseño... ¿Anticuado? Viste ropas de viajero con capa y una cota de mallas, ambas churruscadas -como su piel- donde el rayo del brujo impactó. A diferencia del rufián muerto abajo, este no tiene tatuajes ni baratijas: ropa, cota y hacha.

Tu inspección se ve interrumpida por la intromisión de la guardia. Aún así, aprovechando la altura, puedes echar una ojeada a la plaza: ves como la elfa se larga, al clérigo y al enano siendo interrumpidos igualmente por un soldado, al tiflino rodeado de niños... Un momento: ¿qué está mirando el tiflino? ¿A la gran estatua del centro de la plaza? Ahí sólo ves a un tipo con una escoba... Pero al momento lo ves: aquel tipo le está haciendo gestos... ¡Y tú reconoces esos gestos! ¡De tu niñez! Son señales de ladrones: el hombre está indicándole al tiflino que quiere hablar con él y diciéndole que es «del gremio». ¿Será el propio brujo un ladrón? A juzgar por su cara, no parece que esté captando el mensaje.

A pesar de las protestas del soldado que os ha de guiar hasta el barbero, conseguís acercaros hasta el cuerpo del matón muerto, observarlo y registrarlo. Sus ropas son de viaje, desgastas y viejas, manchadas, capa raída incluida. Bajo esta ropa, lleva una envejecida cota de metal. Su cuerpo tiene algún tatuaje común y decenas de cicatrices. Su espada, una pieza de mil batallas, sin mayor artesanía: un arma de soldado o mercenario, a imagen y semejanza de su dueño. En un bolsillo al cinto lleva un puñado de monedas de cobre de procedencia variada. Nada más.

El puesto del barbero resulta no estar muy lejos: se trata de un pequeño tenderete con una mesa cuadrada y un par de sillas donde el propietario -un tipo gordo con bigote, mandil y un collar de muelas- ata a sus víctimas pacientes. Mientras el soldado le explica al barbero la situación y Caedwyr se quita la armadura y las ropas para que le hagan las curas, un comerciante enano saluda a Zhork en el idioma de su raza y comienza a hablarle.

Al seguir al hombre de la guardia, recuerdas cómo la teniente se contuvo para no sonreír, halagada, al escuchar tu reconocimiento. Ahora, apenas te has quitado la ropa del todo -no sin dolor-, cuando un hombre se acerca hasta ti. Es un joven atractivo y elegante, que viste ropa cara y tiene un aspecto sofisticado, aristocrático, a la última moda, aunque parece ligeramente desaseado: seguramente estaba en la plaza cuando el caos estalló. Esto te impide prestar atención a la conversación de los enanos, que por lo demás comprenderías. En cuanto llega a tu lado, te da la mano.

—Mi nombre es Imbralym Skoond —se presenta, sonriente—. Mi señor me ha ordenado que os agradezca a todos vosotros lo que acabáis de hacer —añade. Entonces, tras lanzar rápidas miradas a los lados, bruscamente se acerca a ti y te susurra, muy serio:— Puerta de Baldur está en peligro y necesita valientes como vosotros. Ayúdennos a salvar la ciudad de la podredumbre que la corrompe.

El guardia y el barbero negocian entre ellos, quizás para dejarte hablar con este individuo, quizás absortos en sus cosas: tienes cierta privacidad.

Apenas habéis llegado al puesto del barbero-cirujano cuando un miembro de tu raza -el Pueblo Recio, como le llaman los antiguos cronistas-, se acerca hasta ti y te da la mano. El tipo tiene una hermosa barba negra, pero recortada, al estilo de los hombres. Lleva un sombrero de ala ancha y viste con ropas de cierta calidad: a todas luces, un empresario exitoso. Detrás de él ves otros enanos: están comprobando un montón de barriles de cervezas distintas.

—¡Que Vergadain te cubra de oro, primo! —te bendice alegremente, señalando el suelo como es costumbre enana al invocar el nombre de vuestro dios del comercio—. Me llamo Gorful, del clan Maltasanta. He visto lo que tú y tus amigos largos habéis hecho... ¡Pensé que no lo contábamos! ¡Eres un orgullo para tu gente! Dime tu nombre y el nombre de tu padre —dijo sonriente: una antigua fórmula enana para preguntar a alguien por su identidad y su historia.

La gente se aparta temerosa a tu paso: obviamente, todos saben que esa extraña elfa de piel gris oscuro y cabellos plateados que avanza por el mercado es la temible guerrera que ha dado muerte al monstruo en el que se convirtió su duque. Algunos te hacen leves inclinaciones de cabeza para mostrarte su respeto. Muchos susurran cuando te alejas: oyes el nombre del duque, «Abdel Adrian», algunas veces. Un par de veces oyes, en boca de las viejas, otro nombre más siniestro: «Bhaal». El dios del asesinato... o lo era, en tu juventud: fue uno de los dioses que se desvanecieron en el año del Fuego Azul, hace más de un siglo. ¿Por qué invocar su nombre?

Me excuso con los niños diciéndoles un " y después terminare mi historia... " y dejándolos en un movimiento rápido, me acerco aL hombre para ver qué se propone...
Mi cautela y paranoia habitual no se deja estar y me fijo si esto parece una especie de trampa...
El paranoico Rotryn e acerca al hombre y se mantiene a unos metros de este y le asiente con la cabeza, serio.

Dejando a los niños atrás -algunos desilusionados, la mayoría ya enfrascados en una discusión sobre qué harían con tus poderes-, no te es difícil acercarte al misterioso individuo. Aunque en un principio te mantienes a una distancia prudencial, su insistencia en que te acerques más y la impresión de que no hay peligro te animan a avanzar hasta él.

—Escucha, amigo —te suelta, mascullando entre dientes, para tu sorpresa. El tipo tiene un aspecto horrible y apesta.— Acabáis de llegar y no sabéis cómo son las cosas realmente en la ciudad. Os van a tratar de camelar: no confiéis en ellos —añade, con creciente nerviosismo. No pierde ojo del mercado a tu espalda y a los lados.— Si queréis conocer de verdad la situación y ayudar a la ciudad, reuníos conmigo en la entrada de Pequeña Calimshan.

Una gota de agua de lluvia -¿o es sudor?- le cae por la frente. Ahora que aparentemente te ha dicho todo lo que quería decirte, tienes la impresión de que en cuestión de instantes va a salir pitando de allí.

Pese a que jurarías que no ha entendido las señales, el arcanista de sangre infernal se ha acercado a aquel plebeyo de aspecto desaliñado. Ahora el hombre le habla, cada vez más nervioso, lanzando continuamente miradas hacia el mercado. En un momento, incluso, te mira a ti, que estás observándoles. Eso no parece ponerle más nervioso.

«Nada de interés», pienso cuando examino el aspecto y las posesiones del muerto. Los tatuajes no me llaman la atención, tampoco las baratijas o amuletos, y la vestimenta o armas no las necesito. El puñado de monedas lo dejo a juicio de la guardia…le doy la espalda a aquel despojo lamentable y sigo al guardia, sin fijarme en lo que hace el enano.

Cuando llegamos al establecimiento del matasanos, miro a Zhork con expresión abatida pero que pretende ser impasible.

—Creo que vamos a tener una agradable velada.

Mientras el enano se concentra en su colega, me concentro en mantener la dignidad. Después de un rato, si consigo contener la retahíla de gruñidos y bufidos, le preguntaré al barbero si se puede conseguir material de cura a buen precio. Pero mientras, atiendo con curiosidad al recién llegado.

—Te saludo Imbralyn, mi nombre es Caedwyr. Hicimos lo que era necesario —le estrecho la mano y le devuelvo la sonrisa, un poco tensa dada la situación— ¿Puerta de Baldur en peligro? La teniente nos advirtió de que las cosas están mal aquí, pero… ¿hasta qué punto?

Miro fijamente al hombre.

—Por supuesto, haré lo que esté en mi mano por ayudar a esta ciudad, aunque no respondo por los valientes que actuaron en la plaza, no nos conocíamos de antes de la trifulca. Pero yo soy de aquí, aunque llevo media vida fuera, y me gustaría ver prosperar a éste lugar, no verlo sumergido en el caos. En cuanto a lo otros, tendrás que hablar con ellos directamente, pues no los conozco apenas —Le miro significativamente — ¿Y quién es tu señor, si se puede saber?

—Jojo, yo también lo creo, muchacho.

No sé si se refería al trato que el barbero podría darnos. Imaginaba que sí, pero como preguntar es de débiles, me las di de haber entendido todo sin imaginaciones. En cualquier caso, la expresión del clérigo no era la mejor. Sin duda, sus heridas debían estar mermando sus energías.

—Creo que será mejor que te sientes — dije acercándole una de las sillas —, no tienes buen aspecto.

En ese momento, uno de los enanos que habían por allí cerca se acercó a mí. Hacía años que mis pasos se habían alejado de las ciudades enanas, siendo reemplazadas éstas por las ciudades de los humanos. No se hacía difícil imaginar, por tanto, que el trato con los de mi raza era casi mínimo ya. Aún así, las fórmulas de cortesía enanas eran algo que aún no se me habían olvidado, o eso esperaba al menos.

Y fue así como, casi sin darme cuenta, estaba respondiendo a aquel enano en la misma lengua en la que me había hablado, una lengua que ya comenzaba a resultarme ajena.

—¡Que Vergadain te cubra de oro a ti también!

Señalé al suelo, imitando su gesto mientras esbozaba una amplia sonrisa.

Uhm... Golfu, del clan Maltasanta...

Hice un esfuerzo por tratar de recordar. El clan me sonaba lejanamente, con el nombre quizá tuviera que hacer un esfuerzo bastante mayor. ¡Había tantos clanes enanos! ¡No hablemos de familias!

—No hemos hecho más que lo que debíamos hacer, jojo — solté una carcajada animada —. Me alegra saber que hemos ayudado a gente honrada como ustedes — en realidad, no sabía si se trataba de alguien honrado o no, pero siempre quedaba bien decir algo así —. Mi nombre es Zhork, hijo de Tordek. Veo que tienes cerveza de buena calidad, ¿eh? jojo. ¿Sabes de alguna buena taberna a la que ir después de que el matasanos nos atienda a mi buen compañero y a mí?