Partida Rol por web

Sophie seguía haciendo uso de todo su autocontrol para no parecer nerviosa, aunque la verdad es que el hecho de haberse enzarzado en un duelo dialéctico con aquel hombre era una de las cosas más tensas que había hecho nunca. El señor Montillet no la despidió de inmediato y continuó con más preguntas, así que mal del todo no podía haber ido, pensó la chica.

-No me cabe duda, señor Montillet, de que aún nos quedan muchas cosas por descubrir, tangibles o no, sobre cómo interaccionamos con lo que nos rodea. Fíjese en el instinto animal, por ejemplo. ¿Cómo repiten las aves las mismas rutas migratorias año tras año? ¿Cómo sabe una tortuga de mar a qué playa volver a poner huevos cuándo sólo estuvo allí al nacer?

Nos guiamos por la razón, mayoritariamente, pero sí, estoy segura de que en realidad gran parte de nuestras decisiones están marcadas por algún tipo de instinto o intuición, para bien o para mal.

Y bueno, siempre me he considerado una persona de mente abierta. A lo largo de mi vida he aprendido muchas, muchísimas cosas, que antes me parecían imposibles o cuentos de hadas. Si me encontrase con algo inexplicable, ¿por qué no iba a ser simplemente algo que desconocía hasta el momento?

Y le dedicó su más alegre sonrisa, firme en su papel de "no me importa quién seas, esto es sólo una entrevista más y sigo segura de mí misma".

Cerró el puño y lo puso sobre su boca. Pensativo. Luego separó la mano y la dejó sobre la mesa.

-Bueno, pues te voy a contar algo inexplicable. Y te voy a pedir algo imposible. Ese es el trabajo, al menos por ahora.

Pensarás que estoy loco, pero quiero que te aferres a tu principio de que no hay nada tajantemente imposible y que mantengas la mente todo lo abierta que puedas. A lo mejor no tanto como para darme el beneficio de la duda, pero lo suficiente como para ayudarme.

Quiero que busques, que busques para mí, una huella, una referencia, una noticia, una nota, cualquier cosa que puedas encontrar de alguien que sé que existe, -paró como si hubiera hablado demasiado, pero al segundo continuó. Ya no había atisbo de la astuta sonrisa de antes-que deberíamos recordar, pero que, inexplicablemente, hemos olvidado.

Frunció el ceño, a sabiendas de que lo que había dicho era más que extravagante, muy raro.

-Si aceptas, y buscas, cuando no encuentres nada vienes y me enseñas lo que has hecho.

Trató de beber otra vez de su café, pero ya se le había acabado. Lo dejó sobre la mesa.

-Te pagaré bien y si tu trabajo lo merece, te daré un puesto en la redacción de alguno de los periódicos en que tengo influencia. El que quieras.

Miró a Sophie, se acarició la nuca y suspiró, nervioso.

Parpadeó dos veces después de que el señor Montillet acabara de hablar, como esperando a que continuase, antes de darse cuenta de que eso era todo lo que tenía que decir. Sophie estaba confusa. El brusco cambio de actitud del hombre la había pillado desprevenida y no acababa de decidir si iba en serio o si era un truco más para evaluarla. Cuando el silencio empezaba a hacerse demasiado largo, se decidió a responder.

-Bien, bueno, puedo intentarlo, desde luego. Busco a alguien que existe pero que no recuerda. ¿Es un viejo conocido? ¿Un familiar lejano? Necesitaría saber algo más, por dónde empezar o cualquier dato que tenga sobre ese... quien sea. ¿Por qué se ha olvidado de él? O, ¿de qué época debería recordarle? Cualquier cosa. Prometo esforzarme al máximo, señor Montillet, se lo aseguro.

Apoyó los dos codos sobre la mesa y se pasó las dos manos por la cabeza. Volvió a suspirar. Carraspeó.

-Puedes tutearme. Qué menos.

Se la quedó mirando unos segundos más.

-Ocurrió hace tres meses. Estaba solo, aburrido, nuestro matrimonio había empezado a hundirse y para colmo lloviznaba.

Señaló el ventanal con la cabeza.

-Creo que me pasaba lo que a esa hierba de que hablabas antes. Me han cortado por la mitad ¿sabes?. Vi - señaló con la mano un piano de pared que al otro lado de la sala había pasado totalmente desapercibido- el piano y pensé ¿cuánto tiempo hace desde que no lo toco? -Hizo un gesto pidiendo permiso- ¿Puedo?

Fue al piano, levantó la tapa y se puso a tocar una melodía muy sentimental.

No pudo terminar la pieza.

-Siempre me quedo aquí. Se llama “Un día de verano” y es un tema de una película infantil que seguro que conoces, el Viaje de Chihiro. Cuando lo toco oigo el cello que me debería acompañar. ¡Casi que lo puedo oír en mi cabeza!.

Después de tocar, de repente..., supe..., sé que parece estúpido, pero supe que sabía, sabía..., sé que yo tengo una hija.

Suspiró moviendo a un lado y a otro la cabeza, visiblemente afectado. No había apartado las manos de las teclas del piano.

-Lo siento Sophie, es algo de lo que sólo puedo hablar con mi terapeuta y mi mujer. Y sólo hacen que negármelo. Pero yo tengo una hija, te lo juro. Estoy más seguro de eso que de nada que haya sabido nunca. Asumiendo eso, todo encaja. Sin eso, mi vida se desmenuza. Simplemente lo sé.

Separó las manos del piano, cerró la tapa y volvió hacia ella.

-Asumo que crees que estoy loco, o que te tomo el pelo. Pero eso no te tiene que importar. Sólo quiero que me busques información. Si tengo razón y ella se me parece, habrá dejado huellas por todos lados. Y soy un personaje público. No pueden haberlo borrado todo.

No tengo una explicación de cómo puede haber pasado algo así y no quiero adentrarme en la paranoia.

Necesito que la busques para poder dormir sabiendo que alguien bueno intenta hacer algo… por ella.

Esta vez sí, Sophie se había quedado sin palabras. No se esperaba esto, para nada. Había preparado durante horas aquel encuentro, pero el señor Montillet le había roto todos los esquemas de la manera más dramática posible.

-Yo... no sé...

Tenía un nudo en la garganta, las historias de los demás siempre le calaban más que a la mayoría y el hombre parecía realmente afectado, por increíble que fuese su historia. Entonces cayó en la cuenta de que, de algún modo, él se había sincerado con ella, le estaba pidiendo ayuda. No podía simplemente tartamudear.

-Perdone... perdona, la noticia me ha pillado desprevenida. Realmente no me importa si estás loco o no, haré todo lo que pueda por ayudar.

Para enfatizar sus palabras, sacó la libreta que llevaba en el bolso dispuesta a tomar notas. Le demostraría que le había tomado en serio.

-Ha dicho que sólo habla de esto con su mujer y su terapeuta, ¿entiendo entonces que nadie más que nosotros tres sabe de esto? ¿Cree que sería posible poder hablar yo con ellos? -preguntó volviendo a tratarle de usted sin darse cuenta - ¿Tiene alguna idea de qué edad podría tener ahora su hija? ¿Alguna idea de quién es la madre? ¿Cualquier otro detalle que pueda ser importante?

Una reacción tan comprensiva dejó al periodista paralizado. Primero miraba a Sophie con cierta incredulidad y ella le respondía con su mirada sincera llena de aceptación.

Entonces, sin previo aviso, el hombre empezó a llorar en silencio. Estaba claro que no era alguien que acostumbrara a mostrarse así, se notaba que le sabía mal. Puso una de sus manos en el cuello y esperó a que pasaran las lágrimas para intentar hablar.

Hasta ahora nadie había aceptado su sufrimiento. Aunque quisieran ayudar eran incapaces de comprender y, ya fuera porque lo irracional del dolor, su locura, les asustaba, ya por pura falta de empatía o humanidad, se limitaban a discutir su motivo para estar afligido. Y al hacer eso sólo hacían que negar su dolor dejándolo en la mayor de las soledades.

En ese momento Sophie supo que era la única persona del mundo que de verdad podía entender el dolor de David Montillet y por tanto, también la única que de verdad podía ayudarle.  

-Gracias, claro, claro. Este es el móvil de mi mujer -escribió Vendela Döbeln y un número con letra muy bonita-, y esta la tarjeta de mi terapeuta. -Sacó su cartera y le ofreció una tarjeta de visita con el nombre de Hervé Lurçat, un teléfono y una dirección en París-. Puede hablar con ellos cuando quiera. No se... la edad... intuyo que estará entre los ocho y los dieciocho.

Se encogió los hombros.

-Supongo que para mí siempre será una niña.

Se acercó a él y, un tanto insegura, le puso la mano sobre el hombro. No estaba segura de cuánta confianza podía tomarse con él (seguía siendo una estrella en su profesión), pero bueno, acababa de llorar delante de ella, era lo mínimo.

-No se preocupe señor Montillet. Haré todo lo que esté en mi mano para encontrarla. Le llamaré con cualquier novedad. Gracias por confiar en mí.

Estuvo tentada de añadir un "la encontraré", pero se contuvo en el último momento, no le gustaba prometer cosas que no sabía si podía cumplir. La reunión tocaba a su fin, así que se despidió, se aseguró de no haberse dejado nada y se dirigió a la salida. Caminó hacia el coche sin fijarse en gran cosa a su alrededor, inmersa en sus pensamientos. Se sentó y antes de arrancar, cogió el teléfono móvil. ¿Debería llamar a Vendela, o al terapeuta? ¿Empezar de inmediato? Dudó y chasqueó la lengua. Dejó el móvil y se pasó las manos por el pelo. El señor Montillet le había mencionado que ninguno de los dos le creía. Lo más probable es que la tachasen de oportunista, pensasen que pretendía aprovecharse de él y la acusasen de darle falsas esperanzas. Sería mejor pensarse bien qué les iba a decir.

Y hablando de qué decir, ¿qué demonios iba a decirle a Adrien?

-Hola cariño. ¿La entrevista? Bueno, no estoy contratada, pero me ha convencido de buscar a su hija. Sí, tiene una hija. No, no lo sabía. Y él tampoco. No la recuerda. Pero sabe que la tiene. Y no, no me pagan, al menos si no la encuentro. Sí, yo también te quiero.

Suspiró y pusó en marcha el coche. Pasaría por el supermercado para comprar algo para cenar, se lo había prometido. Y café, algo le decía que lo iba a necesitar.

Adrien siempre tan lógico.

-Cariño ¿no será una broma?. -Y luego- ¿A ver si al pobre hombre le va a perjudicar que alimenten su fantasía? ¿¿No crees que sea una fantasía?? Bueno, tú eres más lista que yo pero.. ¿sólo has tomado café? ¿no te habrá tocado? Ahora en serio… la hipnosis no llega a tanto, sólo induce un duermevela en el que la gente se deja llevar por una especie de ensoñación, pero algo así, tan bestial, no creo que esté documentado. Aunque claro, para todo hay una primera vez... pero piénsalo bien, es raro... . Claro que me fío de ti, además, te querría aunque te volvieras un poco loca. Si me dices un día que tenemos un hijo, me pongo a buscarlo contigo. ¿No tendremos un hijo verdad, uno gordito? Noh, que es broma, jo. Sólo haz lo que tengas que hacer, pero madúralo antes... Te quiero.

Tras la conversación con su novio condujo ensimismada hasta que se encontró con el Audi gris de Vendela parado junto al cruce en que el camino estrecho daba paso a la carretera comarcal.

La modelo no parecía tan alta ni tan etérea como en las revistas o las películas. Parecía una mujer guapa con cierto encanto. Fumaba apoyada en el capó y cuando vio el coche de Sophie le hizo una señal de alto y anduvo por medio del camino hasta su ventanilla.

Puso la mano en la puerta del Fiat punto y se agachó para hablar a través de la ventanilla. Su cara era de preocupación. Su mirada brillante, sus ojos muy bonitos, un poco tristones pero llenos de vida.

-Disculpe, no me conoce pero soy la esposa de David Montillet. Por favor. ¿Le podría invitar a almorzar en un bar del pueblo? Serán sólo unos minutos.

Miró sorprendida a la modelo, y asintió.

-Claro, claro, será un placer. La... ¿la sigo? -añadió haciendo un gesto con la cabeza al Audi.

Sophie no estaba muy segura de si encontrarse con la esposa de Montillet y que casualmente quisiese hablar con ella era un golpe de buena o mala suerte, pero bueno, no podía negarse y así se quitaba algo de encima. Se sentía un tanto indefensa por no poder preparar de antemano la conversación, pero confiaba en sus dotes de improvisación.

Chevreuse parecía un pueblo de verdad encantador. Habían atajado por otro camino estrecho y en apenas cinco minutos conducía por sus calles pintorescas siguiendo al Audi gris.

Aparcaron en la plaza, frente a la iglesia, y caminaron unos pocos metros sin hablar. En persona parecía mucho mayor que en las películas. Entraron en una antigua taberna, con las vigas de madera y los muros de piedra. Aunque la mañana era soleada, hacía fresco y se notó un agradable contraste. Un calor que tenía que venir de una chimenea o una estufa de leña. Olía a buena comida.

Un camarero alto y fortachón saludó amigablemente y las acompañó hasta una mesa junto a la ventana, haciéndose cargo de los abrigos. La mujer del periodista habló mientras se sentaba.

-Ya son casi las doce. Si quiere podemos comer. Aquí hacen una perdiz estofada famosa en toda la región. ¿O es de esas jovencitas que siempre tienen miedo de engordar?

Sus ojos chisporroteaban como si reflejaran el fuego de una chimenea y su voz era amable.

Mientras Vendela le daba su abrigo al camarero, Sophie aprovechó para dar una ojeada a su alrededor, fijándose discretamente en el resto de comensales. Aquello era un pueblo, y Vendela seguramente sería muy conocida, mientras que ella era una completa forastera. Seguramente su presencia allí amenenizaría la comida de muchas mesas hoy.

Se sentó con ella, y sonrió ante su comentario, pese a que en realidad no le hizo ninguna gracia. Era una broma inocente, sí, pero precisamente por culpa de muchas actrices y modelos, muchas "jovencitas" acababan sufriendo trastornos alimenticios. No es que fuese culpa de Vendela como tal, pero viniendo de ella, la pareció casi hasta de mal gusto. No dejó que se le notara, sin embargo, aún no sabía por qué quería hablar con ella, aunque se hiciese una idea. No debía mostrarse demasiado a la defensiva.

-Oh, por suerte no tengo problema con eso. Tomaré la perdiz, sí, siempre es buena idea dejarse aconsejar por los locales. Muchas gracias.

Sophie se mostró cortés, pese a que no se encontraba nada a gusto con la situación. No jugaba en su terreno y eso no le gustaba. Dejó que fuese la modelo la que dirigiese la conversación por el momento.

El camarero, más que profesional, resultaba servil. Miraba a la actriz incluso con aire de preocupación. Una cocinera salió disimulando. Estaba claro que ese matrimonio era fruto de todo tipo de cotilleos. Incluso los pocos clientes que había la saludaban como queriendo hacerse notar. Lo que en un primer vistazo parecía una encantadora cantina casi familiar y un trato de confianza, se convirtió de pronto en un espectáculo un tanto patético del poder que la fama y el dinero conceden arbitrariamente.

Su francés era casi perfecto, el acento alemán le daba un tono interesante, misterioso.

-Mi marido sufre de esquizofrenia.

Guardó silencio mientras el camarero sonriente ponía las bebidas sobre la mesa y unos pedazos de queso a cuenta de la casa. Había algo de verdad enfermizo en el ambiente.

-Supongo que le habrá pedido ayuda, y usted no se la habrá negado. Ninguna mujer le rechaza, pida lo que le pida. Créame. Es como un magnetismo irresistible. Quizá piense que sobrevaloro su atractivo, pero con este desastre está demostrando que su capacidad de nublar el juicio y limitar el margen de maniobra es infinita.

-Disculpe, siento que tenga que sufrir una situación tan extraña. ¿Puedo saber su nombre?