- "No te olvides de barrer la entrada, se acumula demasiada tierra de los camioneros que pasan por aquí y no se sacuden las botas antes de entrar. Tienes que cepillar la plancha, la carne está viniendo mas grasosa que de costumbre y deja costras en la cocina que si no se refriegan bien, no salen más. Y Leo, por favor, una sonrisa siempre para atender, ok? Gracias."
Frank Clive, siempre tan empático como siempre. Solo porque era dueño de un bar se creía el gran CEO de la zona. Apenas si sabía sumar y restar, si no hubiese sido por su ex-esposa ese hueco de mala muerte habría quebrado hace años, gracias a Steph y su experiencia como camarera y auxiliar de un restó en Ohio, "Clive's Bar" pudo tener un moderado éxito. Ahora, a casi media mañana, Frank abandonaba el lugar como siempre, para ir a lo que el llamaba "entrenar" (levantar mancuernas pesadísimas contando algunas cuantas repeticiones, hasta lo que su ego le permitía). Pero eso era lo bueno de este turno, sin el jefe y sin mucha gente ingresando a cortar la calma, ficticia quizás, pero calma al fin, las horas transcurrían más rápido.
La campanilla instalada arriba de la puerta daba aviso de alguien entró. El viejo repartidor de diarios, Bill, dejando la nueva edición de "El Heraldo". Deposita el periódico en la barra, recoge el dólar que cuesta el ejemplar y se retira. En la portada de "El Heraldo" un titular impresionante: Amenaza Nuclear, Tercera Guerra Mundial?, una nota firmada por...Leo Vargas?
Evidentemente había un error. Quién había utilizado tu nombre, Leo, y por qué? Curioso como eres por naturaleza, tenías la necesidad de averiguarlo. Notas eso? Esa picazón en la mitad de tu pecho que volvía a aparecer, ausente desde los días de Chicago, que llama a tu deseo de saber, de investigar, de observar.
La escena es tuya ahora. Puedes proceder como más gustes. Lo único que deseo es que cuentes como viviste este día, hasta este momento en el que nos encontramos ahora.
La alarma del móvil es un taladro directo al cráneo. 7:00 AM. La luz grisácea del Midwest se filtra por la única ventana de mi cubículo sobre el garaje, una ventana que da directamente a los botes de basura de mis tíos. Poético. Me siento en el borde de la cama y el suelo cruje como si se quejara de mi existencia. Otro día en el paraíso. Otro día siendo un fantasma con un delantal sucio.
El paseo al bar es corto, pero es el peor tramo de mi día. Paso por delante de casas con céspedes perfectos, banderas americanas ondeando y ni una sola grieta en el asfalto. Es una mentira tan bien construida que casi me da náuseas. Noto cada mirada de reojo de los vecinos que riegan sus jardines, esas sonrisas tensas que dicen "Ahí va el sobrino de los Vargas, el que volvió fracasado de la ciudad". No me importa. O al menos, eso es lo que me repito mientras aprieto la mandíbula.
Llego al bar y ahí está él. Frank. El Napoleón de la cerveza barata, soltando su lista de mandamientos matutinos.
"No te olvides de barrer... cepillar la plancha... una sonrisa siempre para atender, ok? Gracias."
Asiento con la cabeza, mi propia sonrisa tan falsa como la madera de imitación de la barra. "Claro, Frank". El sarcasmo es un aceite rancio en mi garganta, pero me lo trago. Necesito el dinero. Observo cómo se va, con su caminar de gorila inflado, y por un segundo me permito odiarlo con toda mi alma. Odio su estupidez, odio que se crea el artífice de este lugar cuando fue Steph, su ex, la que lo salvó del abismo. Yo lo sé. Yo observo. Yo recuerdo.
Las siguientes horas son un borrón de mediocridad. Cepillo la plancha, sintiendo cómo el calor de la grasa me salpica la cara. Barro la tierra de las botas de gente que vive vidas que ya no entiendo. Sirvo un par de cafés a los madrugadores de siempre. El silencio solo se rompe por el zumbido de la nevera y el murmullo de la radio local. Es la calma. La calma ficticia que me está matando.
Y entonces, la campanilla. Ding.
Es Bill, el repartidor. Una momia andante que huele a papel viejo y a café quemado. Su rutina es un reloj. Deja el periódico, agarra el dólar de la barra, y se va. Ni un hola, ni un adiós. Parte del paisaje. Mis ojos caen sobre el titular de "El Heraldo", y mi primer instinto es una mueca de desdén. Amenaza Nuclear, Tercera Guerra Mundial?. Vaya amarillismo. Tienen que vender periódicos de alguna forma en este agujero.
Estoy a punto de usarlo para limpiar una mancha de la barra cuando mis ojos se clavan en la firma.
Una nota firmada por... Leo Vargas?
Me quedo helado. El trapo húmedo en mi mano. El aire se vuelve denso. Lo leo una vez. Dos veces. Es mi nombre. No es un error tipográfico. L-E-O V-A-R-G-A-S. Mis dedos, casi por voluntad propia, toman el periódico. El papel se siente extrañamente pesado, como si contuviera algo más que tinta.
Y entonces la siento. Justo en el centro del pecho. La picazón.
Mierda. Hacía mucho que no la sentía. Es la vieja conocida de Chicago, la que aparecía cuando encontraba una pista, cuando un político mentía en una rueda de prensa, cuando sabía que estaba a punto de tirar de un hilo que desharía todo un tapiz. Es la adrenalina del saber, la droga del descubrimiento. El pulso del periodista que creía haber enterrado.
Mi primera reacción es mirar a mi alrededor. El bar está vacío. Bien. Doblo el periódico rápidamente y lo escondo debajo de la barra, junto a las botellas de whisky barato. Esto no lo puede ver nadie. No todavía. ¿Quién hizo esto? ¿Una broma de mal gusto? ¿Un error monumental? ¿O algo más?
Mi mente, oxidada y perezosa hasta hace un minuto, empieza a funcionar a toda velocidad. Frank no volverá en horas. Bill ya se ha ido. El periódico. La fuente. Mis manos tiemblan un poco mientras saco mi móvil del bolsillo, ignorando la pantalla grasienta. Abro el buscador y mis dedos teclean casi por instinto: "Oficina El Heraldo”.
La calma se ha roto. Y por primera vez en meses, no estoy seguro de si quiero que vuelva.
Pequeña nota Leo, recuerda que el setting de la partida se ubica en fines de los 80, principios de los 90, por lo que si bien sería bastante extraño que poseas un móvil, puedes tenerlo, pero estará relegado a realizar o recibir llamadas, sin poder buscar en Google o cosas así. Solo eso, el resto de tu posteo es impecable.
tienes razón, no sé cómo editar el mensaje anterior pero cambio el último párrafo por este si te parece bien:
Mi mente, oxidada y perezosa hasta hace un minuto, empieza a funcionar a toda velocidad. Frank no volverá en horas. Bill ya se ha ido. El periódico. La fuente. Mis manos tiemblan un poco, pero no por miedo, sino por una energía olvidada. Me agacho detrás de la barra, donde Frank guarda los trastos viejos, y saco el pesado listín telefónico del condado.
El libro, con su cubierta amarilla y gastada, cae sobre la madera con un golpe sordo. Ignoro las páginas de residencias y voy directo a la sección de negocios. Mis dedos, torpes al principio, recorren las columnas de nombres y números. Ferretería... Funeraria... Gasolinera... Y ahí está. "Heraldo". Mis ojos se clavan en la dirección. Calle Mayor, 34. Ni siquiera está lejos.
La calma se ha roto. Y por primera vez en meses, no estoy seguro de si quiero que vuelva.
La sensación no merma. Tu corazón late un poco mas rápido y tus manos sudan, algo de la tinta de la guía telefónica queda en tus dedos. Falta mucho para el cierre de turno. Calle 34, cielos, no es lejos. Tienes preguntas, deseas conocer que es lo que está pasando. Aunque, y si simplemente es otra persona con tu mismo nombre? No podrías ser el único Leo Vargas en todo el mundo, verdad? Sería solo una coincidencia. Mismo nombre. Misma profesión. Mismo pueblo. Si, claro, como si esas cosas ocurriesen en la vida real...
La lógica y la duda dan vueltas en mi cabeza, pero la "picazón" en mi pecho gana la batalla. Es una sensación física, una orden. Y ordena moverse. Al diablo con el turno. Al diablo con Frank y su estúpido bar. Esto es más importante.
Miro a los dos únicos clientes que quedan. Dos viejos granjeros discutiendo sobre el clima en una esquina. No puedo simplemente echarlos. Necesito finura. Camino hacia ellos con una sonrisa que se siente como una máscara de cera.
—Señores —digo, mi voz sonando más tranquila de lo que me siento—. Lamento interrumpir, pero Frank acaba de llamar. Ha habido un problema con una de las tuberías del sótano, una fuga importante. Voy a tener que cerrar por un par de horas para intentar solucionarlo antes de que se inunde todo. La casa invita la próxima ronda cuando volváis.
La mentira sale con una facilidad que casi me asusta. Es un músculo que no sabía que seguía ahí. Los viejos gruñen, decepcionados pero comprensivos. Nadie quiere un sótano inundado de cerveza barata. Se levantan, dejan unos billetes en la mesa y se van, deseándome suerte.
En cuanto la puerta se cierra, la máscara se cae. Me muevo con una velocidad que no he tenido en meses. Voy a la puerta, le doy la vuelta al cartelito del escaparate para que ponga "CERRADO" y echo la llave. El clic de la cerradura es el sonido más satisfactorio que he oído en todo el año. Es el sonido de mi propia jaula cerrándose, pero desde fuera.
Salgo a la calle y el sol de media mañana me da en la cara. El aire se siente diferente, o quizás soy yo el que es diferente. Empiezo a caminar. Mis pies conocen el camino a la Calle Mayor, pero mi mente ya está allí, en el número 34.
Mientras camino, el personaje del camarero amargado se va desprendiendo de mí como una piel muerta. En su lugar, emerge el otro Leo. El de Chicago. El que entraba en oficinas de concejales y comisarías. El que sabía que nunca hay que ir de frente.
No puedo entrar acusando. Pareceré un loco. Necesito una excusa, una puerta de entrada.
Opción 1: El Aspirante. Llego como un escritor local. Digo que he visto el periódico, que me impresiona el trabajo que hacen (mentira) y que me gustaría ofrecer mis servicios como freelance. Pregunto quién escribe sus notas de actualidad, que me gustaría "aprender del mejor". Sutil. Adulador. Les hará bajar la guardia.
Opción 2: El Pariente Preocupado. Digo que mi nombre es Leo Vargas y que he visto el artículo. Que un familiar de otro estado me ha llamado, preocupado, pensando que era yo. Llego con una actitud de "qué lío más curioso, ¿no? ¿Podrían decirme quién es el autor para que pueda contactarle y reírnos juntos de la coincidencia?". Amigable. Inofensivo.
Me inclino por la primera opción. Es más proactiva. Me da control.
Llego a la esquina de la Calle Mayor. Desde aquí puedo ver el edificio. "El Heraldo". La fachada es vieja, las letras del letrero están desgastadas. Respiro hondo. La picazón en mi pecho ya no es una molestia. Es una brújula. Y está apuntando directamente a esa puerta.
Leo, has tomado una excelente decisión. Es posible que Frank te corra, que no vuelvas a conseguir trabajo y tus tíos se cansen de ti. Pero la vida es para vivirla. Y la fachada de "El Heraldo" te mira a los ojos. Ladrillos a la vista, un segundo piso con ventanas altas y angostas, algo de desgaste y erosión, el inconfundible edificio te llamaba en voz alta.
Cruzas la puerta, abriéndola despacio pero una campanilla estridente anuncia tu llegada, similar a la que el bar tiene en su entrada. Esas campanas deben estar ahí desde que Ben Franklin descubrió la electricidad.
Una mujer entrada en años está sentada en el escritorio de recepción, pintándose las uñas. Un cigarrillo envuelve en humo y cenizas el ambiente.
- "Si? A quien busca?".
Nunca levantó la cabeza para mirarte.
El chillido de la campanilla se desvanece, dejando un eco en mis oídos que es reemplazado por una mezcla de olores: el químico dulzón del esmalte de uñas y el humo rancio de un cigarrillo que se consume solo en un cenicero. El aire es denso, pesado. Por un instante, me siento de nuevo en Chicago, en alguna oficina de un político de tres al cuarto.
Respiro hondo y el personaje del camarero se disuelve. Necesito al otro Leo. El que sabía sonreír cuando quería gritar, el que sabía escuchar para encontrar la grieta en la pared. Me dibujo en la cara una expresión de humilde determinación y me acerco al mostrador.
La mujer sigue con su tarea, cada pincelada en sus uñas es un universo en el que yo no existo. Espero un segundo, dándole la oportunidad de reconocer mi presencia. Nada.
—Buenas tardes —comienzo, con un tono de voz deliberadamente amable y respetuoso—. Disculpe la molestia.
Dejo que mis palabras floten en el ambiente cargado. Su mano no se detiene. Es como hablarle a una estatua.
—Mi nombre es Leo Vargas. —Hago una pequeña pausa, como si me presentara en una reunión de vecinos—. Soy... soy escritor. O al menos, eso intento. —Añado una pequeña sonrisa autocrítica, un truco viejo para parecer inofensivo.
Me apoyo ligeramente en el borde del mostrador, un gesto casual para acortar la distancia.
—He estado siguiendo "El Heraldo" desde que volví al pueblo y, honestamente, estoy muy impresionado. El nivel de las notas es increíble. —La mentira se siente extraña en mi boca, pero la digo con toda la convicción que puedo fingir—. De hecho, el artículo de la portada de hoy... —señalo vagamente hacia la puerta—... el de la "Amenaza Nuclear". Es un tema complejo, y tratarlo con esa audacia en un periódico local... es un trabajo realmente potente.
Ahora voy al grano, al propósito de mi visita.
—Precisamente por eso estoy aquí. Me preguntaba si aceptan colaboraciones, o si sería posible hablar con el editor. Me encantaría tener la oportunidad de contribuir y, sobre todo, aprender del periodista que escribió esa nota en particular. Tiene un talento que no se ve todos los días.
Me quedo en silencio, manteniendo la sonrisa amable, expectante.
- "El señor Johnson no se encuentra", dice la mujer, "si lo desea puede esperarlo", continúa con una voz nasal, "pero no va a volver por hoy", rectifica finalmente con la uña meñique ahora enteramente roja.
Observas el lugar detenidamente; mirada de detective. Está realmente vacío, parece que este intento de secretaria era la única persona trabajando en el lugar (si es que podemos decirle a eso "trabajo") y ni siquiera tocaban las 12 en el reloj.
Tu impaciencia empieza a sentirse en el aire, como si emanaras un aura casi palpable de ansiedad e interrogantes. No piensas moverte de ahí.
La mujer suspira, sin ocultar su molestia.
- "Mire, señor, lo siento, no puedo hacer nada m..."
CRASH.
Afuera ocurre algo. Has escuchado una estruendo, ruido de chasis quebrándose, vidrios estallando.
BOOM.
Algo explotó. El ruido no parecía venir desde demasiado lejos. La mujer se sobresalta y te mira. Su pequeño recipiente de esmalte se ha volcado. Corre hacia la entrada para ver que pasó, una secretaria debe estar bien informada de lo que ocurre, no?
La voz nasal de la mujer es como el zumbido de un mosquito. Irritante, pero fácil de ignorar. Mis ojos ya la habían descartado como fuente de información. Estaba analizando mis opciones, calculando cuánto tiempo podría quedarme aquí sin que llamara al sheriff, cuando el mundo exterior se impuso.
CRASH.
El sonido es brutal, inconfundible. Metal retorciéndose. Vidrios que estallan. Mis músculos se tensan por instinto, una reacción grabada a fuego por años de vivir en una ciudad donde el caos era la banda sonora.
BOOM.
La explosión. Seca, contundente y peligrosamente cerca.
La mujer da un respingo, casi saltando de su silla. Su universo de uñas rojas se hace añicos. El pequeño frasco de esmalte se vuelca, derramando un charco rojo sobre una pila de papeles. Me mira por primera vez, sus ojos abiertos por el pánico y la curiosidad. Sin pensarlo dos veces, corre hacia la puerta, empujándola para asomarse a la calle.
Es mi oportunidad.
En el instante en que su espalda se vuelve hacia mí, el tiempo parece ralentizarse. No hay un plan, solo instinto. En un movimiento fluido y silencioso, rodeo el mostrador. Mis ojos barren la superficie del escritorio buscando cualquier cosa: una nota, un borrador, algo con mi nombre. Mi objetivo se fija en una bandeja de plástico que dice "PARA EDICIÓN". Es la opción más lógica.
Mis dedos se hunden en esa pila de papeles. No tengo tiempo de leer, solo de buscar. Busco la tipografía de la portada, el titular, cualquier cosa que se parezca al artículo.
Sabiendo que mi tiempo se ha acabado, me reincorporo, volviendo al lado público del mostrador justo a tiempo. Mi corazón late con fuerza, no solo por la explosión, sino por el riesgo que acabo de tomar.
Adopto una expresión de preocupación ciudadana, la más convincente que puedo fingir, y salgo a la calle detrás de ella, dirigiéndome hacia el origen del estruendo y el caos que acaba de estallar en la Calle Mayor. Mis ojos escrutan la escena, tratando de entender qué ha pasado.
Rebuscas entre la pila de papeles, recibos y comprobantes. Máxima velocidad, no sabes en cuanto pueda regresar la mujer. No hay tiempo para escrutinio, instintivamente agarras el que más te llama la atención y lo llevas directo al bolsillo. Sales y acompañas a la secretaria del diario a echar ojo sobre lo que ocurrió.
La escena que ahora observas de cerca difiere en gran manera de lo que han sido tus pocos días en el Midwest.
Tanto que necesitaríamos otro apartado para describirla.
Nuestra historia continúa en la próxima nueva escena. Muy pronto daremos inicio a la segunda parte. Gracias por tu participación.