El sol brilla un poco más fuerte, estamos más cerca del mediodía, es lógico. Otoño y desconcierto. Parece que alguien detuvo el tiempo. El viento no corre, nadie se mueve. Un grito corta el inalterable ambiente.
- "Médico! Un médico por favor!"
Pueden ver la escena en detalle. Aún no se conocen, pero la vida y sus decisiones los llevaron a presenciar el mismo acto del destino. Un Chevrolet Caprice ha golpeado a un árbol en la plaza. Ven marcas de freno en el asfalto, restos de metal y partes desprendidas de la carrocería y el baúl en llamas. La gente alrededor del espectáculo casi no permite ver muchos detalles más, pero hay cuerpos tirados yaciendo en el suelo, eso es seguro.
Parece que todo el pueblo se ha reunido alrededor de esta desgracia. Inclusive sus nuevos habitantes.
Bienvenidos al Capítulo 2, donde finalmente todos se encuentran en la misma escena. Es designio de ustedes si se unen o si continúan separados, todo dependerá del desarrollo de la trama.
Ahora, vamos a actuar de la siguiente manera. Luego de este post podrá participar primero quien así lo desee, luego le seguirán los personajes restantes, y mi colaboración surgirá luego de que los tres personajes hayan escrito sus mensajes, para incentivar a que todos tengan el mismo protagonismo y mantengamos esa cadencia jugadores-director, jugadores-director, etc.
Sus escenas individuales han sido un gran disfrute para mí, los exhorto a que continúen sus tramas del modo en que lo hicieron, manteniendo el estilo narrativo. Si necesitan "hablar como jugadores" y no como personajes, ya sea para preguntar algo específico, para consultarme sobre algún tema, para realizar una acción concreta o aclarar lo que necesiten, utilicen las Notas para esto.
Ahora sí, sin más introducciones, el Capítulo 2 es todo suyo.
El grito pidiendo un médico corta el aire, pero para mí es la señal de partida. No es una llamada a la compasión, es el pistoletazo que da inicio a la historia. El caos, el pánico, los lamentos... son distracciones. La verdad nunca está en el centro del ruido, sino en los silencios que lo rodean.
Mi cuerpo se mueve solo, casi por memoria muscular. No hacia el epicentro del horror, donde los gritos son más densos, sino en la dirección opuesta. Me alejo, bordeando el semicírculo de mirones que se ha formado, sus caras una mezcla de fascinación morbosa y miedo genuino. Son un coro de jadeos y susurros, un ruido blanco que mi cerebro filtra, buscando palabras clave: nombres, lugares, verbos.
Encuentro mi puesto de observación: los tres escalones de la entrada de la biblioteca pública. Nadie les presta atención. Desde aquí, la tragedia se transforma. Deja de ser un remolino de emociones y se convierte en un diagrama, una maqueta inmóvil del desastre.
Mis ojos trazan la historia en el asfalto. Las marcas de los neumáticos. No son rectas. Se curvan bruscamente a la derecha unos metros antes del impacto. Un volantazo. La primera pregunta se formula en mi mente: "¿Esquivando algo o perdiendo el control?"
El Chevrolet está abrazado al árbol, su frontal es un acordeón de metal roto. La gente señala el maletero, de donde sale una columna de humo negro y denso. El fuego es dramático, es lo que atrae las miradas de todos. Un espectáculo perfecto para mantener a la gente ocupada, para que no miren donde deben.
Mientras la multitud se concentra en las llamas y en los cuerpos que apenas puedo distinguir desde aquí, yo me obligo a mirar los detalles fríos. La dispersión de los restos metálicos. La posición del coche contra el árbol. La distancia entre el inicio del frenazo y el punto de colisión.
Cada elemento es una palabra en una frase que aún no entiendo. El fuego es un punto y final, pero la historia empezó mucho antes, con ese volantazo. Y esa es la parte que nadie más parece estar leyendo.
Clara comenzó a aminorar la marcha al acercarse a la plaza. Dudaba: ¿debía meterse de lleno en la escena o colaborar desde afuera?
Al pasar frente a la biblioteca, vio a un muchacho parado en la entrada. Joven, pensativo, observador. Por un instante, su mente se nubló: ¿por qué había elegido aquel pueblo para empezar de nuevo? Ni siquiera había terminado de descargar la última caja y ya se sentía de nuevo en Chicago.
Se acercó cuidadosamente al epicentro del caos. Había cuerpos en el suelo.
¿Pero qué demonios...?
Y entonces lo oyó. Un grito. Desesperado. Pedían un médico.
Ella no lo era.
Y sin embargo, nadie se acercaba.
¿Es que acaso nadie conoce a esta gente?
En su mente se libraba una lucha: correr a socorrer a los heridos o alejarse, como el joven de la biblioteca. Nadie la conocía, y ella tampoco conocía a nadie. Bueno, Mary Ann sí. Pero no sabía, nadie sabía, de su pasado como enfermera.
Dio un paso al frente. Hacia el origen del grito.
—No soy médica... ni mucho menos —dijo, con la voz apenas firme— Pero quizá pueda ayudar.
No le gustaba mentir. Pero tampoco podía quedarse quieta.
Estoy fuera. El café quedó en la mesa. El grito divide la plaza. Analizo la situación. Me muevo. Observo la forma que adopta el caos. Lo sintetizo. Un coche ha golpeado un árbol. Hay fuego. Hay cuerpos. La gente delimita el accidente.
Elijo no exponerme. No necesito contemplar desde el centro. Formar parte del desorden.
Localizo un punto estéril, con visibilidad y varias opciones de salida en caso de que el caos se desborde. Un porche bajo. Un sombra neutral. Me posiciono.
Una mujer se acerca al núcleo del accidente. Indecisa, proactiva. “No soy médica… ni mucho menos”.
El murmullo crece. La escena se organiza sola. Estoy exento.
- "Tú no!"
Clara, una de las pasajeras, malherida pero de pie, grita directamente a tu rostro. Su expresión de temor y desconsuelo vira hacia los cuerpos inmóviles en el piso. Un hombre, una mujer anciana y un niño pequeño.
- "Un médico!", vuelve a gritar. Alaridos que se entremezclan con llanto. - "Quiten a los 103 de aquí!", gime por última vez y no para de llorar. No entiendes esa parte.
Leo, es casi seguro lo que pasó, al menos para ti. Las marcas de los neumáticos, la manera en que el auto yacía entre el árbol y la acera, la posición de las autopartes ahora convertidas en cacharros eran evidencia clara de una mala maniobra por parte del conductor. Ebrio? Venía a demasiada velocidad, era una posibilidad. Quizás habrá que continuar la investigación. Te das cuenta en ese momento, entre los panfletos y hojas que pudiste...tomar prestado del diario, revisas uno escrito a máquina: la nota del diario. Tu nota. Observas la firma, tu nombre de nuevo, y un número directamente abajo como formando parte de la rúbrica: 103.
Casi como un autómata, tus conexiones neuronales comienzan a elucidar la situación. Repites escenas en tu mente, Marlo. Confeccionas todas las posibilidades en que se pudo desarrollar este final, entiendes los movimientos, los resultados de la inercia, del momentum, de la oposición de fuerzas en la materia. Pero, por qué? Por qué ha ocurrido esto? Y lo escuchas; ese grito que parecía evocar una maldición: - "Quiten a los 103 de aquí!". De nuevo ese número volvía a tu cabeza.
El caos en la plaza era un telón de fondo para la revelación que acababa de asimilar. La mujer gritaba, y entre sus alaridos de dolor y confusión, ese número. 103. Mi número. El mismo que marcaba mi firma en la nota del periódico que ahora sostenía, arrugada, en mi mano.
Mis conexiones neuronales, siempre en busca de patrones, de lógica, de la verdad matemática detrás del desorden, hicieron clic. El auto, el impacto, los cuerpos... y la nota. Una teoría, apenas una chispa, comenzó a formarse. ¿Podría ser...?
103. La cifra danzaba en mi mente, no como un mero identificador, sino como una clave. Las marcas de los neumáticos, la inercia, el momentum, todo se alineaba de una forma inquietante. No era solo un accidente, era algo más. Algo que me conectaba directamente, de una manera que aún no podía comprender del todo.
La voz de la mujer se elevó de nuevo, acusadora, desquiciada por el dolor: "¡Quiten a los 103 de aquí!".
Me di cuenta de que mi supuesto "punto estéril" ya no existía. Estaba en el centro de esto. Esa mujer, malherida pero con una fuerza brutal en su voz, me señalaba a mí, o al menos a ese número que ahora era mi sombra.
Mis ojos se movieron de ella a los cuerpos, luego a la nota, y de nuevo a la escena del accidente. La investigación. Siempre la investigación. Pero esta vez, era personal. Esa nota. ¿Cómo había llegado a ella? ¿Qué sabía ella?
Un frío sudor me recorrió la espalda. Este no era un accidente más para analizar desde la distancia. Era una encrucijada. Tenía que ir hacia ella, hacia esa mujer que gritaba mi número como una maldición, y desentrañar la verdad. No solo del accidente, sino de la conexión que me arrastraba a él.
Clara se detuvo en seco. Jamás le habían gritado así. Había algo en el rostro de aquella mujer ,una mezcla de furia y desesperación, que la descolocó por completo.
¿"¡Saquen a los 103 de aquí!"?
¿Qué significaba eso? ¿103 qué?
Sus ojos se deslizaron hacia los cuerpos tendidos en la acera: un hombre, un niño, una anciana. Su instinto profesional le gritaba que se acercara, que hiciera algo. Pero su mente... su mente solo quería huir, desvanecerse.
Giró apenas la cabeza y lo vio: el joven de la biblioteca. Seguía allí, esta vez con algo parecido a un periódico arrugado entre las manos. La mujer lo miraba. No, lo señalaba.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
¿Qué demonios está pasando? pensó Clara, mientras comenzaba a retroceder, paso a paso, sin quitar la vista de la escena.
Creo que estoy un poco perdida, en mi fantastico mundo de residente nuevo xD
Camino hacia el perímetro con cierta calma, sin llamar la atención. Tomo distancia en el momento en el que advierto que estoy cruzando la línea. Veo el fuego, lo contemplo, me hipnotiza. Retiro la mirada. Los cuerpos tendidos. Escucho. Una mujer grita. Ciento tres. Lo repite. Ciento tres. Me siento interpelado. Ciento tres. La repetición no es casual.
Recuerdo la habitación del hospital. El número estaba en la puerta. Anotado arriba a la derecha, en la hoja del diagnóstico. Estuve allí tres días. Salí sin diagnóstico. Tenía catorce años. Uno menos cuatro, tres. Unos, más cero, más tres, cuatro. Mi madre lloró frente a cuatro médicos que hablaban en voz baja. Dijeron que todo estaba en la mente. Me recetaron silencio y agua. Silencio multiplicado por agua... ciento tres.
El número aparece otra vez. No es coincidencia. Ciento tres era también el número de serie del primer ingenio que vendí. Lo escribí a mano en el prototipo. Lo usé para organizar los planos. Lo grabe en una placa metálica cuando lo presenté. Lo perdí en la clausura después de que estuviera expuesto cuatro días. Nunca volví a verlo. No quise darle importancia.
Busco una zona alejada. Un banco en el que sentarme. Necesito desconectar. Imposibe. Vuelvo a escuchar el número. Me siento. Ciento tres. Observo. Ciento tres. Ceso en el intento. Ciento tres. Se inyecta como liquido hidráulico. Ciento tres.
La mujer no se detiene. No pide ayuda. Repite. Me señala. No busca respuesta. Es una resonancia cerrada. No pienso en símbolos. Solo en datos. Tengo el periódico en la mano. Lo abro. Busco la página tres. Miro el precio en la esquina. Miro la fecha. Miro los anuncios. Ciento tres no está.
El número me señala a mi. A nosotros. "Busquen a los ciento tres".
La presencia del número en esta escena me quiebra. Me obliga a registrar lo que sea que quería dejar fuera. La posibilidad de un patrón descompuesto. Inexistente. Recojo un papel del suelo. Es un recibo. Lo reviso. No sirve. Nuestros nombres no están anotados. ¿Qué nombres? ¿Cuantos debería haber? Cuatro. Sin duda. Descarto esa posibilidad. No puede ser tan evidente. Guardo el recibo. La mujer calla. El número queda suspendido en el aire.
Levanto la vista. El coche sigue ardiendo. El pueblo nos observa. Los ojos en las nucas parpadean. Nos miran. ¿A quiénes? Me incorporo. Camino hacia el callejón detrás de la biblioteca. Necesito orden. Necesito espacio para pensar.
Ciento tres, repite en mi mente. Ciento tres, repite sin exigencia. La dejo seguir. El callejón desemboca en la plaza. Doy media vuelta. Vuelto a estar en la plaza. Evito reaccionar de inmediato. Reinicio el registro. Me detengo. Ciento tres. Una mujer grita. Quiten a los ciento tres de aquí.
Ahora lo entiendo.
Dos ambulancias frenan al unísono, parecían provenir del mismo éter. Recogen a los cuerpos tirados en el piso y se largan. Los gritos se transforman en murmullo, y el murmullo en silencio. Con la misma rapidez con que todo se salió de control, la rutina y la cotidianeidad vuelven a hacerse presente. Observan a la gente continuando sus caminos, sus conversaciones, riendo nuevamente, como si nada hubiese pasado y las marcas en el asfalto no estuviesen allí.
Y por un segundo, por tan solo un segundo, la plaza permanece habitada por solo tres individuos. Hacen contacto visual y toman conciencia de ustedes. Tres personas a las que el Midwest los llamó, por alguna razón o por otra. Cada uno en un punto casi equidistante del centro mismo del lugar.
Alguien pasa frente a ti Clara, un par de niños correteando y riendo.
Un par de estudiantes sube las escalinatas de la biblioteca, te empujan sin querer Leo, - "Perdón señor!", exclaman y continuan su camino.
- "Helados! Helados!", grita un hombre caminando junto a su bicicleta, pasando al lado del banco donde estás sentado, Marlo.
En el pueblo no existe memoria de lo que ha ocurrido.
Clara, Leo, Marlo, que pasa por sus corazones y por sus cabezas en estos momentos?
El silencio cae sobre la plaza, pero en mi cabeza es un estruendo. No es el silencio de la paz, es el silencio de una cinta de vídeo que ha sido borrada. Las ambulancias, apareciendo y desapareciendo como fantasmas, no fueron un equipo de rescate. Fueron un equipo de limpieza. Y no solo limpiaron los cuerpos y el metal; limpiaron la memoria.
Miro a la gente. Ríen. Hablan del clima. Siguen con sus vidas como si el asfalto no estuviera marcado por la muerte, como si el aire no apestara todavía a humo y a miedo. Por un segundo, la duda me golpea con la fuerza de un puñetazo: "¿Lo he imaginado? ¿Soy yo el que está roto?"
Entonces, dos estudiantes suben las escaleras y me empujan. -Perdón, señor!-. El golpe es real. Físico. Me ancla de nuevo a la realidad, o a lo que sea que sea esto. Y al levantar la vista, los veo.
Dos personas. Ancladas como yo. Sus miradas no están vacías. No están en blanco. Reflejan el mismo horror y la misma incredulidad que siento en mis entrañas. Hacemos contacto visual, y en ese instante, una verdad fría y aterradora nos une: no estamos locos. Somos los únicos que recordamos.
Mi atención se fija en la chica. La vi antes. Mientras todos los demás miraban o grababan en sus mentes el espectáculo, ella intentó hacer algo. Intentó ayudar. Su instinto no fue el morbo, fue la acción. Eso la hace diferente. Más fiable.
La lógica del periodista, la que creía muerta, se impone. Un testigo es una casualidad. Dos es una coincidencia. Tres... tres es un patrón.
Ignoro al otro hombre por ahora. Él es una variable desconocida. Pero ella... ella es una pista.
Empiezo a caminar, cruzando la plaza vacía que hace un minuto era un escenario del caos. Mis pasos son firmes, mi propósito claro. La investigación en la oficina del Heraldo puede esperar. Esto es más grande. Esto es lo que está pasando ahora.
Me detengo a un par de metros de ella, lo suficientemente cerca para hablar sin gritar, pero dándole su espacio. No sonrío. No hay tiempo para las formalidades de un pueblo que finge que no pasó nada.
—Tú también lo viste, ¿verdad? —digo, mi voz sonando más como una afirmación que como una pregunta—. El accidente. Y la... función de magia que vino después.
Clara se quedó inmóvil en medio de la calle. Unos niños pasaron correteando a su lado, ajenos a todo. Ya había perdido la cuenta de cuántas veces se había formulado la misma pregunta en su cabeza: ¿Qué demonios pasa en este pueblo?
Se quedó unos segundos mirando al vacío. La gente a su alrededor actuaba como si nada hubiera sucedido. La vida, para ellos, seguía su curso.
Primero Dean… y ahora esto. ¿Qué tenía el refresco de Mary Ann?
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de unos pasos. Sintió una presencia cerca. Alguien que, como ella, parecía no estar del todo ajeno a lo que acababa de ocurrir.
Clara giró la cabeza.
El muchacho de la biblioteca, pensó.
Y entonces él habló.
Clara se quedó un instante en silencio, observándolo.
¿Era real? ¿Esto estaba pasando de verdad?
Tras un incómodo silencio, respondió con voz baja pero firme:
—Lo he visto todo.
El shock me sobreviene. No me detiene. Registro. El entorno se reorganiza. La memoria de los otros se altera. Las marcas físicas siguen presentes. Pruebo de mantener la calma. De centrarme. Siento las pulsaciones ralentizarse. Recupero el hábito.
Recuerdo una charla en una feria de inventores. Philip K. Dick explicó el concepto. Un fallo en la percepción comunitaria. He de hacer memoria. Lo describió como un episodio de "borrado de memoria colectiva". Sí. Era eso. No en un sentido sobrenatural explícito. Lo definió como una especie de "glich" en la percepción comunitaria. Exacto. Esa fue la palabra que utilizo: "Glich". Un agente externo, gubernamental o alienígena, implanta una idea. Luego resetea la conciencia colectiva. El evento desaparece. Pero las huellas persisten. Exacto.
Observo la disonancia. La gente camina como si no hubiera ocurrido nada. Sus acciones vacías contrastan con las marcas visibles. La escena se sostiene en un equilibrio falso. El caos absorbido, reorganizado. Las fracturas visibles. El asfalto, el calor, el humo, no pueden reorganizarse. Como tampoco se resetea la joven que se acercó al accidente. ¿Es posible que fuera afectada por el pliegue?
Es un dato.
Un joven se le une. Tampoco reacciona al olvido colectivo.
Segundo dato.
Persiste el patrón encriptado: Uno, fenómeno que altera el orden. Cero, borrado colectivo. Tres, tres personas aparentemente conscientes. Ciento tres.
El número regresa. Se resiste a ser interpretado. El patrón aún no se revela.
Tercer dato.
Me desplazo unos pasos. Necesito otro ángulo. El registro continúa. Necesito dar, ver, entender, el cuarto dato.
Dos almas se encuentran. No se conocen, pero reconocen. Bajo el sol del mediodía, envueltos en suaves vientos otoñales, comienzan a hablar.
La tercer alma busca, recopila, se retira y vuelve. Entiende que algo ocurre.
Algunos negocios empiezan a cerrar, no la cafetería; la cafetería continúa abierta. Al igual que la florería y la casa de repuestos. La tienda de ropa apagó sus luces interiores por ahora, también la casa de antigüedades y el correo.
Ha pasado la mitad de este día.
La forma en que me mira me da la respuesta antes de que pronuncie una sola palabra. No hay confusión en sus ojos, solo el mismo eco de incredulidad que resuena en mi propia cabeza. No estoy loco. Ella tampoco.
Mi mirada se desvía por un momento, barriendo la plaza de nuevo. El mundo ha vuelto a ponerse en marcha, pero es una coreografía extraña y rota. Tiendas que cierran a mediodía. El correo apagando sus luces. Pero la cafetería sigue abierta, un faro de normalidad en medio de este teatro del absurdo.
Vuelvo a centrar mi atención en ella, pero mi conciencia se expande. No somos solo dos.
—Y él tampoco —digo en voz baja, haciendo un gesto casi imperceptible con la cabeza hacia el hombre en el banco. Marlo. Él también estaba mirando. Recopilando, como yo. Su quietud era diferente a la del resto del pueblo; era la quietud de un depredador, no la de una oveja.
Me dirijo de nuevo a la chica.
—No podemos hablar aquí. Estamos demasiado expuestos.
Entonces, levanto la voz, no un grito, pero lo suficiente para que cruce la plaza y llegue hasta el banco.
—¡Oye!
Mi llamada va dirigida al hombre. Cuando levanta la vista, hago un gesto que nos incluye a los tres y luego señalo hacia la cafetería. El mensaje es claro: Tú. Nosotros. Allí. Ahora.
Vuelvo a bajar la voz para hablar solo con ella.
—Creo que los tres tenemos mucho de qué hablar. Vamos a la cafetería. Necesitamos un lugar neutral para comparar notas, pieza por pieza. Ahora mismo, creo que somos los únicos tres ejemplares de la verdad que quedan en este pueblo. Y no me gusta ser una especie en extinción.
Observo a los individuos. Me levanto del banco y mantengo una actitud amable. No puede evitar conservar una actitud reservada. Tampoco la evito. Observo la cafetería y les devuelvo la mirada. Espero a que se acerquen.
Clara seguía desconcertada. Giró la cabeza un momento al notar al otro hombre, el mismo al que el muchacho había señalado antes. Aún seguía lejos, pero su presencia era difícil de ignorar. Algo en él también desentonaba con la aparente normalidad del pueblo.
Primero Dean. Después Mary Ann. Luego el accidente…
Repasó mentalmente los eventos del día, intentando separar lo real de lo incierto. Necesitaba entender qué estaba ocurriendo.
Volvió a mirar al muchacho de la biblioteca. No dijo nada más. Tampoco hacía falta.
Clara, en silencio, lo siguió hasta la cafetería
Ahora no hay más caos. Ahora el tiempo se detuvo. Y continúa. La quietud del pueblo gobierna el ambiente. Recuerdan el primer paso que dieron sobre las estas calles? Sus corazones parecían latir mas lento, como si un halo de lentitud los invadiese, como si un peso les fue quitado, como si el viento los hiciera flotar solo unos milímetros del piso. Sus preocupaciones no desaparecieron, pero se encerraron en una esquina de su conciencia. El día prosigue. Ya es tarde para un desayuno, pero es la hora perfecta para un "brunch".
Han paseado por la plaza del pueblo y han contemplado un espectáculo inusual. Hoy cerramos el segundo capítulo y abrimos a su vez el tercero. Los espero allí, en la cafetería, listo para tomar su orden.