El silencio de una boca sin lengua. La quietud de unas alas cortadas. El vacío de un alma rota.
Sus lastimeras pisadas en el polvo y la ceniza. Las lágrimas secas en sus ojos. La sangre negra de sus venas.
No sentía nada. Lloraba por algo que ya no tenía. Sangraba con un corazón que había dejado de latir.
Caminaba a ningún lugar. Donde los perdidos y rotos sangran. Donde los rechazados lloran.
Un débil aleteo la distrae. Lo que queda de su fracturada alma. Se posa en su mano, moribunda, débil…
Nunca debió haber pasado. Ese no tendría que haber sido su sino. Algo dentro de ella palpita. Algo que no debería haber sentido nunca.
Angustia. Desolación. Soledad. Odio. Como espinas que se enrollan al corazón. Una oscuridad que nunca debería haber nacido ahora se extiende como brea negra por sus venas.
La mariposa azul que reposa efímera en su mano es todo lo que queda de lo que una vez fue. Un fragmento de su propio ser. Su amiga. Su alma.
Ya no queda nada. Mira al horizonte con unos ojos que ya no lloran. No lloraría nunca más.
Su nombre era Oblivionis.
La heredera del mundo
Unos ojos curiosos recorrían el enorme pasillo. Sus pisadas eran cortas y lentas mientras observaba todo a su alrededor. Daba igual cuantas veces la hubiera contemplado desde ahí arriba, su visión siempre la sobrecogía.
Que belleza…
Que maravilla…
La ciudad se extendía hasta donde alcanza la vista desde el gran balcón de mármol blanco.
La ciudad de la luz. La ciudad de la salvación. La ciudad de los doce.
Aquí no existe la oscuridad. No existe el odio. No existe lo malvado.
Cuentan historias de como trajeron la paz y orden al mundo cuando la fundaron. La ciudad que cubriría el mundo. El paraíso en la tierra.
Y aunque su corazón siempre se llenaba de júbilo al contemplarla, no podía dejar de sentir un sentimiento de tristeza al verla.
Nunca recorrería sus calles. Jamás hablaría con sus habitantes. Su sitio estaba allí, en lo más alto de la ciudad por encima de todo lo demás. ¿Pero tan malo sería que pudiera verla desde sus calles? ¿Que pudiera hablar con su gente?
Necesita verla… Sentirla desde sus calles. Aprovecha un descuido de sus vigilantes y por fin puede pisar sus calles con sus pies desnudos. La pequeña se maravilla a cada paso que da. Observa a sus habitantes. Observa la luz que desprenden. Como están conectados a la gran ciudad, puede verlo con claridad.
Ellos saben quién es ella. Se arrodillan al verla y agachan sus cabezas. Ella no les deja, solo quiere conocerlos, hablar con ellos. Sonríe afable y ríe junto a la gente que empieza a congregarse a su alrededor, como pequeñas luciérnagas que se ven atraídas por un gran foco de pura luz blanca.
El miedo de lo que vendrá después se desvanece ante el jubiló que siente. Las calles llenas de alegría, las voces de la gente al reír y al pronunciar su nombre. Todas esas cosas con las que solo podía soñar, un sin fin de luces danzantes.
Pero de entre todas las luces que se congregaban, la suya era la más radiante.
Los primeros rayos del alba iluminaban la inmaculada estancia, despertando poco a poco a la muchacha que dormía apaciblemente. Lentamente abrió sus ojos y suspiró cuando se dio cuenta de que volvía a tener el mismo sueño.
Las risas de los habitantes de la ciudad, su calidez y su luz. Habían pasado ya varios años desde que paseó junto a ellos por las calles de la ciudad y aun así no conseguía olvidar aquel momento. Un rayo de luz en medio de esa inmensa oscuridad que era su soledad.
Pero no podía volver, ella ya lo sabía. Debía quedarse en el gran palacio y prepararse para cuando el momento llegara. Para eso había nacido y lo aceptaba, era su deber.
Bajó las escaleras hacía el gran pasillo central de mármol blanco y avanzó por el para llegar a la gran biblioteca como cada día. Se paró un instante para mirar a las enormes figuras de mármol y metal que guardaban la estancia e inclinó la cabeza a pesar de saber que los inanimados guardianes no podían devolverle el saludo.
La inmensa biblioteca guardaba en su interior todo el conocimiento registrado y que se conservaba desde la fundación de la gran ciudad, millares de libros llenaban las largas estanterías de la sala con conocimiento de todo tipo. Ella ya había leído más de la mitad.
Utilizando su magia levitó en medio de la sala mientras cruzaba las piernas en una postura que le pareció cómoda y atrajo hacia ella algunos libros que aún no había leído. Mientras leía miró de soslayo a las inertes figuras guardianas que poblaban el palacio.
Carentes de rostro, carentes de emociones o palabras, carentes de alma. Un recordatorio de su constante soledad que la acompañaría durante todos los años que tendrían que pasar hasta que estuviera preparada.
“¿Cuánto tiene que pasar todavía? ¿Años? ¿Décadas? ¿Siglos?” Ese pensamiento la atormentaba.
Los días pasaban monótonos, leyendo, dominando sus poderes, aprendiendo a ser quien tenía que ser por el bien de todos. Ella era la heredera del mundo, y cuando los doce reyes se fueran todos dependerían de ella. ¿Pero por que debía aguantar esa soledad durante tanto tiempo? ¿Tan malo sería que tuviera alguien con quien hablar y conversar?
A medida que el tiempo pasaba ese sentimiento de soledad se hizo tan grande que no pudo aguantarlo más. Tenía la capacidad de crear vida, de darle forma y voz, pero en el fondo sabía que sería solamente un muñeco sin alma más.
Solo había una forma de acabar con esa soledad que la angustiaba y lo haría a pesar de saber que lo que iba a hacer estaba prohibido. Arrancó una parte de su alma y le dio forma utilizando los vastos conocimientos que tenía. Necesitaba que los guardianes no lo descubrieran, así que la hizo pequeña. Necesitaba que se moviera rápidamente para que pudiera esconderse, así que le dio alas.
Al acabar se sintió agotada. La criatura de sus manos empezó a aletear hasta que al final alcanzo un débil vuelo. Al acostumbrarse al hecho de nacer, la criatura revoloteó alegremente alrededor de su creadora, consciente de que fue ella quien le dio la vida.
La chica rio mientras la mariposa azul daba vueltas a su alrededor, llena de alegría.
Ya no estaba sola.
“Al final fue el hombre el que trajo el fin de los días al mundo. Guiados por la codicia y la ambición, su propia naturaleza destructiva fue lo que engulló el mundo en fuego, y no quedó nada excepto polvo y ceniza.
Los que sobrevivieron al fin de los tiempos tuvieron que arrastrarse por un mundo en agonía, padeciendo hambruna, enfermedad y la desesperación más absoluta. Ya no quedaba nada por lo que vivir o luchar, lo que quedaba de la humanidad se arrastró por la árida tierra por los años venideros, intentando escapar al fin de su irremediable extinción. Estos tiempos se conocen como la Era de la Ceniza.
El tiempo pasó inexorable, convirtiendo los cimientos de antiguas ciudades en arena, ríos en eriales y montañas en colinas… los últimos hombres en la tierra ya no tenían a donde huir o esconderse del fin de todo, la humanidad estaba condenada al olvido.
Pero entonces, justo en su último aliento, la humanidad recibió un regalo. Una segunda oportunidad, un milagro.
Este milagro fluyó por el mundo, desbordándose por todos los rincones y seres de la tierra, inundándolo todo de fuerza y vida. A este regalo lo llamamos Magia.
Saliendo del fango ante un mundo que resucitaba, el hombre abrazó este regalo y con el floreció nuevamente. La humanidad se expandió por la tierra fundando nuevas ciudades y nuevas civilizaciones y se dio paso a la que conocemos como la Era de las Maravillas.
Pero el hombre no puede negar su naturaleza para siempre, como una polilla que se acerca a las llamas, el hombre persigue su propia autodestrucción y nuevamente las llamas de la discordia se avivaron.
Por un puñado de tierra más, por ambición, por sed de poder, por odio, por amor. El hombre que había utilizado la magia para traer maravillas y vida ahora la usaría para traer horrores y muerte. El mundo volvió a estallar en conflicto, las ciudades volvieron a caer y la humanidad se sometió al yugo de una guerra interminable por el poder.
En esta era gobernada por el caos y el odio fue donde Los Doce nacieron. Jóvenes que habían perdido demasiado a causa de la guerra, hastiados de vivir en este continuo conflicto decidieron acabar con ese ciclo interminable de dolor y sufrimiento y crear un mundo sin guerra.
Bendecidos con un gran poder y un gran dominio de la magia, Los Doce lucharon contra la injusticia y la crueldad que teñía el mundo, y cuando el destino decidió juntar a Los Doce los cimientos de los imperios temblaron. Compartiendo un ideal y con el poder necesario para cumplirlo, Los Doce se embarcaron en una contienda para alcanzar la paz absoluta, esta se conocería como La Última Guerra.
La guerra que puso a fin a todas las guerras se libró durante años pero al final Los Doce surgieron victoriosos poniendo fin a una lucha que los imperios habían avivado durante siglos. El mundo, aunque devastado, conoció la paz nuevamente.
Pero Los Doce sabían que esa paz era frágil y efímera, el tiempo levantaría nuevos imperios, nuevas ambiciones y odios darían inicio a nuevos conflictos, la humanidad volvería a cometer los mismos errores.
No podían permitir que los horrores que habían padecido se volviera a repetir, debían asegurarse de ello, debían vigilar y guiar a la humanidad para evitar su propia destrucción. La tierra ahora yerma por los fuegos del conflicto no daría frutos y no podría sustentar a la población. El mundo debía reconstruirse.
Todos debían unirse, dejar de lado las diferencias del pasado y avanzar bajo una sola bandera, un solo ideal, una sola ciudad. Así nació la ciudad de Los Doce, la más grande que la creación vio y verá, Utopía. Con la ayuda del enorme poder de Los Doce y la magia de sus habitantes, pronto Utopía creció con mil maravillas, torres que se alzaban hacía los cielos, jardines inmortales de múltiples bellezas cuyos frutos alimentarían a sus habitantes, la hambruna y enfermedad dejaron de existir.
Pero Los Doce sabían que no sería suficiente, si querían hacer realidad su sueño de un mundo sin conflicto, deberían cambiar la misma naturaleza del hombre. Eliminar la oscuridad y el vacío que anida en el corazón de los hombres y hacer que la humanidad fuera una consigo misma.
Crearon un sistema de red mágica por toda la ciudad, una que conectaría a los habitantes con la misma esencia de Utopía y que los haría compartir la luz y llegar al entendimiento mutuo, sentimientos como el odio o el miedo desaparecerían y la paz absoluta que Los Doce idealizaron sería al fin una realidad.
Así fue como la Era de la Utopía empezó, y así es como perdura hasta hoy día.
Los siglos dieron paso a los milenios y la ciudad de Utopía creció hasta abarcar la mitad del mundo conocido. La paz y estabilidad que trajeron Los Doce aún perdura en esta era bendita.
Que la gloria y paz con la que Los Doce nos han bendecido perduré durante mil milenios.”
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La joven cerró el libro lentamente mientras la mariposa se posaba en uno de sus hombros moviendo sus alas con entusiasmo. La chica río.
-¿Te ha gustado Helias? Esta es la historia de nuestra ciudad. La ciudad de Los Doce- La mariposa aleteó revoloteando nuevamente a su alrededor.
-Así es, Los Doce son los que crearon la ciudad… y los que me crearon a mí. Mis padres y madres. Son… a los que un día tendré que reemplazar.- Oblivionis bajó la mirada pero Helias siguió revoloteando curiosa.
-Por que... están cansados… por que quieren lo mejor para la ciudad…- Ante el tono triste de la muchacha Helias se posó en su cabeza intentando animarla, el simple gesto hizo reír Oblivionis.
-No te preocupes Helias. No pienso dejar que eso suceda, nací para ayudar a todos los habitantes de Utopía, pienso ayudarlos a ellos también. Ya lo verás.- Dijo sonriendo con sinceridad.
La muchacha aterrizó con suavidad en el suelo de la estancia y se encaminó hacia la más alta de las torres del palacio junto con su compañera. Al llegar contemplaron nuevamente aquella maravilla de luces y edificios. La ciudad de Utopía se extendía con mil maravillas hasta donde la vista alcanzaba.
Una ciudad eterna que nunca desaparecería. Un foco eterno de luz y esperanza. Un lugar que la oscuridad nunca podría alcanzar.