VII - Las hermanas
El viento de primavera soplaba con suavidad meciendo las hojas en los arboles de la hermosa Villa, el clima era muy agradable y el señor del caserío gozaba de un tranquilo almuerzo con su familia en el bello jardín de su propiedad. En la mesa reposaban platos y mas platos de los mas delicados manjares: pastelitos de limón, codornices bañadas en mantequilla, trucha con almendras crujientes, helado de leche con miel... la mesa estaba a rebosar.
El señor y su esposa mantenían una amena charla mientras la hija comía con delicadeza y mesura, haciendo gala de una etiqueta impecable.
-¿Como progresan las clases mi pequeña? ¿Es el tutor que escogí para ti de tu agrado?.
-...
-¿Ocurre algo querida?, es un tutor de renombre, procedente de la Gran Universidad de Magda, la mas prestigiosa del principado. ¿No te satisface?
-Si padre... es solo... La pequeña removió los restos de su plato con aspecto hastiado.
-Habla sin miedo querida. La madre sonrió con ternura.
-Es solo que no comprendo por que damos la clase juntas padre... no lo soporto...
El padre suspiro con cansancio
-Ya hemos hablado de esto, ella debe aprender, debe...
-¡Es una buena para nada! ¡No va a aprender nada! El padre dio un manotazo en seco en la mesa interrumpiendo a su hija.
-Suficiente jovencita, no me gusta ese tono. El nuevo tutor os impartirá clases a las dos, no hay mas que hablar.
La joven enmudeció unos segundos, su rostro reflejó su odio durante un instante para después recuperar el tono calmo que la caracterizaba. Con una sonrisa asintió.
-Si padre. ¿Puedo retirarme?, ya he terminado. El padre asintió una única vez, la pequeña bajó del asiento y dedicó a sus padres una cuidada reverencia.
La pequeña se retiró seguida de cerca por sus sirvientas y entornó la mirada hacía la villa, hacía el gran ventanal abierto cuyas cortinas ondeaban en el aire. Apretó la mirada con desagrado al observar la menuda figura que observaba por el ventanal desde la gran cama donde reposaba. Ella era el motivo por lo que los demás nobles se reían de su familia, su sola existencia le provocaba vergüenza y rabia. Con paso calmo entró en la villa.
En el gran recibidor reinaba la luz que entraba por los ventanales, los sirvientes daban la bienvenida a la pequeña con una reverencia al entrar, mientras que al fondo, un rostro conocido le sonreía de forma zalamera.
-Estáis radiante señorita, ¿como os encontráis hoy? El hombre se acariciaba el elegante bigote mientras mantenía una mano a la espalda. La pequeña asintió con una fingida sonrisa y una leve reverencia.
-Bien Lord Galahan, sois muy amable.
La charla de cortesía apenas duró unos segundos, Lord Galahan se despidió con una reverencia. Él y su padre eran socios de negocios, la fortuna de la familia se había incrementado considerablemente en los últimos años gracias al buen hacer de aquel hombre. Era un hombre inteligente y atractivo de unos treinta años de edad, proveniente de buena familia y con unos modales exquisitos. A ella no le gustaba, detrás de esos ojos amables podía percibir su codicia y falsedad.
Subió las escaleras de la entrada, pasó de largo el gran pasillo central y se paró delante de la puerta de ella al oír los gritos del interior. Su tutora particular la estaba regañando otra vez, casi una rutina diaria, un esfuerzo continuó de su padre de convertir a la muchacha de dentro de la habitación en una señorita bien educada e instruida. Ella sabía que no lo conseguiría, que pese a sus múltiples esfuerzos aquella chica nunca sería normal.
La puerta se abrió de par en par, la tutora salió a paso apresurado visiblemente contrariada, al percatarse en la señorita delante de la puerta forzó una sonrisa y una leve reverencia para luego perderse por el pasillo dejando la puerta abierta de la habitación. Ella cruzó el umbral de la puerta y la pudo ver sollozando tendida en su cama, dio unos pasos hacía la cama, la muchacha alzó la mirada y sonrió mientras se secaba las lagrimas. Siempre era así cuando la veía a ella, sin motivo alguno se alegraba simplemente con su presencia. No la soportaba, no podía ser que algo tan defectuoso fuera de su misma sangre, la odiaba por ello, a sabiendas de que no era su culpa.
-No me mires así, me das asco. No deberías haber nacido. La pequeña dejó de sonreír de golpe, como si las palabras de la muchacha la hubieran sacudido, de sus ojos comenzaron a brotar lagrimas nuevamente.
-Da igual cuanto se esfuercen los tutores, solo nos traes vergüenza. Padre debería haberte abandonado en cualquier callejón. Se dio la vuelta mientras su hermana sollozaba extendiendo la mano hacía ella intentando pronunciar su nombre.
-Solo era cordial contigo por respeto a los deseos de padre, nunca he pensado en ti como una hermana. Te odio. Se encaminó hacía la puerta, llegó al umbral de la misma y salió cerrando la puerta lentamente. Al oírla hablar paró en seco.
-Eli... Eli... La estaba llamando por su nombre... algo que nunca creía que su hermana Airina podría hacer. Elizabeth miró nuevamente hacía el interior de la estancia, ella la miraba con ojos llorosos extendiendo la mano hacía ella casi suplicante. Cerró la puerta tras de si.
Los meses pasaron en la villa, la primavera dio paso al verano y el verano dio paso al otoño. Elizabeth contemplaba las ocres hojas caer de las copas desde su ventanal mientras el tutor impartía la clase de historia antigua. Después de tanto esfuerzo e intentos su padre había decidido rendirse y separar la educación de sus dos hijas.
Elizabeth siguió atendiendo a las clases de forma impecable, demostrando como siempre una aptitud e ingenio de alta clase como se esperaba de la hija de una familia acomodada como la suya. Durante todo ese tiempo se mantuvo lo mas alejada posible de su hermana Airina la cual apenas había visto en los últimos meses.
Esa jovialidad y alegría estúpida que la caracterizaba la ponía enferma, su manera de bailotear entre los arboles del jardín, su rostro sonriente al ver los pájaros en las copas... toda esa inocencia y despreocupación, todo aquello la enfurecía. Pero desde su ultimo encuentro en su habitación la pequeña había dejado de ser la misma, su semblante frágil pero alegre se ensombreció de la noche a la mañana desde aquel día. Sus salidas fuera de la residencia fueron restringidas, y el tiempo que pasaba atendiendo a clases particulares se incrementaba día a día al igual que la dureza de las mismas.
Pasaron semanas sin que las dos hermanas se vieran, pero un día Elizabeth y Airina se encontraron mientras sus respectivas doncellas las acompañaban por uno de los pasillos de la gran mansión. Elizabeth abrió los ojos al ver las marcas y heridas que se reflejaban en el rostro y brazos de la pequeña mientras Airina bajaba la mirada al pasar cerca de su hermana, abrazándose a si misma con lagrimas en los ojos intentando pasar desapercibida, como si supiera que su sola presencia era algo desagradable para su hermana.
Elizabeth se quedó paralizada por un instante mientras Airina pasaba junto a sus doncellas de largo. Una punzada de un dolor agudo se alojó en su pecho.
Incapaz de quitarse esa congoja del pecho después de aquello Elizabeth se paró días después cerca de la habitación de su hermana. No tenía intención de entrar o hablar con ella, pero algo la hizo detenerse delante de aquella puerta. Podía oír los sonidos del interior, como era habitual su tutor privado estaba impartiendo clases nuevamente. Abrió la puerta y entró sin producir ruido alguno.
Los gritos del tutor era lo único que resonaba en la habitación, en medio de la sala una pila de libros y hojas que Airina era incapaz de comprender. La mirada fija en el suelo carente de brillo, las lagrimas que correteaban por sus mejillas.
Elizabeth lo entendió al ver esas lagrimas, caminó hacía su tutor y su hermana sin que ninguno de los dos se percatara de su presencia.
-¡Niña estúpida! Grito el hombre mientras alzó una vara con la que golpeo a la pequeña.
-¿Cuantas veces van ya?, ¿acaso eres incapaz de aprender incluso la mas simple de las lecciones? ¿Tanto te gusta que te golpeen? ¡Si quieres que dejen de hacerlo deberías aprender de una vez!. Los golpes se fueron sucediendo y los gritos de la pequeña resonaban junto con los chasquidos.
Elizabeth avanzó y sin que el hombre se diera cuenta se interpuso entre uno de los golpes y su hermana. La sangre empezó a correr por su mejilla sin que ella se inmutara para sobresalto del hombre.
-¡Se... señorita Elizabeth!, no... no la había visto... -Dijo el hombre entre jadeos -No debería ponerse en medio de las enseñanzas de su hermana. ¡Su padre ha dado el consentimiento para que la enseñemos como sea necesario!
-¿Son también necesarias las continuas visitas a la alcoba de mi madre cuando padre no está? Un frió escalofrío recorrió la espada del hombre, ¿acaso esa era la mirada de una niña normal?.
-¿Co... como? Señorita Elizabeth, creo que no sabe lo que dice. El sudor frió empezó a caer por su frente.
-Si creyó que podría ocultarlo pagando a sus sirvientes y doncellas es usted mas estúpido de lo que pensaba que era la primera vez que lo vi. Esta mansión puede que sea mi prisión, pero dentro de estos barrotes no hay nada que se me escape. No requeriremos mas de sus servicios. El hombre abandonó la estancia apresuradamente.
Airina miró a su hermana para luego apartar rápidamente la mirada mientras se encogía intentando no resultarle molesta. Elizabeth se quedo de pie mirando como su hermana se encogía temblorosamente en el suelo, luego la abrazó con fuerza.
-Lo siento.
Airina abrió los ojos de par en par mientras comenzaba a llorar nuevamente.
-Elizabeth... Elizabeth... Dijo entre sollozos. Elizabeth lo entendió mientras comenzaba también a llorar.
Nunca mas volvería a dejarla sola.