Partida Rol por web

PRELUDIO: Cuando los dioses cierran una puerta...

La criatura se estremeció con repugnancia en la oscuridad. Hacía tiempo que algo perturbaba las tinieblas en las que habitaba, probablemente algún insensato que estaba jugando con cosas con las que no debía. Lo sentía en cada palmo de su gomosa y escurrudiza piel: algo estaba a punto de suceder y sería grandioso. Pero aquella no era la razón de su disgusto, ni mucho menos. Alguien había osado pronunciar su nombre al otro lado.

Capítulo 1:

Hugo Belmonte nunca había sido un hombre de armas y únicamente salía del monasterio cuando sus servicios como exorcista eran necesarios. La mayoría de las veces había necesitado hacer uso de sus modestos conocimientos en medicina para solucionar el problema, pero siempre había algún indeseable o un insensato que jugaba con fuerzas que no comprendía.
El día en que la misiva, portadora de terribles noticias de la capital, el abad decidió que aquel joven no podía marchar el solo. Por desgracia, nunca habría podido contar con que la mismísima Inquisición y el propio Patricio de Montnoir se inmiscuirían en el asunto: la gravedad del tema que tenían entre manos era innegable.

Así fue como la compañía de ocho hombres partieron hacia Montnoir para investigar las extrañas desapariciones. Hasta la ciudad había apenas un día de camino, pero decidieron salir a mediodía con la intención de hacer noche en el camino. Lo último que deseaban era llegar al lugar con las últimas horas del sol, pues cosas terribles estaban sucediendo en Montnoir cuando la oscuridad reinaba sus calles. 

Habían avanzado una buena parte del camino, rodeados a ambos lados por un bosque de altísimos robles y olmos retorcidos, y estaban a punto de llegar a la antigua carretera que conectaba la ciudad en una vastísima ruta de comercio. Apenas habían caminado medio día, pero Hugo anunció que no tardarían en hacer una pausa para establecer el campamento. Los aventureros apenas estaban cansados pero no discutieron, pues el sol ya estaba demasiado bajo y no faltaba mucho para el anochecer.

Hugo se secó el sudor de la frente con la manga de su túnica de viaje mientras observaba a los hombres que lo acompañaban. Todos estaban en perfectas condiciones, como si para ellos no hubiese sido más que un bucólico paseo campestre. Él, sin embargo, acostumbrado a estudiar sentado o a viajar en carromato, estaba a punto de derrumbarse. Recordó con desagrado cómo el abad le había prohibido desplazarse de cualquier otra forma que no fuese a pie, pues debía mantener la discreción, y se preguntó cómo de discreto sería un grupo compuesto por un semi-orco, un bardo de la corte, un venerable caballero del Santo Pendiente, un peregrino de mirada maliciosa, el hijo bastardo de una familia influyente, un Rhusiyano de reputación dudosa y un druída que tintineaba a cada paso por los amuletos y huesos que colgaban de sus estrafalarios ropajes[1].

—Bueno, creo que es un buen momento para ir decidiendo cómo nos turnamos las guardias— anunció mientras se quitaba la mochila para dejarla pesadamente junto a una roca —. Y también leña y un lugar apropiado para acampar, ¿no?

Antes de que nadie pudiese responderle, un ladrido grave y ominoso que se abrió paso entre las ramas de los árboles hizo que el joven se estremeciera.

El siempre supersticioso Tancredo se estremeció ante los aullidos y trató de recordar varios remedios para librarse de los lobos. Se le ocurrieron dos; cicuta y acónito, pero no tenía esas plantas a mano ahora mismo.
"Un momento", pensó, "los lobos no atacarían a un druída y a su grupo, ¿verdad? ¡Él les diría que se marchasen por donde habían venido, eso es!" Corrió hacia su compañero druida con la esperanza de que este le ofrecería una solución:

—Maese Babaccar, los lobos no son un peligro para un grupo de viajeros que cuenta entre ellos con un insigne miembro de la vieja religión como vos, ¿verdad?, dijo, tratando de ocultar su nerviosismo.

Mientras esperaba la respuesta del druida pensó de nuevo y se le ocurrió que tal vez podría ser el aullido de un lobizhome, los dioses no lo quieran.
—Esperad, mi buen Babaccar... No lo dudó más y se llevó algo a la boca para autosugestionarse un trance adivinatorio que le permitiese sentir si las fuerzas del más allá acechaban al grupo. Se le fue un poco la mano con el tamaño del pedazo de hongo que se colocó debajo de la lengua, tanto que los ojos se le quedaron en blanco y cayó al suelo de rodillas justo de lado del druida mientras musitaba palabras ininteligibles.

En las tierras del Norte Le Maison estaba acostumbrado al bramido de los cuernos de guerra de los Ogros salvajes, al temblor del suelo cuando corrían los Trolls y al aullido de los Wargos, por lo que un lastimoso ladrido no le decía ABSOLUTAMENTE NADA.

Por ello se quedó mirando a Arnaul mientras encogía los hombros diciendo con la mirada ¿Qué? ¿Esto significa algo por estas tierras? ¿Esto son los peligros del Sur, un perro pulgoso?

Un sabor como a castañas amargas inundó el paladar de maese Tancredo. Los efluvios místicos del hongo comenzaron a afectar a la mente del brujo, como zarcillos de hiedra que envolvieron y nublaron sus sentidos. Fue entonces cuando pudo percibirlo con relativa claridad.

Sintió una leve y familiar vibración. Puede que fuese por la lejanía, pero no era capaz de distinguirlo totalmente. Sin embargo ahora estaba seguro de dos cosas: el ladrido provenía de la antigua carretera y fuera lo que fuese aquello que se acercaba, había magia involucrada en el asunto.

El ladrido resonó como un trueno, como si proviniese de todas direcciones. Le Maison jamás había oído un sonido semejante venir de ningún animal, pues los perros de su familia eran esbeltos y certeros canes de caza, que nunca habían ladrado de forma tan grave y potente.

Al escuchar el ruido, Arnault echó mano  a su escudo y otra al mango de su espada a la par que dio unos pasos hasta la franja del bosque, mirando hacia la oscuridad, preparándose para cualquier sorpresa. Todavía vigilando en la dirección general del sonido, suspiró. -Seguramente no sea más que unos lobos o perros hambrientos. Si nos andamos con ojo no nos causarán problemas.- Aun así se mantuvo atento y observador en la linde del bosque, vigilando y esperando que solo fuese eso.

A Volk no le solían gustar las sorpresas inesperadas, y esos ladridos no auguraban nada bueno.

- Con vuestro permiso, tovarishchi.

Tras decir estas palabras, se incorporó y se alejó un poco de sus compañeros, para esconderse y poder acechar él mismo a lo que pudiera surgir del linde del camino, mientras permanecía atento a cualquier movimiento.

El viaje no iba a ser largo, pero Orrghk'Grooghk sabía de antemano que era posible que pasaran la primera noche en alguna parada del camino, por lo que tuvo la consideración de llenar un par de cuernos de cerveza, taparlos y dejarlos listos para el camino. Prefería cuando la cerveza estaba fría, pero sabía que era mejor una del tiempo que ninguna en absoluto. 

Para cuando se pararon, ya estaba abriendo su cuerno de cerveza y dando el primer sorbo incluso antes de dejar su petate en el suelo. Y, por supuesto, se enfadó mucho cuando el aullido del lobo le pilló por sorpresa y casi le hizo atragantarse con el néctar de los dioses. 

-Pffff... pero que cojones! Qué desperdicio!-, comentó mientras se secaba el cuello. Y, viendo que sus compañeros se preparaban para la acción, continuó: -Bueno, visto que nadie dice nada al respecto, me pillo la primera guardia, sea antes o después de investigar esos ruidos.

Tras mirar a sus compañeros, y ver que a nadie le importaba absolutamente nada los turnos de la guardia, decidió que lo mejor era hacer como ellos y, visto que era de noche, quizá sería buena idea iluminar un poco el asunto. Agarró una piedra, se la llevó al pecho y murmuró unas palabras...

Kaleb estaba acostumbrado a caminar largas distancias, pero lo cierto es que era en el pasado. Ahora, por más que podría seguir un trecho más, los lujos de la corte lo habían hecho un poco... reticente a cansarse. Cuando Hugo mencionó detener la marcha, el gnomo seguramente sería el segundo más contento al respecto. Tanto es así que ya estaba silbando de nuevo, como cuando había salido del monasterio.

"Kaleb, necesito que hagas algo antes de continuar con la biografía" le había dicho el Patricio hacía unos días y cuando se despidió "Mantente a salvo para poder terminar tu obra". ¡Claro que quería terminar su obra! Pero antes se tenía que desviar. No es que estuviese descontento con el devenir de los hechos, después de todo, se estaba aburriendo de la vida del gobernante y cada vez más buscaba nuevas experiencias en los bajos fondos, cortejando damiselas -no tan en peligro- y conociendo nuevas historias de los viajeros.

Los ladridos hicieron que volviera al presente como por arte de magia. ¿Perros de caza? pensó el gnomo, intentando recordar si alguno de los nobles tenía programada una cacería para ese preciso día.

Sin perder tiempo, se aseguró de encontrarse en el medio del grupo, con los guerreros al frente de donde pudiera provenir el peligro.

-Que yo sepa ladrido y aullido no son la misma cosa- mencionó Kaleb, con cierto tono de ironía, pero que contrastaba con su precavida forma de posicionarse -Algo de fuego nos vendría bien para ahuyentarlos, ¿no creen? ¿Alguno tiene una antorcha?-

Lo más cercano a una, era su pipa, y estaba seguro de que no serviría para ahuyentar a ningún lobo, a lo sumo, algunos mosquitos.

En ese preciso momento, Tancredo se llevó algo a la boca -¿una hierba? ¿Hongo?- y cayó de rodillas junto al druida.

-¡¿Qué le sucedió?!- exclamó acercándose para ver si podía ayudar... o conocer qué era lo que se había metido en la boca.

Tras el alboroto, Volk se apartó instintivamente hacia atrás para ocultarse. Sin embargo, pese a lo terrible del ladrido había algo en él que le resultaba familiar. Estaba claro que no se trataba de ningún lobo ni de ningún perro de caza[1], aquel sonido solo podía hacerlo un animal entrenado para encontrar aventureros perdidos: un mastin de tundra rhusiyano. 

La nostalgia fue sustituyendo poco a poco el susto inicial. Recordó a aquellos fieles animales que acompañaban a los guardabosques y a los exploradores, que siempre acudían para auxiliar a aquellos que se perdían en la inmensa tundra a merced del frío. Canes leales y serviciales que solo atacaban cuando su amo o alguien en apuros estaba en peligro, pues parecían más inteligentes que el resto de bestias si se las entrenaba adecuadamente.

Arnault agudizó el oído, vigilante, e intentó tranquilizar a sus compañeros. No recordaba haber oído jamás, ladrido semejante salir de ningún animal, era atronador y parecía provenir de todas partes. Sin embargo, gracias a su experiencia como guía fue capaz de precisar que el animal podría encontrarse en dirección sur, desde algún punto cercano a la antigua carretera que se dirigía a Montnoir. También le pareció oír sonidos de voces y pasos que se acercaban hasta ellos[1].

Mientras observaba los bosques, prestando atención a cualquier ligero movimiento de las ramas y los arbustos, le sorprendió ver a su compañero caer de rodillas con los ojos en banco y murmurando de forma incoherente. Sabía que había algo extraño en aquel hombre y ahora parecía entender que lo que estaba haciendo formaba parte de un hechizo[2], pues vagos recuerdos de una anciana bebiendo una infusión de hierbas y curándole un virulento sarpullido acudieron a su mente. Era muy pequeño y los remedios tradicionales no habían funcionado.
Aunque Arnault no logró entender el propósito del sortilegio, se fijó en que el rostro de Tancredo miraba en dirección a la vieja carretera, justo de dónde había llegado el ladrido. ¿Sería aquello una confirmación de sus sospechas?[3]

A Orrghk'Grooghk le importaban bastante poco los lobos o los perros. A decir verdad una vez que destapó el cuerno y vió cómo se agitaba seductóramente la espuma blanca, todo lo demás era secundario.

Choló, que como dios primigenio que es estaba flotando plácidamente en el palacio atemporal de su dimensión de bolsillo, posó uno de sus muchos ojos en ese pequeño servidor suyo. En su extraño sentido del humor, parecía disfrutar viendo a un clérigo de un culto tan solemne como el de "El Innombrable" (pues así lo conocían sus fieles) bebiendo cerveza y comportándose como un auténtico agente del caos. De su gran magnificencia dependía que aquel sencillo semiorco pudiese sacar luz de una piedra de forma milagrosa, pero decidió que aún era demasiado pronto como para malgastar sus plegarias en algo tan vulgar. Había manoseado los hilos del destino y había visto que algo bastante interesante estaba a punto de pasar.

Pero claro, eso el pobre clérigo no tenía forma de saberlo...

La bien amueblada cabeza de Tancredo solo barruntaba una cosa, "Barghest", pero no era capaz de abandonar su trance autoinducido para avisar a sus compadres.

Mientras buscaba con qué hacer fuego y ahuyentar a unas posibles bestias hambrientas, intentaba hacer memoria. A su mente acudieron docenas de cantares, romances y zejeles populares en los que aparecían desde nobles perros de caza hasta siniestros lobos que devoraban doncellas de buen ver. No, ninguno de ellos parecía corresponder a semejante ladrido; los poetas eran dados a exagerar, pero aquel sonido era más real que ninguna estrofa. Fue entonces cuando se acordó, de pronto, de unos versos que decían:

Vagaba yo por la niebla
como un fantasma de harapos,
¡Yo! Que porté una corona
y hoy tan solo visto trapos.

Más cuando el vil manto negro
comenzó a cubrir mis huesos
y a resquebrajar mi alma,
un trueno sonó a lo lejos.

(...)

Así el mastín guió mis pasos
y yo me supe salvado,
¡Oh! Gran bestia del invierno,
¡Los dioses me han escuchado!

Formaban parte de un romance del desterrado zar de Rhusiya: Marmeládov II el paciente. Hablaba de los mastines de tundra rhusiyanos, unos animales magníficos que ayudaban a los viajeros perdidos. Solo un animal como aquel podía proferir un ladrido tan potente, que pudiese escucharse desde una gran distancia. Solían ser la compañía de los guías y guardabosques de las grandes tundra y agrestes paisajes del norte.
Hoy en día, tras el genocidio rhusiyano y la posterior acogida de exiliados como Volk, apenas se veían a aquellas nobles bestias. Sin embargo, era posible que aquella portentosa raza no se hubiese extinguido y todavía existiesen ejemplares. 

- Efectivamente, mi buen Kaleb- Babaccar se movió entre sus compañeros con la fluidez de un hombre de los bosques, buscando con la mirada entre la espesura- existen muchos tipos de ladridos y de aullidos.

El aire parecía haberse detenido a su alrededor y el druida trataba de afinar el oído para escuchar aquello que el bosque tenía que decirle. Si se hubieran fijado, hubieran podido ver sus orejas en movimiento, a un lado y al otro, tratando de orientarse hacia el origen de la misteriosa llamada.

Los huesecillos y diferentes adornos que acompañaban sus vestimentas parecían mecerse a virtud del viento y, pese a que producían una serie de sonidos que cualquier aventurero hubiera tildado de escandalosos, dada su capacidad para revelar su posición, lo cierto era que, de algún modo, parecían fundirse con los sonidos del mismísimo bosque.

Las orejas se Babaccar se movieron de forma antinatural, como lo harían las de un animal salvaje que acaba de escuchar un sonido extraño y se mantiene alerta. Para algunos de sus compañeros el ladrido resonó en el camino como si saliese de todas partes, pero él fue capaz de distinguir aproximadamente su procedencia: algún lugar cercano a la vieja carretera.

La voz del animal era como un lenguaje que el druida podía comprender pero le resultaba complicado, como si la criatura estuviese a medio camino entre la naturaleza y la civilización:

—!Estoy aquí!— parecía decir —seguid... mi voz.

En los eriales de los que procedía Babaccar, había desde famélicos y afilados coyotes hasta orgullosos lobos de pelaje plateado. Sin embargo, el animal que les hablaba era de una especie que se había separado de sus ancestros lobunos para compartir camino con los hombres. Era un hijo de la naturaleza y la civilización, pero un ser portentoso y amable al fin y al cabo. Por sus venas corría la misma sangre que la de los habitantes de la yerma estepa, y su voz resonaba clara y potente en aquel bosque, muy lejos de su hogar.

Babaccar mantuvo la mano en alto, pidiendo silencio, hasta que volvió a bajarla nuevamente invitando a sus compañeros a seguirle a través de los árboles hasta alcanzar las cercanías de la carretera principal.

El druida se movía entre los árboles con la gracilidad de una bailarina en una compleja obra de Duren Verendralis. Parecía que los árboles y troncos se fueran apartando a su paso conforme avanzaba hacia su destino, seguro y paciente, sin mirar atrás.

Aunque los sonidos le resultaban familiares, lo cierto era que quien acompañara al animal podría ser cualquier persona y albergar las peores intenciones. Decidió permanecer en las sombras y acompañar a sus compañeros al amparo de la oscuridad.