Partida Rol por web

Catalina estaba destrozada. No tenía ya edad para estas cosas, y la huída a matacaballo había hecho mella en ella. Mucha, de hecho.

Estaba al borde del colapso. Al menos la muerte por hipotermia era una muerte amable, de un sueño que se desliza dulcemente sin que casi se de cuenta uno. Aún no estaba para morir, pero dudaba seriamente de que tras esto fuera a conservar todos los dedos de los pies.

"Estoy tan cansada..." dijo. O intentó decirlo. De su boca salió solamente un suspiro cansado.

Asintió a Ojo de Cuervo.

Ludovic cayó de rodillas cuando se detuvieron, respirando pesada e irregularmente. Estaba orgulloso por haber mantenido el ritmo de Ojo-de-Cuervo o de Goubert, pero también se sentía destrozado, más mentalmente que físicamente. La muerte del pequeño aún trastornaba su mente, regresando a ella como un recuerdo imborrable. Sangre, roja sobre la pálida nieve, y un pequeño cuerpo sobre ella, inerte.

-Maldición -jadeó para sí. Le habían enseñado a no mostrar sus sentimientos ante los demás, él mismo había aprendido a enmascararlos bajo una gruesa capa de ironía.

Ahora, en aquel perdido lugar de frío y muerte, nada importaba. Lloró sin pensar en qué hacer, en qué plan seguir, y las lágrimas se le congelaron en el rostro.

Ojo de Cuervo abría la marcha, con el rostro lampiño cortado por la nieve. Cuando el sol, en realidad poco más que una moneda fría en un cielo nublado, caía sesgado hacia el horizonte, hizo detenerse a los demás. Goubert tuvo que romper la máscara de hielo que se había formado sobre su incipiente barba para protestar, pero el Hurón se mostró inflexible:

-Si seguimos caminando, esta noche moriremos todos.

LeFranc se arrodilló al límite de sus fuerzas y dejó caer todo lo delicadamente que pudo a la baronesa. Aquella marcha despiadada había excedido claramente sus energías. Tiritando, agotados y entumecidos, comenzaron a cavar un refugio en que resistir la inminente noche polar.

Tessier aprovechó para examinar superficialmente a la mujer: medio ciega debido al blanquísimo resplandor del hielo, sus labios y mejillas estaban cuarteados y sus orejas ennegrecidas. Un breve vistazo a sus dedos negros le bastó al doctor para adivinar que, si lograban alcanzar el barco, muy probablemente tendría que amputarle algunos.

A pesar del agotamiento lograron excavar una especie de madriguera en la que se hacinaron todos para mantener el calor. El explorador y el soldado se turnaron para hacer guardias sobre sus fusiles vigilando el agujero que hacía las veces de entrada, temiendo siempre escuchar un cuerpo que se arrastrase hacia ellos. Apenas ninguno de ellos durmió. En algún momento durante la noche, por encima de los gemidos del viento, escucharon pasos sobrecogedoramente cercanos. Los indígenas les habían localizado sin lugar a dudas. Sin embargo la precaución debió imponerse, pues tras un angustioso rato, los ruidos se apagaron sin que un rostro dentudo asomase por la entrada y sin que unas manos velludas intentaran apartar la nieve que les cubría.

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Amaneció tristemente, y tras una agria discusión, LeBrun accedió a enviar a Harald al exterior. Luego de unos minutos sin que nada ocurriese, se atrevieron a arrastrarse al exterior.

El viento había borrado la mayoría de las huellas, pero resultó patente que los nativos habían pisado sobre su escondrijo. A sólo un par de varas, abandonado sobre la nieve, yacía el cuerpo del niño asesinado por Goubert. A su alrededor encontraron unos pocos huesos y plumas cuyo sentido no lograron entender. Casi enseguida, un penetrante silbido rompió el silencio ártico, y divisaron cuatro figuras sentadas que les observaban desde la lejanía.

-Salauds –maldijo el soldado, comprendiendo lo que aquello significaba.

-No atacarán –aclaró Ojo de Cuervo ante la incrédula mirada de LeBrun-. Esperan a que el frío nos mate.

Apoyándose en tan horrible esperanza, reanudaron la marcha, esta vez reservando algo sus maltrechas fuerzas. Durante todo el día vieron a sus perseguidores, que mantenían las distancias, llegando a contabilizar tres grupos diferentes de hasta seis indígenas.

Finalmente, tras horas de arrastrarse sobre el hielo, un punto negro y gris en el paisaje blanco terminó por definir su contorno, revelándose como la promesa de un ángel: el Erebus.

Los indígenas, extrañados, miraban el barco sin comprender. Uno de los grupos se rezagó, sin duda volviendo tras sus pasos.

Poco a poco, palmo a palmo, la nave fue aproximándose hasta que llegaron a distinguirse las siluetas a bordo. Percibieron cierto movimiento en cubierta, y vieron como un grupo de hombres descendía al hielo y se encaminaba hacia ellos.

-¡Nos han visto! ¡Vienen a por nosotros! –exclamó LeFranc con voz quebrada. Las rodillas le fallaron y tuvo que dejar en el suelo a Catalina-. Bendito sea el Señor...

Zaf, zaf, zaf, zaf, zaf...

Un lejano chapoteo precedió a los ladridos de Harald, que resonaron como un clarín de guerra.

Zaf, zaf, zaf, zaf...

Varios pares de pies se aproximaban a todo correr levantando la blanda nieve. A sus espaldas, los nativos habían comprendido al fin la situación, y cinco de ellos corrían a su encuentro silenciosos como sombras.

Zaf, zaf, zaf, zaf, zaf...

Brazos peludos y colmillos. Arpones y cuchillos de hueso.

Siendo el que estaba en la mejor situación, Ojo-de-Cuervo repartió las órdenes, haciéndose cargo de la situación. Era una emergencia.

-¡Tessier, lleve a la dama al barco! -ordenó el algonquino. El estado de la mujer era crítico, por lo que había que alejarla del peligro-. ¡Goubert, LeBrun, rodilla a tierra y fuego!

Con un fluido movimiento descolgó el arma de su hombro, apoyó una rodilla en la nieve y apuntó. El estallido de la pólvora ahogó los gritos lejanos de sus camaradas.

Goubert respiró aliviado al ver la malhadada nave alzarse imponente en el mar helado. El frío había golpeado con dureza al soldado y éste no veía el momento de descansar abrigado en las entrañas del barco, pero el sonido de las pisadas de los salvajes sobre la nieve le devolvió a la dura realidad: todavía tendrían que librar un duro combate antes del ansiado descanso.

Jacques mosquete en mano apuntó a los fieros indígenas que se aproximaban…sabía que lo conveniente era esperar a disparar tras la andanada de Ojo-de-Cuervo y de LeBrun para así permitirles recargar el arma, pero no quería verse rodeado él solo por los salvajes mientras sus compañeros huían.

Catalina estaba prácticamente destrozada. Sonrió para si, quizá atontada por el frío mortal o tal vez sintiendo la ironía de ir a morir congelada en vez de abrasada. Su hijo se reiría, seguramente. Claro que cuando viera las finanzas, se reiría bastante menos.

No era capaz de correr, solamente de cojear con torpeza, y eso abrazándose a Tessier. Catalina no era una heroína, pero sí una mujer muy pragmática. Aunque consiguera escapar de esto, moriría probablemente. Seguramente tendría irreversiblemente necrosados los dedos, la nariz y las orejas. Para empezar.

Era inevitable que la infección le llegase a la sangre. Todavía si estuvieran en Francia, y tuviera acceso a los mejores cuidados, tendría una oportunidad de sobrevivir. Sin alimentos como estaban, sin recursos, en un clima feroz, llevarla al barco era posponer lo inevitable. Y en el barco... ¿la tirarían por la borda, ya que su misión de aprovisionamiento había fracasado? Prefería la hipotermia al ahogamiento. Si conseguía sobrevivir, ¿qué sería de ella? ¿En Francia, con su hijo, con ese hijo desnaturalizado? Ni hablar.

- Tessier -farfulló-. Do-ctor, Tessier -le costaba hablar-. Su-élte-me.  Basta.

Trató de imprimirle un tono maternal a su voz. Quizá era por el frío, que ralentizaba todo y diluía las preocupaciones, pero dormirse en la nieve y no despertar nunca más no le parecía tan terrible. Al menos en comparación a la otra opción.

Ludovic no miró atrás mientras corría con Catalina hacia la última oportunidad de salvación. Las palabras de la dama llegaron a sus congelados oídos, pero aquello no impidió que su determinación desfalleciese.

-No pienso dejarla, señorita -clamó, enfocando su atención en el barco-. ¿Quién sino iba a contar las fabulosas aventuras del valeroso doctor a las damas de la corte? Sin su ayuda, seré mozo toda mi vida.

Mientras hablaba, intentó alzar a Catalina con ambos brazos para cargar con ello y que la mujer no tuviera que caminar. No era especialmente fuerte, pero tenía que intentarlo.

-Mire, como si fuera la noche de bodas...

Pese a sus palabras, sus ojos analizaban a Catalina, ya pensando cómo salvarla al llegar al Erebus...

Tres truenos cubrieron la planicie helada, y dos indígenas rodaron por el suelo. Sólo uno de ellos volvió a levantarse y continuó su carrera. Los demás continuaron avanzando sobre la nieve, sin proferir gritos ni amenazas, pero empuñando sus armas determinados a matar o morir.

Goubert escupió y masculló una maldición dejando caer el mosquetón. Dos balas habían acertado al mismo enemigo: un disparo perdido. Sin prisas, extrajo el puñal y aguardó con calma la carga del enemigo, como había hecho otras veces.

Por su parte el Hurón, rodilla en tierra, mordió un nuevo cartucho y dejó caer la bala de plomo por el cañón. Si se daba prisa, aún podría abrasarle la cara a otro de aquellos demonios. A su lado, LeFranc y LeBrun intercambiaron silenciosas miradas. El marinero tenía ya en sus manos el cuchillo, y el oficial desenvainó su espadín.

Los cuatro nativos estaban sobre ellos.

A pesar de las protestas de la baronesa, el doctor tiró de ella, negándose a dejarla. Sabía que su estado era muy grave, pero creía firmemente que lograría salvar la vida si alcanzaban el buque. Al primer tropezón de la mujer, el escuálido Tessier no dudó en tomarla en brazos. Aunque su peso le hacía tambalearse y clavarse en la nieve, continuó avanzando sin mirar atrás.

Ojo-de-Cuervo disparó, pero su tiro no mató inmediatamente al hombrecillo. Sabedor de que un nuevo tiro contra el mismo podrá ser un desperdicio, cargó febrilmente el fusil para encararse con otro de sus atacantes. Ni siquiera tuvo tiempo de apuntar antes de que el pedernal soltara la chispa. La bala partió hacia su nuevo objetivo... y nuevamente no fue letal.

El montaraz masculló por lo bajo. ¿Acaso los espíritus habían dejado de protegerle?

Soltó el arma inmediatamente, llevándose la mano a la espada para sacar el tomahawk... pero la traicionera nieve ni siquiera le dejó tiempo para esquivar el golpe del indígena que se abalanzaba sobre él, herido de gravedad pero todavía con fuerzas para asestar una cuchillada al algonquino. Ojo-de-Cuervo se puso en manos de sus antepasados...

Goubert arrojó el mosquete al suelo y esperó con ansia la carga del salvaje enemigo. Apenas podía sentir el viento helado que momentos antes había desgarrado su cara. Con el pecho henchido por el ardor del combate el cuerpo del viejo soldado había entrado en calor con prontitud y éste tan solo deseaba clavar con fuerza el puñal de hueso, presto para la lucha, en el desgraciado enemigo.

Con las armas en la mano, los europeos aguardaron la carga del enemigo. En silencio, los cuatro indígenas recorrieron los últimos metros sobre la nieve y se abalanzaron sobre ellos.

Goubert, avanzando un paso en el momento en que su enemigo llegaba, deteniendo en seco su carrera y cruzándole un tajo en el pecho. El indígena, el rostro congestionado, levantó su puñal cuando un nuevo disparo tronó contra el horizonte vacío y se desplomó súbitamente hacia un lado, encogiéndose y gañendo como una bestia malherida.

Después de disparar, Ojo de Cuervo saltó hacia un lado procurando hurtar el cuerpo a la llegada de su enemigo. Sólo lo consiguió a medias. El nativo pasó de largo sin acertarle de pleno, pero abrió un doloroso tajo en brazo del Hurón. Este rodó sobre la nieve, incorporándose a medias mientras el indígena se le encaraba de nuevo mostrando sus colmillos.

El oficial había adoptado una pose académica para recibir a su contrincante: el flexible espadín adelantado y el brazo contrario a la espalda, como si se tratase de un duelo en Francia. Los gruesos trajes de piel y la nieve daban al conjunto un aire dramáticamente cómico. El nativo se arrojó sobre él con un salto bestial, y ambos chocaron rodando sobre la nieve en un revoltijo de brazos y piernas.

El puñal trazó un círculo hábil y nervioso sobre la muñeca de LeFranc. Aquel hombre se había dado puñaladas por las tabernas de los puertos de medio mundo, y estaba dispuesto a demostrar lo aprendido. Aguardó inmóvil hasta el último suspiro y desplazó el cuerpo lateralmente hasta caer sobre la rodilla derecha. El nativo apuñaló el aire y tropezó con la pierna del francés, estrellándose aparatosamente sobre la nieve. De inmediato el marinero se incorporó y saltó sobre la espalda del enemigo enarbolando su cuchillo.

Muy posiblemente los espíritus verían a algunos de ellos en los Terrenos de Caza para cuando acabara el día. EL hombrecillo había herido al algonquino, pero éste le había descerrajado un tiro en pleno pecho. Y, aún así, el indígena seguía mostrando la ferocidad del guerrero en pleno trance de batalla.

Ojo-de-Cuervo sacó deprisa el tomahawk, dispuesto a acabar de una vez con su enemigo.
 

Goubert rió satisfecho al ver la serpiente carmesí avanzar sobre el níveo suelo. La herida parecía mortal y el iluso indígena se retorcía de dolor, era una imagen fascinante para el soldado: tenía a sus pies al enemigo y él se sentía semejante a un dios, con capacidad para decidir sobre la vida o la muerte de aquel insignificante infrahumano ataviado con apestosas pieles y que despedía  olor a pescado… y si había algún rasgo que caracterizaba a este peculiar dios era su falta de piedad. El destino estaba ya escrito para el hijo de Sodoma.

Goubert apretó el puñal ensangrentado con fuerza y se dispuso a darle el golpe de gracia al pobre desgraciado para después echarse el mosquete al hombro y observar con atención al resto de contendientes ¿A quién mandaría ahora al infierno? Lo único que tenía claro es que, tal vez, y con algo de suerte, su próxima víctima fuera el asesino de su “buen” amigo Le Brun.

Medio avanzando, medio arrastrándose, apoyada en el doctor, Catalina continuó avanzando hacia el barco a tristes trastablilleos, intentando no pensar en la masacre a sus espaldas.

-Notre Père qui es aux cieux que ton nom soit sanctifié...- comenzó a murmurar en un susurro débil, centrando toda su voluntad en el punto en la nieve que sabía que era el Erebus. 

Con un violento revés el hacha de Ojo de Cuervo quebró los huesos del rostro a su enemigo antes de que pudiese reaccionar, dejándolo agonizante sobre la nieve.

Goubert arrancó la capucha a su caído adversario, obligándole a levantar la barbilla para degollarle. La sangre manó abundante, y el francés se irguió con una sonrisa desalmada en busca de otra víctima. LeBrun y su contrincante se debatían torpemente en un abrazo, hasta que rodaron de lado y el nativo quedó exánime boca arriba mientras el oficial se levantaba boqueando por el esfuerzo. En su mano, la hoja rota del estoque, el resto de la cual se hallaba atravesando el pecho del indígena.

LeFranc, sentado sobre la espalda de su agresor, descargó una cuchillada tras otra y un puñetazo tras otro hasta que dejó de sacudirse y de gritar. La sangre le salpicaba las ropas, piernas y manos cuando, aturdido, tomó un puñado de nieve y se restregó con ella el rostro para mitigar el calor del combate.

Un alarido inhumano cruzó entonces la planicie blanca, y todos repararon en un grupito de hombrecillos que les observaba desde la lejanía. Uno de ellos se adelantó, enarbolando una especie de tosco cetro en la mano.

-Ffilgheat nashnaé!!! Deeshtwinghernaah sikh tellwarn mushpesee!!! Singwarnah Anokeah shukkshashe illeenah wakane hinou!!!

Las incomprensibles palabras llegaban amortiguadas por la larga distancia, pero el odio que desprendían golpeó a todos como una bofetada. El hombre que las profería echó hacia atrás las pieles de su anorak, y su cabellera cana quedó libre al viento ártico. Tras una breve pausa, Shesneeg volvió a gritar de nuevo usando esta vez la lengua de los esquimales. Ojo de Cuervo tradujo desapasionadamente.

-Gente Alta, vais a morir aquí, y seréis carnaza para los demonios del hielo. No volveréis al Sur. La gran canoa quedará atrapada para siempre. Moriréis todos y Aquel que Canta en la Tormenta bailará sobre vuestros huesos.

Tras su discurso, los indígenas se giraron y emprendieron la marcha sin apenas mirar atrás.

Un grupo de personas se aproximaban trotando sobre el hielo desde la dirección opuesta. Les saludaron con animosos gritos en, al fin, un idioma civilizado. Aún tardarían un rato en llegar donde estaban, se trataba de sus compañeros. Por detrás de ellos, aún varado entre la nieve, absurdo como el juguete abandonado de un niño, la gran silueta parda del Erebus.