Partida Rol por web

Los cachorros se le dispersan a Yedra.

Dolça camina hacia la plaza acompañando al campesino Ticio.

En dirección contraria, Elías, al que vas siguiendo, llega hasta el final del callejón y otea hacia la derecha, por donde escapó el tercer rufián perseguido por Yosef.

Ves una empinada cuesta que termina en la oscuridad, fuera del pueblo. Arriba, más allá de las casas y los huertos, hay un grupo de personas. Parecen estar luchando. Hay al menos 15 bultos, entre ellos dos o tres a caballo. Elías te saca algo de ventaja, y ha emprendido la subida de la cuesta a paso rápido.

¿Pero que calumnias dice sobre usted, Ticio?  ¿Porqué lo haría?

La mercader mantiene un ojo a todo a su alrededor.  No come ni bebe nada, discreta dejando lo ofrecido en la mesa en un movimiento de conversación.   En particular está atenta al hecho de que comida ni bebida, ¿parecen consumirse, acabarse?  Trata de identificar la fuente de alimentos, o a quienes lo traen. 

--¡Ahora conocerás la ira de los hijos de Yaveh! ¡Rey David, guía mi mano!

Cuando se ve a una distancia prudencial de la malévola hoja asesina, Yosef carga su honda, la gira un par de veces para que tome velocidad y lanza una pedrada al maleante que vuela súbita en la noche.

Cuatro o cinco significa que es probable que haya más malhechores. Me apresuro

Oyó el silbido de la hoja cortando el aire y temió que lo siguiente sería la fría hoja hiriéndole en cualquier parte de su cuerpo. Sin embargo la suerte estaba tan de su parte como lo había estado la mala fortuna hasta ese momento, y el metal afilado encontró su greba izquierda, lo cual a la par que evitó que sufriese herida alguna le ofreció la pista para dar al fin con su enemigo. Una chispa cobró vida en los ojos de Oier, ahora sabía en qué lugar estaba aquel mal hombre, pero antes de hacer cualquier otra cosa debía posicionarse de modo correcto, si no lo hacía continuaría en clara desventaja y a merced del cuchillo.

El ceño fruncido, los ojos escudriñando la oscuridad que, gracias a la bruja, no era tan negra como podría. Tan solo le llegaba el olor a sudor y el sonido de su corazón. Trató de concentrar toda su atención y toda su fuerza para asestar un golpe certero, un golpe que pudiese marcar la diferencia.

Cuando Oier consigue recuperar la orientación, los otros dos contendientes -Yosef y el maleante- ya han comenzado a moverse de nuevo. Yosef está cargando su honda, y el hombre encapuchado prepara dos cuchilladas que pretende mortales. Oier reacciona el primero, a pesar de todo, y pone todo su empeño en propinar un buen puñetazo. A pesar de haber calculado los movimientos de la mejor manera posible, su puño pasa a un par de cuartas del rostro del hombre.

La honda ya gira sobre la cabeza de Yosef, apartado un par de metros. Un silbido acompaña el lanzamiento. La piedra impacta en el pecho del secuestrador. Se oyen, de nuevo, crujidos de huesos rotos. El matón gime, trata de coger aire con un sonido gutural, se queda pálido, se tambalea y, finalmente, cae al suelo, sin sentido.

Oier y Yosef respiran agitadamente. Se miran uno a otro (pupilas amarillas contra pupilas amarillas) y al hombre derrumbado en el suelo, poco más que una mancha especialmente oscura en la noche negra. El corro de mirones ha suspirado con terror y alivio cuando el matón ha golpeado el suelo con su cara.

Oier distingue subiendo por la cuesta a Elías, el forzudo judío.

Dolça trata de mantener una conversación amable, fingir que degusta las viandas y comprender qué está sucediendo con la abundante comida y bebida, todo al mismo tiempo.

Las mesas con quesos y embutidos están llenas, en el espeto hay un cerdo girando y llenando la plaza de un olor delicioso, las tinajas de vino están llenas. Dolça no ha visto a nadie rellenarlas ni traer comida, pero no está segura de si no ha sucedido sin que se diera cuenta, al fin y al cabo, el alboroto y el frenesí no facilitan fijarse en esas cosas.

Ticio se muestra sincero con la mercader. Se ve que está agradecido por que hayan salvado a su hijo.

-- Ay, señora, a mí no se me da una higa de lo que vaya diciendo por ahí ese párroco. Pero me consta que a algunos vecinos les anda diciendo que soy un hereje, y por lo más sagrado os juro, amable señora, que yo soy temeroso de Dios como el que más, y que me duele que alguien dude de mi fe.

>> ¡Oh, pero mirad esos saltimbanquis! ¡Jajaja, qué cabriolas! ¡Qué fiesta! Alegrémonos, que hoy es Santa Cecilia.

Y le pega un nuevo trago al vino. 

Fuiiiiiiiiiii ¡Crashk!

Oier había oído el silbar de la piedra y el crujir de los huesos. Lo siguiente fueron los ojos atónitos de aquel encapuchado que insistía en aferrar los cuchillos en sus manos. Ni el maleante ni el mercenario comprendieron lo que había sucedido hasta pasados unos segundos. Entonces el cuerpo del secuestrador de niños cayó al suelo como un saco y Oier pudo dar gracias a que Yosef tuviese buena puntería.

Maldito fillo de furcia

Pensó, y propinó una patada al cuerpo tendido en el suelo, como resistiéndose a marchar de allí sin haberle dado al menos una vez. Se sentía feliz de seguir vivo, la verdad es que había sido una pelea bastante ridícula. Estaba seguro de que sus compañeros mercenarios ya habrían apostado por el que primero caería presa del cansancio. Casi parecía que se habían dedicado a bailar, y para eso prefería a una dama dulce, hermosa y fogosa.

Se agachó para coger los cuchillos y comprobar si estaba vivo, en cualquier caso lo cogería de una pierna, la ropa o donde mejor le pareciese con la intención de arrastrar el cuerpo hasta la plaza. Entonces lo vio, aquel hombre subiendo la cuesta.

-¡Atento muchacho, que sube otro!- Exclamó a Yosef a voces, aunque el mercenario seguía a lo suyo, como si transportar el hombre tendido fuese más importante que abatir al que se les acercaba.

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   Sabiendo que Dolça se va con el tal Don Ticio ese que parece gente conocida del pueblo y que estará localizada, voy detrás del mozo que va a lo loco... al fondo hay gente y parece estar luchando, me fijo un rato... y decido que es un buen momento para aullar.

   - AUUUUUUUUU - Un aullido que quizás pueda confundirse con el de una loba resuena, con suerte quizá, respondido con aullidos lejanos.

   Elevo la cabeza a la luna y aullo con voz potente, como una loba, tratando de asustarlos, pues con el jaleo y tanta gente, no me quedo con quien es quien... redios, cuanto mozooo... esto tenía que haberme pillado un par de décadas más joven.

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Yosef no ha oído ni sentido la presencia de nadie subiendo la colina, pero no va a esperar a verlo para cargar la honda.

El joven judío decide apartarse ligeramente de la linde, para no ofrecer un blanco fácil, y busca la sombra mientras coge una nueva piedra de su zurrón y piensa que debe recargar el zurrón la próxima vez que se acerque a un río.

A medida que te acercas cuesta arriba comienzas a distinguir mejor. En un momento dado se oye un grito de varias personas, parece un grito de alivio. Unos cuantos pasos más allá, distingues a Oier, arrastrando un cuerpo y rodeado de cuatro personas, que parecen labradores de Monegros. Hay otra figura entre las sombras un poco más arriba, pero no distingues bien quién es.

No hay mucha luna esta noche en Monegros, y es difícil distinguir las figuras que se mueven en las sombras de los campos que rodean al pueblo.

Un grupo de cuatro personas, labradores y labradoras de Monegros, rodea al rubio Oier, que arrastra de mala manera un cuerpo inánime ladera abajo. El joven Yosef está semioculto en las sombras del monte. El gigantón Elías asciende la cuesta a su encuentro en el momento en que un terrible aullido surge de algún lugar indeterminado de las sombras. Todos los movimientos se detienen un instante, todos los presentes buscan el origen del sonido y vigilan las sombras asustados. Pasados unos segundos en que no sucede nada, reinician el movimiento: Oier y los lugareños cuesta abajo y Elías cuesta arriba, Yosef agazapado... ¿Y Yedra? ¿Dónde está Yedra?

Aquel aullido le heló la sangre por un par de segundos. Ya le había tocado lidiar con lobos en alguna ocasión, y aunque dudaba que atacasen a un grupo más o menos numeroso de adultos, lo cierto era que no iban armados y no sabían ni cuánta hambre tenían los animales ni de cuántos miembros contaba la jauría.
Mejor será no facer el rezongón

Reinició su marcha a la plaza del pueblo, arrastrando aquel cuerpo sin mostrar el más mínimo respeto ni delicadeza. Estaba seguro de que en el pueblo estarían más seguros, y también de que lo primero que haría sería ir a recuperar su hacha.

De faberla tenido antes me bastaría con cargar la cabeza

Pero no era momento de lamentaciones. Habían salido ilesos de aquella y estaba por ver si el párroco les esperaba con la primera parte de la paga, esa que sellaba el contrato y lo convertía en trabajo.
Mientras avanzaban Oier aprovechaba para hablar con los aldeanos que le acompañaban y propinaba sonrisas a las féminas sin importar edad Si pesa más que un pollo... y de estar alguna de ellas de buen ver y tener una edad apropiada no dudaría en tratar de hacer lucir sus músculos.

-¿Suelen venir por aquí muchos forasteros así?- se refería a los rufianes, aunque expresó su pregunta de un modo en que algún o alguna deslumbrada respondiesen refiriéndose a él y sus encantos.

Si, que alegres saltimbanquis, ¡mire!

Oiga Ticio, me iré a buscar a mis amigos.  -dijo muy discreta.  No tardaré.   Buscaba ver si algo en el hombre delataba sensación alguna sobre las extrañamente abundantes mesas.   Sus bellos y almendrados ojos de la judía no dejaban de recorrer las tinajas y mesas, pues si alguien se servía, estas debían bajar de nivel.  Si no, pues es que era brujería o demonios, y ninguna de esas cosas fuera buena para quedarse en sitio.

A Dolça no le da la sensación de que Ticio se extrañe de nada referido a la comida y la bebida. Parece muy contento con la fiesta, y aliviado por que a su hijo no le haya pasado nada.

Y, sí, la gente se acerca a las mesas y consume la comida y la bebida, dejando huecos de lo que cogen. Lo que es -quizás- extraño -piensa Dolça- es que hace ya varias horas que el grupo llegó a Monegros y no deja de haber enormes cantidades de comida a disposición y tinajas llenas de vino, como si el pueblo tuviera riquezas sin fin.

Cuando te despides, Ticio te dice:

-- Por supuesto, señora, id con vuestros compañeros. Decidles que mi oferta sigue en pie. Necesito gente que proteja mi casa.

Yosef decide que si hay lobos por la zona, no sería conveniente andar solo en la oscuridad, así que acelera el paso para mantenerse en la retaguardia de la comitiva que dirige Oier de vuelta al pueblo, quizás, solo quizás, prestando atención y escuchando lo que tengan que decir los aldeanos, sepamos qué es lo que está pasando aquí.

Por algún extraño motivo, ver al gigantón, Elías, le reconforta. Parece un hombre entrenado y que sabe lo que hace. Así que bajar la cuesta y acercarse a él parece un buen plan.

Con alivio observa Elías que es el rubio insolente quien carga con lo que parece el cadáver de uno de los rufianes y no justo al contrario. ¿Lobos en el pueblo? ¿Tan cerca, con tanto jolgorio como hay? Atento a las sombras por lo que pudiera acontecer en esta noche tan extraña espera a que sus compañeros de viaje lleguen a su posición.

Claro don Ticio, sólamente dígame cómo llegar a su casa, por si lo pierdo de vista aquí.

Después de hacer memoria de la respuesta, Dolça partió a buscar a sus compañeros, en el camino siempre atenta en quienes y de donde se traían los repuestos de las viandas y el vino que si se consumían físicamente.   Ese sería el siguiente misterio a resolver. 

Camino del callejón donde vio por última vez a sus compañeros, Dolça ve por fin que una tinaja de vino que es rellenada por un par de aldeanos que cargan un barril. También distingue, en el otro extremo de la plaza, a una mujer con una enorme bandeja de fruta, que deja encima de una de las mesas y recoge la que está vacía.

Te adentras en el callejón, que ahora está vacío, y ves al fondo llegar a un extraño grupo: el mercenario navarro arrastra al tercero de los maleantes, rodeado del grupo de labradores y labradoras que salieron corriendo junto a él; detrás de ellos, los dos hermanos judíos, Elías y Yosef.

Y, cerrando el grupo, sonriendo a saber por qué, la extraña Yerma, con su pelo blanco y su caldero colgado de la espalda