Un día cualquiera, del presente más cercano.
Vasilov salió a la calle cuando todavía la luz del sol no acertaba a calentar mínimamente. Era una fría mañana, algo brumosa, y el cielo, ciertamente, empezaba a clarear, sin que se adivinasen nubes que trajesen lluvias. Tenía toda la pinta de ser otro día de sentir los huesos helados.
Hizo hueco con las manos, y echó aliento para calentárselas. Éxito efímero, pues al cabo de unos momentos tuvo que refugiarlas bajo las axilas, mientras pateaba el suelo, en otro intento por entrar en calor. El choque entre la agradable temperatura del interior de la casa, y lo que había fuera, se hacía notar.
Se dirigió a los establos, tanto para buscar calor, como para empezar a hacer algo productivo; en este caso, asegurarse del buen estado de las bestias de tiro, y de que todo lo relativo a carruajes estaba en orden, y de no estarlo, encargarse de que así fuese, pues tal era su cometido en el séquito del Señor de Slobozia...
... Slobozia...
Echó la mirada hacia atrás -metafóricamente-, para luego devolverla al lugar y momento actuales.. Slobozia... Recordaba lo que había perdido en los cambios recientes a los que se habían sometido todos. No, no renegaba de nada; lo aceptaba y punto, como buen siervo. Pero claro... Habían dejado muchas cosa atrás. Cosas que... hacían que la vida fuese un poco más interesante.
Pensaba en ello mientras cepillaba a una bestia de tiro. Ahora vivían en un lugar que, siendo optimista, podrían catalogar como incivilizado, asilvestrado, vacío, hostil... No había un sustrato de población residente sobre el que ellos se hubiesen podido posar. No. Simplemente, poco menos que escoria, y pueblos nómadas a los que habría que convencer, de un modo u otro, para que se asentasen y produjesen. Produjesen impuestos, por supuesto.
... "Población residente". Para él... ello significaba ciertas comodidades a las que estaba acostumbrado de la vida que había tenido hasta el momento... Tabernas, lupanares... Beber y gozar, los más básicos vicios que un simple siervo podía pretender disfrutar, y en los que derrochar sus ingresos, pues la vida es corta, y no merece la pena irse a la tumba con una bolsa de monedas. Es mejor gastarlas, y bien gastadas. En vino, en mujeres...
En ello pensaba mientras seguía cepillando a una yegua.. mujeres... No había lugareñas propiamente dichas, a las que convencer por unas -mejor pocas que muchas- monedas. Tal vez a alguna de un pueblo nómada, pero... algo demasiado complicado; prefería la sencillez en los negocios: vas a un sitio, pagas, te olvidas, nada de tener que buscar por ahí alguna oportunidad, que lo mismo no aparece.
Su mente siguió divagando un rato, incluso alcanzando a especular con la posibilidad de abrir, patrocinar, o tan siquiera sugerir, la apertura de un negocio de tales características. Tal vez no estuviese bien visto por la gente noble que ahora estaba asentada en esas tierras, pero era algo común en cualquier lugar civilizado.
... Y claro... el eterno problema... "la materia prima..."
Siguió con sus tareas, absorto en sus pensamientos. A falta de pan, buenas son tortas. A falta de un burdel donde rendirse al placer, bueno era, al menos, pensar en ello. Eso sí... se empezaría a preocupar el día que mirase a la yegua con otros ojos.
"Donde huele a azufre, hay tesoros o demonios"
Relato de las expediciones de Igor al Lago Amara en el año 959, comienzos de primavera
Igor, a quien los vivos esquivaban y los muertos aún consultaban en sueños viscosos, no era un hombre dado al movimiento. Su andar habitual consistía en rondas lentas por los caminos de lodo de Slobozia, en capa manchada, arrastrando los pies y murmurando letanías químicas de dudosa exactitud. Él mismo reconocía que el esfuerzo físico era algo que prefería delegar a los bueyes, a los criados sin cerebro o, en su defecto, al paso caprichoso del tiempo. Pero en días recientes, movido no por ambición ni deber, sino por la obsesiva y miserable necesidad de obtener Vitae, se había obligado a galopar. Galopar, sí, aunque nunca con la dignidad de un caballero ni la destreza de un centinela. Más bien como un saco de huesos rebotando sobre la silla, con gritos esporádicos de —"¡Detente, bestia del abismo, que me desgarras las posaderas!"— al sufrido jamelgo que tuvo la mala fortuna de servirle.
Fue así como, jadeante, resentido y con el rostro oculto tras una capa de polvo, Igor comenzó a explorar los límites del feudo, buscando ingredientes que pudieran darle ventaja en sus oscuras mezclas y arcanos experimentos. Había aprendido, a regañadientes y con la actitud de quien mastica ortigas, lo básico del herbario local: cortezas, raíces, minerales. En particular, sus ojeras se iluminaron con interés malsano al oír hablar de las ruinas termales de Amara, a siete kilómetros al noreste, junto a un lago del mismo nombre. Un lugar seguramente con leyenda. Y, mejor aún, con posibles reservas de azufre, nafta, cal viva y rastros de nitrato, todo lo cual podía aprovechar para su laboratorio. O para matar a alguien, si la ocasión lo merecía.
—“¿Sarna?” — dijo Igor una mañana, deteniéndose al borde de un campo fangoso mientras su montura escarbaba la tierra con expresión de suicidio. —“¿Tú crees que el Amo nos quiere vivos? ¿O simplemente útiles, como una uña larga o una verruga de esas que avisan la tormenta?”—
Sarna, una perra cimarrona de pelaje escaso y costras brillantes como monedas mohosas, lo miró con ojos líquidos, lechosos. Su cola se agitó dos veces, como dictando sentencia.
—“Ajá” — dijo Igor. —“Lo sospeché desde el principio. Muy bien. Caminemos. Pero si aparece un espectro romano exigiendo que le devuelva el aceite de oliva, lo matas tú.”—
Caminaron, pues. Y cuando llegaron, la presencia del lago Amara les llenó los pulmones con un aliento cálido, sulfuroso, como si la tierra sudara a través de sus grietas antiguas. Las columnas derruidas de las termas emergían del barro como dedos rotos, y un vapor tenue flotaba en el aire incluso cuando no había sol que lo provocase. Las aguas, de un tono lechoso con reflejos dorados, burbujeaban con pereza en ciertos puntos, como si respiraran.
A medida que Igor avanzaba, su percepción cambió. No de forma violenta, sino con la lentitud de un telón que se descorre: las sombras parecían más densas bajo los arcos caídos, y un murmullo, apenas audible, oscilaba entre el canto y la amenaza.
—“Deben de haber sido magníficos, estos baños... “— dijo Igor, bajando con cuidado por unas gradas semihundidas. —“Imagina Sarna mía: nobles desnudos con las vergas a punto para percutir los ortos de bellos efebos, servidores derramando perfumes, intrigas entre vapores. Y ahora, solo barro, hongos y mi resfriado permanente.”—
Sarna se adelantó, husmeando entre las losas cubiertas de limo. Igor, más atrás, observó cómo las raíces de un sauce parecían dibujar símbolos casi inteligibles en la piedra. Tomó nota mental. También recogió un puñado de limo humeante en un frasco y lo etiquetó con esmero: "Pudrición de los antiguos".
—“Aquí hubo algo”— murmuró. —“Y me atrevería a decir que no se ha ido del todo.”—
A lo largo de sus visitas, empezó a recolectar materiales: fragmentos de azufre que brotaban del suelo como cristales pálidos, depósitos de cal que se formaban bajo las corrientes minerales, y una pasta negra y viscosa que olía a nafta y a pecado. También localizó varios tipos de musgo rojo y hierbas que no aparecían en los herbolarios comunes, sino en grimorios de herboristería ritual. Se los llevó todos, claro está.
Y con cada expedición, algo en él cambiaba. No solo su cuerpo, que empezaba a adaptarse , a desgana, pero con eficacia, al trajín. También su percepción de su Bestia interior. Sarna era la única criatura con la que conversaba a diario sin sarcasmo, y sus palabras, a menudo, salían como pensamientos compartidos en voz alta. La perra no lo juzgaba. Ni cuando hablaba solo, ni cuando olía la tierra con avidez, ni cuando aullaba suavemente en la noche para comprobar si algo le respondía desde el lago.
Porque algo lo hacía. Una vez. Solo una vez, en una de esas noches neblinosas, un eco burbujeante respondió a su lamento con un tono burlesco, como una risa sumergida. Igor no lo comentó con nadie. Pero desde entonces, coloca una moneda romana sobre una piedra concreta antes de cada recolección. Por si acaso.
Ahora, los estantes de su laboratorio se llenan lentamente con ingredientes inusuales, etiquetados con notas tan poéticas como inútiles: "Sangre de la tierra no bendecida", "Gargajo térmico", "Aliento de emperador ahogado". Y mientras revuelve un alambique sobre el que flota una neblina verde, Igor suele decir:
—“Todo este trabajo... todo este sacrificio... ¿por sabiduría? ¿por poder? ¡Bah! ¡Por la Vitae, Sarna! ¡Por una gota más que me mantenga entero otro amanecer! Que no digan que no me gano el sustento como una mula maldita. Solo que más elegante. Y con mejor dicción.” —
Sarna bosteza. Y el contrahecho alquimista ríe. —“Eso es. Ni un dios, ni un héroe. Solo un ayudante de laboratorio con pretensiones de profeta. ¡Y mira qué bien nos va!”—
Y la risa de Igor resuena, burbujeante, como si Amara se la devolviera.
El amanecer se insinuaba apenas en el horizonte, pálido y gris, como si el sol dudara en alzarse sobre Slobozia. En la plaza del caserón habitado por Dama Radovina, el frío se aferraba a las piedras y a los huesos por igual. Boru ya estaba despierto hace un rato. No dormía mucho. Nunca lo había hecho, pero desde que huyeron de Transilvania, el sueño se había vuelto aún más esquivo.
Aún tenía pesadillas de esos días, sólo que ahora ya no lo despertaban de un salto en medio de la noche. Después de lo que había visto en la vida real sus pesadillas no eran más que recuerdos.
Se sentó en el borde de la fuente, ajustándose el almófar de un tirón, mientras su aliento formaba nubes breves frente a su rostro. No se lo quitaba ni siquiera para la primera comida del día. La cicatriz que coronaba su ceja derecha le dolía aún más en las mañanas frías, como si el acero que la había causado no hubiese terminado de salir nunca de su carne, pero lo aguantó con calma mientras daba cuenta de una de sus raciones. Era increíble cómo el cuerpo terminaba por acostumbrarse a todo si lo sufría lo suficiente.
Observó a los reclutas montar sus rondas con pasos desiguales. Uno arrastraba la lanza como si le pesara más el alma que el asta. Boru no dijo nada, solo le miró con ese gesto suyo de labios apretados que anunciaba un juicio interno. No estaba bajo su mando, ni siquiera sabía el nombre del muchacho, ellos lo sabían, pero aun así el joven corrigió la postura inmediatamente y siguió marchando. Boru soltó un gruñido, le dio otro mordisco a su bocadillo y desvió la mirada.
El sonido del portón del ala este lo sacó de su ensimismamiento. Radovina ya debería estar despierta. No la había visto, pero lo sabía. Siempre lo sabía. Se puso de pie con un gruñido seco, más por costumbre que por molestia. Acomodó el manto con un golpe del antebrazo, y caminó hacia el ala donde ella solía tomar el té. Aunque no lo pidiera, siempre montaba guardia. Era parte de su rutina, de todos esos años de servirle. Aunque no le hablara, siempre debía saber que él estaría allí.
Mientras iba en marcha pasó junto a un viejo árbol sin hojas. Durante una primavera, había florecido. Boru lo recordaba como un milagro. Ahora estaba igual que todos ellos: de pie, pero roto por dentro. Los restos de su ración terminaron en el suelo junto al tronco seco. Seguro alguno de esos perros callejeros que rondaba por allí podría darle mejor utilidad.
Avanzó unos metros más. Diferentes aromas le llegaban ya desde la estancia. Ella los usaba, quizás para sus lecturas, quizás para su cuerpo. Boru no entendía nada de eso, pero no necesitaba hacerlo. Su fe no era de símbolos, ni de espíritus. Su fe, a diferencia de otros aldeanos, tenía nombre y rostro: Radovina Szantovich de Bran. Poco importaba que ahora sus servicios estuvieran a nombre de otro varón, Boru sabía a quién, en el fondo, debía su lealtad.
Se detuvo junto a la puerta. Cruzó los brazos sobre el pecho. Afuera, el día seguía despuntando la lentitud pero constancia.
Como él.
Aislado, sumido en un letargo. Envuelto en ingentes mantos fríos. Helados. En las profundidades, donde la oscuridad reina y donde los rayos del sol no alcanzan, los sonidos no llegan, bajo una montaña fluida.
El corazón palpita lento. Ya no quema. Ya no duele. El fuego extinto. Encontrada la calma donde como un bebé en el vientre de su madre, encogido, se siente tranquilo y protegido.
Ya no hay frenesí. Ya no hay obsesión. Tan solo recogimiento. Silencio. Calma. Paz.
Y sobre todo ausencia de Rojo.
Lleva largo tiempo inmerso en ese sueño, pero todo tiene un límite. Su interior, sus entrañas, se ahogan, se asfixian. Debe abandonar el útero protector, gritar, llorar y recibir el aliento. Y como cada día vuelve a nacer. Respira pesadamente y su cuerpo se estremece, mojado, frío, helado.
Entonces abre los ojos y ve el inmenso prado verde, las aguas oscuras, el cielo gris y los árboles desprendiendo sus hojas. Rojas.
Abandona su protección. Abandona la frías aguas. Abandona donde se abandona. Y emerge otra vez, renacido. Como un hombre nuevo.
Cubre su cuerpo desnudo y advierte la herida en su mano. Mordida por el monstruo de la desesperación, el monstruo de la frustración y el monstruo del delirio. Y observa las marcas dentales, recordatorio de que nunca, en ningún lugar salvo en uno, estará a salvo. Tendrá paz. Ve fluir la Roja sangre que se derrama y nota que en su interior retorna. El Rojo.
Regresa al paso donde no desea volver. Su leal compañero conoce el camino, traicionando los deseos del jinete, devolviéndolo de donde partió. Y este no se resiste, dejándose llevar a través de los extensos mantos de hojarasca Roja.
Su camino es triste y pesado, por la otoñal y rojiza espesura. Se detiene al notar una flor. Descabalga y la recoge. Un Rojo crisantemo para unos ojos Rojos.
Paso a paso medita sobre que todo es injusto. No lo comprende. Aun así se somete. Pero le duele. Le irrita. Y en su corazón se sugiere macilenta la ira. Roja ira.
Sus pasos le llevan a su destino, antes de lo deseado, y lo observa con pesar. Un lugar pobre y abandonado. Un lugar de condenados. Expulsados. Castigados. Inundado por un barrizal que cubre sus calles de una sucia y enturbiada arcilla. Roja.
Sus cabañas y chamizos, intentan emerger del lodazal, asomando con esfuerzo sus paredes y techumbres, cubiertas de muchas hojas y por supuesto, tejas Rojas.
Y en aquella tierra baldía sus habitantes pugnan y se afanan por conseguir lo que sea de ella, juntándose como puedan tantos, para arrancar al suelo las pocas riquezas que esta aporta, cultivando sus Rojos campos.
Desciende la loma y entra en el pueblo, observando a los labriegos, siervos y trabajadores, esforzados y cansados, con sus rostros congestionados. Y Rojos.
Patrulla por las calles, contempla que todo está en orden y vuelve a las caballerizas donde, tras cepillarlo un rato, deja reposando a su compañero y abriga para ese frío día de otoño su lomo con un Rojo manto.
Quedan las labores de todo oficial, todo Capitán. Entrena con sus soldados y a uno nuevo, bisoño, por bajar la guardia, le golpea en el rostro, enseñándole una dolorosa lección y dejando su mejilla inflamada de un intenso Rojo.
Los nuevos reclutas necesitan armas, así que marcha a la herrería. Saluda al herrero, sumido en fabricar objetos cotidianos, desviste su torso, se cubre con el mandil y comienza a forjar puñales y dagas en las Rojas brasas.
No son grandes armas pero sí eficientes y útiles, mucho más que suficientes para abrir en aquellos hostiles amplias y sangrantes heridas Rojas.
Por la noche, en su oficina, repasa torpemente escritos. La lectura le agota tanto como la escritura, pero se somete al dictado de un maestro inclemente, evadiendo su mirada frecuentemente al candil de llama Roja.
Retorna tarde, cansado, en la oscuridad, a cobijarse en su hogar. En la puerta monta guardia un veterano guerrero, al cual saludo con la cabeza y así reconoce su buena custodia. Viste gruesa armadura y se cubre con capa Roja.
En su casa es recibido por dos Rojas ascuas y unos Rojos labios. Tiene la Roja flor para ella que le sonríe y le conduce a la cama. La noche es intensa, la noche es apasionada, la noche es ardiente, la noche es Roja. Un momento de alegría en su habitual vida Roja desdicha.
Amanece Rojo, mostrando el sol sus rayos y se despide afectuoso de sus dos luceros Rojos. Abandona su casa y ahí encuentra, montando guardia, al guerrero de Rojo ataviado. Camina por las calles, de abundante Rojo barro y llega al establo donde su alazán de Rojo permanece abrigado. Lo ensilla y lo monta, volverá a patrullar la tierra Roja. Entonces aparecen marciales, sus dos leales oficiales, hieráticos sin osar mirar sus ojos. Y lo saludan exhibiendo sus coloridos sayos Azules.
Y él sonríe.
- Me gusta el Azul.
Y con mejor humor, parte.
A veces, cuando el barro no llega más allá del tobillo y el cielo aún no amenaza tormenta, Valdav sale a cabalgar con Secreto por los senderos a medio trazar que hilan las ruinas del pasado con los maderos temblorosos del presente. Lo hace sin destino preciso, no por gusto, sino por necesidad: como quien busca aire para poder seguir respirando dentro de la casa común.
El lodo se adhiere a las patas del caballo como las palabras que no se pueden pronunciar se pegan a la lengua. Y sin embargo, Valdav agradece esos momentos en los que la marcha del animal silencia el bullicio del trabajo manual, del martilleo de vigas, del crujido de leña húmeda y de las discusiones ásperas de aquellos que aún no han olvidado que vienen del hambre y del miedo.
No puede –ni debe– levantar muros. Sus manos no sirven para la sierra ni la pala. Pero las ha puesto al servicio del papel, del cálculo, de la memoria escrita y del futuro que alguien habrá de imaginar para que otros lo vivan. Se ha hecho cargo de la contabilidad rudimentaria de grano, leña y carne, anotando en su libro con la misma caligrafía con la que antes copiaba códices litúrgicos. Y ha comenzado, en los huecos de la jornada, a perfilar el programa de enseñanzas que el joven heredero, y el ahijado de Durius, deberán recibir.
No son aún lecciones formales. Son bosquejos. Mapas trazados en la mente. Pero ya están ahí: desde la geometría básica hasta el arte de la retórica; desde los reyes de antaño hasta las doctrinas veladas de los poderes ocultos. Aunque esa última parte deberá consultarla primero con Durius. Pues, si ha de haber un mañana, mejor que no lo habite un ignorante.
Por las tardes, cuando el cielo se cubre de ese gris espeso que anuncia que el verano aquí es una broma cruel, Valdav pasea entre las chozas y conversa con los más viejos del lugar. Interroga sin parecerlo. Pregunta con disimulo. Los lugareños, si están de humor, hablan de lo que recuerdan: de los bosques que nunca conviene cruzar dos veces por el mismo sitio; de luces que no son hogueras; de sonidos que no tienen fuente visible. De cosas que rondaban antes de que llegaran los caballos del Duque. Valdav escucha, anota en su mente, y al llegar la noche, copia fragmentos de esas historias en su cuaderno de cuero agrietado, como si coleccionara jirones de una verdad enterrada.
A veces, cuando cree que nadie lo ve, baja al sótano de la casa del señor. No es lugar de recreo, sino de refugio. Allí, en un rincón protegido de la humedad por unas telas gruesas y un brasero apagado, tiene su pequeño laboratorio improvisado. Algunos frascos rescatados del desorden, un alambique rudimentario, hierbas secas, y unos cuantos libros que sobrevivieron al viaje. Ha comenzado a experimentar de nuevo, con la cautela de quien sabe que los errores aquí pueden tener precio en sangre. Nada ambicioso todavía. Solo pequeños intentos: tinturas para la fiebre, lociones para la piel agrietada, y alguna que otra prueba más osada cuya utilidad aún no se atreve a definir.
Valdav Krevcheski no es un líder, ni un guerrero. Tampoco es un siervo del todo. Es, como siempre, un extraño dentro de su propia época. Pero aquí, en este lodazal resucitado, ha encontrado al menos un papel que desempeñar. Si no puede encender antorchas, al menos puede escribir los mapas para que otros las porten.
Y eso, se dice a sí mismo mientras acaricia el cuello de Secreto al regreso, es más de lo que muchos pueden decir.
Fragmento del cuaderno de Valdav Krevcheski
Entrada fechada: Veintitrés de junio, víspera de San Juan
“No hay frontera más engañosa que la que separa la superstición de la memoria. En Slobozia, todo recuerdo parece una advertencia disfrazada. Hoy, un anciano pastor me habló de la Madre de la Loma, figura envuelta en trapos oscuros, que, según dijo, camina entre los robledales cuando el sol cae rojo, murmurando nombres en una lengua que nadie quiere recordar. Asegura que su hermano la vio, y que al día siguiente los perros amanecieron mudos y los cubos de leche, llenos de gusanos.
¿Pura mitología rural? Tal vez. Pero la repetición de un símbolo no es coincidencia, sino patrón. Desde Alba Iulia hasta aquí, las historias cambian de forma pero no de fondo.
En lo alquímico, he intentado recrear el ungüento antiséptico de los manuscritos de Szeged. Necesito más corteza de sauce y una base menos grasienta: el sebo de cabra no funciona, hiede y corrompe. El extracto de manzanilla que traje de la capital aún conserva algo de virtud, pero se agota.
Si la enseñanza va a empezar pronto, debo preparar también los otros libros. No los que se muestran, sino los que se insinúan. El heredero aprenderá de mapas y cifras; pero el ahijado… tal vez entienda mejor los susurros de la noche.
Y yo debo estar preparado para cuando alguno de ellos pregunte no ‘qué es’, sino ‘por qué ocurre’.”
Días felices.
Lo que para otros fue un penoso ascenso de aquel cuasi destierro a una base más estable desde la que guiar sus vidas, para Tiberiu (cuyo nombre había pertenecido a un famoso emperador romano, como le habían dicho tantas veces), fue un verdadero paraíso.
El barro era una promesa de sorpresas siempre nuevas, o un medio por el que, distraído, podía ir de un juego a otro sin cejar en lo que su inquieta cabecita le iba diciendo. El barro era un depósito de criaturas inquietas con las que comerciar con otros niños, o a las que contemplar durante numerosos suspiros, o a las que someter a las inocentes, crueles, torturas, que los niños suelen improvisar para ellas sin esfuerzo alguno.
El barro y la hierba mojada eran el país donde habitaban numerosas tareas que todo el mundo encargaba siempre a todos los niños. Si: también a él, aunque con una cierta prevención que él jamás supo distinguir. Eran demasiado necesarias todas las manos. También las del señorito, y llevaba agua, manzanas, una palabra, una herramienta de las que, por escasear, siempre se hacía tráfico intenso e intenso uso.
Todavía no era la hora de las clases aburridas, de las agotadoras jornadas con el carboncillo o con el pincel, o con la pluma, o de dar y recibir palos que pronto irían metamorfoseándose en espadas. Todavía no era la hora del destello de miedo en los ojos de los siervos, o la del peor y más profundo miedo a la traición, al desprecio, al deshonor, al ridículo, a tantas pequeñas y grandes torturas que debía soportar el señorío.
Era la hora de contemplar, con la boca abierta de par en par, cómo construían un muro los albañiles, y retejaban los tejadores, y mataba el matarife los gorrinos contados con los dedos de la mano, aprovechando cada gota de sangre que salía de sus cuerpos todavía en exceso magros.
Era la hora de visitar a los pastores, de no asistir jamás los oficios religiosos (porque no había), de escuchar cotilleos arcanos todavía para él, de reposar su cabeza sucia y despeinada en las piernas de su señora madre cuando le viniera en gana.
¡No tenía maestro! Y, por ello, todo el mundo enseñaba pequeñas cosas a los desocupados. Y las tareas aburridas eran amenizadas por cantares y consejas de las que todos tenían de sobra en sus molleras. Y aprendió a hacer silbatos con madera de abedul.
Se hacía así: se desprendía la corteza de un palo de chopo o abedul fresco, con cuidado, sin romperla. Y este era el secreto más profundo, pues lo otro ya era fácil. El pequeño cilindro de madera era despojado de una astilla por una punta, y se ponía de nuevo en sus sitio la corteza. Por último, se eliminaba una franja de esa misma corteza donde coincidía la mitad del vacío creado por la astilla faltante y (¡magia!) cuando soplabas por la punta donde habías retirado la astilla, recorría tu aliento la oquedad para salir por donde la franja de corteza faltaba, pero convertido en un pito que pronto atormentó a todos los seres vivos (y no tanto) de aquel poblado recién nacido.
SLOBOZIA. FINALES DE ABRIL DEL AÑO DE NUESTRO SEÑOR DE NOVECIENTOS CINCUENTA Y NUEVE.
Llevaba días sin hablar. No porque no quisiera, sino porque no podía. Lo máximo que podía emitir, voluntariamente, era un estridor agudo, que tampoco podía modular. Hasta su respiración era un silbido continuo que variaba de tono, según inspirara o espirara.
Así había regresado de su primera salida, la primera después del terrible suceso que había sido el ir de caza de la bruja. Y, por ende, de la cabeza de Iacobus. La primera salida desde aquel día en que apuñaló a su esposo, y desde el que se había visto encerrada en la casa. No era de extrañar, lo había hecho, era cierto, y nadie dudó que merecía un correctivo ejemplar, aunque hubiera sido el diabólico influjo del Caballero de los Cárpatos lo que hubiera guiado su mano, según se dijo. El caso es que lo había hecho.
Pero su esposo, del que se decía que en aquel entonces aún no había consumado el matrimonio a pesar de que eso era lo que el Duque había ordenado, no la había castigado, que se supiera. Le había asignado un guardián, uno que no era Boru, éste demasiado devoto de la Dama Radovina. No, en la puerta de la casa acechaba, como una fiera de dispuestos colmillos, Carcelero, probablemente deseando que intentara escapar para hincarlos en su piel hasta destrozarla. Sin embargo, nada más. Extraño.
Sólo eso: la había mantenido encerrada. Hasta esa primera salida hacía algo más de una semana.
En esta ocasión, aún había sido más extraño. Porque sin que ellos supieran por qué, poco después de una matinal visita del Capitán, tanto Elena como Boru, que eran los únicos realmente leales a la dama Radovina, fueron advertidos por su Señora de que ella y su esposo iban a salir. - ¡Iban a salir! - Que Elena tuviera un baño caliente preparado para cuando ella volviera, y que no, que no querían que Boru les acompañara, la Señora no necesitaba más protección que la de su esposo. El fiel Guardián protestó, pero no hubo caso, salieron ambos sin escolta. Sólo tomaron una piel de oso, que llevaba Ferenk en su brazo.
Se supo que habían ido a las caballerizas de la Guardia, y que allí ensillaron un par de caballos, el de Ferenk y otro que también solía montar él, y que se fueron juntos al trote, tomando el camino del Oeste. Algunos aldeanos les habían visto subir la cuesta, sonrientes y felices, y desde arriba detenerse y otear el llano donde Slobozia empezaba a tomar cuerpo, junto al Ialomita. Después emprendieron un camino que parecía ser el del Lago Amara, a galope tendido. Y ya no se les volvió a ver hasta su regreso.
El regreso sí que fue digno de habladurías. Llovía. El Capitán llevaba a su esposa hecha un ovillo, envuelta en la piel de oso y su capa celeste, en su regazo. Chorreando. Inerte. La bajó con cuidado, y entró en la casa cargando con ella. Tanto Elena como Boru se acercaron a preguntar qué había sucedido, qué podían, qué debían hacer. Pero una mirada afilada y cortante como un cuchillo de acerado metal fue toda la respuesta que recibieron por parte de su Señor.
El baño caliente se perdió, él entró en la habitación, y cuando salió cerró la puerta, tal como había ya cerrado los postigos de la ventana. Y se alejó. Cuando pasadas las horas llegó la noche, no acudió a ella.
A la mañana siguiente, Radovina salió de esa habitación y se acercó a Elena, a quien sacudió de un brazo. No podía hablar. Por señas le indicó que quería un pañuelo, la Sirvienta le trajo uno, y fue consciente de unos negros moretones alrededor del cuello de su Señora. Moretones que sólo podían significar algo nefasto.
Se lo comentó a Boru, y poco a poco, entre sus propias deducciones, los comentarios, y la imposibilidad de hablar de Radovina, las habladurías se extendieron como una mancha de aceite. El pañuelo al cuello no evitó que se supiera de sus cardenales. Y que se hicieran suposiciones acerca de ellos.
"¿Estrangulamiento? ¿Ahorcamiento? ¿Algas en el fondo del lago?..."
Desde ese día, él regresaba cada noche, y se encerraba con ella en la habitación de matrimonio. Radovina no hablaba, ni poco ni mucho, y si se la veía iba siempre con su pañuelo al cuello, ocultando las marcas ennegrecidas de su piel. En la puerta de la casa ya no era Carcelero quien vigilaba. Pero siempre había un Guardián allí, uno designado por El Caballero Capitán Ferenk Zarak.
Por si acaso...
Durante el largo y crudo invierno de 959, Mikail se mantuvo alejado de los pasillos iluminados del laboratorio de Durius. Su señor tenía otros asuntos que atender, y el ghoul aprovechó ese respiro para centrarse en su propio perfeccionamiento. El miedo, la memoria de su antiguo domitor y la necesidad de mantenerse útil lo empujaban más allá de los límites de su carne y mente.
Las mañanas comenzaban temprano, cuando el cielo aún era de plomo. En el bosque helado, Mikail se entrenaba solo, con el arco que le había fielmente servido. Su puntería se volvió más precisa, más instintiva. Ya no apuntaba con los ojos, sino con la respiración. Cada disparo silente le costaba horas de práctica bajo la escarcha, pero cuando al fin consiguió acertar a una liebre en carrera sin quebrar una rama, supo que su puntería había alcanzado otro nivel.
Durante la caza y las travesías nocturnas por los riscos y senderos de la región, su cuerpo aprendió a deslizarse como la sombra de una sombra. El crujido de la nieve bajo sus pies desaparecía con cada paso. Un Tzimisce podía sentirlo todo: Mikail tenía que aprender a ser nada.
En sus ratos libres, refugiado en una vieja cabaña de pastores semiderruida que usaba como refugio improvisado, trabajaba el cuerpo y la mente. A fuerza de observación, su percepción se afiló: empezó a notar el leve temblor de las ramas antes del ataque de un depredador, la dirección del viento antes de que hablara. Su astucia, templada por años al servicio de amos crueles, se volvió más refinada; aprendió a leer las palabras no dichas, las intenciones ocultas.
Por las noches, frente a la tenue luz de una vela, recordaba el rostro de su hermana, la expresión de los campesinos, la desesperación y locura en los ojos de aquellos pastores. Comenzó a entender lo que antes solo percibía: el sufrimiento, la mentira, el miedo. Desarrolló una forma rudimentaria de empatía, no por bondad, sino por supervivencia. Entender el corazón ajeno era evitar un castigo innecesario o anticipar la traición.
No todo era introspección. La intuición le vino de la práctica: aprendió a confiar en su instinto, en ese escalofrío que recorre la nuca cuando algo va mal.
Finalmente, con manos sucias y heladas, aprendió a sobrevivir. A encender fuego bajo la lluvia, a encontrar raíces comestibles, a orientarse con las estrellas. Mikail no era un guerrero ni un sabio, pero se convirtió en algo más peligroso: un sirviente silencioso, despierto, difícil de atrapar y aún más difícil de leer. A la vuelta de la primavera, Durius, su amado señor, lo encontró distinto. El ghoul no hablaba más de lo necesario, no preguntaba nada, pero su mirada era más aguda.
TIERRA DE SLOBOZIA, EN ALGÚN MOMENTO ENTRE LA LUZ DEL CREPÚSCULO Y EL BOSTEZO DE LA MADRUGADA.
A LO LARGO DEL MES DE JULIO DE 959. EL BUFÓN EMPRENDE UNA OBRA.
ACTO I: EN LA CORTE DE LOS BICHOS.
Sarna observaba desde la desvencijada escalera de piedra, como una estatua viva y llena de pulgas, mientras Igor se enfrentaba al nuevo miembro de su heterodoxa manada: un gato gris, con el lomo arqueado y ojos como carbones mojados. Lo había bautizado “Sabañón” tras el primer zarpazo, que le dejó la mano como un nabo pasado por brasas.
—“Vamos, criatura infernal… sólo quiero... ¡¡Agh, otra vez no!!”— gimió Igor, mientras blandía un ridículo guante de cuero como improvisada manopla.
Había conseguido atraer al felino con un poco de arenque ahumado robado de las reservas las sirvientas y un pedazo de hilo encantado para moverse como serpiente. Tras cinco mordiscos, tres arañazos, y un momento en que pensó que el gato le había robado una muela, el pacto se selló: Sabañón le permitiría vivir. Bajo estrictas condiciones.
ACTO II: DEL ACEITE A LA HARINA.
Las antorchas fueron el primer paso. Igor preparó cinco, mezclando cera reciclada, musgo seco y unas gotas de aceite infundido con esencia de romero y ajo silvestre (por si los muertos también odiaban la cocina campesina). Las velas le costaron más: casi una docena de dedos de cera que fundió entre blasfemias y poesía obscena, vertidos en moldes que alguna vez fueron huesos huecos.
Para la comida, se sirvió de su habitual "convencimiento" en los mercados: un trueque de "bendiciones del Amo" por frutos secos, raíces y un saco de harina que casi se lleva Sarna en el hocico. El pellejo lo llenó con cerveza de temporada, "agua de cebada" que según el borracho del mercado “limpia las penas y las vísceras por igual”. Igor no se fiaba del agua desde 934… tremenda diarrea.
ACTO III: ACERO Y ARPILLERA.
Robó dos palas y un pico de un carromato distraído. Lo hizo silbando una marcha fúnebre y preguntando en voz alta si alguien había visto a su “tío enterrador”. Nadie preguntó. La palanqueta, más rebelde, la negoció con un curtidor a cambio de un "ungüento milagroso" (que en verdad curaba los callos, aunque dejaba un aroma a cebolla pelada).
Los sacos de arpillera venían de l almacén del señor feudal. En teoría, eran para almacenar grano. En la práctica, ahora contenían cuerda, mantas, puchero, gancho para la chimenea y un cuenco de madera grabado con la cara de un santo al que nadie recordaba. Si lo apretabas mucho, sonaba como si el santo llorase.
ACTO IV: A LA SOMBRA DE AMARA.
Al fin, con Sabañón enrollado como un espía entre los víveres, Sarna gruñendo a algo que sólo ella notaba y un aire de ceremonia silenciosa, Igor confirmó que todo estaba dispuesto. Él, Carcelero, Valdav y Mikail partirían en unos días. El Amo, en su sabiduría insondable, había mirado más allá del barro de Slobozia. Y allí donde otros veían ruina romana y piedras musgosas, Durius Tremere había visto cimientos.
Y si no, Igor siempre podría hacer de aquellas termas un nuevo laboratorio subterráneo. O el sepulcro de sus huesos. Era, en el fondo, lo mismo.
TIERRA DE SLOBOZIA, DURANTE "EL BOSTEZO DIURNO"
EN ALGÚN MOMENTO DEL 949. CASA DEL VIUDO. LA NAVAJA Y EL ESPEJO.
Afilar una navaja no es asunto de fuerza. El metal no cede a la falsa voluntad, sino al convencimiento y la obstinación. Woyzeck sabía de esas cosas y, al menos una de sus manos, las recordaba.
El Barbero Muerto había dejado la hoja de afeitar en remojo la noche anterior, sumergida en un cuenco casi a rebosar de un líquido aceitoso, donde flotaban algunos pelos sueltos, virutas de hueso y algo más denso que se negaba a quedarse allí, pero que tampoco se decidía a dejarse caer por el borde, por el que sí se habían precipitado varios pellejos resecos.
Ahora, con la primera luz de un sol envenenado la estancia, El Viudo deslizaba el filo contra la piedra con movimientos irregulares. Idénticos, pero diferentes. No había gesto humano que pudiera reproducirlos, no si no se había asistido y contribuido, como mínimo, a una docena de partos.
El roce y roce del hierro resbalando por la piedra, la leve pausa intercalada al final de cada trazo, componía una cadencia no precisamente hipnótica. Algunos dirían que su melodía se asemejaba a una corrupta plegaria; otros se taparían los oídos, sin duda, creyendo que el diablo se acercaba arrastrando las pezuñas. Woyzeck tan solo afilaba la navaja. No era un hombre de verdadera fe. Nunca lo fue, por más que lo intentara. Tres hijas y una difunta lo mantenían atado a la cruda vida terrenal.
Frente a él, sobre el altar, un espejo confuso. Lo que quedaba de él y de Woyzeck. El marco moribundo. El azogue picado. En el centro, una mancha profunda que se negaba; una sombra que no reflejaba ni sentenciaba.
Aun con ello, pese a la indiferencia de aquella mácula, de aquel rescoldo incapaz de gratificarle con su reflejo, Woyzeck, por rutina, en él se buscaba, en ella se miraba por vanidad, como si esperara que, por error o por clemencia, la mancha actuara como el espejo que no era y, con el paso del filo, tuviera la consideración de devolverle otra cosa que no fuera ese desdichado desdén.
Decía que, debido a la inclemente luz diurna que aquella mañana se había encarnizado en castigar la apacible obscuridad del taller del Barbero Muerto —laboratorio a tiempo parcial, santuario abnegado, cementerio destinado al entierro de cotilleos y, durante las estaciones intermedias, lugar de peregrinaje de un tipo de ciempiés que, si bien era molesto de digerir, siempre tenía una anécdota que compartir—, la navaja, y no el espejo, sabedora de lo que estaba por venir, por más que Woyzeck se esforzara en desafilarle el brillo, esta le devolvía un opaco destello, obstinado y convencido; un afilado reflejo de todas las barbillas que había recorrido, de todos los bigotes que había cercenado, de todas las gargantas que había tanteado, de todas las pústulas que, a filo limpio, había reventado. Como si aquel desecho destello de su pasado, el de la navaja —que había pertenecido antes al padre y antes al abuelo—, pretendiera ser un fatídico discernimiento para El Viudo.
Así que, astillado, compungido, harto de no verse reflejado, de tener que contemplar la miserable existencia que blandía —en comparación con la honrable vida de su padre y de su abuelo—, Woyzeck ahogó, desanimado, de nuevo la navaja en el cuenco y se dispuso a honrar la sexta hora, aunque no fuesen ni las seis de la mañana".
Cerró a cal y canto la puerta de entrada, las ventanas de las distintas estancias, las de la cocina y las puertas y ventanas interiores que daban al atrio. Y con el último suspiro de luz, volvió la obscuridad al hogar. Y con ella, el reflejo en el espejo cobró sentido. Y ambas, sombra y navaja, retomaron su acuerdo. Y aunque nadie las vio, un ciempiés sí contempló cómo, en el filo desafilado de la navaja, la mirada de Woyzeck se apagaba mientras en las profundidades de la mancha su cuello era degollado por un cuchillo sostenido a tres manos.
CUADERNO DE OFICIO FAMILIA BARBERO MUERTO
TOMO PRIMERO: MANUAL DE USOS Y COSTUMBRES DEL CABELLO QUE NO CEDE
Avertencias:
Algunas páginas huelen a grasa rancia. La mayoría, si no todas, están cubiertas de polvo, rencor y envidias a partes desiguales.
Del cabello resentido
Aparece, casi siempre, en viudas jóvenes, padres sin anhelos y niños con los ojos demasiado abiertos.
No crece, no cede, no se deja recortar. Si se insiste, te hace sangrar desde dentro de la médula espinal.
Requiere espátula templada con vinagre, salvia de Symplocarpus Foetidus (col de pantano) y cal viva. Después de cortar, rezar en voz baja mientras se quema el mechón: Si el humo es blanco, el recuerdo todavía escuece. Si es gris, ya se ha podrido. En cualquier caso, no aspirar.
Del cabello de las ahogadas
Siempre húmedo, incluso años después de haber sido enterrado. Resbala entre los dedos, aunque esté seco. Huele a río, a manos y a celos. Nunca a remordimientos.
Conviene usar peine de púas torcidas y nunca, nunca, tener agua cerca mientras se amputa.
Una vez cortado de cuajo, tiende a enmarañarse con objetos del entorno: clavos con forma de anzuelos, agujas de huesos, suspiros ásperos, hijos bastardos o sueños libinidosos.
No confiar la labor a principiantes. El cabello de las ahogadas vuelve.
Del cabello envenenado
Se le reconoce por su sonido al cortarlo: un crujido similar al de morder fruta podrida. El color no cambia, daña la luz.
Suele encontrarse en nobles casadas contra voluntad, criados traicioneros y amantes que se dejaron caer del campanario.
No hay tratamiento directo. Distancia y silencio.
Algunos lo entierran envuelto en falsas disculpas. Se sabe que se tejen con ellos sogas de calidad.
Es un error conservarlo.
Del cabello de los recién colgados
Parece dócil. No lo es. Tiene la consistencia de un nudo. Recuerda los arrepentimientos. Al cortarlo, tiende a tensarte hacia atrás.
Cuidado: si se intenta peinar, se enrosca en la muñeca. En ocasiones murmura.
Hay quienes aseguran, peluqueros no son, que, si se afeita justo antes del alba, puede saberse el nombre de quien tiró de la soga o del chivo expiatorio. Nunca de ambos.
Prestar atención: jamás reutilizar la navaja.
Del cabello que no es cabello
No crece desde el folículo. Se desprende. No se corta. Si se pretende arrancar de raíz, como ha de ser, buscar en la lengua, el centro del paladar o en la última frase dicha a traición.
Suele presentarse en aquellos que han mentido en confesión, en los que han sobrevivido milagrosamente a un interrogatorio o en los que ejercen de confesores.
Mejor no tocarlo. Sí se ha tocado, lavarse con orina de cuervo y enterrar las manos en lodo durante tres días.
Acerca de algunos de los cabellos que no se dejan clasificar
Se esconden en cofias antiguas y nuevas, en almohadas prestadas y en peinetas familiares que nadie recuerda haber heredado.
Cuando se los encuentra, lo más probable es que ya se haya soñado con ellos.
TIERRA DE SLOBOZIA. EN ALGÚN MOMENTO.
HACE UNOS AÑOS. CASA DEL VIUDO. LECHE NEGRA EN CUENCO DE HUESO.
Yo lo sabía desde antes. Desde mucho antes. Lo noté en el buen sabor. Esa leche no era leche. Era otra cosa. Eso decía la gente del pueblo cuando venían buscando. Un vaso y se les olvidaba. Dos y confesaban cosas que no les había preguntado. Tres y dormían de pie. La leche no cuajaba. Los quesos no alimentaban, pedían explicaciones.
La cabra dejó de dar leche al cuarto día de la primera luna enferma. A la sexta noche, caminaba en círculos perfectos. Al octavo día, mascaba ortigas. A la décima noche, empezó a tumbarse bajo el aljibe; dormía con los ojos en blanco, abiertos como girasoles. Al duodécimo día, balaba en silencio, como si recordara un ruido más que hacerlo.
Mis hijas me dijeron que la ordeñara la primera noche de luna castiza, cuando los vientos atrapados bajo la cúpula del peristylum discuten. Al intentarlo, con el cuenco de hueso, el de siempre, tres gotas cayeron. Solo tres. La cuarta me salpicó en el dorso de la mano. Cuando dejó de manar, la cabra me miró sin rencor, con ese tipo de tristeza que tienen los animales que han emprendido el camino de la inmoralidad.
Entonces ella, la luna, al hacer ademán de limpiarme la mano, me mordió con saña; la cabra con intención. Las mordeduras fueron leves. La sangre brotó con prisas. La piedra me lamió la herida y, por un instante, vi lo que no debía: campos ardiendo sin fuego, madres sin hijos ni vientre y a mí mismo, más joven, más inquieto, más hundido en lo profundo de un pensamiento, solo uno, que no era mío, ni siquiera humano.
Ahora ya la cabra no duerme, sea luna postiza o teñida, escéptica o sesgada. Yo tampoco. La leche no le volvió. Pero en el cuenco sí flota, sobre leche negra que cada noche reaparece aunque lo vacíe, un calostro exquisito que nadie más se atreve a degustar, excepto los peces que saltan del impluvium creyendo que, si se untan en él, se volverán humanos a la siguiente luna vencida.