Partida Rol por web

Cubierto de aquel lodo corrupto, Tharvelis se apartó del resto de los desechos que ahora flotaban inertes. Sus branquias se agitaban tras sus orejas, y su poderoso pecho subía y bajaba, ralentizándose. Levantó la mirada hacia el cambiaformas Ailaserenth. Aún era orgullosa y fiera, pero notaba que las fuerzas empezaban a flaquearle. Aún así, se esforzó para que no se le notase.

—Las palabras sólo son viento si no van seguidas por los hechos. Hice una promesa. La cumplí. — respondió con expresión adusta. Levantó una mano y agarró del hombro con delicada firmeza a su hija, el orgullo de las siete generaciones pasadas reflejándose en la mirada. El brazo le temblaba ligeramente. — Mi hija Nymalei lo ha visto todo, y con ello compondrá la más grande de las canciones. Vosotros apareceréis en ella. — dijo con la solemnidad de quien ofrece el más grande de los reconocimientos.

Miró la mano tendida del cambiaformas Ailaserenth, luego echó un último vistazo a la infame sala maldita. Las fuerzas seguían escapándosele lentamente, como sangre lenta de una herida profunda.Tras unos momentos valorando el ofrecimiento, ajustó la espada desnuda en su cinturón hecho de fibras de algas y agarró con su enorme mano la del otro elfo, sin soltar a Nymalei.

—Hazlo, Ailaserenth de Silvanost.

Flynnean, o lo que quedaba de él, más bien, emergió de entre los restos en rápida descomposición de la mosntruosidad del templo bajo la cúpula en el mar de azogue. Esforzándose de salir bajo la pila de podredumbre, contenía a duras penas la respiración. No podría hacerlo durante mucho más tiempo.

Tras recobrar la movilidad y hacerse una idea de su entorno una vez más, vio el gesto del nuevo dimernesti, o de los nuevos dimernestis (reproducidos mágicamente en gran número) y se acercó hacia él. Parecía prometer de alguna manera llevarle de regreso a la superficie. Aunque eso apuntaba un esfuerzo demasiado largo para el tiempo que le quedaba de aire en los pulmones, aquel era un elfo especial, que había utilizado poderosos hechizos para dañar a la bestia amorfa, así que seguramente tenía todavía otros recursos mágicos que emplear. Eso esperaba.

El diminuto islote nunca me había parecido tan paradisíaco como ahora, a pesar de las algas muertas y en avanzado estado de descomposición que se amontonan en sus negras orillas.

En mi fuero interno lo bautizo como "Salvación de Ailaserenth", aunque dudo muchísimo que jamás aparezca así anotado en ninguna carta de navegación.

Pero mi dicha por pisar tierra firme se desvanece tan deprisa como veo al poderoso Tharvelis desplomarse de bruces sobre la superficie volcánica.

—No ha sido mi magia —me apresuro a defenderme en mi lengua natal ante la acusación no pronunciada por ninguno, antes de reparar en mi inexcusable falta de empatía y preguntar a Nymalei en su idioma—: ¿Está...?

No me atrevo a terminar la frase en voz alta: «¿... vivo?»

Deseo de corazón que lo esté, puesto que por Adele no he podido hacer nada. Ni por Kyliana. Ni por Enrielle...

La impotencia y la angustia por mis propias limitaciones mortales amenazan con abrumarme una vez más, pero me obligo a recordarme que yo tampoco estoy a salvo.

Registro mi empapado saquillo de componentes de conjuro hasta encontrar el que necesito: un frasquito que contiene un capullo vacío de mariposa. Sin dudarlo un instante, pronuncio las palabras para cambiar mi forma actual por la de un corpulento ursoi.

A continuación, me aproximo al cuerpo inerte de Tharvelis y uso la poca magia que me queda para tratar de convertirlo a él también en uno de los admirables hombres-oso que habitan en el Límite del Glacial. Si el encantamiento no funciona, significará que está muerto; pero, si lo hace, me apresuraré a revertirle a su forma original para no alterarlo.

Con independencia del resultado, comienzo a trabajar en la convocación de mi refugio y en la poderosa ilusión que debería ocultarlo de miradas indeseadas hasta que hayamos podido recobrarnos de tan traumática experiencia.

Tharvelis, aún en la sala del monstruo infame, negó con la cabeza. No acarrearía semejante tela putrefacta. Él mismo había recogido objetos valiosos de los habitantes de la superficie cuando éstos naufragaban, y aquella manta de podredumbre, que era más parecida a los restos de ropa de los muertos, no lo era. La pesadilla había sido destruida, y nadie jamás debería regresar con nada que le perteneciera, pues bien podría seguir expandiendo la enfermedad de muerte. Así, se limitó a agarrar de la mano al cambiaformas.

Volver al islote en lo que duró un parpadeó fue profundamente desconcertante. No había sospechado en ningún momento cómo sería, pero se arrepintió en los largos segundos, intentando disimular los mareos y las ganas de vomitar, hasta que se desvaneció.

En ningún momento fue consciente que por unos momentos había sido convertido en una extraña criatura gigantesca y cubierta de pelo. El aire seco entró a sus pulmones, raspándole como si respirara arena. Tosió, vomitó baba negra, y se giró, alargando la mano para encontrar la de su hija, y permanecer algunos segundos más así.

En todos sus años había luchado incontables veces, pero ninguna de ellas lo había dejado tan exhausto. Sólo sería un momento...

La sensación de falta de aire fue una prueba de fe además de una física, pero al final, antes de desfallecer y ahogarse, el túnica blanca le salvó a él y a los demás. A todos menos a la gigantesca estatua que era Adele. Una cazadora de monstruos convertida en un monstruo de piedra. Irónico. Era una de las pocas cosas que sabía de ella, algo de lo que no tenía muchos reparos en hablar, pero su fuerte carácter y malas formas habían impedido un mayor nivel de implicación. Su muerte, sin embargo, le dolía igualmente, tal vez más. Y no era la única. En la tranquilidad reinante en la pequeña isla tras su hazaña liberando al mundo de aquella terrible abominación de pesadilla, Flynnean, además de curarse a prodigiosa velocidad y conversar (de forma bastante limitada, claro está) con la bella Nymalei, reflexionaba en silencio.

Habían perdido a Adele, que les había escudado de cuantiosos ataques de la bestia sin nombre. Su sacrificio sería recordado, así como la amarga lección tras su uso desmedido de la magia. Pero antes de ella habían caído también Kyliana, exterminando a cuantos minotauros se le pusieron por delante, algo que era más que probable lo que quería hacer desde antes de poner un pie en su barco. Su muerte dolía sólo en cuanto a que significaba la pérdida de una clérigo de un dios malvado que había usado sus capacidades en pos de metas no estrictamente malvadas. La muerte de Enrielle, luchando para proteger al grupo, en cambio, sí dolía. Pese a que los sonidos de la arquera devorando un cadáver de minotauro le perseguirían hasta el fin de sus días. Y antes todavía el simpático túnica negra, Biornthalar. Muchos, demasiados, habían muerto. Pero sus muertes habían servido a un bien mayor: la erradicación del monstruo que había originado la plaga carmesí. Tenía fe en que su desaparición llevaría a la remisión de los casos y que la plaga perdiera fuerza hasta desaparecer por completo. Miles habrían muerto, pero otros tantos se salvarían. Eran tiempos duros, pero un rayo de esperanza comenzaría a iluminar las vidas de los supervivientes.

Ya en la isla Flynnean asistió en lo posible a los elfos, todos ellos, ayudando allí donde podía, ayudando a transportar primero el cuerpo inconsciente de Tharvelis, luego la gran tela rescatada de entre los restos de la bestia sin nombre a la que habían derrotado. Y mientras esperaba a que la vida volviera a su cauce, el esforzado monje de Majere se dedicó a limpiar aquella tela...