Partida Rol por web

Ramón volvió a mencionar la sangre y Lucía sólo pudo mirarle un momento antes de darse la vuelta y alejarse. En su mirada no había ninguna sorpresa ni duda, era más el gesto de alguien que sabía. Que sabía pero quería olvidar.

Había pensado investigar los símbolos junto al crítico de teatro pero después de sus palabras tenía que separarse, temiendo que volviera a mencionar la ausencia de sangre en el escenario. Miró una vez más a la mujer muerta. Ella había estado a punto de presentarse voluntaria para su papel, aprovechando cualquier oportunidad para volver a subir a las tablas, pero la chica de primera fila se había levantado muy rápido y Lucía había dudado por lo desagradable que estaba resultando la obra. Podría haber sido ella quien hubiera acabado ahí, pero por algún motivo el no serlo le hacía sentirse indirectamente culpable por la muerte de esa chica.

Con paso rápido, como si quisiera escapar, caminó hacia el blogger. Le había leído en más de una ocasión, claro, pues Internet también era una forma, cada vez más importante, de potenciar su carrera. 

— ¿Qué has encontrado? — preguntó, forzándose a pensar que no había nada cuando ella subió al escenario. Cogió el libreto de las manos de Quique y leyó. — "Historia de una escalera"... ¡Jooder!

Había leído la obra hacía tiempo. No le había gustado especialmente, porque la mayoría de los personajes femeninos carecían de fuerza y a ella le llamaban más los papeles que le permitieran destacar más en el escenario. Sin embargo, alguna adaptación reciente sí había hecho algún esfuerzo por acercar la trama al siglo XXI, dándole un poco más de relevancia a Carmina (a las dos Carminas). Pero no era eso lo que había llevado a Lucía a maldecir. En esa obra la historia es cíclica y los hijos parecen condenados a repetir los errores de los padres. Dos generaciones de Carminas y Fernandos se prometen amor eterno en el mismo rellano de una escalera.

Y dos cuerpos inertes, sin sangre, yacen en el mismo lugar del escenario.

— No... No puede volver a pasar... — dice en un susurro tan bajo que probablemente ni siquiera el bloguero borracho pueda entenderla. Miró al resto de los presentes; dos de ellos estaban intentando llamar a la policía y la chica parecía completamente fuera de lugar en este teatro.

— Necesito un cigarro — dijo, mirando con desesperación a Quique esperando que él tuviera tabaco. Ella a penas fumaba, pero si se metía otro tiro iba a terminar subiéndose por las paredes. Espera, ¿podría todo esto ser efecto de un mal colocón? No, joder, esa coca se la había pillado al camello de siempre y estaba segura que ya la había probado en la fiesta del martes. Esto era real. Terrible y jodidamente real.

Lucía estaba muy nerviosa. Tanto que sus manos temblaban de forma descontrolada mientras cogía el cigarro que Quique le estaba tendiendo.

—Tranquila chica.. Seguro... Seguro que todo esto es una broma de mal gusto.

La visión del cadáver en el escenario había impactado a todos y al borracho, en concreto, parecía que le había despejado ligeramente el colocón. Miraba pálido aquel bulto sin intentar acercarse.

La joven estudiante, en las escaleras, había escuchado el discurso de Ramón con un gesto de nerviosismo creciente. Casi al borde de las lágrimas contestó la pregunta que le había hecho:

—Eugenio Beltrán. Pero mi padre es empresario. Puso dinero para la financiación pero... no creo que se esperase nada de esto.

Eugenio Beltrán. Ramón no tenía tanto control sobre inversores casuales en teatro pero Eugenio era un conocido mecenas en la capital. Un empresario que había hecho una cantidad ingente de dinero con una cadena de tanatorios a nivel nacional y luego había descubierto su pasión por el teatro. No solía invertir mal y era un tipo convencional, sin demasiado criterio, que no solía correr riesgos. Por eso le sorprendió que decidiese poner dinero en esta obra claramente experimental¹. Definitivamente no encajaba. Había algo raro en la financiación de la obra ¿qué más se podría descubrir al respecto?² Todo era muy raro. O encontraba papeleo o a alguien de la obra para averiguar más³.

Gerardo había apartado el telón para mirar la platea. Era evidente que detrás del escenario habría una puerta para ir a bastidores pero ¿acaso no sería eso lo que se esperaría de ellos? ¿qué salieran por ahí? Su mirada recorrió un camino alternativo: la decoración de las columnas permitía ascender con cierto riesgo a los balcones de las gradas superiores. ¿Se habrían preocupado de atrancar también esas puertas que daban al bar y a la salida? Él estaba en forma pero dudaba que el blogger o el crítico fueran capaces de trepar por allí.⁴

De pronto se vieron todos sorprendidos por un ruido extraño. Parecían cadenas metálicas chocando entre sí mientras se oían gritos de fondo. El teléfono de Ana se había puesto en manos libres a todo volumen por su propia cuenta transmitiendo esa horrible cacofonía.

- En realidad ya están todos muertos. No es necesaria nuestra ayuda.

La voz había hablado con un tono tranquilo, profesional, como lo haría un operador de emergencias. Todos escucharon esa horrible locución y luego el sonido habitual de llamada finalizada.

Ana seguía sosteniendo el teléfono en la mano sin saber exactamente que hacer con él.

Durante unos minutos el teléfono estuvo tambaleando en la mano de Ana hasta que finalmente lo soltó, casi agresivamente. El teléfono rebotó en el suelo hasta que finalmente la pantalla se quebró.

—¿Habéis oído eso? —preguntó observando al resto—. Esto no puede estar pasando... otra vez.

Ana comenzó a respirar con dificultad pero a la vez sus inspiraciones parecían cargadas de resolución. Era como si estuviera cargando una batería imaginaria para volver a coger ese toro por los cuernos y calmarlo. Finalmente exhaló todo el aire de los pulmones y subió al escenario cruzando la línea del telón.

Miró los símbolos, esa especie de lectura que Ramón había logrado descifrar en algún momento y avanzó más allá mirando fijamente a los ojos de la muchacha muerta tumbada en el suelo.

—Muy bien, pues si estamos muertos significa que no podemos morir —dijo resuelta—, así que vamos a ver que diablos pasa aquí.

Miró hacia arriba como buscando algo flotando en el ambiente.

—Si eres tú, aparece. No te tengo miedo.

Con manos temblorosas, Lucía se llevó el cigarro a los labios y dejó que Quique lo encendiera, agradeciéndoselo con un asentimiento de cabeza. Inspiró un momento el humo y el olor a alcohol que desprendía el blogger le llenó la nariz. Pero, al igual que a ella con el tiro anterior, esta situación parecía hecha a propósito para quitarles el subidón.

Dudó un momento si volver junto a Ramón cuando se escuchó a todo volumen el sonido del teléfono de Ana. La actriz estuvo a punto de dejar caer el cigarro, pero lo sujetó en el último momento, casi atragantándose con el humo. Pero la reacción de la política fue casi tan sorprendente como el propio sonido de su móvil. «Vaya, parece que la zorra del ministerio también ha vivido algo extraño y no es la única que da por culo», pensó aún sumida por el rencor que la mujer le inspiraba.

— No está muerto lo que puede yacer eternamente, pero con el paso de los eones, incluso la Muerte puede morir¹ — citó Lucía en voz alta, recordando una adaptación que habían hecho al teatro de una obra de terror de principios del siglo pasado. — No se tú, bonita, pero por muy muerta que te hayan dicho que estés, a mí no me hace ni puta gracia que me violen, me degüellen y me desangren. Así que serénate y espera al resto. Como ha dicho el señor Moreira, será mejor no separarse.

Al enfrentarse a Ana, que, seguramente incluso sin saberlo, la había jodido en el pasado, Lucía había encontrado una vía de escape para sus sentimientos y se permitió desahogarse con la mujer, lo que le sirvió para serenarse un poco.

— Pero — «la muy puta» pensó, aunque se abstuvo de decirlo — tiene algo de razón. No podemos quedarnos aquí parados. Me da lo mismo si descrubrimos lo que está ocurriendo o sólo encontramos una salida de emergencias para largarnos de una vez y llamar a la policía de verdad — dijo, asumiendo que lo que había contestado al teléfono no era más que otro suceso desagradable que poco tenía que ver con las fuerzas de seguridad.

Lanzó el cigarro al suelo y lo apagó contra las tablas del escenario con cierta rabia que le sirvió para recuperar el control. Miró a su alrededor, buscando algo que pudiera serles útil si iban a dejar atrás el escenario.

Guardó el móvil en el bolsillo, y volvió a echar un vistazo a la balconada de palcos: Podría intentar escalara por las molduras para llegar arriba y ver si puedo salir al bar y a la salida, pero no es una salida factible para todos - entró en el escenario buscando la puerta que seguro permitiría ir a bastidores. Sin embargo debe haber otra puerta detrás y por allí buscar la puerta trasera del teatro, sería más practicable para todos aunque puede que quien sea que haya dicho lo que hemos escuchado no esté esperando por allí.....

Entonces reparó en los símbolos del suelo, algo se activó en su cerebro, su memoria le devolvió a cuando tenía seis años, era un recuerdo que no tenía antes que no había tenido nunca hasta ese momento ¿o acaso algo lo había bloqueado? Intentó centrarse, estaba en un lugar oscuro, un grupo de figuras con túnicas negras y capuchas que les ocultaban el rostro sostenían velas que escasamente podían iluminar la zona; había una oscuridad densa, rara, y de ella surgió otra figura, avanzó hasta él y se retiró la capucha, era su padre. Dio un paso hacia atrás, confuso, asustado, miró hacia ambos lados y luego al suelo, había unos extraños símbolos inscritos....

Todas las alarmas de Ramón estaban encendidas. Por un lado, todo apestaba a sobrenatural. Y eso era malo, y peligroso. Por otro ese ominoso mensaje de móvil. Pero por otro las palabras de la estudiante. Sí, era posible que esa joven tan obviamente fuera de lugar, esa María Beltrán, fuera exactamente lo que parecía: una niñita perdida buscando a papá. Pero podría perfectamente no serlo. ¿Y acaso podía permitirse el lujo de dejar pasar algo así? Había algo que le escamaba en todo esto. La hija del productor. Un productor precisamente famoso por haber conseguido una cantidad indecente de dinero en el negocio de la muerte, pero también por ser convencional, sin criterio, y sin tocar nada ni mínimamente arriesgado.

¿Y alguien así iba a poner dinero en una obra como esta? ¿y precisamente su hija iba a aparecer a observar precisamente esa obra después de estar, cuanto tiempo había dicho, tres años sin ver a su padre?

- Vaya... Eugenio Beltrán. Sin duda es extraño. ¿Y cómo supiste que él iba a invertir en la obra? Conozco la forma de proceder de tu padre y esta no es precisamente la obra que él financiaría. Y no me refiero a la parte de los asesinatos, ni de la terrorífica situación en que nos encontramos. Tu padre ve el arte como una inversión. No arriesga. Y era obvio que financiar esta obra era arriesgar- comentó el crítico mientras buscaba en la conducta de la estudiante un hilo que justificara seguir con las preguntas y que le mostrara, o le descartara, que ella tenía más que ver en todo esto de lo que parecía a simple vista.¹

La muchacha se quedó mirando a Ramón como si no comprendiese la pregunta. Finalmente se encogió de hombros.

—Creo que sabe usted más que yo sobre los negocios de mi padre, señor. ¿Lo conoce personalmente?

El crítico había visto a muchas actrices en su vida y ésta era de las malas. María cambiaba de registros exagerados demasiado rápido: de chiquilla asustada a muchacha desafiante. Y le costaba volver a recomponer su estatus. Estaba claramente fingiendo¹.

Gerardo escuchaba a los demás pero su atención estaba en el suelo, en los símbolos. Los reconocía del pasado, de su pasado. Aquello era parte del ritual. Entonces su corazonada era cierta: todo terminaría de un modo u otro esta noche. Pero los participantes no estaban escogidos al azar. Igual que él todos tenían un motivo para estar de pie en ese escenario esa noche¹. Estaba a punto de decir algo cuando un foco lo deslumbró. La luz lo iluminaba directamente a él. Los demás participantes del grupo, en el escenario, se alejaron unos pasos casi de forma instintiva. Gerardo levantó una mano delante de su cara intentando ver quien había activado la luminaria desde el puente². De forma instintiva Lucía cogió una enorme navaja de abanico que descansaba sobre unas cajas a un lado del escenario. Demasiado tarde se dio cuenta de la sangre que cubría su filo y su mango, pegándose a sus manos. Era la misma navaja que habían usado para degollar a la mujer del suelo³.

En ese momento Ana, que antes parecía hablar con una entidad invisible, cayó repentinamente quedando en silencio. Estaba muy pálida e inmóvil.

No deberías invocarme en vano.

La voz susurraba junto a ella, en su oído. En el mismo momento que se encendía el foco que alumbraba a Gerardo.

Debe permanecer vivo hasta que llegue el momento. Los demás son prescindibles. Tú incluída.

Sintió un escalofrío al no poder moverse, como si se tratase de una parálisis de sueño. Intentó balbucear una respuesta pero la garganta no respondía, como si una mano la apretase con fuerza, dejando sólo pasar el aire para respirar. Era consciente de que los otros la miraban extrañados.

Es mejor morir sabiendo que tu alma quedará libre que resistirse por toda la Eternidad ¿no crees? Recuerda nuestro pacto.

La tenaza invisible que la aferraba parecía aflojarse, permitiéndole recuperar su movilidad. Pero la voz susurró una última vez antes de desaparecer.

Protege a Gerardo. A toda costa.

Lucía dejó caer la navaja y soltó una exclamación, asqueada. Buscó rápidamente algo con lo que limpiarse su mano manchada de sangre y, evitando tocarse la ropa, fue rápidamente hacia el telón. «Ni una puta gota de sangre en el escenario y la navaja tenía que estar pringada...» pensó.

Con la mano ya limpia, más o menos, cogió un paquete de Clinex del bolso y se acercó nuevamente al arma con la mano envuelta en uno de los pañuelos de papel. Limpió como pudo la sangre de la navaja y la miró un momento. No tenía ni la más mínima idea de cómo manejar un arma, aunque con suerte no les haría falta, pero más vale prevenir.

— Alguien debería guardar esto — le dijo ofreciéndosela a Gerardo. — Si llegamos a necesitarla, fijo que yo me cortaría antes de abrirla...

Tiró a un lado los pañuelos manchados y se quedó mirando a Ana.

— ¿Y a esta qué le pasa ahora? — preguntó acercándose a la asistente del ministro. — ¿Estás bien? — dijo poniéndole una mano en el hombro, intentando calmarla. No le caía bien, pero estaban todos juntos en esto y no parecía buena idea que alguien perdiera el control, después de que ella misma hubiera estado a punto de hacerlo hace unos minutos.

No se veía a sí mismo Ramón como una persona violenta. Pero sí tenía bastante claro que había situaciones en las que solo la violencia funcionaba. Miró a la mentirosa estudiante que conocían por María Beltrán (¿sería ese su nombre?) y se planteó girarse, tomar la navaja manchada de sangre de la que estaban hablando Gerardo y Lucía y ponérsela en el cuello. ¿Diria entonces la verdad? ¿bastaría con eso?

Notaba el caos a su alrededor. Lucía le preguntaba a la tal Ana. Era obvio que todos estaban allí por una razón, por un motivo. Y sin embargo ¿ni siquiera se molestaban en buscar a una buena actriz?

- ¿Saben?- preguntó repentinamente el crítico alzando la voz- Hace muchos años me vi en una situación parecida a esta. Muy desagradable. Y no, no terminó bien. Pero, incluso entonces, hay algo que detesto- hizo una pausa, como si pretendiera de forma inconsciente añadir tensión dramática a la escena-  Detesto a una mala actriz. Esa expresión bovina de los ojos, ese forzamiento de la exageración en las reacciones como si únicamente hubiera aprendido viendo malas producciones de Hollywood o, peor, alguna película pretendidamente culta. Odio esa forma de pasar de una actuación a otra, sin la fluidez que las emociones, que nuestras historias, provocan en cada uno. Y mira que he visto malas actrices- sonrió un segundo como si recordara algo divertido y luego señaló a Maria Beltrán con el dedo- Pero, usted, se llame de verdad María Beltrán o cualquier otro nombre, es de lo peor que he visto nunca. Señorita Góngora, señor Cifuentes, esta mentirosa que solo juega a estar atrapada con nosotros sabe más de lo que está dispuesto a contar. Y ustedes tienen el arma. Tal vez puedan animarla a sincerarse.

Apartó la vista de la luminaria y se acercó a la señorita Góngora para coger la navaja que le tendía. La abrió, examinó la hoja y la cerró de nuevo guardándola en el bolsillo delantero derecho de su pantalón; no tenía nada de especial, salvo que no era de atrezzo.

Escuchó al señor Moreira despotricar sobre la señorita Beltrán, no se había fijado mucho en la muchacha quizás porque no era tan mala actriz o porque a él siempre le costaba calar a la gente; su padre siempre le decía que era un ingenuo y un inconsciente. Se acercó a ella se le quedó mirando, él había pensado que el bloguero borracho podía ser una especie de espía, pero ¿ella?

- No sé si está usted implicada en... se giró señalando el escenario con las manos...todo esto, puede que sea realmente una espectadora y quizás solo quería impresionar al señor Moreira haciéndose pasar por la señorita Beltrán. Sin embargo, en caso de que le hayan contratado o manipulado para participar del espectáculo le aconsejo que nos diga lo que sabe antes de que hablemos con la policía si quiere tener alguna oportunidad de no verse involucrada.

Todos se le quedaron mirando sin poder evitarlo, quizás la luz que le iluminaba resaltaba sus rasgos revelando una belleza atrayente independientemente del sexo o quizás su exposición tranquila, serena y sincera les había tocado el corazón en contra del arrebato de rabia del crítico. Pasaron unos segundos y nadie de los presentes pudo hacer nada excepto pensar que si se lo hubiera pedido a él o ella, habría contestado sin pensarlo.

La muchacha contempló a Gerardo.

—Eres tan perfecto como dijeron...

Quizás aquellas palabras sonaban extrañas en el contexto en el que estaban. La chica temblaba como un cervatillo ante la mirada de Gerardo.

—Eres el elegido.— la chica avanzó un par de pasos hacia el muchacho como quien se acerca a una obra de arte —Llegará a través de ti pero ¿quién puede querer destrozar tanta belleza?

La chica estaba llorando. Pero esta vez sus lágrimas no eran de pena. Su voz no denotaba terror alguno, sino una la tristeza de quien recibe o debe dar la peor de las noticias. Su rostro miraba hacia lo alto.

—¡No es justo!— gritó.

—Está como una puta cabra.— dijo el blogger sin poder evitar reírse —Esta chavala te va tirar las bragash... Joder... es que hasshta yo me estoy empalmando.

Y las carcajadas del individuo resonaron en el escenario provocando que todo pareciera todavía más irreal, carente de lógica.

Ana se levantó del suelo y se agarró el cuello. Tenía una marca roja ahí y se tocaba para calmar la supuesta compresión. Pero cuando la estudiante se acercó hacia Gerardo se afanó en coger el brazo de la chica y tirar de él hacia atrás.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó mirando fijamente a los ojos a la muchacha—. ¿Qué tal si nos calmamos todos un poco? Puede parecer que la situación es muy extraña y que... bueno... ¡joder, es que parece de película! Pero no estarán creyendo que..

Dejó la cuestión en el aire mientras, sin soltar la muñeca de la chica, miraba al resto del grupo.

—No, venga... ¿en serio?

Ana disimulaba muy mal. Estaba más convencida que los demás y el miedo le hacía titubear las manos. La marca del cuello era algo más evidente ahora que le daba la luz que iluminaba a Gerardo.

—¿Podemos calmarnos todos, señor Moreira?

Lucía vio que Ana parecía recuperarse de su extraño estado de shock como si no hubiera pasado nada, posicionándose a la defensiva con respecto a María. Tiró de la mano de la muchacha para apartarla de Gerardo. Quizás si se ponía de su lado pudiera calmarla¹.

Entonces fue cuando se dio cuenta de que solo sostenía su brazo. La sangre manaba libremente del muñón que Ana aferraba, la mano de la muchacha todavía palpitando por la emoción. ¿Y el cuerpo?

Recompongamos la situación.

La cuestión estaba en el foco. Iluminado de lleno por él, como si fuera el actor principal de un drama, Gerardo era lo único visible en la escena. Los demás quedaban supeditados a las sombras de alrededor. Podían escuchar a María extasiada por la presencia del chico, a Ana dudando de lo que pasaba, a Ramón acusando a la estudiante. Incluso los pasos dubitativos de Lucía. Y de fondo la risa histérica de Quique que, repentinamente, pareció llenarlo todo. Quizás él había visto que había sucedido.

Porque los demás solo escucharon un golpe sordo como si alguien hubiera saltado desde una altura imposible en el escenario y luego se hubiera marchado de la misma manera... pero llevándose consigo el cuerpo de María. Un cuerpo al que le faltaría el brazo que todavía sostenía Ana por la mano mientras la sangre del muñón bañaba a Gerardo.

¿Habían visto una sombra antropomorfa de algo negruzco que había bajado para llevarse a la muchacha? ¿Aquello fue el brillo de unas garras que cercenaron el brazo? ¿Y la sonrisa enorme, descarnada, con unos dientes imposiblemente grandes bajo unos desproporcionados ojos acuosos como los de un pez muerto? ¿Qué era lo que se había llevado a María sin que ésta tuviese tiempo siquiera de gritar?

¡Clack!

El foco se apagó dejándolos nuevamente en la penumbra de la luz que se colaba por el otro lado del telón.

Hubo un momento de silencio y luego la risa descontrolada de Quique, totalmente desquiciada e histérica lo llenó todo².

En ese visto y no visto, Gerardo se quedó mirando el brazo de la chica sostenido por la señorita Losada. La había forzado con esa especia de don que más de una vez le había permitido salirse con la suya y convencer a los demás de que hicieran lo que a él el venía bien; era cierto que a veces había tenido consecuencias, pero nunca con aquel resultado. La chica había perdido el brazo y probablemente moriría desangrada, lo que se la hubiera llevado no parecía preocuparse por su integridad.

Levantó la cabeza de nuevo hacia la luminaria, pero con el foco apagado no vio nada. Le había dicho que era el elegido, ¿todo eso tenía que ver con él? ¿La secta había montado toda aquella situación por su condición? ¿Había llegado el momento? Siempre pensó que le llevarían a la casa de su padre o a algún lugar repleto de gente con túnicas negras y capuchas que sostenían velas.

La gente se había vuelto loca a su alrededor. Pese al esfuerzo que Lucía había hecho para intentar animar a Ana, la muy zorra había pasado de ella completamente y se había alejado, ignorándola. Ramón se había puesto a chillar como un loco a la chica de las carpetas y Gerardo parecía seguirle el juego.

Entonces el mundo explotó. O más bien María fue la que explotó, pero en realidad tanto daba. Si todos los aquí reunidos parecían tener traumas suficientes como para hacer ricos a la mitad de los psicoanalistas de la ciudad, después de esto alguno iba a terminar encerrado.

Y, sorprendentemente, no fue Lucía quien perdió los nervios. En vez de eso, se quedó pensando en la criatura, no tan diferente de aquella otra que había visto años atrás. Por una vez, sus recuerdos no la atormentaban, sino que, ver las reacciones de los demás ante un ser semejante le hacía pensar que realmente no se había vuelto loca, que, después de todo, aquello era real y, al menos esta vez, no había salido de ella.

Al apagarse los focos, reaccionó rápidamente y alzó la mirada, buscando cualquier lugar por el que pudiera aparecer la criatura y observando a su alrededor en busca de otras posibles amenazas, ya fuera ese mismo ser o alguno de sus compañeros que estuviera a punto de perder la razón.

Ana reprimió un grito pero no soltó la mano. Al menos no inmediatamente. Durante unos instantes su mirada trataba de hermanarse con la oscuridad como lo haría un gato adaptando sus pupilas.

Definitivamente dejó caer la mano que aún goteaba la sangra caliente de la estudiante y dio un par de pasos hacia el lugar donde estaba Gerardo.

—Manténgase junto a mi —le dijo en voz sosegada pero con la respiración acelerada—. No le busca a usted.