Partida Rol por web

Las puertas del palacete eran blancas, con majestuosos grifos rampantes tallados en ella: el emblema de los Laforet.

Un apolillado mayordomo les recibió en la puerta, para luego anunciar su llegada a voz en grito. Era una costumbre que algunas familias de la alta burguesía mantenía. No tenían el mismo rango que los heraldos de los aristócratas, pero eran un buen sustituto.

—¡Ejem! Señores, si son tan amables de acompañarme, les llevaré hasta el comedor principal. Llegan ustedes puntuales —añadió, con cierto todo sorprendido.

No obstante, antes de cerrar la puerta, echó una mirada asesina a Hécate.

—Espero que el… ave no venga con ustedes, caballeros.

Kaleb venía explicándoles a sus compañeros todo lo que a etiqueta se trataba, especialmente con el hombre que los recibiría: Maese Abélard Laforet.

-...Es un hombre de buen comer, por lo que no critiquen la comida...- venía diciendo el gnomo caminando de espaldas para poder ver a sus interlocutores al tiempo que caminaban hacia la Casa del Patricio para llegar puntuales -Si quieren elogiar algo, es la colección de cuadros que posee la sala comedor- y les guiñó un ojo -Si de algo está orgulloso es de eso, ya que los grandes pintores le mandan sus obras como regalo- y bajó la voz un momento -Lo cierto es que los compra, pero en secreto. Pero queda bien que los pintores se lo regalen-

Cuando ya estaban llegando, Kaleb caminó al derecho, además de arreglarse la pluma escarlata de su sombrero y alisarse, por última vez, las ropas elegantes y brillantes que llevaba. Ya conocía al Patricio, trabajaba para él después de todo, pero siempre había que estar bien presentable ante personas con tanto poder como él. Lo había aprendido a la fuerza, cuando niño, pero en este momento no viene a cuento.

-¡Galbert! ¡Qué gusto verte!- le dijo el trovador haciendo una reverencia innecesaria, pero necesaria para alguien que quería hacer sentir bien a un buen hombre, vago, pero buen hombre al fin -Tendremos que juntarnos a tomar algo pronto, tengo historias para contar... ¡y qué historias!-

Si alguien le daba buenos datos sobre la corte, era Galbert. Así como se lo veía, medio dormido y con cara de tonto, en realidad había un hombre muy observador... y bastante tonto, de todas formas.

El gnomo le dedicó una mirada a Hécate, y luego sonrió ante Galbert.

-¿Realmente crees que esa ave vendrá con nosotros al interior de una residencia con tanta respetabilidad como la de Maese Abélard Laforet? No me hagas reír...- dijo entrando como si fuera su casa... que en cierto modo lo era, al menos desde hacía un tiempo.

Respiró el aire de esa casa que hacía ya mucho tiempo, al menos para él, venía siendo su hogar. Era bueno sentirse entre cuatro seguras paredes, sin mayor peligro que el de recibir una nota sardónica de algún competidor esporádico de la atención del Patricio. Hasta ese día, nadie lo había logrado vencer: una biografía podía ser muy influyente, y aún más si viene acompañada de loas y romances.

—Sinceramente, maese Kaleb, no sería lo más extraño que trae usted a esta casa —respondió con un tono cansado que escondía un nota de camaradería. 

Los escasos momentos libres de Galbert solía pasarlos también dentro del palacete, por lo que agradecía poder escuchar la música del bardo o mantener largas conversaciones sobre arte con una taza de té —o la copita de brandy de los jueves—.

—Lo cierto es que es bastante majestuosa. Últimamente, los animales tienen muy mal aspecto. Aunque es comprensible teniendo en cuenta lo que ha pasado recientemente. Pero, como dije, llegan ustedes puntuales —dijo, intentando cambiar de tema —. Aún faltan algunos miembros de la camarilla, y el alferez Maasdam también asistirá. Tarde como siempre, supongo.

Le Maison asintió con cierto nerviosismo, no se le daban muy bien esas cenas de sociedad, con sus intrigas palaciegas, la ostentación del lujo y las mentiras de los descaradas de los comensales. Él se encontraba mucho más a gusto en su castillo monasterio, cenando en silencio mientras escuchaba la Verdad* de su Diosa.

—Ah, veo que Doña Leonor de Avellaneda no será la única representante de la Orden del Santo Pendiente —comenta al fijarse mejor en Le Maison —. También asistirá la Hermana Inmaculada y el Archidiácono Gerard el Incorrupto. Confío en que vuestra merced se hallará cómodo entre tales personalidades religiosas.

Kaleb se detuvo un momento, disimuladamente, al escuchar esos nombres. No eran personas así como así. Pequeña reunión la que se armaría en ese momento, y por lo visto, tendría que estar con los ojos, los oídos y la lengua, más atentos que espía de la corte.

-Vaya, Galbert, menuda cena tendremos, ¿eh?- opinó el gnomo, y se acercó al mayordomo como "quien no quiere la cosa" -Dime, ¿qué se trae nuestro patrón?- dijo bajando la voz, en aquel tono cómplice que tanto utilizaba con él.

Ciertamente le daba mala espina semejante encuentro, pero de todas formas, también era una muy buena posibilidad de saber qué sabían los allí reunidos.

Hermana Inmaculada (trapos sucios)

Lo que sabe Le Maison (y lo que probablemente te haya contado)

Tiene en común con el archidiácono sus estudios teológicos, aunque en su caso nunca han llegado a tener la profundidad de éste. De joven destacó en su propia Diócesis un caso sonado de unos jóvenes blasfemos que intentaron asesinar a un inquisidor, y ese fue su pase a las filas de la inquisición. De alta inteligencia, y muy dada a los juegos políticos según las malas lenguas, ha ascendido meteóricamente hasta llegar a su posición actual, que le permite manejar con puño de hierro a la Inquisición.

Efectivamente, la Hermana Inmaculada se ha ganado a pulso su puesto como Suma Inquisidora del Tribunal de Montnoir. Muy pocos saben a ciencia cierta qué artimañas le llevaron a ascender tan rápidamente. Lo único cierto son las palabras del propio archidiácono Gerard: "se ha ganado estar donde está, bajo la santísima ley de Lineras". Pero ciertos investigadores metomentodo juran haber visto cómo se le ensombrecía el rostro al decir estas palabras. Descartando que Gerard en Incorrupto mintiese, muchos quisieron indagar en el pasado de la Inquisidora. Los menos cuidadosos acabaron arrestados, acusados de herejía y ardiendo en la Plaza Regia. 
Hoy en día, aquellos que saben escuchar los trinos de la corte han oído una historia de una joven novicia acogida en la Inquisición, enviada en su primera misión a un pueblo cuyo nombre nadie recuerda, a investigar una serie de asesinatos de los que nadie parece haber oído hablar. Nadie sabe qué pasó exactamente en aquel lugar ni cómo terminó pasto de las llamas. Algunos hablan de alas de fuego y una voz atronadora, frutos del éxtasis religioso. Otros juran haber visto a la mismísima Lineras aparecerse aquella noche. Fuera como fuese, ya nadie lo recuerda… al menos, oficialmente.

La mayor parte de la corte trata de evitar relaciones con la Suma Inquisidora; incluido el mismísimo Lord Laforet. El único que parece tolerar su presencia sin palidecer de temor es el propio archidiácono Gerard. Los cacareos dicen que tienen una relación más que estrecha, pero pocos se han atrevido a indagar al respecto.

Kaleb siempre fue un provocador, por más que intentara hacerlo sutil, y no siempre con el efecto deseado. También era un desconfiado y escéptico de aquellos que se hacen llamar puros, castos, incorruptibles, impertérritos, y demás epítetos rimbombantes y utópicos. Todos y cada uno tienen su punto débil, su punto de quiebre, su talón de Aquiles¹. Sólo había que encontrarlo... y usarlo si fuese necesario.

Como Cronista de la Corte tenía acceso a archivos y contactos que casi todos les son vedados. Y gracias a su simpatía innata muchas veces conseguía más información de la que los demás querían expresar. Gracias a esas capacidades, y conversando con un inquisidor bastante novel llamado Thomas de Loquiemada² que había participado de una investigación que de manera indirecta había sido propiciada por el Patricio, escuchó esta historia tan curiosa, que en las granjas de Vallefloreado había escuchado como la historia de la Novicia Rebelde, pero que nunca había hilado que la trama discurría por senderos tan parecidos.

Y por supuesto que hasta había percibido cierto rencorcillo oculto en su corazoncito de inquisidor. ¿Es que había celos? ¿Celos de alguien que podía llegar a pretender a dicha novicia?

Un barco, un trovador, un poeta, debe poder encender las pasiones, más bajas y más altas, por lo que averiguar de qué se trataba no había sido muy difícil para el gnomo. Thomas parecía tener algún tipo de enamoramiento, reprimido, de aquella inquisidora de aquella "Inmaculada". Y el rencorcillo que había descubierto a trasluz, no era otro que un profundo desprecio y odio hacia el "Incorrupto".

Desde ese momento había ido desarrollando una teoría, que con pocos había compartido, de la atracción amorosa de personas con nombres parecidos, con iniciales o terminaciones similares. Pero eso es harina de otro costal, o como dicen en Montnoir, es moneda de otra bolsa.

—Bueno, supongo que no pretenderán quedarse toda la noche aquí en el hall de entrada. ¡Venga, pasad! Gastelle está preparando una selección de sus mejores platos —dijo, guiñándole un ojo al bardo —. Al parecer, lord Laforet quiere comunicar algo importante a su camarilla y a sus allegados. No obstante, les ha citado antes para tener unas palabras con ustedes.

Hugo cruzó el umbral, maravillado ante la ostentosidad de aquel palacete. No estaba demasiado acostumbrado a codearse con la alta burguesía. Además, lord Laforet pertenecía a una de las casas más acaudaladas de Montnoir. Por la ciudad se oían trinos acerca de la escandalosa forma en la que había comprado la mayor parte de los votos durante las últimas elecciones.

El mayordomo les acompañó hasta un pequeño salón, específicamente diseñado para las visitas. Los candelabros de plata y las máscaras que colgaban del techo parecían emitir luz propia de lo limpios que estaban. Un gran ventanal ofrecía unas vistas exquisitas del jardín trasero —que, de día, debía ser toda una delicia para los sentidos—. En el centro de la sala había varios sillones repartidos de manera que quedaban estratégicamente colocados en torno a la gran butaca central. Sobre ella, con aire impaciente, les observaba lord Abélard Laforet: el patricio de Montnoir.

—Espero que todo haya estado de su gusto, caballeros. Aunque tal vez puedan tener la amabilidad de explicarme por qué el mismo día en que llegan se organiza un revuelo en la Plaza Regia y, a las pocas horas, empieza a arder el convento principal de la Inquisición. 

Hugo se quedó tan pálido como los fantasmas que él mismo se dedicaba a exorcizar. 

No obstante, el tono de Laforet no transmitía ninguna clase de enfado o irritación. Era como si estuviese una noticia más del día. Su mirada era severa, pronunciada por las arrugas de su ceño y su frente. Era un hombre de al menos treinta años que ya comenzaba a peinar canas tanto en su cabello como en la barba. 

—¡Pero no se queden ahí como pasmarotes! Los sillones son muy cómodos, y estoy seguro de que Galbert nos complacerá con un refrigerio antes de que llegue el resto de invitados.

Al oír estas palabras, el mayordomo se apresuró a abandonar la sala como una exhalación.

Kaleb se relamió al escuchar las palabras de Galbert, ya que hacía días que no probaba las exquisitas preparaciones de Gastelle. Se sentía como en casa, y lo hacía notar. De todas formas, cuando entró a la habitación de recepción formal, el gnomo tomó una postura mucho más respetuosa: cuando uno trata con aristócratas, tiene que ser mesurado, equilibrar la arrogancia con la humildad, y era una alquimia no muy fácil de lograr.

-Mi señor- saludó el gnomo haciendo una reverencia y sacándose el sombrero con un gesto agraciado.

Estaba por agregar uno de sus halagos por la decoración y el buen gusto, pero se vio interrumpido por aquellas palabras tan acertadas.

-¡Vaya casualidad!- exclamó el gnomo -Pude acercarme hasta esos eventos, ya sabe, un cronista debe estar donde suceden los hechos, y realmente lo uno y lo otro es cada vez más llamativo. ¿Quién se atrevería a incendiar una Iglesia?-

Lo suyo eran los comentarios "políticamente correctos", aunque sabía muy bien que el Patricio era un hombre muy capaz de hacerlo.

-Sí que son cómodos estos sillones, ya los extrañaba de tanto andar por la floresta- dijo acercándose a uno, cerca del Patricio -Gracias, Galbert, sabes qué me tienes que traer- y le guiñó un ojo.

Le Maison se puso rojo al escuchar lo que había pasado y sólo acertó a balbucear: - Yo.. estaba orando en la capilla... y a la salida me encontré también con todo ese desastre.

Por sus votos prefería no mentir, pero tampoco le iba a decir toda la verdad a un desconocido e incriminar a Tancredo en un ataque a la Inquisición.

Aprovechó la invitación para sentarse y afirmó enérgicamente el comentario de Kaleb sobre la comodidad de los sillones, más que nada para intentar apartarse del tema anterior.

Cuando le preguntaste sobre las intenciones de su patrón, Galbert arrugó la nariz.

«Creo que será mejor que se lo cuente él mismo», dijo simplemente. 

* * *

Poco antes de salir del salón, te dirigió una mirada. Sus ojos parecían decir "mensaje recibido", pero también "buena suerte".

—Lamento los posibles inconvenientes que pudiesen surgir durante nuestra empresa, lord Laforet. Yo mismo escogí a un grupo de hombres de mi entera confianza y respondo ante los errores que pudiesen cometer.

Hugo era joven pero había logrado una buena fama debido a sus aptitudes y a su profesionalidad. No obstante, su inmadurez y falta de arrojo eran sus mayores defectos. Cosa que pudieron comprobar tanto Le Maison como Kaleb al ver cómo este agachaba la cabeza para hablar con el patricio, aunque ya lo sospechaban al ver cómo le consentía ciertas excentricidades al semi-orco o al brujo.

—De acuerdo, de acuerdo. Los pormenores ahora son irrelevantes. Los malditos cuervos de la Hermana Inmaculada intentan ponerme contra las cuerdas. Intentan ganarse el favor de la población con una patrulla nocturna, pero lo único que consiguen es asustar todavía más a todo el mundo… de hecho, empiezo a pensar que eso es precisamente lo que quieren. Pero ese no es su trabajo. 

Hizo una pausa. Su mirada recorrió toda la habitación, mientras asentía lentamente. A Kaleb le llamó la atención un detalle preocupante: no había nadie protegiendo al patricio. Solo había visto a un puñado de hombres y mujeres de la guardia personal de Lord Laforet, pero allí dentro estaba él tan cómodamente. Cualquiera podía entrar por aquellos ventanales y asesinarle. ¿O acaso había alguien más en aquel salón?

—Hugo, Kaleb, Le Maison. Ustedes y el resto de sus compañeros son la última esperanza que le queda a esta ciudad. No puedo revelaros demasiado (pues yo mismo no tengo información suficiente), pero si mis sospechas son correctas, lo que se está cociendo en las catacumbas de Montnoir podría llegar a ser catastrófico. No solo para nosotros, sino para el resto del mundo. Procuré que mi carta fuese lo más inocua posible. Uno no sabe quién puede interceptar su correo en estos tiempos que corren. 
»Me gustaría que me contasen todo lo que han descubierto al respecto, y yo procuraré revelarles lo que sé. Pero antes me gustaría presentarles a alguien…

Para sobresalto de los recién llegados, una sombra emergió de entre las tupidas cortinas del ventanal. Una figura femenina, vestida de una forma que recordaba al oficio de Volk, con el rostro parcialmente oculto.

—Ella es Katarina. Aunque es muy probable que la conozcáis mejor por su verdadero nombre: Irina Ivanova, la antigua zarevna de Rhusiya.

La mujer se movía de forma recelosa, pero sosteniendo con orgullo la mirada de los recién llegados. Su melena recogida en una larga trenza brillaba como el acero al rojo vivo. No obstante, aquel llamativo cabello no era rival para la intensidad de sus ojos de fría esmeralda.

—Encantada —dijo en un tono neutro y sin hacer ademán alguno. Únicamente se limitó a cruzarse de brazos y observarlos desde detrás del sillón de Laforet.

Sin que el patricio hiciese ningún gesto, la mujer retiró el velo que le cubría el rostro desde la nariz. Lo que vieron les horrorizó. Aquella era, en efecto, lady Irina Ivanova, la única superviviente de su linaje. Testigo del ataque y genocidio rhusiyano perpetrado por los infames elfos gélidos. La marca de aquellos monstruos había marcado para siempre su faz: tanto sus mejillas como los labios y el mentón estaban dolorosamente agrietados y de un mustio tono gris que contrastaba dramáticamente con la belleza de sus rasgos. 

Le Maison se levantó inmediatamente de su sillón y se inclinó levemente ante Katarina a la vez que soltaba un protocolario-El placer es mío.

No le impresionaba su cara, había visto cosas peores en la frontera, sin embargo esas torturas y mutilaciones habitualmente las realizaban orcos del desierto y otras criaturas malignas, no estaba acostumbrado a los elfos gélidos, así que miró con cierto interés sus marcas, hasta que se dio cuenta de que probablemente estaba siendo descortés y volvió a su asiento.

Kaleb aparentó masajearse el puente de la nariz, para ocultar lo que sentía ante lo dicho por Hugo. Él nunca hubiera respondido por las acciones de Volk, y mucho menos de Tancredo, justamente porque los conocía muy bien. Es más, tal vez no habría respondido por ninguno. Después de todo, cada uno debe hacerse responsable de sus propias acciones, y andar expiando pecados y errores de otros es digno de insensatos y mártires, y el no se consideraba ni uno ni otro.

-Por supuesto que no es su trabajo, aunque sabemos... y discúlpeme Maese- miró un momento a Hugo para volverse al Patricio -...que no siempre se dedican sólo a lo que les compete. Lástima que utilicen esa herramienta, el miedo, cumpliendo ese viejo saber relacionado con las autoridades rebosantes de miedo, y que buscan controlar a los demás a través de ese mismo miedo-

Mientras el Laforet continuaba hablando, Kaleb asentía a sus palabras. De todas formas, su mente estaba más ocupada en resolver el misterio de por qué no había nadie de su escolta personal, que en recibir elogios protocolares. De igual modo, cuando aquella figura apareció ante ellos como salida de la nada misma, su línea de pensamiento comenzó a recorrer otros caminos, de manera urgente y con la mayor de las velocidades, como si su existencia dependiera de encontrar esa información que era necesaria en ese momento. En cierta forma, su existencia era para ello.