Partida Rol por web

El hospicio era un edificio antiguo anexo a un monasterio y eran las hermanas las que se encargaban del cuidado de los pobres húerfanos. El edificio, al contrario que el monasterio era de construcción muy sencilla y austera, con tres plantas y bastante estrecho casi como si apenas tuviera lugar para situarse al estar presionado por las dos edificaciones aledañas. El portón de entrada era de madera con una gran aldaba.

Al primer par de fuertes golpes le siguieron otros tres que finalmente lograron que una de las hermanas llegase a recibirles y al ver a los recién llegados, les invitase a entrar sin preguntarles motivo alguno. La recepción era una sala grande y agradable, con las paredes paneladas en madera, grandes cuadros que representaban pasajes y escenas bíblicas. Esos eran los únicos detalles de adorno pues el resto eran humildes bancos de madera que, sin embargo, parecían bastante funcionales.

—Ahora mismo los niños están durmiendo la siesta —les explicó mientras les invitaba a sentarse—. Intentamos que lo hagan incluso los más mayores para que todos compartan una rutina y así podamos aprovechar para sacar adelante algunas de las tareas.

Miró entonces en derredor como si esperase la presencia de otra de las hermanas en aquel momento, casi como si estuviera descolocada por encarcarse de la recepción y ese no fuese su rol más habitual.

—Díganme entonces... ¿Quieren conocerles para darles un hogar?

Al entrar en el lugar Marisa se fue fijando en los detalles del entorno y también en la actitud de la monja que les había recibido. Llevaba una sonrisa simpática en los labios al saludar, intentando parecer sólo curiosa pero no inquisitiva. Ya en el despacho tomó asiento y con la pregunta amplió su sonrisa. Por lo que había dicho Paquita ya suponía que acceder al chaval no iba a ser tan sencillo como llegar y pedirlo, así que decidió aprovecharse de que esa mujer no parecía saber del todo lo que hacía.

—Oh, no. Verá, venimos de Asistencia Social —explicó, esperando que no les pidiese una identificación—. Nos han enviado para hablar con uno de los chicos, uno que llegó esta noche, Fabián. Pobrecito. No tardaremos mucho, sólo tenemos que hacerle unas preguntas de rigor. 

Jaime se limitó a permanecer en silencio, mirando fijamente a la monja intentando destilar una sensación de autoridad. Miró sin disimulo el reloj como si aquello fuera un formalismo que estuviera consumiendo su precioso tiempo y esperase que se obedeciese la petición de Marisa de inmediato.

–Ahm… Vaya… ¡Qué sorpresa! Pues yo soy la Hermana Remedios – saludó tendiéndoles la mano.

–A ver… Síganme que los voy a llevar a ver al pequeño Fabián… Pobrecito mío, desde que vino apenas a hablado nada ni ha querido juntarse con los otros niños. Tampoco he conseguido que coma nada a excepción de una pequeña onza de chocolate que le dio la Hermana Milagros casi a escondidas para que no se pusieran pelusones los otros niños.

Mientras Remedios empezó a ascender por las escaleras de madera, hablaba de los intentos de varias de las hermanas de la congregación de insuflar vida en un niño que no sólo había perdido a su madre, sino que, para empeorar el asunto, probablemente habría visto el cuerpo sin vida de la pobre Angelines.

A lo largo del recorrido la pareja de detectives pudo atestiguar cómo el edificio en el que estaban era muy pequeño y parecía depender de las instalaciones adicionales que poseía el convento. Al llegar a la segunda planta les llevó sor Remedios por un pasillo al cual daban varias puertas, hasta que se detuvo frente a una de ellas. Llamó suavemente y entreabriéndola con suavidad asomó su cabeza como si temiera interrumpir algo.

–¿Fabian? Estás despierto, han venido unos señores a verte que quieren hacerte unas preguntas, ¿vale? Mira les voy a dejar entrar y voy a estar por aquí cerca para que veas que no te voy a dejar solo.

Retiró entonces la cabeza y mutó su rostro dulce por uno de profunda pena.

–Es todo suyo, estaré pendiente al otro lado de la puerta, sin embargo… Tengan paciencia como ya les he contado… Su madre…

—María Gómez —se presentó, al escuchar el nombre de la monja—. Es un placer conocerla, Hermana Remedios, aunque sea en estas circunstancias. 

Se dispuso a seguirla mientras la escuchaba hablar. De tanto en cuanto asentía con la cabeza, para que se sintiera atendida, y sus ojillos atentos iban fijándose en el lugar. Le pareció que, a pesar de ser pequeño no estaba tan mal para ser un hospicio. Esperó con paciencia mientras la mujer hablaba con el crío y aprovechó ese momento para intercambiar una mirada con Jaime, apenas un leve asentimiento que confirmaba que estaba atenta para improvisar con él lo que hiciera falta. 

—No se preocupe, Hermana —dijo, apretando el brazo de la monja con un gesto cálido—. Seremos gentiles con el chaval. Sabemos lo que ha sufrido. Nosotros nos encargamos. 

Con eso pasó al interior, buscando al niño con la mirada. Compuso un semblante amable al dirigirse a él. 

—Hola, Fabián. Soy María y este es Joaquín. Hemos venido a verte, para ver cómo estás. Tenemos algunas preguntas para ti. ¿Te parece bien si me siento por aquí?

El niño permaneció mudo y se encogió de hombros en respuesta

Jaime no pudo evitar sentir lástima por el muchacho, aunque por desgracia lo suyo no era el tratar con niños.

—Mira chaval, sé que estás pasando por un momento muy duro pero estamos aquí para ayudarte. Tus tíos quieren que vayas a vivir con ellos. ¿Qué te parece la idea? ¿Quieres irte a vivir con tía Paquita y su marido¹?

Permaneció atento a los gestos del chico. ¿Tenía alguna afinidad con sus tíos? ¿Cómo reaccionaba ante su mención?

Marisa se sentó por ahí y dejó que Jaime tomase la iniciativa. Por el momento su intención era dejar a Friol interrogar al chico, aprovechando esa autoridad paternal de la que Fabián había carecido. Mientras, ella observaba al crío, en busca de algún gesto que les pudiera dar información.

La mención a su tía hizo que el joven levantase la mirada con sumo interés:

—¿Ha venido la tía? —miró entonces en dirección a la puerta y al no encontrarla devolvió su atención a Jaime, esperando que aclarase sus palabras.

—Vendrá, pequeño, te aseguro que vendrá. Ella quiere verte cuanto antes.

Luego tragó saliva. No era tan fácil con un niño como con un adulto. Bajó la voz mientras acercaba la cabeza al niño, seguro de que la monja estaría con la cabeza pegada a la puerta.

—Pero necesitamos, cuanto antes, resolver lo que le ha pasado a tu madre para saber que no hay peligro y puedas irte con tu tía. Es muy importante Fabián. Se ve que eres un chico valiente, yo sé que estarás triste y puede que un poco asustado. Yo lo estaría, desde luego. Pero nosotros estamos aquí para ayudarte, para atrapar a quien... a quien le hizo daño a tu madre. Piénsalo bien antes de responder. ¿viste quien atacó a tu madre o sospechas quien quería hacerle daño?

El pequeño negó con la cabeza mientras miraba con sus ojos vidriosos al detective:

—Vi a mi madre... La habían... —Y echó a llorar sin decir mucho más. Parecía que el pequeño no había visto nada ni sospechaba de nadie. Era tan sólo una infancia rota.

Marisa se mantenía en un segundo plano, pero cuando el pequeño echó a llorar, se levantó para sentarse a su lado y apretarlo contra sí. 

—Ya está, cariño, ya está —murmuró, acariciando su cabeza. No parecía que supiese nada sobre lo sucedido, pero había otra cosa que quería preguntarle—. Dime, Fabián. ¿Tú conoces a Pascual? ¿Lo has visto alguna vez?

–¿Pascual? –preguntó el niño antes de negar con la cabeza. Tras escuchar la explicación de Marisa^​1, mucho más maternal que la sempiterna sequedad de Jaime negó nuevamente con la cabeza–. Mi madre se iba por las tardes a trabajar mientras mi tía me cuidaba. ¿Se llama así su jefe?

Jaime se acercó para susurrarle a Marisa al oído:

—Yo creo que el chaval este está empanao... no se entera de nada el pobre. Pienso que perdemos el tiempo.

Estaba claro que la delicadeza y los niños no era algo en lo que Jaime destacase y empezaba a impacientarse. Quizás con el ex-novio tuvieran más suerte.

Marisa asintió al susurro de Jaime, que iba en la línea de lo que estaba pensando ella también. Así que peinó al chaval con los dedos y le limpió las lágrimas de las mejillas con las palmas de las manos. 

—Nos tenemos que ir ahora, cariño. Tienes que ser valiente un poco más. En cuanto solucionemos esto podrás irte con tu tía. Así que pórtate bien con las hermanas y come todo lo que te pongan en el plato, que tienes que estar fuerte.

Le dio un último achuchón y se puso en pie mirando a Jaime. 

—Vamos. 

La monja observaba todo aquello con sorpresa, sin embargo, no dijo nada hasta que la pareja salió al pasillo. Una vez cerró la puerta les acompañó hasta la salida en la misma actitud silenciosa, hasta que llegó a la salida:

—Me ha gustado cómo habéis estado con el niño. Ojalá lo de su tía sea cierto y pronto pueda vivir con ella —reconoció mientras abría la puerta—. Tendré al pequeño en mis oraciones para que así sea.

—Gracias, Hermana Remedios. Nosotros también esperamos que esto se resuelva pronto, por el bien de Fabián.

Una vez se despidieron de la monja, Marisa caminó pensativa hasta el coche de Jaime. Les esperaba un trayecto hasta Getafe y aprovechó por el camino para plantear el modo en que abordarían al tal Pascual.

—¿Cómo crees que deberíamos hacerlo? ¿Voy yo primero para que no se ponga a la defensiva?