Partida Rol por web

—¿Qué? —exclamó Don Pablo al oír de la defunción de su amante—. ¿Es eso verdad? No, en serio dígamelo... Voy a ignorar su presuntuosidad con su insinuación y dígame: ¿Ange está muerta?

Suspiró profundamente como si aquella noticia le hubiera pillado de sorpresa y se cubrió el rostro parcialmente con su mano. En ese momento tiró el cigarrillo y se dio la vuelta dejando a Jaime solo, sin embargo, tras cuatro pasos se dio la vuelta:

—Váyase señor Oriol y no entre en mis propiedades. Voy a avisar a la de arriba para que salga de mi oficina.

Jaime Friol había lanzado su anzuelo a la vez que Marisa descartaba en un amplo porcentaje al pánfilo que fue novio de la víctima durante un largo tiempo. La reacción de Don Pablo Gil de Biedma, propietario de Hierros Sancho e Hijos quién había echado a Jaime y Marisa de su propiedad sería probablemente el tema en torno al que giraría la conversación de los dos detectives. Sin embargo, la jornada laboral estaba a punto de tocar a su fin y era difícil que pudieran sacar mucha más información en ese momento salvo algunas preguntas a los trabajadores de la siderúrgica.

Difícilmente podrían conseguir un testimonio fiable sabiendo que estaban en manos de su patrón.

—Si descubres algo, nos llamas —dijo cuando terminó de apuntar la dirección, plantándole una tarjeta en la mano—. O te pasas por el despacho, ahí tienes la dirección. 

Abandonó el lugar junto a Jaime, indignada por el modo en que Don Pablo les había echado de su fábrica. Estaba casi lista para marchar, antes de hacerlo quiso hacer un par de preguntas a los trabajadores o al tipo de la garita. Quería saber si habían visto a Angelines por allí en los últimos dos meses y si alguna vez la habían visto hablando con Don Pablo. 

Jaime tiró el pitillo llevándose una mano al sombrero como si la amenaza de Don Pablo fuese una amable invitación argumentando que tenía negocios que atender.

Se dirigió hacia la salida de la fábrica esperando por Marisa. Su último pensamiento distaba mucho del caso: me cago en los putos madrileños y en el apellido Oriol.

En el despacho a últimas horas del día apenas había luz y la penumbra cubría cada rincón de la estancia a excepción de los primeros metros situados bajo las lámparas. Como si incluso el despacho llorase la pérdida de la joven secretaria.

—Estamos donde comenzamos. ¿Hay algo que hayamos pasado por alto? ¿Alguien a quien deberíamos visitar y no lo hayamos hecho?

Jaime había perdido la cuenta de los pitillos fumados a lo largo del día. En el exterior las luces de las farolas iluminaban un Madrid gris y oscuro como el despacho. Revisaba sus notas mientras charlaba con Marisa¹.

—¿Y si la mujer de Pablo se enteró del lío de su marido y fue a darle su opinión sobre el tema? El crimen parecía pasional. Aunque la fuerza de las puñaladas parecen indicar a alguien fuerte, un hombre. ¿Un tercer amante? Parece que Angelines no ponía pegas a cambiar de pareja.

Se frotó las sienes. Necesitaban la versión de la víctima. Quizás había algo que implicase a alguien más en su círculo social.

—No creo que haya sido ni Pascual ni Pablo. Ambos parecían sorprendidos por la noticia de la muerte de la mujer. ¿Se nos escapa algo que no hayamos visto? Creo que es necesario entrar en esa casa y examinar las pertenencias personales de Angelines. Vamos a esperar a que mañana por la mañana la cotilla salga a la compra y nos colamos allí sigilosamente.

Una vez en el despacho Marisa sirvió una copita de brandy para cada uno y se puso manos a la obra con el escritorio de Angelines mientras escuchaba a Jaime. 

—Podríamos echar un ojo a la mujer Don Pablo, para comprobar su complexión. —Fue vaciando los cajones y comprobando si la secretaria se había dejado algún objeto personal—. Yo tampoco creo que hayan sido esos dos. El chico era un atontao. Tendríamos que hablar con el cuñado, al menos para ver cómo respira y qué pinta tiene. Tal vez podríamos llamar a su hermano también, asegurarnos de que estaba en el pueblo a esa hora. 

Bebió un sorbito y dejó de revolver por un momento para echar un vistazo a su socio. 

—Podemos vigilar el portal hasta que veamos salir a la vecina y aprovechar ese momento para colarnos —propuso—. Y no estaría de más que fuésemos poniendo un anuncio en el periódico para buscar una nueva secretaria.

Al día siguiente se vieron en el despacho, donde el día anterior habían convenido en encontrarse para retomar el caso. Ya se había adelantado Marisa la noche anterior y había revisado el despacho de la fallecida, pero salvo una foto pequeña de Fabián que debía de tener ya unos cuatro años, no había muchos documentos que pareciesen personales y pudiesen arrojar luz con respecto al caso.

Llevaban una media hora intercambiando impresiones y trazando el curso de acción del día con respecto al caso, así como la forma de abordar las pistas pendientes, mientras esperaban que abrieran los mercados, cuando en ese momento llamaron a la puerta: era el Inspector Bravo.

—Gallego... Señora Castro... —saludó el inspector en cuanto le abrieron la puerta.

—Seré breve, únicamente quería contarles que hemos encontrado al asesino de su secretaria. Hemos logrado ser rápidos y ayer de madrugada procedimos con la detención. A estas alturas posiblemente esté firmando la confesión —informó con una sonrisa pagada de sí mismo.

—No se lo tomen a mal, seréis detectives... Pero para estas cosas hace falta a la policía de verdad —explicó sonriente—. ¿Quieren saber quién fue?

—Supongo que como don Pablo les quedaba grande le han echado el marrón al pánfilo de Pascual. ¿Me equivoco?

Jaime, recostado contra su sillón, esperaba la respuesta del Bravo mientras encendía un pitillo.

—Pero no es el asesino.— sentenció echando una bocanada y esperando la respuesta de Bravo.

Sorprendido por la rápida respuesta, el detective Bravo masculló una maldición mientras dedicaba un rápido vistazo a su compañero, Almonte, como si esperase que éste le confesase que se había adelantado con una llamada inoportuna.

«Pero qué parvo es este tío», pensaba Marisa mientras escuchaba al policía vanagloriarse del error que habían cometido. Sus labios se apretaron en una leve sonrisa cuando el chavalito lo puso en su sitio con apenas un par de frases, pero también se preocupó un poco por Pascual. Ese pobre chico lo iba a pasar mal si no se daban prisa para encontrar al verdadero asesino. 

—¿Y cuáles son esas pruebas? —interrumpió la salida del idiota de Bravo con aquella pregunta, con sus ojos inquisitivos clavados en él y esa expresión afable en su rostro que ocultaba la tormenta interna. 

—¿Dos testigos y una confesión? —contestó irónicamente al girarse a la altura del umbral de la puerta, entonces se echó a reír por su propia explicación:

—¡Eso pasa por meter mujeres a hacer el trabajo de los hombres gallego! —gritó mientras cerraba la puerta.

Una vez se fue Jaime tomó su sombrero.

—Valiente patán. Y los individuos como él son los que llevan las riendas de este país. Si no me extraña que los de fuera digan que Europa termina en los Pirineos. Por el bien del pobre Pascual será mejor que resolvamos este caso. Creo que disfrutaré especialmente y no solo por hacer justicia.

Una vez Bravo cerró la puerta y abandonó el edificio, tanto Castro como Friol se prepararon para salir adelantándose a la hora que tenían prevista inicialmente. Una vez dieron fe de que el par de canallas se había largado y no iban a cruzarse con ellos, salieron del despacho.

En el momento en que la vecina de la víctima, Maria Luisa, salía por el portal del bloque en el que vivía, el reloj de la cercana iglesia daba las campanadas señalando las diez. En ese entonces estimaron que tenían como una media hora, tal vez tardase más pero no convenía tentar a la suerte pues en la peor de las situaciones el Inspector Bravo podría decidir cambiar de inocente al que colgarle el delito.

No costó cruzar el portal, el ascenso en cambio fue pausado y discreto para no soliviantar a la escalera para que ésta no protestase en forma de crujidos que toda la comunidad podría por oír. Habían fichado una cotilla, no convenía descubrir otras similares que funcionasen como voceras de la primera.

Para cuando llegaron a la puerta del domicilio de la víctima, se encontraron con el precinto que les había prometido el inspector que colocaría. Casi podían recordar la amenaza velada que había pronunciado el día anterior.

Jaime sonrió al ver el precinto.

—Maldito mamón.

Intentó quitar el precinto procurando romperlo lo mínimo, con la intención de recolocarlo de nuevo al salir para que al menos en una inspección casual no se notase la intrusión. Si después encontraban al culpable poco importaría lo que hubieran hecho para lograrlo. Luego sacó su juego de ganzúas. Había aprendido a usarlas gracias a Exiquio, un paisano que también se buscaba la vida en Madrid pero normalmente al otro lado de la ley. Era un carterista de guante blanco, un embaucador de esos que es bueno tener de mano cuando quieres lograr ciertas cosas que por vías legales son complicadas o tardan demasiado. Un día, tras ganarle una apuesta, Jaime había logrado unas cuantas clases magistrales sobre como abrir puertas sin dejar un destrozo a su paso. Y ahora le venían de perlas.

Sin perder la educación le flanqueó la entrada a su compañera:

—Adelante.

Luego se aseguró de dejar enganchado el precinto y cerrar la puerta.

Mientras Jaime se afanaba con el precinto, Marisa se colocó con aire casual desde algún punto en el que pudiese controlar la escalera. Y así se quedó vigilando que nadie los pillase por sorpresa, hasta que el chavalito abrió la puerta con las ganzúas. 

—Bien hecho —le dijo, dando un par de palmaditas afectuosas en su brazo al pasar al interior de la vivienda. 

Sus ojos se movieron por el lugar, examinando el espacio. Se ajustó los guantes a los dedos y se puso manos a la obra a registrar la casa en busca de alguna brizna de información, empezando por la escena del crimen.

La sala estaba tal y como la habían dejado la mañana anterior, la sangre seca en el suelo y el contorno que recordaba la postura de la fallecida les dio la bienvenida a la par que les proporcionaba un doloroso puñetazo a sus emociones. Tras esquivarlo se toparon con una estancia en penumbra, habían dejado las persianas entornadas y la luz se filtraba lo justo como para apartar la oscuridad e insinuar las formas en su interior. Podrían tratar de lograr más luz, pero se la jugarían en ese caso.

El resto estaba en un extraño orden que se encontraba a caballo entre la sensación de que alguien se había marchado dejando todo a medias por el aviso de un bombardeo, y la sensación de que todo había sido limpiado recientemente.

El par de intrusos verificó la hora, quedaba una veintena de minutos...