Partida Rol por web

Se me seca la boca inmediatamente. Tengo que tragar para poder responder:

—¿Dos años? —Tengo un nudo en la garganta, y mi voz suena áspera. Debe de ser por haber estado tanto tiempo sin usarla. Continúo tumbado boca arriba, mirando al techo—. No me lo puedo creer. Ni siquiera me acuerdo de qué pasó. ¿Por qué he estado en coma? Joder… —Ahora comprendo cómo tuvo que sentirse Sophie el día que despertó en el hospital Saint Jean de Dieu, hace dos años. Cuando me pregunta por la identidad de mis enemigos, levanto la cabeza, mirándolo con los ojos desorbitados, aún algo mareado—. ¿Que quiénes son? Eso me gustaría saber a mí. Estaba investigándolos, tratando de descubrirlo, cuando me pasó lo que sea que me pasara.

¿Qué me pasó? Todo esto es una locura, una pesadilla. Ni siquiera sé nada. Nado en la ignorancia, y aun así esos monstruos han ido a por mí. Y para colmo, ahora van a por mi padre. Noto una bola en el estómago, como si me hubiera tragado una piedra. Me sorprendo a mí mismo preocupándome por él.

—Escucha, papá: ni se te ocurra darles nada —digo de improviso—. Ni tampoco les digas nada, o intentes averiguar nada de ellos. Sé muy pocas cosas, pero lo único de lo que estoy totalmente seguro es de que son muy peligrosos. Más que nada a lo que hayas podido enfrentarte nunca. Si les abres la puerta, tu vida jamás volverá a ser la misma. Así que, por favor… —Hago una momentánea pausa, intentando serenarme y que mis palabras no se vean contaminadas por una emoción excesiva—. Aléjate. No te impliques. Puedo cuidarme yo solo.

Exhausto, vuelvo a dejar que mi cabeza repose en la almohada. El miedo me corroe las entrañas, pero con todo, decido preguntar, en voz baja:

—¿Y mis amigos, los de París? ¿Cómo están?

«Por favor, que no les haya pasado nada…».

Notó que su cara y su pelo habían cambiado. Ahora era rubia. Se llamaba Sigrun Eitinger y su voz salía sin esfuerzo, un poco cascada, teatralmente frívola. En noruego

El doctor Knut se puso en marcha hablando también en noruego. Lo entendía como si fuera su idioma materno.

-Lo que diga usted, señorita.

De repente vino a la imaginación de Sophie un flujo de imágenes, de experiencias, como si las hubiese vivido ya en el sueño. Su padre era uno de los banqueros más importantes del país. Ella lo odiaba, pero dependía absolutamente de él. Había intentado suicidarse con una sobredosis de pastillas para dormir, pero se arrepintió en el último momento y llamó a emergencias. Y ahora su padre utiliza su desgracia para hacer nuevos contactos. Ha estado agasajando al magnate del petróleo Lars Bergstrøm, que estos días le ha estado hablando de su hijo, un periodista rebelde. Llegó a tener la sensación de que la querían casar con un comatoso. Todo el mundo pensaba que no despertaría pero acaba de hacerlo.

Era una sensación extraña e inaudita: sintió odio por el padre de la persona que estaba siendo en el sueño, y amor, y enfado por quererle… Sintió su nuevo cuerpo, distinto.

La puerta se abrió y entró un hombre calvo, de expresión adusta, empujando una silla de ruedas. En la silla, una joven, de veintitantos, rubia con unos  espectaculares ojos azules, muy guapa, lo miraba todo con cara de aburrimiento.

-¿Y dicen que mi habitación también es una suite? Debería tener unas palabras con el director...

Su voz era suave, pero tenía algo que la hacía casi molesta. Parecía la clase de persona que había tenido todo lo que había querido en su vida y no estaba muy acostumbrada a sentir envidia por algo. Hablaba en perfecto inglés, pero un nativo habría captado sin problemas un acento que delataba que no era su lengua madre. Posiblemente era escandinava.

El hombre empujó la silla hacia la cama donde estaba Mats. La chica le dirigió una mirada extraña, con una mezcla de curiosidad y desprecio, y luego miró a Lars.

-Eitinger. Sigrun Eitinger. Imagino que le sonará el apellido -dijo a modo de saludo. Luego volvió la mirada al hombre tumbado en la cama -. Creo que somos vecinos.

El viejo estaba eufórico. Se acuclilló frente a él y le puso la mano sobre el hombro. Le habló con una voz llena de sentimiento.

-De todos los lugares donde he estado -por sus historias debería haber estado desde la batalla de Waterloo hasta en la Luna, donde llegó propulsado como un proyectil por un cañón gigante- no hay ninguno mas bello que mi hogar. Chico. Vas a conocer un mundo que todos han olvidado.

Se levantó y le tendió la mano.  

Sus compañeros dormían a la luz de la luna y Arthür no consiguió evocar la visión que le había arrebatado en el mirador del Hotel Concorde.

Quizá era difícil enfocar su percepción a otra imagen distinta de la escena tan pictórica que tenía frente a él.

Una sombra silenciosa se vislumbró en el bosque, tras las cortinas. Al posarse en el poyete de la ventana quedó patente que era la silueta de un cuervo.

No golpeó el cristal y apenas hizo ruido.

El chico temblaba cuando el hombre puso su mano sobre él. Hablaba de su «hogar» pero Arthür no recordaba que, de entre todas las historias que hubiera contado, se refiriera a ningún sitio como tal. No se había detenido a pensarlo, pero no podía imaginarlo ni teniendo padre ni madre ni siendo un niño, sino un viejo vagabundo desde siempre. Reuniendo valor por si recibía la respuesta que tanto temía preguntó:

—¿Cómo se llama ese lugar? —apenas salió de su boca un hilillo de voz.

El movimiento de la sombra junto a la ventana sobresaltó a Arthür. Sólo tardó un segundo en saber que era un cuervo pero su corazón ya había dado un salto en su pecho. Respiró profundamente un par de veces antes de tomar los zapatos y salir de la habitación sin hacer ruido. Una vez en el pasillo se calzó rápidamente y se dirigió hacia la entrada. Debía de tratarse de Hugin o Munin y si así era tal vez trajera algún mensaje para Sophie; la última vez había sido algo urgente y vital. Tomó una de las copias de las llaves de la casa y cerró despacio la puerta tras de sí. Mirando hacia todos lados se acercó lentamente a la ventana en que el cuervo se había posado.

De repente, interrumpiendo mi conversación con mi padre, se abre la puerta de la habitación y pasa a visitarnos un hombre malcarado, que hace entrar una silla de ruedas en la que va sentada una guapa joven de cabello corto y rubio. No puedo evitar acordarme de Sophie, aunque esta muchacha no tiene su sonrisa; más bien, la chica lo mira todo con una expresión de descontento en sus intensos ojos azules. Me mira a mí, con cierta condescendencia insolente que no me gusta. Hace un comentario de niña mimada respecto a la habitación en un inglés fluido, pero sus eles aspiradas y sus erres rodadas me dicen que es de algún país escandinavo, por no hablar de sus facciones típicamente nórdicas. Cuando se presenta como Sigrun Eitinger, confirma que es de origen tanto escandinavo como alemán. Pronuncia su nombre como si tuviéramos que ponerle la alfombra roja solo por ser quien es. No le daré el placer.

—Soy Mats —le respondo cuando me dirige la palabra, tratando de sonreír a pesar del dolor que siento—. Encantado.

Arthür salió pasando de largo por el comedor hasta la puerta de la casa. Cruzó el porche y al girar hacia la ventana que daba a la habitación y aunque tratara de ir sigilosamente frenó instintivamente en seco al toparse con un cuervo de metro sesenta, a dos patas, que vestía una capa de plumas blancas y grises coronada con una especie de mezcla entre capucha y yelmo de oro y plata.

Su pico era imponente y su mirada fiera, el blanco de sus ojos brillaba como si fuera metálico. Sus pupilas, su pico y sus plumas eran negras como el azabache y por los hombros le caía pelo de una melena blanca que brillaba como si estuviera hecha de luz de la luna. Tenía brazos y piernas, y manos terminadas en uñas negras como garras. Patas de cuervo gigantes con algún anillo y un cinturón que parecía una cadena de oro puro en el que se enfundaba una espada corta de mango de jade.

Se lo quedó mirando y habló con voz un tanto chillona:

-Hooo…. hooo…. ¡Hola!.

La primera reacción de Arthür fue dar tal respingo hacia atrás que sólo milagrosamente pudo guardar el equilibrio evitando caer de culo y quedar sentado en el suelo. «No estoy soñando... ¡No estoy soñando!» Se repitió primero para autoconvencerse de que así era y después sorprendido de que pudiera ser así. No pudo evitar mirar a la criatura de arriba a abajo, sin ser capaz de saber qué de toda ella era más fantástico y sorprendente. Y su saludo corriente con voz de pájaro le habría hecho mucha gracia si no fuera porque el miedo y sobre todo el pasmo lo tenían tomado por completo.

—¿Qué?... ¿Quién?... ¿Quién eres? —salió al fin de su boca con una voz prácticamente afónica que parecía haberle abandonado como la sangre de su rostro. Darle la espalda para salir corriendo no era una opción.

Se acercó a Arthür. A pesar de su tamaño y su volumen no hacía casi ruido.

-Miau…

Miaaaau....  

Mitu…

¡Arthür!…

Munin.

Metió una de sus enormes manos con uñas negras como garras entre la capa de plumas y sacó algo que inmediatamente arropó ayudándose con la otra, como si fuera un ser delicado que se puede escapar, y se lo ofreció a Arthur.  

-Cru, cru, cru.

Petrificado, con todos los músculos en tensión, vio el gesto de la criatura y cómo se acercaba a él para entregarle algo. Un movimiento brusco del hombre-cuervo y el corazón definitivamente le saldría disparado por la boca. Había dicho su nombre y luego se había presentado con el mote con que Arthür, para sí mismo, había llamado a uno de los cuervos: ¿acaso podía leerle la mente? ¿Sería realmente uno de los pájaros de Sophie? No exento de temor extendió lentamente la mano para que la criatura le diera lo que fuera que quería entregarle. Todos los pelos del cuerpo se le erizaron sólo de imaginar su contacto.

El cuervo puso algo sobre la mano de Arthür. Sus plumas eran duras y el tacto de sus manos escamoso. Daba la sensación de estar hecho de madera y marfil.

El tacto del objeto que dejó en sus manos era metálico, frío y cristalino. Cuando ese ser apartó sus brazos emitiendo otro ruido:

-Ah-ah ah aha-ha.

Arthür vio sobre su mano el broche con forma de libélula de oro, plata y vidrio, la joya de su familia que se había llevado al tren de Monsieur Pesha diecisiete años atrás.

Y en ese momento empezó a recordar.

En un primer momento Arthür no pudo reaccionar. Se quedó mirando la joya, sin poder creer lo que tenía ante sí, al mismo tiempo que una especie de velo que había cubierto su memoria hasta ese momento parecía haberse retirado. Recordó el inicio de la marcha del tren, la excitación de Monsieur Pesha ante el viaje hacia su «hogar», el miedo que le embargaba y cómo el hombre le había devuelto la joya asegurándole que era él mismo quién debía entregarla como un presente. Y ahora estaba allí, de nuevo, restituida por aquella criatura fantástica. Sus ojos se empañaron. Una intuición muy fuerte le decía que junto a aquella joya había recuperado algo más que aquellos primeros recuerdos, aunque todavía no supiera qué.

Levantó la vista para mirar de nuevo hacia el rostro del hombre-pájaro. Arthür sonrió, con lágrimas en los ojos:

—Gracias. Muchas gracias, Munin —dijo con apenas un susurro. Tratando de rebuscar en sus recuerdos, miró a los ojos de la criatura mientras su gesto cambió de la sonrisa de asombro y agradecimiento a una expresión intrigada: —¿Tú... me conoces?

Mats sabía que la familia Eitinger era dueña de uno de los bancos más importantes de Noruega y que sobre el cabeza de familia, Cnute Eitinger caía una sospecha de corrupción relacionada con la deuda, la privatización de servicios públicos y las comisiones.

Lars era un hombre carismático con aspecto fuerte y duro. Estos días había expresado cierta afinidad por Sigrun y había hecho "amistad" con su padre. Sigrun había visto en él una especie de aura de superioridad que ella de alguna forma compartía.

Se levantó de su sillón y se inclinó sobre la recién llegada. Le habló en noruego e hizo una seña al doctor que tiraba de la silla de ruedas para que la acercara a la cama.

-Hola Sigrun. Te presento a Mats, mi hijo.

El médico que traía a la chica era un hombre calvo de expresión facial un poco desagradable, de las que siempre dan la impresión de estar enfadado. A Mats le sonaba muchísimo la cara de ese hombre, pero en ese contexto no la sabía ubicar.