Partida Rol por web

Bien creí yo por un momento que mis palabras levantarían la ira del tullido y yo, a cambio de aquel aviso, solo recibiría palos. Pero el hombre pareció tomar buena cuenta del consejo y agradeciome lo que yo le había dicho. Eso estaba bien, que no siempre uno puede estar a bien con un vizconde y éste deberle a su vez un favor.

Sin mediar más palabras, pues poco se podía añadir ya, vilo alejarse en dirrección al carruaje donde esperaba la dama, llevando con él un porte de pundonor y nobleza que pocas veces había contemplado yo. En verdad que diome mucha pena el tullido y esperaba que la vida le fuera mejor, al menos en cuestión de amores porque de lo otro, bien perra había sido con él.

Al menos no había tenido que emplear ni la fuerza ni palabras groseras que aquel hombre no merecía y, una vez consideré terminado el encargo regresé junto al Rijoso para que me pagara aquello que me debía, que no en vano habíame molestado yo en un asunto tan desagradable para irme con las manos vacías.

Mi parte estaba cumplida, y he de decir que el Rijoso cumplió con la suya.

Y allí fuime yo a ver al Rijoso para cobrarme aquello que me había ganado, quizás no de la manera que otros hubieran hecho pero el encargo habíase realizado al fin y al cabo. Lo que sucediera tras ello ya era otro cantar, aunque no tenía yo muy claro si la espantada del tullido, si es que al final se largaba, iba a ser suficiente para que la damisela cayera en brazos de aquel que había montado todo aquel tinglado. Y eso a mí poco me importaba.

Habíame decidido cobrarme el trabajo con aquel traje de gomoso, aunque no tenía yo muy claro si sabría lucirlo como se merecía, que yo de esos afeminamientos y demás zarandajas no andaba muy ducho que digamos.

Pero, si quería pasearme por los barrios pudientes de la villa haciendo preguntas enojosas, no me quedaba de otra que comportarme como uno de los figurines que recorrían sus calles y procurar comportarme como lo haría cualquiera de ellos.

En verdad sería una tarea complicada, que por mucho que me lavara, peinara, pusiera perfume o un ridículo traje de pisaverde era demasiado hosco y ceñudo como para dar el pego. Así que no me quedaría más que confiar un poco en la diosa fortuna para que me mirara sin demasiado odio.

Quizá fuera hora de ir a visitar al Conde de Peñaranda, el amo de mi difunto hermano, que sus pleitos se habían convertido en asunto mío al causarle la muerte a Álvaro.

...

Y para allá me fui en busca del conde de Peñaranda, todo emperifollado y perfumado, más avergonzado que si hubiera ido desnudo, pero todo fuera por encontrar al culpable de la muerte de mi hermano.

Por suerte, en aquellos barrios pocas, o casi nulas, eran las posibilidades de que alguien me reconociera y así mi vergüenza sería un poco menor. Menuda se armaría si alguno de mis antiguos compadres me hubiera visto así vestido, que no tenía yo el cuerpo para mofas ni risas y mucho menos para que me estropearan mi plan.

Vivía el Conde de Peñaranda en un caserón señorial en la calle Mayor, cerca de la Plaza de San Salvador. Era una de esas mansiones de tiempos de nuestros abuelos, los que aún peleaban por sacar a los moros de la península, y a juzgar por las grietas, los rotos y los desconchados de la fachada me apostaba yo todo el oro del Potosí contra medio maravedí a que su dueño tenía más honra en el linaje que provisiones en la alacena, que de señorones de alcurnia cierta y hambres más ciertas todavía, esta patria nuestra está más que llena.

Llegué por fin a mi destino para encontrarme con el caserón del conde de Peñaranda. Observelo durante unos instantes, fijándome en cada detalle para hacerme cuenta del señorito que allí vivía y dándome cuenta que la casa, con más desconchones y grietas que otra cosa, no estaba en su mejor momento.

Eso decíame mucho del tal Peñaranda que, como muchos por esos lares, con más ínfulas por nombre que por dineros, no debía andar muy sobrado de estos últimos. No extrañábame entonces que el hombre estuviera metido en asuntos poco claros, que ya sabemos que para presumir en esos ambientes necesitábase de monedas aunque no tuvieran ni un colín que llevarse a la boca.

¡Ay, esta villa y corte! Llena de hombres y mujeres vanidosos, todo falsas sonrisas y emperejilados hasta las cejas de puertas afuera y llenos de miserias puertas adentro.

De pronto caí en la cuenta de donde me encontraba. Giré la esquina de la fachada y supe que si seguía la calle todo recto llegaba, en menos de diez minutos a no demasiado buen paso, a la plaza de Ramales. Donde encontraron el cadáver de mi hermano. En verdad tenía muchas preguntas que hacerle a su amo.

La puerta a la calle estaba bien cerrada, cosa harto extraña en estos barrios, donde se suele tener abierta para dar acceso al visitante a un zaguán, donde un criado le atiende. Me encogí de hombros y me apliqué con ganas al llamador, que creo que le doy un golpe más y hago astillas el portón ahí mismo. Por fin me abrieron, y esa fue la primera de las sorpresas que la visita me deparaba...

Pues la que me abrió no fue otra que Margarita, la viuda de mi hermano. Me miró con la dureza que en ella era habitual, mientras me decía, a modo de saludo:

-¿Vienes a decirme que el asesino de Álvaro ya está muerto?

Le sonreí a modo de respuesta, mientras cruzaba el umbral, de modo que mi cuñada tuvo que echarse hacia atrás para evitar que chocara contra ella. Me miró azorada, y no necesité echarle una segunda ojeada para darme cuenta que estaba nerviosa y asustada.

Quedeme de una pieza cuando fue, nada más y nada menos, que mi cuñada quien abrió la puerta. Una puerta que ya resultaba extraño que estuviera cerrada pero que así me la encontré, que en aquellos barrios teníase por costumbre no cerrar los portones hasta que oscurecía. Pero volviendo a mi cuñada...

La hostilidad propia de Margarita hacia mí no tardó en salir. Nunca le había caído en gracia mientras mi hermano vivía menos lo iba a hacer ahora que estaba muerto. Y, con su habitual frialdad y desprecio, hizome un reclamo quizás para ocultar lo nerviosa que se encontraba al verme visto.

No contesté a su provocación y simplemente pasé a su lado apartándola de la puerta, que no parecía tener ella demasiada intención en dejarme pasar, dándome cuenta que la vergüenza asomaba a sus ojos y, no creía ser imaginaciones mías, quizás también un poquito de temor. Pero ¿vergüenza por qué? ¿Acaso andábase con líos con su amo a espaldas de mi difunto hermano? ¿Miedo a qué? ¿A que todo se ventilara por las calles de la villa?

Muchas eran las preguntas que aquella aparición de la viuda hacían que me planteara, pero no creía yo ver el momento de interrogarla y mucho menos que ella tuviera el ánimo de contestarme, ni de buenas ni de malas.

—Vengo a ver a tu señor —dije, sin ocultar el retintín de mi voz, que aún no sabía yo en lo que andaba metida Margarita y todo aquello empezaba a atufar demasiado para mi gusto.

-¿Ver al Conde? ¿Para qué? Está viejo y enfermo, y le queda poca vida. No le amargues la poca que le resta.

Pero mira que era deslenguada mi cuñadita. Aquella mujer, que siempre había llevado los pantalones en su casa, mostrábase demasiado insolente como para no sospechar. No dejaba de preguntarme a qué venía tanta preocupación por el viejo, el mismo que yo empezaba a sospechar que había tenido algo que ver, para bien o para mal, con la muerte de mi hermano.

Incluso mis malas ideas iban mucho más allá al pensar que ella, por algún motivo que yo no alcanzaba a entender, estaba empeñada en que no me entrevistara con el conde que, por muy viejo y cansado que estuviera no creía yo que fuera a sentarle mal una charla amena.

La viudita de mi hermano podía ser muy mona, que lo era, pero lo que nunca sería es buena mentirosa, que giraba tanto los ojos que casi se me ponía bizca, y se le encendía el rostro como un farol. Hasta para un ciego era evidente que, por motivos que ella sola conocía, no le hacía ninguna gracia que hablara con el viejo conde. Así que le sonreí enseñando los dientes y le dije acercando mucho mi rostro al suyo:

-Mirad, señora, que habéis sido vos la que vino pidiéndome ayuda, que yo bien tranquilo andaba. O las cosas se hacen a mi manera o no se hacen, y en tal caso, por mi puede mi hermano revolverse en su tumba hasta bailar la chacona, si eso le place, que lo que él no descanse en la comba, ya lo dormiré yo en mi piltra.

Aún con cierta reticencia me llevó Margarita a ver al conde de Peñaranda. Cruzamos varias estancias que me confirmaron que poco medrarían los que al servicio del conde estaban, que las paredes se encontraban desnudas de tapices y, para compensar, adornadas con desconchados y humedades. Y los pocos muebles, se mantenían en pie de puro milagro, que tanto se había cebado en ellos la polilla que no dudaba yo que se convertirían en polvo si me pedorreaba un poco fuerte. Si la despensa estaba tan vacía, a buen seguro que hasta los ratones de la casa guardarían ascético ayuno.

Se encontraba el conde en una habitación en el centro de la casa, abarrotada con mil y un trastos: calaveras de animales, extraños bichos metidos en frascos llenos de líquido amarillento, animales disecados, piedras de formas extrañas...

Que bien claro tenía yo que a Margarita gustarle, lo que le dice gustarle, ni una pizca que yo hablara con el conde. Y raro parecíame a mí el tema ya que, al fin y al cabo, había sido ella la que me había pedido justicia o, mejor dicho aún, venganza apelando al vínculo familiar. Vínculo que yo no sentía demasiado pero que, quizás por esos miedos desconocidos y absurdos que todos tenemos, temía yo que mi hermano volviera de su tumba para recriminarme lo que fuera.

Y mientras recorría los pasillos de la casona dábame yo cuenta que el conde de nombre tendría mucho pero de dineros... Ya lo había visto con la fachada de la casa pero allí dentro era aún mucho peor, y no me extrañaría nada saber que el de Peñaranda hubiérase metido en algún que otro sucio asunto para salir de su situación.

Pero con lo que no contaba era con encontrármelo rodeado de toda clase de cachivaches que poníanme los pelos de punta. Que uno muy creyente no era pero tampoco gustábame relacionarme con el diablo y sus compinches. Y toda aquella parafernalia olía a infierno que tiraba para atrás. O esa impresión diome a mí.

Carraspeé sin demasiado énfasis que no tenía yo claro aún si prefería interrumpir al hombre o por el contrario quería alejarme de allí.

Me estremecí un poco para mi, que tal me parecía el cubil de un brujo. Flaqueó mi ánimo y miré de reojo a Margarita. ¿En qué lío me había metido la viudita de mi hermano? En verdad que me pasó por la cabeza que no quería yo hablar con el nigromante que en el centro de tal antro se encontraba.

Quedeme sin habla y casi sin sangre en el cuerpo pues aquella visión consiguió helarme hasta la mismísima alma. Que uno de cosas demoníacas y de brujos no andaba muy enterado pero respeto... de eso mucho al igual que de miedo.

De buena gana hubiera soltado cuatro frescas a mi cuñada por haberme metido de lleno en aquel asunto y maldecía para mis adentros por haber sido engañado por la mujer. Porque si algo me estaba quedando claro en aquel tema era lo que ya sospechaba, que ella sabía más de lo que me había contado. La condenada...

Bufé para espantar mis temores pues, ya que había llegado hasta allí, parecíame tontería no aprovechar la oportunidad. Aunque aún temblaba como una hoja temiendo que aquel decrépito vejestorio fuera a convertirme en algo desagradable.

Carraspeé de nuevo, tanto para hacerme oír como para aclarar la garganta, que de reseca que la tenía más me parecía que no había bebido en días.

—Señor conde... —dije dubitativo para llamar su atención—. No le robaré demasiado tiempo a vuecencia.