Partida Rol por web

Se levantó alterado, al principio desconcertado  por lo que acababa de recordar, luego aquella confusión dio paso a la ira. - ¡¡Maldita sea!!-, gritó con toda la fuerza que le permitían sus pulmones. - No te cansas de torturarme con los recuerdos de todo lo que me has quitado. Maldito tirano.-, escupió. Con dos zancadas se plantó frente a una superficie de metal pulimentada que le servía de espejo. En aquel tiempo que había estado encerrado había sido una forma de pasar el rato, pero tras tanto tiempo observando había llegado a memorizar hasta la última arruga o mancha de aquel rostro humano.

Ceñudo, observó el pésimo aspecto que tenía: unas enormes ojeras rodeaban sus ojos, unos párpados ligeramente caídos que hacían parecer un ojo más grande que el otro y el pelo aplastado en su coronilla.- ¿Y a estos seres les cediste la Tierra? Eres idiota. Ni el artesano más estúpido dejaría su obra en mano de un niño, y tú lo hiciste, con la diferencia de que la Tierra era nuestra. - Había ido atusándose y lavando su rostro con agua. Lentamente las muestras del cansancio fueron desapareciendo para recuperar su aspecto habitual.

Se vistió por completo, pues ese día pretendía dejar todo preparado para dejar el castillo. Mentalmente tomó nota de las salas del castillo que debía visitar, qué cosas debía coger así como de las excusas o distracciones para dejar sus aposentos, además, debía dejar preparada la pantomima que les haría pensar que había muerto. Seguramente con el aspecto que presentaba al despertarse hubiese podido hacerse pasar por enfermo sin dificultades, pero no le había dado la gana.

El primer destino sería la armería, donde recogería su espada y su daga. En su lugar dejaría alguna de las armas del cadáver que se pudría en las mazmorras, y ese lugar, era su siguiente destino; cogería al difunto Braul –el pobre Varsk había sido enterrado, sin una verdadera ceremonia, como una víctima más de la locura de los Bran-, y lo llevaría a su dormitorio. En el estado de descomposición la única forma de hacer pasar aquel cadáver por el suyo era fingiendo que la muerte había sido tan violenta que lo había dejado irreconocible pero, ¿cómo un enfermo moribundo muere de forma violenta? Seguramente un incendio fuese la respuesta; unas velas sobre la cama la solución a aquel problema y, sobre ellas, Braul. El fuego sería además una distracción para poder dejar el castillo.

Knezi: Astucia + Fullerías, dificultad 6 para planificar tu muerte. La cantidad de exitos que saques, por favor, apuntalos en un post aparte sólo para el Director. Después, puedes rolear todo lo que me dices. La cantidad de exitos será una cosa muy importante para que todo salga bien, por lo que te recomiendo que si tienes FV, la utilices ahora. (Ayuda de Master bueno XD)

En el silencio de la noche, ni los cascos del caballo eran audibles. Con la mera tranquilidad del poder y la certeza de la impunidad, Iakov se desplazaba con sus ojos como única luz, sus pupilas como único faro y su fuerza como único escudo. Había pasado ya tiempo dando vueltas por aquel pasaje desierto, buscando un motivo por el cual quedarse a la expectativa en vez de lanzarse al ataque, hasta que había llegado a la conclusión definitiva. No había ningún motivo. Si lo había, de todas maneras, no importaba. En aquella aridez falta de vida, que hacía muchísimo que Iakov no veía con tanta claridad, no había lugar para él. En esas circunstancias, no hay lugar para el acechador solitario que no tiene víctimas al alcance.

Todos los caminos conducen al punto, y como solía suceder, todos los senderos conducían hacia su deseo. Iakov nunca se había preguntado si era que él era muy bueno para procurarse sus deseos, o si era que el mundo buscaba complacerlo y se doblegaba ante su voluntad para cumplir todos sus caprichos. Era lo que menos le importaba, mientras el resultado estuviera allí. Todo siempre dependía de él, tanto el fracaso como el éxito. Esas cinco casas separadas, sólo alumbradas por la pobreza, brillaban como Covasna había dejado de hacerlo hacía Iakov no sabía cuánto.

Dejó el caballo cerca, pero no tanto como para que su movimiento advirtiera a nadie de su presencia. Se aseguró que no se fuera de allí. Eligió por la distancia una de aquellas casas, quizás la más alejada, quizás la menos accesible a la ayuda, o simplemente la que le dio más ganas al primer golpe de vista. Desplazándose con la destreza que no se oxidaba en sus años, y que ya no se corroería jamás, se encaminó hacia aquella estructura. Sus planes eran simples: entraría sin anunciarse, los encerraría con él en aquel infierno, golpearía luego de advertirlo, tomaría a las mujeres bajo su lujuria, jugaría con el más débil para ver cuánto podía torturarlo sin matarlo, y sería la última imagen que se llevarían, en su pobreza, a su paraíso pagano.

En tu busqueda de víctimas para descuartizar y para quitarles los ojos, logras divisar seis familias, a las cuales acechas con sigilo durante la noche. Cuatro de ellas, se encuentran dormidas en sus camas, tranquilas, sin percatarse de tu presencia, sin embargo, otras dos, aún sin percatarse de tu presencia, te ponen en aprietos al intentar escapar de tus salvajes instintos.

La oscuridad de la primera choza era la de una de las tantas mazmorras que por años habían sido su hogar. La diferencia, y Iakov lo sabía muy bien, era que ya esos muros no eran ni un mínimo impedimento para él. Mientras trababa la puerta a sus espaldas, en el silencio más absoluto, y buscaba con los ojos en medio de esa uniformidad de sombras, sabía que estaba dando los pasos que tantas veces habían sido de sus pretendidos verdugos. Aquella habitación acababa de convertirse en una de las tantas tumbas anónimas y olvidadas de la historia; los futuros muertos habrían nacido sin ser nadie, transitado sin ser nadie, y morirían sin ser más que otros tantos. Eso, también, a diferencia de Iakov. Y era algo que él, sonriendo en la oscuridad, sabía mejor que nadie.

Dos minutos más tarde, sostenía por los cabellos a la señora de la casa mientras su esposo e hijos se apilaban temblando contra la pared contraria, amenazados por su mirada y por la espada que aún no había sacado de su funda. Cuatro de sus dedos mantenían cerrada la boca de aquella mujer estúpida, que sin duda gritaría y rogaría por la vida de sus hijos. Iakov le arrancó la ropa, develando ante los niños el cuerpo que los había formado; enredó el cabello en su puño y, jalándolo con firmeza hacia atrás como si de las riendas de un caballo se tratare, la inmovilizó en su horror. Le aplastó la cara contra una de las paredes de barro, se rió en su oído, y abrió en canal su dignidad con un solo movimiento. La reacción del esposo fue inmediata. La de Iakov y su mano derecha, también.

Yacía el hombre de la casa cortado en dos, frente a los ojos brillantes del intruso, tapando la luz de la chimenea. La mujer lloraba como si la sangre fuera a limpiarse diluida en sus lágrimas, como si la piedad se consiguiera llorando mares, o se expiara el pecado lavándose las manos en una tina de plata. Continuó mientras sus hijos observaban mudos de terror cómo era ultrajada hasta la herida de formas que sus creencias y sus instintos no les habían enseñado, y no cesó cuando terminó besando el suelo, arrastrándose hacia ellos. Un jirón le había atado la boca, impidiéndole desangrarse en palabras. Ni siquiera intentó gritar cuando la espada le atravesó una de las manos, estacándola al suelo, mientras Iakov se adelantaba hacia el hijo menor.

La oscuridad no había cedido, pero los que continuaban vivos podían percibir los gritos que el niño no alcanzaba a hacer que oyeran. Sentado en algún sitio, Iakov tenía el pequeño cuerpo sujeto con una sola mano, y con la otra manejaba las pequeñas astillas de madera y metal que había encontrado por allí. Manipulaba los pequeños utensillos, únicas comodidades de la pobreza, volviéndolos armas. El no ver era una suerte para la madre y los hermanos, incluso el estar muerto ya lo era para el padre, porque el niño pronto tenía amplias hemorragias internas, le faltaban tres de los dedos de la mano derecha, la mandíbula estaba a punto de desencajársele, y había una porción de cuero cabelludo que ya no le crecería de nuevo jamás. La sangre chorreaba en gotas como lágrimas de un dios que, si existía, evidentemente no estaba para sus devotos.

El cuerpo fue arrojado a un costado luego de comprobada la habilidad que continuaba allí. Iakov había practicado hasta el último truco que conocía, sin matarlo hasta que tuvo deseos de hacerlo. El niño rebotó contra la pared, en las sombras cayó inerte sobre su madre, y ésta no llegó ni a reaccionar cuando sintió que la espada era levantada en vilo, desprendiéndose de su mano. No había reaccionado aún, y su cabeza ya rodaba haciendo ecos en la oscuridad, despertando el nacimiento de los únicos gritos que se escucharían en aquella noche. Pero empezaron a nacer muertos: las gargantas recibieron demasiado aire de golpe, todo el aire del mundo, y rodaron como ruedas vacías sobre el suelo de tierra. Vacías, como sus cuencas sangrantes.

Iakov apartó de una patada el medio cuerpo del hombre, dejó que la luz de la chimenea alumbrara la estancia, y contempló su obra. En su mano, apretados en un puño, tenía los ojos del niño. Bajo sus suelas, se extendía el río carmesí de su victoria tan fácil, tan vacía y tan llena a la vez, que le significaba tantas cosas de golpe. La primera, que todo lo que había sucedido, en verdad había pasado. Radu había cumplido, lo que le llevaba a una serie de conclusiones a las que Iakov hubiera preferido no arribar jamás. Y segundo, y posiblemente más importante que lo demás, había vuelto. Estaba vivo, estaba mejor que nunca, y había vuelto como siempre lo había hecho. El período de tortura había terminado. Era Iakov el Ensartaojos, como nunca había había dejado de serlo, aunque los susurros lo aclamaran muerto. No importaba lo que le dijeran. Era libre.

Salió de aquella casa, sonriendo plenamente. La espada oscilando en su mano marcó tras sus pasos el camino del infierno. el sendero de la bestia, desbarráncándose hacia los abismos de los que nunca había salido. La puerta de la segunda casa no era más que un papel bajo su puño. Lo fue la tercera, y también la cuarta. Afiló su espada con los huesos de los muertos, guardó sus carcajadas para oídos más dignos, y acabó en el cruce de los caminos erigido como la estatua de una autoridad que nunca sería feudal. La autoridad nunca impuesta por un sistema de herencias. Él no necesitaba un título para ser, ni para pertenecer, como siempre le había parecido que quería: él era. Él había sido. Él sería. Iakov el Ensartaojos no necesitaba más.

Los ojos fueron a los frascos puestos bajo las mantas de su montura. Él se irguió en la silla, mirando hacia el horizonte borrado en el cielo. Radu podía hablar del infierno, pero él no sabía lo que era la superficie. Radu sabía lo que era la ira de aquel supuesto Dios, pero no sabía cuán peor era su indiferencia. Nunca lo sabría, y nunca lo entendería. Seguiría considerándose el peor de los condenados por haber recibido la gloria de ser el juguete más odiado de una divinidad caprichosa. Seguiría sin ver cuán peor estaban todos aquellos olvidados de la gracia, del bien y del mal, que no eran nadie, que no lo serían nunca. Radu no sabía nada del mundo, excepto de él mismo. Iakov sabía del mundo, y sabía de sí mismo. En ese momento más que nunca. Muchísimo más que nunca.

El amanecer encontró a Iakov, inmaculado en su caballo, retomando el camino hacia el castillo.

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Si hubiese conservado sus ojos sabía que en aquellos momentos le estaría mirando desde la cama.- Oh, por favor Braul, no me mires así.- En sus cuencas vacías aun quedaba coagulada parte de la sangre que había brotado con fruición durante el concienzudo sufrimiento que Iakov le había provocado. La carne en algunas partes ya dejaba entrever el amarillento hueso. –Yo también debería estar enfadado, al fin y al cabo me has manchado cuando te traía.- Era invierno, por eso alrededor del cadáver no se arremolinaban las moscas que en época más calurosa hubiesen estado revoloteando a su alrededor. No conocía con detalle el ciclo vital de aquellos insectos, pero no dudaba que no tardando mucho los huevos blanquecinos que en racimos sobresalían de las heridas eclosionarían, y las larvas en un macabro ritual devorarían lo que quedaba de aquello que una vez había sido un hombre.

Alejó de la cama cualquier mueble que pudiera propagar el fuego - Iakov…- volvió a abrir la conexión mística que permitía comunicar sus mentes. –He sido tan diligente como había prometido. Ya está todo listo. Solo queda que vengáis. Espero que no os encontréis muy lejos.- observando el cuerpo descarnado de Braul por primera vez se percató de un detalle que hasta entonces había pasado desapercibido: aun a pesar de la descomposición, de las deformadas facciones por la putrefacción, podía distinguir, aunque de forma muy sutil, una mueca de sufrimiento que había quedado grabada en su rostro. Era, en cierta manera, algo tremendamente hermoso. El tiempo parecía haberse parado justo en el clímax de su sufrimiento, se había congelado en el momento preciso en el que sus músculos se habían contorsionado de forma grotesca a causa del dolor. –El caballero Braul te envía recuerdos, Iakov. No parece haberte olvidado.- De cierta manera sintió lástima cuando se acercó con una vela a las sábanas dispuesto a prenderlas fuego. –En menos de una hora estaré tras la muralla de la parte de atrás del castillo.- Con tremenda voracidad el fuego comenzó a consumir las sábanas. Esa sería distracción suficiente para poder escapar del castillo sin ser visto y, a la vez, proporcionaría un cadáver irreconocible.

Salió de la habitación. En la puerta no quedaba ningún guardia, al que había estado vigilando lo había ordenado cumplir otras tareas… Esperaría en otra habitación más alejada a que el humo llamase la atención de la servidumbre. Así podría escapar sin temor a ser descubierto y, si era visto durante su huída, hoy no solo moriría el Knezi Radu Szantovich el Menor.