Partida Rol por web

La solidez de la puerta parece algo difícil de sobrepasar. Rocío es capaz de sentir la puerta, la fría perilla, pero por más fuerza que aplique, no hay ningún movimiento: La puerta parece ser una pared y no hay forma de hacer que se desplace. De alguna manera, Rocío se ve obligada a aceptar físicamente la existencia de la puerta, pero la puerta parece no tener deber alguno para con ella al mismo tiempo, ignorándola en todos sus esfuerzos, indiferente.

La pequeña niña parece inconsolable desde el sofá, y su madre aparece por el pasillo. Una mujer con algo de sobrepeso, de ojos azules y cabello negro. Su rostro refleja preocupación y su vitalidad vibra a través de su piel. Su aspecto parece algo enfermizo y débil, haciendo que la luz de la vida parpadee por momentos, debilitándose por instantes. 

Sin tiempo para analizar lo que sucede, miras hacia las ventanas, del otro lado. Como la mayoría de edificios de ese sector, son antiguos y por lo tanto, no están adecuados como las construcciones recientes de inspiración estadounidense que poseen escaleras de incendio, sino que están renovadas por dentro, pero siguen manteniendo una arquitectura de origen renacentista o victoriana para los sectores más antiguos de la capital escocesa. 

Y todas la ventanas del apartamento dan hacia la calle, en donde están apostados los guardias y el hombre enmascarado. De nuevo, sólo queda la alternativa de atravesar las cosas, de soportar el dolor punzante pero instantáneo para tratar de escapar... de lo que sea que esté del otro lado.

-Mamá, mamá... una señora rara- escuchas decir a la niña pequeña, mientras su madre la consiente. La manito de la chica te señala, acusatoria, juzgándote como el centro de sus lágrimas, al tiempo que la madre de la chiquilla parece no entender lo que ésta le quiere decir.

El hombre te observó fijamente. En su temperamento lacónico había algo insondable aunque directo que daban una impresión extraña.

-Ellos son los que mandan- dice como si fuese la respuesta más completa. Su brazo aún sigue extendido hacia ti para que lo tomes. Sus ojos parecen expresar el interrogante, como diciéndote de alguna manera silenciosa pero concreta que te apresuraras.

Afuera se escuchan los ecos y sonidos que el viento caprichosamente trae a través de la solidez fluctuante de las paredes de aquel lugar. Angus no decía nada, pero quizás hasta un hombre de pocas palabras como él tendría un límite para su paciencia...

Mientras Connor dudaba sobre que hacer y pensaba que decisión tomar una voz se escucho que lo apremiaba a seguir.

- ve...ve...ve! muevete!

Chasqueé la lengua con fastidio, desde luego no era la respuesta que esperaba, pero al parecer la situación se ponia cada vez peor. Había que ponerse a salvo de los otros, luego ya vería que hacer.

De nuevo escuche esa extraña voz, al parecer también quería que fuese con ese hombre, mire de nuevo en todas direcciones intentando localizar su procedencia. Me fije en Angus, su expresión no había cambiado, sin duda el no la había escuchado. Tome su brazo, que es lo que parecía estar esperando.

-Antes he oído una risa y ahora una voz, y no se de donde vienen... ¿Es normal escuchar voces en esta... "condición"?

Alexander se dobló por la cintura al recibir el golpe, tan inesperado como inocuo. Al levantar la cabeza de nuevo lo hizo con insolencia, completamente de acuerdo con esa voz que parecía anticiparse a sus propios pensamientos. Y de hecho habría considerado que tenía razón y que era el momento de enseñarle a ese soldado barbudo con quién estaba hablando si no fuese porque de repente el grupo de soldados entró por la puerta. 

El heredero de los Huntington escuchó toda aquella palabrería sin entender nada. Su mirada se iba alternando entre unos y otros mientras su mente analizaba cada vocablo desconocido y lo almacenaba. No parecía el mejor momento para preguntar, pero ya encontraría la forma de averiguar qué era todo eso de la jerarquía y el Argos y el Anacreonte. Sin embargo, lo más importante con lo que se quedó fue con el asunto de encadenarlo.

—¿Prisionero? —preguntó, mirando al barbudo y levantando las manos en un gesto universal de paz— Esas cadenas no son en absoluto necesarias —repitió, tratando de sonar lo más razonable posible—. En absoluto, señores. Ustedes están aquí para ayudarme, ¿no es así? —señaló, haciendo un pequeño gesto hacia el borde de la azotea—. Ese hombre lo dijo. Ustedes quieren ayudarme y yo quiero que me ayuden. Los otros echaron a correr y me asusté, por eso estaba escapando. Pero ya he entendido que lo mejor para mí es acompañarlos a... —titubeó— Adonde sea.

Alexander sentía un rencor enorme hacia aquellos tipos y por supuesto que iba a aprovechar cualquier oportunidad de escapar, pero estando rodeado por todos esos soldados no se le ocurría una manera por el momento. Miró al barbudo y se esforzó por estirar las comisuras de sus labios en algo a medio camino entre una sonrisa y un rictus soberbio. Era lo mejor que podía conseguir el ex-lord. Podía tragarse el orgullo, pero la altanería... Eso era más difícil.

—Mire... Estoy siendo comprensivo, Usted no sabe quien soy yo, no sabe con quien está hablando —continuó, mirando al soldado con una pizca de condescendencia—. Pero soy un hombre importante. Noble, ¿sabe usted? Soy el heredero de los Huntington —añadió con orgullo en la voz—. Estoy seguro de que sus jefes serán más comprensivos con usted si me trata bien. —Asintió con la cabeza. —Así que... Dese cuenta. No necesita esas cadenas. Yo no soy su prisionero, sólo estaba confundido. Y además, ustedes son unos sucios ignorantes y estúpidos campesinos sin ninguna autoridad sobre mí- añadió Alexander, como si las palabras hubiesen salido solas de su boca.

-Ahora sí estamos siendo sincero, ¿no es cierto?- se escucha en la cabeza de Alexander, ahora con un tono más rudo y algo pueril. -Aunque elegiste el peor momento posible. ¿Te acuerdas de las lecciones de buen timming que nos daba tu padre? creo que habría sido una buena idea... ponerlas en práctica.- ahora había el mismo tono desdeñoso y altanero que Alexander usaba con los otros, en su misma voz.

-Espero que estés listo para afrontar las consecuencias- añadió la voz, regresando nuevamente al tono burlón original.

Angus te dedica una segunda mirada silenciosa. Es bastante difícil discernir lo que está pensando, o si está realmente pensando y aquellos espacios silenciosos eran parte de las reacciones pacientes y simples de aquel hombre. Por primera vez te das cuenta de que no pestañea... lo cuál parece lógico al recordar que tanto él, como tú, está muerto y no posee un verdadero cuerpo físico.

-Lo llaman la Sombra- responde, y su expresión se vuelve severa. Como si algo lo estuviese molestando. -Nadie en sus cabales debería escucharla- y sin mediar mayor palabra, con sus manos aprieta tu antebrazo. Sus ojos se tornan negros durante un instante y las alas negras en su espalda comienzan a vibrar, como si estuvieran cortando algún viento que llena la habitación. La realidad parece ondear, primero lentamente y luego con mayor rapidez hasta revelar un agujero negro en medio de la habitación, por donde los aullidos y soplos de negras ráfagas llenan el lugar. 

-Vamos- dice, y dando dos pasos rápidos, halándote desde el brazo, Angus y tú atraviesan aquella hendidura de la realidad, sumergiéndose en la Tempestad.

Al principio Los soldados parecen indiferentes a la diatriba de Alexander. Algunas cabezas se vuelven hacia él, pero la oscuridad de las caretas en los cascos hace imposible discernir si le están mirando a él o no. Algunos comentarios se intercambian al tiempo que el aristócrata habla. Uno de los guardias avanza junto a ti mirando hacia la pared. Su armadura es algo más modesta que la de los otros, más cercana a un popurrí de estilos y partes de otras viejas armaduras, que le otorgan un aspecto poco respetable. Lleva una cota de mallas de color negruzco con algunos agujeros remendados con porciones de metal que brillan de otro color, unas rodilleras bajo un descolorido kilt y un casco amplio con un antifaz forjado en hierro de aspecto doblado y poco durable. En su cinto lleva un revolver, mucho menos imponente que las lanzas, alabardas y cimitarras de sus compañeros.

El barbudo, siempre al frente, guardó silencio unos instantes. Con la máscara de su armadura sobre su rostro era difícil notar que expresión tenía su rostro. Sin embargo, su barba se movió, indicando que los músculos (si es que podían llamárseles así) de su boca se habían movido de alguna manera.

-Mmm...- dijo, pero de repente aquella última frase se deslizó de alguna manera por tu garganta y escapó por tu boca de manera malintencionada. Un silencio imperfecto se extendió entre los soldados, y todos voltearon a verte, incluso el que se había adelantado para cumplir con la misión otorgada por el barbudo. El mutismo colectivo de todos los legionarios sólo era interrumpido por los ecos violentos, como rugidos de una criatura enorme, que provenían de la Tempestad.

Finalmente el barbudo habló. -Has pasado de ser un infante cobarde a ser sospechoso de rebelión y confabulación con los Renegados, y por lo tanto, serás nuestro prisionero, maldita basura anarquista- respondió con su fuerte acento. Su declaración fue recibida con una exclamación genera de aprobación. -A ver si te parezco un sucio campesino ignorante cuando te arranque esa boca- finalizó, tomando de nuevo su espada con intención de reducirte de manera violenta.

Alexander se quedó helado cuando aquellas palabras salieron de su boca. Hacía muchos años que no perdía el control sobre sí mismo de esa manera, diciendo lo primero que pasaba por su mente sin racionalizarlo antes. Sintió ganas de taparse la boca, pero sabía que ya era tarde para eso y ya no era un ridículo niño al que se le escapaban improperios en los momentos más indebidos. Tragó saliva. 

La voz se escuchó de nuevo en su cabeza y resopló mentalmente. — Vete a la mierda —pensó, sin estar seguro de si estaría mandándose a él mismo—. No he dicho nada que no fuese cierto.

Sin embargo, ver al barbudo llevar la mano a la espada hizo que un escalofrío recorriese su espina dorsal. Las palabras parecían haber perdido ya su eficacia para salir de allí con aquellas personas —si es que podía llamarlas así—. Y Alexander tenía poco más con lo que pelear más allá de sus palabras. 

Sus ojos se dirigieron al borde del edificio y no se lo pensó más. Hablar no iba a servir de nada. Y al fin y al cabo era un fantasma, ¿no? No podía morirse de nuevo. Echó a correr con la intención de recorrer el espacio que le separaba del borde y lanzarse hacia el otro edificio al que había saltado aquel muchacho malhablado. Sabía que le sería imposible llegar, pero estaba desesperado. Caer de aquel edificio le parecía una mejor opción que quedarse allí con aquellos soldados zarrapastrosos y cabreados.

El más básico, el más primitivo de los instintos: correr. Alexander intenta escapar, y sólo queda el frente, el espacio entre las edificaciones, el camino que había sido trazado por la argentina y por el chico mal-hablado. Pero había demasiados soldados y una vez Alexander se pone en movimiento... todos los soldados reaccionan. Y al final era un médico de una casa aristocrática caída en desgracia contra los que parecían ser un grupo de soldados entrenados.

Nunca tuvo oportunidad. Alexander sintió un brazo que lo asió fuerte desde la espalda, pasando por su cuello y lo apretó con fuerza. Un brazo corpulento que en las muñecas tenía un corte profundo y sangrante (aunque no había sangre allí, sino un líquido viscoso y transparente). Luego sus brazos fueron agarrados por otros dos de los guardias. 

-No tan rápido, cara-bonita. El capitán no ha acabado contigo- dice una voz femenina en su oído que viene desde atrás. Quien le ha tomado parece ser una mujer. Sus muñecas sienten una fría y corrosiva sensación, como si algo se hubiese cerrado alrededor de ellas. En sus oídos hay un silbido vaporoso, un dolor indescifrable que parece quemar su carne y hundirse hasta el mismo hueso.

Apresado por tres soldados, inmovilizado, Alexander ve como los otros se hacen a un lado y el barbudo aparece con su espada desenvainada. Es imposible ver la expresión de su rostro, pero el ex-lord imagina que habrá una sonrisa tras la careta metálica de aquel hombre.

-Vamos a enseñarte modales, compañero Renegado. ¿Últimas palabras antes de que te arranque la lengua?- dice mientras la hoja se ubica a unos centímetros de su rostro, con la punta del arma tocando con cierta suavidad cruel su mejilla. La sensación es desagradable... pero algo le dice que lo que viene será peor...

Si había algo más humillante que ser apresado por aquellos soldados burdos y analfabetos eso era darse cuenta de que quien lo sujetaba era una mujer. Una débil, insulsa y frágil mujer. Alexander sintió cómo una ira sorda golpeaba sus sienes al sentir la vergüenza de encontrarse en aquella situación y tan sólo la férrea determinación de no humillarse aún más hizo que apretase con fuerza las mandíbulas para no aullar de dolor al sentir la quemazón en sus muñecas*. 

Su mirada era desafiante cuando el barbudo se enfrentó a él. — De perdidos al río — pensó, manteniendo la postura más digna que podía. Atemorizado, seguro de que ya no había ninguna forma de volver aquella situación en algo favorable, trató de enderezar sus encorvados hombros para mirar al tipo directamente a la cara. Perdida la dignidad, tan sólo le quedaba un orgullo irracional al que se aferraría con uñas y dientes mientras pudiese. 

Sus ojos se entrecerraron con un odio y un desprecio latentes en su mirada y cuando habló su voz fue tan sólo un susurro ronco y desagradable. —Cuando tus superiores se enteren de quien soy, te quitarán algo más que la lengua —vaticinó, con una seguridad que se afianzaba tan sólo en ese orgullo—. 

Acto seguido el heredero de los Huntington juntó una buena cantidad de saliva espesa y densa en la boca y utilizó su lengua para lo único para lo que quería usarla en aquella situación: escupir al barbudo a la cara.

Primero hay risas ante el desafío. El soldado barbudo parece -o desde la perspectiva de Alexander, aparenta- divertirse con la situación. No se afloja la fuerza de las presas que sostienen al desgraciado de Alexander. El escupitajo cae en la barba del soldado. Viscoso, desprovisto de color, se asemeja a todos los fluidos corporales que ha observado y que vienen de todos los Wraiths.

Hay de nuevo un silencio de muerte ante el último acto de rebelión por parte del último de los Huntigton. Un silencio desgarrado por los malsanos zumbidos de la siempre presente tormenta. El viento sopla y parece que transcurriese una eternidad ente el instante en el que Alexander escupiese y la voz del barbudo se dejaste oír una vez más.

-Haré que te forjen en un pedazo de papel de inodoro para limpiarme el culo contigo, Renegado- espeta en fuerte acento, levanta la mano del arma, que adquiere un brillo mortecino, como si estuviese recubierta por un brillo traslúcido blanquecino débil. El silencio es cortado por el silbido de la hoja al ir hacia el rostro de Alexander y clavarse en su corpus de manera abrupta y violenta. El ex-lord contiene el dolor, pero el filo se introduce bajo su piel como si esta fuese una delgada capa plástica. La hoja queda clavada entre su garganta y sale por su nariz. La sonrisa del barbudo se ve a través de su rostro, sus ojos brillan con un placer salvaje... y entonces acaba el trabajo: Toma a Alexander por el cabello, con fuerza, empujando con violencia y fuerza el filo del arma para que termine de atravesar el rostro de su víctima, moviendo inclementemente su espada para desgarrar y por instantes para serruchar una porción de su carne.

Para cuando acaba, las manos nudosas sueltan la cabeza del ex-lord y arrancan la porción de piel cortada, sosteniéndola frente a los ojos de su antiguo propietario, sacudiéndola con burla. Allí, como si se tratase de una hoja de papel arrancada de un libro, está parte del rostro de Alexander: Un pedazo de su nariz, su boca cerrada con fuerza y su mentón que se conservan casi perfectamente. Y en el lugar en donde solían estar esas cosas, en la cara Huntington, ahora sólo hay un agujero baboso y oscuro: Ni huesos, ni carne, ni piel, tan solo la oscuridad líquida por la que se oye un bufido sordo, ronco. Alexander no puede pronunciar palabra...

-Me quedaré con esa boquita rebelde- dice el viejo levantándola para ponerla junto a su rostro -Y tal vez me la folle una o dos veces al día. ¿Qué dices a eso ahora, Renegado?- añade con sorna.

Alexander mantuvo la mirada desafiante, contemplando al soldado barbudo con ojos retadores. En el fondo pensaba que el tipo no era más que un bravucón y que sus amenazas eran vanas. Al fin y al cabo estaba muerto, ¿no? ¿Qué más le podían hacer? Sin embargo, el castigo llego, mucho más literal de lo que su altanera mente podría haber considerado posible o aceptable. 

El soberbio aristócrata venido a menos ahogó su dolor en un sonido gutural en la garganta y se retorció como pudo bajo la espada del soldado. Sus ojos se abrieron desorbitados mientras en su mente intentaba asimilar que verdaderamente alguien se había atrevido a castigarlo. A él. A Alexander Fitzgerald de Huntington de Sussex. Todos esos nombres y títulos que en algún momento habían valido algo pero que ya no eran más que sílabas vacías resonaron en su mente, chocando contra las paredes de su cerebro con un eco sordo. Apenas podía formar pensamientos conscientes entre tanto dolor. 

Cuando el soldado terminó su trabajo y se regodeó ante los ojos de Alexander, el ex-lord había perdido todo su porte orgulloso y apenas se sostenía en pie. Sus ojos estaban húmedos y el brillo desafiante que aún se mantenía en ellos resultaba patético al comprobar su estado general. Al parecer sí que podían hacerle algo peor que la muerte. Sintió una ira fría y espesa recorrer sus venas cuando el soldado se burló de él. De un Huntington. Le habría gustado hacer que se comiera sus palabras y sus burlas, pero no le quedaban fuerzas y ya ni siquiera podía desahogarse con palabras hirientes. 

Casi fue un alivio sentir que una oscuridad espesa empezaba a adueñarse de su visión y de su mente. Un descanso de tanto dolor y humillación. En el último instante de consciencia temió por su futuro y las amenazas del soldado acudieron a su cabeza, pero finalmente se entregó a los brazos de la inconsciencia, cansado, demasiado dolorido como para seguir luchando.

No hay tiempo para detenerse. La cabeza de Rocío da vueltas, necesita desesperadamente mover esa puerta pero ella la ignora. No entiende el funcionamiento del nuevo mundo que habita. ¿Por qué puede sentir la solidez del tablero y sin embargo no logra asir el picaporte? ¿Por qué de a ratos las cosas parecen insustanciales pero allí y ahora no logra salir del atolladero en el que está metida?

Vuelve a mirar a la niña al tiempo que su madre aparece. Vitalidad, vida. Esa luz la llama, la hace desear el contacto pero Rocío vacila. No está bien aquello, la mujer no parece tan radiante como la niña. La palabra enfermedad se forma en su cabeza. ¿Y si le extrae vida y le hace daño? No, no puede dejar a una niña indefensa, huérfana.

Sus pensamientos vuelan hacia sus hijos. Ellos no lo saben, seguramente aún no les hayan dado la noticia de su muerte. Pero ya no está allí para ellos. Los ha abandonado.

No, se dice. Aún no. Si me rindo, si me atrapan, allí los habré abandonado. No.

Analiza sus opciones en una fracción de segundo. No tiene demasiadas alternativas. Otra vez deberá experimentar el dolor si quiere escapar de allí. Otra vez su cuerpo sentirá el desgarro de mezclar sus átomos con los de la madera, atravesarlos y volverse a unir. Cierra los ojos mientras escucha la vocecilla acusadora de la niña. 

Por Marc. Por patrick.

Silencio.

Fue un largo silencio. Un silencio incómodo, acusador. El mismo silencio reprobatorio que Rocío muchas veces escuchara en vida. Un silencio que parecía murmurar "te lo dije..."

Finalmente, una insinuación suave, pero con un matiz sarcástico, casi rencoroso, quizá admonitorio:

Si vuelves a estropearlo...

El dolor punzante del impulso atraviesa cada una de las fibras de Rocío mientras la materia pasa punzante, destructiva a través del que antes fuese un cuerpo perfectamente físico. Sigue siendo una sensación desagradable, instantánea, pero molesta. En cuanto da un paso afuera, empieza a detallar el exterior del apartamento, las áreas comunes de ese edificio que había estado tanto tiempo frente a su hogar (o al que fuese su hogar) pero al que nunca había entrado.

El aspecto destartalado y anciano de la estructura se entrelaza con el decaimiento con el que los ojos de Rocío ven todo lo que hay a su alrededor. Las paredes, sólidas y oscuras, parecen agrietarse hacia arriba y exhalar vapores polvorientos y olores putrefactos del corazón de las mismas rocas. Oscuras y desagradables manchas parecen palpitar creciendo lentamente alimentándose de la humedad, al tiempo que un frío desgarrador se extiende por los pasillos, circulando a través de una corriente invisible que se mantiene afuera gracias a esas puertas viejas y desvencijadas que separan el interior del edificio de la seguridad de los apartamentos.

Y luego los ve. Los dos guardias descendiendo del piso de arriba hacia ella, un hombre corpulento y otro de contextura más delgada, vestidos con kilts y armaduras a parches, que portan cascos diferentes pero del mismo color metálico oscurecido.

-!Alto ahí! !Ahora mismo!- anuncia el de mayor contextura con una voz fuerte y vibrante. Extiende la palma de su mano frente a él, para indicarte que te detengas. El otro, que lleva una alabarda unos centímetros más grande que él mismo, la gira hacia ti de forma intimidatoria: La punta llega casi a donde estás. -Debe venir con nosotros- termina el soldado, y sus ojos, visibles a través de la abertura en el yelmo, parecen negros, fríos y distantes.

Primero, un ligero escalofrío.

Luego, un susurro hiriente, sarcástico.

Es lo que tiene asustar niños y jugar con picaportes cuando se está huyendo... Se pierde un tiempo precioso.

Silencio.

Y otra vez aquel susurro:

Otra vez lo estropeaste. Como siempre. Si por una vez me escucharas, tal vez...

Ahí están. ¿Cómo es posible? Encima una molesta vocecilla -seguramente alguna faceta de su conciencia- no deja de insistir con un "te lo dije". ¿Qué hacer a continuación? Tampoco es que ella tuviera toda la culpa. Aquel estado la ha tomado por sorpresa, es lógico que quiera saber cuanto pueda de su nueva condición. Si no conoce sus límites, su potencial, nunca sabrá cómo aprovechar al máximo sus capacidades para mantenerse a salvo. O eso cree.

Mira abajo. Tal vez por allí tenga una oportunidad, se dice. Los soldados la increpan. Ella no puede contener su boca.

-¿O qué? ¿Acaso van a matarme? -una risa desprovista de humor acompaña sus palabras. Aún en el peor momento no puede dejar de comportarse como una idiota. Lindo día elige para revelarse contra el mundo.

Debo escapar. No importa como, no importa el coste. Estos tipos no me tendrán...

Un susurro sarcástico.

Ay, sí, me llaman muñeca brava...

Luego, imperativa.

Dejate de bravuconadas baratas y... ¡A correr, carajo! En línea recta, seguramente hay otros subiendo. Y mirá dónde ponés los pies, que ya estamos hasta el cuello de mierda...