Partida Rol por web

Recordaste a Vittorio Andoni, apodado el marino, del cual se contaba que había venido en un pequeño velero al reino de Castilla desde las tierras romanas y que frecuentaba un garito en la parte menos dicha de Pamplona. Ese tipo lo sabía todo (o casi todo) de lo que sucedía en los ámbitos más bajos de la ciudad...

Salir de la Iglesia, alabarda en mano, y sentir el aire fresco de la maañana me dio cierto alivio. La opresión que me provocan las Iglesias siempre se desvanece con placer cuando salgo al exterior. No soy persona de espacios cerrados. Mi vida ha transcurrido en mayoría al aire libre y así es como siento mi cuerpo vivaz.

- Es buena propuestra la vuestra Fausitno, pero puede que en horas bajas encontremos más concurrencia en estos sitios. Ahora podríamos acercarnos al cuartel tal como nos ha dicho el párroco y estudiar los casos que hagan referencia a Zugarramurdi que podamos encontrar en los archivos. ¿Me acompañan?

Escuchando su respuesta noto el temprano sol como supera un tejado y me llega, con su agradable calor, a dar en la cara.

El pícaro se encogió de hombros, había pasado muchas veces por el cuartel y no le era un sitio grato, de hecho, guardaba muy malos recuerdos de él. Pero las palabras de Fermín iban cargadas de sabiduría. A esas horas de la mañana dudaba mucho que Vittorio el marino, su contacto en el mundo del hampa, estuviera despierto. Bien, si vuesas mercedes prefieren ir a un lugar de aburridos y lleno covachuelistas que a un alegre mesón a desayunar, no seré yo quien les prive de la alegre charla con la ronda.

No había mucho más que decir. No estaba dispuesto a ir a una taberna, y mucho menos a estas horas, así que asentí a las palabras de Fermín. – Vayamos pues a ese cuartel. –Aquí miré a Faustino – Aunque si vos preferís ir a desayunar no seré yo quien te lo impida.

Dejásteis atrás la plaza de San Nicolás. La mañana ya se cernía sobre vuestras cabezas, y no tardásteis mucho en avanzar por las callejuelas de la ciudad, ahora y cada vez más en el día transitadas; tras unos diez minutos os plantásteis delante de la famosa Casa de Piedra, llamada así por ser uno de los palacios más antiguos de la ciudad*. Allí el merino tenía una guarnición de alguaciles a cargo de un sobrefiel, una de las figuras públicas que vigilaban calles y mercados. Tras llamar al palacio, dos alguaciles se os plantaron delante, tras abrirse el portón.

¿Qué se les ofrece? -dijo uno de los tipos, de manera seca y mirándoos de abajo a arriba-.

Puestos todos de acuerdo nos encaminamos hacia las dependencias del merino. Faustino está pasando una mala mañana entre la Iglesia y el cuartel. Seguro que ansía que llegue el pálido atardecer para revolcarse en sus dominios de vicio, ocio y lujuria.

Cuando llegamos a la casa del merino los alguaciles nos dan el alto. Los observo y me asombro que no me reconozcan pues son frecuentes mis visitas también en la Casa de Piedra para recibir órdenes de la autoridad administrativa. Creo que sus nombres son Martín y Pedro, muy dados también a frecuentar los hábitos nocturnos de la ciudad.

- Buenos días tengan, soy Ezcurra, soldado de la ciudad y acompaño a estos señores a nuestras dependencias para una investigación. Déjenos pasar pues tenemos un ardúo trabajo que hacer.

Y sin esperar respuesta abro el paso hacia el interior de la Casa de Piedra.

¡Largo de aquí! -dijo uno de ellos, cruzando las lanzas con el otro-. ¿Quienes creéis que sois, como para andar sin miramientos en este lugar? Y ambos taparon el acceso a Fermín antes de que pudiera entrar.

Señor estaría bien que nos escuchara. Dijo con tono sobrio el pícaro. No le gustaba tratar con los aguaciles, la mayoría de ellos eran unos brutos sin sesera que únicamente ostentaban ese puesto por saber pegar con la vara. Es cierto que mi amigo no es nadie aquí, incluso yo soy menos que él en estos lares. Pero, helo aquí, Toribio de Benavente es miembro de la muy sagrada orden de la Suprema, y a nadie nos gusta cortarle el camino a Dios ni a sus fieles agentes.

Dicho esto, comprenderá que no nos traen asuntos vulgares de robos o peleas. Nos trae aquí el nombre de un villorrio del norte, Zugarramurdi. ¿Qué nos puede decir sobre esta villa?

Será de la Muy grande orden, y los caminos de Dios son los que son, pero el señor merino no está, y que aún no ha regresado . Salió ayer a atender unos asuntos y el cuartel está aguardando su regreso. Asique, ¡aires!

¿Zugarramurdi? -preguntó otro de los cuatro-. Eso está al norte, sí; mal paridos los que allí nacen, que no hacen otra cosa que infestarnos con sus cuentos de ranas y otras sartas de infundios...

¿Y qué tiene que ver eso con nosotros? -llegó a preguntar el primero-. A lo cual le explicásteis que tal vez habría lugar a su mención en los archivos del cuartel. Ante ello respondieron que sólo había documentación de casos de la ciudad, pero nada de aquel lugar. Y además, que el merino no estaba, repitieron otra vez.

No se preocupe, no tiene nada que ver con Pamplona. Mintió el pícaro, una de las premisas de su misión era mantenerla en secreto y no le iba a largar toda la información al primer aguacil de tres al cuarto con el que se encontrara. Como usted bien ha dicho, en Zugarramurdi suena mucho el rio, y como dice el refrán: “Cuando el rio suela, agua lleva”. Pues eso, la Suprema ha oído sonar el rio y quiere comprobar si trae agua.

¿Y por cierto, donde anda el merino?

El tipo volvió a mirar de abajo a arriba.

¿Tú? ¿La Suprema? -miraba el tipo rudo aquel bigotillo sobre los labios de Faustino y su pinta de pícaro, donaires y gracilidad al hablar y al moverse, pero dudada que fuera miembro de la Santa Inquisición-. Y a tí qué te importa, muchacho, dónde esté el merino -le espetó, haciéndo un gesto hacia delante, como compungido-. Ya os hemos dicho que tales asuntos no discurrimos, pero si quieres insistir puede que lo hagas en las celdas de este palacio...

El tipo voceó algo y llegaron varios alguaciles más por atrás, agolpándose en el zaguán del cuartelillo.

No parecía que estuvieran por la labor de permitirnos el acceso y, tras aguantar más de los que normalmente aguantaría tomé la palabra. - Como antes ha dicho mi ayudante, soy Toribio de Benavente, Inquisidor de la Santa Orden. Entiendo que los hombres de armas no sois muy dados a las entendederas de los asuntos superiores y, bien por miedo o bien por idiotas, sólo sabéis dar la negación por respuesta. - Hice una pequeña pausa para ver si lo que decía calaba en la sesera de aquel idiota y proseguí con voz más grave y amenazadora -. Los asuntos que me traen en compañía de estos dos son lo sufientemente serios como para que el inquisidor mayor de Navarra me haya designado a mí su estudio y resolución. Con un acto de fé como final más probable. Bien. Ya ha quedado claro que no está el merino. Pero si estará el sobrefiel. Llevadme ante él y no me hagáis perder más tiempo. Ordené amenazante al alguacil.

Mi bravuconada no surge efecto y los alguaciles detienen mi paso. No voy a enfrentarme a ellos pues sería contraproducente para nuestros intereses. Así que reculo un par de pasos para relajar el ambiente.

Faustino y Toribio a su vez también intentan convencer a dichos hombres para que nos cedan el paso.

Son un par de cabezotas con órdenes que no van a desobedecer. 

La propuesta de Toribio de ver al segundo del merino parece algo más plausible y puede que estos duros de mollera la tengan en cuenta. Espero su respuesta con los brazos cruzados a la altura de mi pecho y mirada severa..

Decirle una vez que no a la Suprema puede no traerte problemas si estás cumpliendo órdenes de una autoridad. Negar por segunda vez e impedir que nos reciba el sobrefiel, los pondría en una posición de desobediencia a otra alta autoridad. No veía como podrían negarse, a no ser que fuesen realmente unos auténticos zoquetes.

Pienso que ha sido un acierto ponernos a investigar junto a Toribio. Aunqie mejor hubiera sido que investigara él y dejarme a mi la parte donde tienen que rodar cabezas.

Faustno se limitó a escuchar y esperar, sin caer en las provocaciones del bruto. Él ya había hecho todo lo que estaba en su mano.

El tipo apretó sus dientes, dudó unos segundos más, y luego ordenó a otro de los soldados (sin apartar la mirada de Toribio) avisar "a don Hernando". Tras varios minutos esperando ya en el zaguán del palacio (habíais conseguido al menos acceder al pórtico de la entrada), una figura apareció desde las escaleras principales. Aquel hombre que bajaba las mismas tenía aire señorial, y vestía prendas oscuras y ceñidas, y también una capa donde escondía sus brazos y su enorme tronco.

Díganme señores -parecía que alguien le había informado ya de que érais siervos de la Inquisición buscando algo-. Mi nombre es Hernando. ¿Qué quieren saber aparte de buscar en los archivos? Dudo mucho que la Inquisición envíe a tres hombres buscar simples rateros y perezosos a nuestros calabozos... -el toque de serenidad era plausible; aquel tipo no era tan rudo ni imprudente como los soldados-.

El sobrefiel se veía con mejores modales que los brutos alguaciles que guardaban el cuartel. Se presentó con mesura y cierta serenidad.

- Como le habrán indicado los alguaciles que he hecho que fuesen a buscar, soy Toribio de Benavente y estos dos hombres que me siguen ­ - señalé a Fermín y Faustino, - son ayudantes en mi  búsqueda de datos por un asunto de grave importancia que va a ocurrir, si nadie lo impide, en próximas fechas.

Por fin, decidí ir al grano. – Necesitamos toda la información disponible acerca de problemas en las cercanías del pueblo de Zugarramurdi. No importa de qué tipo sean esas pendencias. Desde alborotos entre vecinos hasta disturbios contra la autoridad. Debo estudiarlo todo. Asimismo, si vos creéis que debo estudiar algún documento más aunque no sea exactamente de ese lugar si no de sus alrededores también le interesará a la Santa Inquisición. Huelga decir que sus labios y los de éstos hombres deberán permanecer sellados ante esta petición  - aseveré con gravedad  - y, si en algún momento necesita decirlo a alguien antes deberán consultarme a mí esa posibilidad.

Cuando Toribio dijo su nombre, el tipo asintió un poco. Luego escuchó atentamente la intervención del inquisidor.

Zugarrarmurdi... -quedó pensando unos instantes, mientras elevaba sus cejas denotando cierta sorpresa-. ¡Sí! Conozco esa aldeúcha. Queda al norte, a dieciséis o diecisieta leguas de Pamplona. Como comprenderá, don Toribio, apenas abarcamos con la delincuencia aquí como para preocuparnos de las cuestiones de un pueblo norteño... No sé qué ha venido a buscar aquí: tenemos un libro de arrestos y condenas en esta ciudad; y otro de robos sucedidos en mercados y ferias, pero nada más. Si quiere puede comprobarlo -miró de abajo a arriba a Toribio-.

Herando de Moralén no entendía la petición de secreto que le estaban haciendo, pues no tenía nada que mostrar, y el resto de soldados aguardaba escuchando en el zaguán, donde estábais.

Si a la Santa Inquisición y a vos os complace, puedo recomendaros un guía hasta el pueblo, si no saben ir; -añadió-, pero aquí no tenemos nada de ese sitio.

¿Un guía? No había pensado en ello pero era algo muy necesario. El pícaro había recorrido muchos caminos y sabía que los caminos que se introducían al norte entre los montes eran peligrosos y traicioneros. No solo por los salteadores si no por lo intricado de los caminos y el mal clima navarro, donde la lluvia y la niebla cubren la zona durante todo el año. Ya solo en el San Cristóbal, el pequeño monte que hay cerca de Pamplona, era posible perderse.  ¿Quién sería ese guía? Pregunto ya que él conocía a mucha gente de los bajos fondos y los guías solían pertenecer a este estrato social.