Partida Rol por web

Desmond ha estado divagando todo el tiempo que Tanka estuvo hablando. Cuando siente la hostilidad del silencio a su alrededor, despega los ojos del cuadro de la flor solitaria y se yergue, como despertando de una siesta de pie. ¿Le pidió un juego extra de llaves? Curioso. Hasta donde sabemos las únicas llaves del edificio las tenía su albacea.
El profesor se rasca la barba mientras se dirige a la salida del apartamento, prácticamente sin dejar espacio para una negativa a colaborar por parte del señor Bolumburu. ¿Vamos?

Esta vez, incluso a pesar de las extrañas visiones que esos dibujos conjuran en su mente, Regnard es capaz de mantener la calma y permanecer con los pies en la tierra. Trata de conseguir que todas esas palabras e imágenes permanezcan más de un instante en su cabeza, pero es como si se esfumaran.

"¿Qué es esto?", pregunta con inquietud, incapaz de apartar la mirada. "¿Qué obra del Maligno...? Deberíamos destruirlo antes de que sea demasiado tarde. Quemar todo en este lugar y que solo queden las cenizas como recuerdo de su existencia."

El símbolo se retorció y se replegó sobre sí mismo, como si cada uno de sus trazos tuviese vida propia:

El señor Poincarde no había visto jamás una letra como aquella, y mucho menos retorciéndose como lo harían unos gusanos en las cuencas de un cadáver. "¿Rose?", pensó ante la imagen que comenzaba a dibujarse en su mente. Allí estaba ella, en su féretro, con la ropa con la que la habían enterrado, con aquella fría hermosura. Pese al maquillaje, su rostro era tan pálido… ¿Cómo podía ser?

Tristán Poincarde se hallaba frente a su difunta esposa. Con pesar, le sostuvo las manos. Estaban heladas. ¿De qué otra forma podía ser? En el aire flotaba el empalagoso aroma de las coronas de flores, los perfumes y algo dorado que impregnaba sus ropas.

—¿Lo has visto? —preguntó Rose de pronto.

Tristán no supo qué responder. Se quedó en blanco, observando los harapos amarillos que cubrían el cuerpo de su esposa. Aquel rostro macilento, impertérrito como una máscara…

—Sé que lo has visto. Dime, ¿dónde está?

Rose se aproximó a su esposo, acariciándole el pecho. Sus manos le recorrieron hasta llegar a su cara. Cada vez estaba más cerca. El olor a flores que flotaba sobre ella se intensificó, inundando sus pulmones. Se atrevió a dar un paso hacia ella, el último. Tristán y Rose se fundieron en un tierno beso de despedida.

Mientras notaba como las lágrimas anegaban sus ojos y se escurrían por sus mejillas, también sintió un frío penetrante. Se atrevió a abrir los ojos y se descubrió frente a al rostro pétreo que había pertenecido a su esposa. Las manos de su esposa se habían transformado en zarcillos de carne, como raíces que le envolvieron en un tierno abrazo.

—¿Has visto el Signo Amarillo?

El símbolo se retorció y se replegó sobre sí mismo, como si cada uno de sus trazos tuviese vida propia:

El señor Vytauras no había visto jamás una letra como aquella, y mucho menos latiendo desesperadamente, como un corazón que se esforzase en seguir latiendo. Retorciéndose sibilinas como serpientes, como las sonrisas postizas de una multitud altiva e impertinente. 

Antanas Vytauras se encontraba en una de aquellas galerías que solía frecuentar. Era la inauguración de un artista novel  que prometía bastante, y había asistido para poder estar al pie del cañón para hacerse con alguna obra. Su trabajo, sin embargo, le pareció mediocre. Un aficionado sin talento ni gracia, pensó, qué chabacano. Aquellas pinturas eran obscenas y vulgares. ¿Qué individuo con un mínimo de decencia se atrevería a presentar algo así?

Cuando estuvo a punto de abandonar el evento, furioso, el artista hizo su aparición. Se vio a sí mismo ante la multitud. Llevaba un traje barato y un bigote ridículo, pero era él.

—Les presentamos, en primicia, la muestra de Antanas Vyrauras: Sueños húmedos desde mi infancia  —anunció el galerista.

Entonces entendió qué era lo que le horrorizaba de aquellas obras: eran todos retratos de su madre, desnuda, carnal y en posturas tan indecorosas que habrían ruborizado hasta a una prostituta. Todos los ojos estaban puestos en él. En su yo coleccionista y su yo artista. Todas las sonrisas falsas del público, todas sus preguntas y todos los reproches silenciosos.

—¿Lo has visto, querido? —preguntó su madre desde uno de los cuadros que presidían la exposición.

Vytauras no supo qué responder. Ninguno de los dos.

—Sé que lo has visto, cielo. Dime dónde está, por favor.

La voz aterciopelada y con aquel suave acento vibró en el interior de su oído, húmeda como una lengua acomodándose en todos los rincones de su mente. Cuando volvió a dirigir la mirada al resto de asistentes, todos tenían la sonrisa congelada en sus rostros pálidos, como máscaras de mármol blanco. Hasta su yo-artista se había convertido en un amasijo de harapos amarillos y zarcillos de carne macilenta y vibrante.

—¿Has visto el Signo Amarillo?

El padre logró mantenerse sereno y apartar la vista a tiempo. Sus compañeros no parecían haberle escuchado, pues todavía miraban fijamente la hoja, embobados.

Antes de que el sacerdote pudiese zarandearles, tanto Vytauras como Tristán volvieron en sí, visiblemente afectados. La letra que estaba dibujada en la página se había convertido en otra de aquellas manchas amarillentas.

 Tristán estaba duro. Tieso en su posición. Con la mirada perdida en aquella misteriosa nota que superaba la comprensión de la simple mente del subastador. Con la boca semiabierta y los ojos saltones como los de un búho. Pero apenas empezó a volver en sí y a mover un poco los dedos de sus manos, rápidamente retrocedió para atrás, terminando apoyado contra una de las paredes.

- ¡AHHHH! ¡AHHHH! ¡ROSE, ROSE! ¡¿D-D-DONDE ESTAS?! ¡¿DONDE ESTAS, ROSE?! ¡ROSE! ¡V-VEN A MÍ! ^*sniff* ¡V-ven a m-mí...!

 El pánico invadió completamente a Tristán, que gritaba y gritaba aquel nombre, que poco significado debía tener para los demás presentes en el estudio. Sus gritos empezaron a mezclarse con una voz ahogada en el llanto y la desesperación, propios de un hombre que acababa de vivir la más triste de las situaciones. Posiblemente todo el edificio pudiera escuchar los horribles sollozos del subastador, que poco a poco fue sentándose en el suelo, apoyándose contra la pared. Su voz se fue apagando, hasta terminar con la cabeza entre los pies y las lagrimas fluyendo de sus ojos hacia el suelo.

- V-ven a... ven _*sniff* a mí, mi... mi Rose... ^*sniff* Rose... ¿p-por qué? ¿p-por... _*sniff* por q-que... e... e...?

 Tristán se encontraba acovachado, hundido en un tétrico sollozo por aquella Rose que le provocaba la más grande de todas las melancolías. Fue, realmente, una perdida de estabilidad.

El señor Bolumburu dio un respingo en el sitio cuando Tanka terminó de hablar. Algo mareado, se apoyó contra una de las paredes del pasillo y se sujetó la frente con la mano libre.

—¡Cielos! Ahora que lo menciona, creo que ya me acuerdo de Camille, la encantadora muchacha que vivía con Ambroise. No comprendo cómo pude olvidarme de ella.

¿Le pidió un juego extra de llaves? Curioso. Hasta donde sabemos las únicas llaves del edificio las tenía su albacea.

—El señor Allamand me pidió tres copias de la llave original, un total de cuatro. Una me la quedé yo, pues muchas veces me toca hacer de portero, y Ambroise y Camille solían tener la cabeza en las nubes. La segunda se la quedó uno de sus amigos, que imagino que será su albacea. La tercera creo que la tiene Guillory, que vive en el segundo, puerta de la izquierda. Después, por supuesto, está la llave original, aunque no tengo ni idea de dónde puede estar. La última vez que lo vi, me dijo que la había perdido. ¡Pobre tunante!

Una vez se hubo recuperado, siguió subiendo las escaleras.

—Imagino que la muchacha que buscan es Camille. Lamento decirles que no tengo ni idea de dónde puede encontrarse, pero espero que tengan suerte dando con ella. Pobrecilla… Debe estar destrozada.

* * *

Antes de que Desmond pudiese abrir la puerta del ático, los gritos de Poincarde los alertaron. Provenían del interior del apartamento de Ambroise[1].

El profesor Desmond se detiene un solo instante ante el marco de la puerta, lo justo para evaluar que su propia seguridad era menos interesante e importante que lo que estuviese pasando en el interior del ático. Con paso decidido y haciendo acopio de valor irrumpe en el ático, dispuesto a enfrentar cualquier amenaza que haya caído sobre Tristán.

Con el nivel que tienes en preparación, voy a permitirte ir con una pistola. Sueles ir de fiesta por barrios peligrosos, y nunca sabes con qué puedes encontrarte.

Guía del investigador de los años 20

En esta guía, a partir de la página 102, encontrarás algunas recomendaciones respecto a modelos de armas cortas. El daño que hagas siempre va a ser el mismo (esto no es La llamada, al fin y al cabo), pero quizá te ayude a escoger la que más se adecue a Desmond.

Eso sí, en principio ibais a visitar a Gascoigne, por lo que no tendrías por qué llevar arma. En este caso te lo permito si me lo justificas narrativamente.

Patrick se apresura a subir las escaleras, dejando que Desmond y Bolumburu vayan primero, ya que son claramente más ágiles y estan en mucha mejor forma que Tanka, el que se jacta de comer a cualquier hora cualquier manjar cercano. Obviamente le ha pasado factura con el paso de los años, y no ha sido hasta este momento que se ha percatado de ello. Fatigado y con el aliento entrecortado a pesar de haber subido unas pocas escaleras, llega jadeando y con la frente mojada por el sudor.

—Si alguien...ah...ah.. necesita ayuda....ah....hhhh, cuenten conmigo.....atjo..atjo...pero no me hagan correr..ah...ahh, se lo suplico—

Se apoya en el marco de la puerta en el que se acaba de apoyar Desmond, para recuperar el aliento, mientras utiliza su pañuelo para secarse la cara al completo, para poder ver bien que está pasando.

Al entrar, el Profesor Desmond casi se chocó de bruces con un aturdido Antoine, que salía muy apresuradamente al rellano, como sofocado.

—Disculpe, Profesor, dijo, y se quedó allí, apoyado en la barandilla, tratando de encender un cigarrillo, pero se le rompían todas sus cerillas.

El cerrajero, un aturdido currante que rondaba los sesenta, apareció con nerviosismo detrás de Desmond y Tanka.

—¿Pero qué ha pasado aquí? ¿Alguien necesita ayuda? ¡Por Dios santo! ¿Cuántos son ahí dentro? —interrogó el señor Bolumburu. Las preguntas brotaron de su boca como un torrente mientras miraba desconcertado el interior del apartamento.

Se ajustó los anteojos de montura redonda. Llevaba la camisa mal abrochada y un peto que usaba para trabajar. Por poco se le cae el maletín de herramientas llevaba en una de las manos.

 Cuando los caballeros entran al estudio, pueden encontrar al subastador sentado contra una de las paredes, tapándose el rostro con sus brazos. Tristán sollozaba por lo bajo mientras repetía el nombre Rose; el cual parecía tener gran significado para el hombre. Apenas nota la llegada de toda aquella gente.

"No se preocupe, caballero", dice Mathieu, tratando de evitar que el cerrajero se sumara al nerviosismo generalizado en el estudio del artista. "Solo ha sido un pequeño susto. Y después de perder a alguien conocido, los nervios tienden a estar a flor de piel."

¿Qué ha sido del trozo de papel causante de todo aquello? De estar a su alcance, el sacerdote se asegura de mantenerlo a buen recaudo y que nadie mire descuidadamente lo que hay dibujado en él. Busca con la mirada a los que acaban de regresar, con un gesto leve de la cabeza que intenta decir "se lo explicaré en cuanto pueda". Finalmente, camina junto a Tristán y se arrodilla al lado del subastador.

"A veces hay recuerdos demasiado dolorosos como para encerrarlos dentro de uno mismo", murmura en tono tranquilizador. "Respire hondo. Ha sido todo algún tipo de visión, una farsa o... Sea lo que sea lo que está sucediendo, encontraremos las respuestas que necesitamos. Y si necesita hablar de algo, puede contar conmigo, se lo garantizo."

Veo que están todos bien, aunque bastante alterados. Está aquí el señor Bolumburu para abrir el armario, si les parece bien, podemos dejarle trabajar mientras hablamos en la habitación contigua.

El profesor se siente ligeramente decepcionado al ver que la emergencia no era tal. Por un segundo, la emoción del peligro le sirvió para encender la chispa de la acción. Tenemos novedades sobre el caso.