Partida Rol por web

Las ratas iban directas hacia su objetivo cuando de pronto un pequeño frasco de cristal cayó entre ellas, reventando y esparciendo por las baldosas de piedra circundantes su contenido, aceite, que al momento prendió con la llama de la antorcha. Muchos de aquellos demonios hambrientos se empaparon de fuego y comenzaron a corretear en todas direcciones, si es que no murieron en el acto, pero muchos otros sobrevivieron. De esos, algunos retrocedieron, de vuelta al agujero. La mayoría consiguió superar el pequeño infierno en miniatura y llegar a la sala de la cripta.

Ensimismado mientras curioseaba en la cripta, un leve rumor capta mi atención y me hace levantar la cabeza, con mis oídos y mis ojos atentos, alerta. Pero al cabo de unos instantes ya no es necesaria tanta concentración para percibir lo que mis sentidos creían haber captado, el leve rumor se convierte en un ruido perfectamente audible, incluso con breves chirridos agudos. 

-¡Aceite, aceite de lampara, Comadreja! 

Escucho las palabras apremiantes del alcalde mientras por fin diviso por el suelo la marabunta de ratas corriendo hacia donde me encontraba. Mi primer instinto me hace desenfundar la pistola y adoptar una posición defensiva, pero una especie de explosión de luz me descentra por unos instantes. Ahora entiendo las palabras de Lamdius.

Aprovechando el caos generado sobre las ratas con las llamas del aceite, retrocedo todo lo que puedo tras una de las columnas. De camino, Trèfle me pide que haga algo mientras ella se queda paralizada aferrándose a sus amuletos. Lo siento si no soy el héroe de cuento que ella esperaba.
 

-¡Vamos Jaqueline, no se quede ahí pasmada y sígame!

Una vez tras la columna, veo que a unos pasos de mí, en el suelo, está otra de las antorchas. Haciendo un esfuerzo, trato de rodar por el suelo hacia la antorcha para cogerla con mi mano libre. Ahora si me siento un poco más seguro para defenderme de esos bichos.

Si acaban de recibir ese bombazo de fuego, espero que pasándoles la antorcha por delante se acojonen un poco...

Roywin se preparó para defenderse del enjambre embravecido. Vio como la masa histérica de ratas chillaba y se dispersaba hacia distintas direcciones. Bajó de un salto del ataúd de piedra y agarrando fieramente la antorcha se preparó para batear a los asquerosos bichos. El olor era nauseabundo. Y el ruido ensordecedor. Aún así... sintió pena por los animalillos, Baervan no aprobaría aquello. Tendría que hacer ayuno y varias ofrendas para purgar sus actos... pero eso si salía de allí entera, así que ¡al pan! Gruñó y comenzó a golpear. Una rata salió volando hasta estrellarse contra una de las columnas, y dejó de moverse para siempre... Se preparó para defenderse y volver a golpear.

¡La madre que la parió!

-¡¡Roywin!! ¡¡Aléjese y dispare!! ¡¡Esos bichos son lentos!!

La madre que la parió. Odiaba a los héroes desde siempre. Idiotas de brillante armadura y enorme espada que salían frente al peligro con más convicción que inteligencia. Las ratas solían alimentarse de sus restos más temprano que tarde. Y encima a la gnoma se le había olvidado la brillante armadura y la enorme espada. La madre que la parió...

Por suerte Nasarde parecía tener más cabeza. Si Jaqueline quiere un príncipe azul que lo vaya a buscar al castillo esmeralda del país de los caramelos. Cuando la mierda te come los tobillos las armaduras ya no brillan tanto. 

Lamdius estaba empezando a moverse ya, pero no podía esperar a ver lo que hacia. Así que dejó la lámpara en el suelo (apuntando hacia las putas ratas), dio un paso su la derecha mientras sacaba su honda y una piedra que pareciera grande y rezó para que el alcalde no se metiese en su trayectoria. Y disparó, claro.

La piedra voló pero se estrelló contra la pared, unos centímetros por encima de las ratas. Esos seres eran demasiado pequeños. ¡Mierda! Había que hacer tiros bajos. Por lo menos ahora ya lo sabía, y su mano ya corría hacia la bolsa en busca de otro proyectil.

Ratas. Me moví con fluidez por un Palacio de la Memoria compuesto por bibliotecas desbordadas de recuerdos clasificados y almacenados durante años de estudio aplicado y experiencia política y social. Busqué en las amplias estancias correspondientes a “Bestiario e Invocaciones ultraterrenas”. Porque no sólo de boletines oficiales y novelas de caballería vive un alcalde. Hallé lo que buscaba sobre matar ratas... 

“Lo suponía” Pero suponía también algo más...

-¡Comadreja! La otra madriguera, en la cripta de los bustos. –La entrada de aquella cripta había sido cerrada a conciencia por el mediano, numerosos nudos de cuerda en lo alto de la verja me impedían entrar a bloquear el agujero que ocultaba dentro.

Mientras advertía a mi compañero de la posibilidad de que los problemas nos atacaran por la retaguardia, empuñé la Espada de Mando y la liberé de su funda. A la luz mortecina del aceite se reflejó un filo pintado de sangre seca de intestinos sureños. No estaba acostumbrado a tener que limpiar la espada tras los combates, a partir de ese momento cambiaría de hábitos.

-¡Adelante Daérgel! ¡Espadas y Fuego! Moriremos de hambre antes de matarlas a balazos. 

Eso sí, había que tener cuidado para que no le cogieran a uno. Me moví para tomar posiciones hacia la horda, empuñando con la siniestra la antorcha flameante, y con la diestra la Gloria de Soto del Pantano, presto a descargarla ante las ya condenadas criaturas. 

Aunque en un primer momento la llamarada parece darle esperanza, Jacqueline queda completamente horrorizada cuando ve que las ratas supervivientes, chillando de dolor y pánico, comienzan a rodear el fuego y a reunirse frente a ella, mientras la única rata a la que querría tener delante -esto es, Tarik- huye de la escena. Tan aterrorizada está que ni oye lo que le dice el durso, y tampoco se percata de que Roywin ha acudido al rescate blandiendo su antorcha y mandando a un par de ratas al hades de las ratas. En cambio, la maga retrocede torpemente, manteniendo la guardia.

No lejos de ella, una sombra se mueve: ¡es el mapache de la gnoma! Incapaz de abandonar a su amiga, pero también de acercarse más al combate, corretea y chilla histérico de un lado para otro. Jacqueline lo ha visto y oído y ha chillado al tomarlo por un rata. ¡Casi le lanza un bastonazo! ¡De milagro se ha dado cuenta del error!

En lugar de huir ante el fuego de Roywin, como sería lo esperable en unas ratas comunes, el enjambre, sintiéndose agredido, se lanza sobre la gnoma, que no puede hacer otra cosa que esgrimir de nuevo su antorcha para evitar que la tumben y la devoren. Por desgracia, su porrazo no atina en ninguna y las ratas comienzan a treparle por las piernas y a intentar mordisquearle donde pueden. ¡Las ratas incluso se muerden y pisan entre sí! Ninguna consigue clavar sus sucios y afilados colmillos en la carne de la barda, pero la escena es realmente asquerosa.

El baile de sombras sobre la piedra de los arcos y las bóvedas parece sacado de una pesadilla. Vuestros gritos resuenan en la cripta y se funden con el horrible rechinar de aquella marabunta peluda, creando ecos espeluznantes en lo que hasta hace un rato era una cámara silenciosa. El aire se ha llenado del olor a pelo y carne quemadas, aunque pronto el aceite y las ratas muertas dejarán de arder. ¿Seguiréis todos vivos para entonces?

Así es, Arquedon: recuerdas, claro que recuerdas... Pero no es de tu tiempo en la Academia, ni de tus lecturas posteriores: ¡es de tu juventud! De cuando viajabas con tu padre por los caminos de la Marca Hasga, guardando caravanas. Una noche, en la llanura, un pequeño ratón de campo se acercó al fuego. Tú lo miraste asombrado, curioso, cuando de pronto... ¡BEEEM! Tu viejo lo mató con un odre de vino medio lleno.

—Son alimañas, Doni: devoran el grano de los silos, ¿entiendes? —te explicó mientras lanzaba el cuerpecillo a los perros—. Aunque peores son las ratas de la gran ciudad cuando se juntan: esas podrían devorarte a ti. Si alguna vez te las ves con ellas, recuerda, hijo: palos y fuego. Palos y fuego... —Lanzaste una mirada a la espada de tu padre, una mirada que a él no le pasó desapercibida—. ¿Esto? —Rio.— Esto, sólo si sabes manejarlo.

Corrí hacia la marabunta mientras ésta saltaba sobre la gnoma. Daérgel estaba esquivando ratas con muy buenos reflejos, pero abrir el segundo frente se convertía ya en una prioridad.

-¡A muerte, escoria! 

La espada se balanceó en el aire y bajó formando un arco, barriendo el enlosado a un dedo de altura. Las ratas se separaron del filo como un trasgo de la colonia y ninguna de ellas fue alcanzada por el primer envite.

Sus patitas frías y húmedas recorrían sus brazos, su cara, su pelo... Los chasquidos de sus mandíbulas cerrandose en busca de algo que morder... estaba mareada y las arcadas la invadieron... si no se sacudía la peste que la engullía vomitaria las mismisimas entrañas...

A lo lejos vio acercarse la figura del señor alcalde que parecia ir a socorrerla. Saltó varias veces para hacer que las ratas cayeran y se movió braceando mareada unos pasos atrás para liberarse de la masa chillona.

La honda giraba cada vez más rápido, dándole velocidad a una piedra que esperaba tener más fortuna y acierto que su compañera anterior. Se movía casi paralela al suelo, intentando asegurar una altura propicia, aún a riesgo de perder dirección. Aquellos bichos ocupaban mucho suelo, pero poco más.

Y llegó el momento del lanzamiento cuando... Mierda, ¡Lamdius! Espada en alto corría a proteger a Roywin sin pensar en la piedra que empezada a volar hacia allí. Pero por fortuna se detuvo a tiempo. No sabía si por instinto, porque llegó a ver al halfling o porque no fue capaz de correr más, pero se detuvo a tiempo. 

La piedra pasó arañando el suelo en el momento en el que el alcalde erró el espadazo. Impactó de lleno a la primera de las ratas, haciéndola saltar en pedazos, y siguiendo su camino hasta alcanzar a una segunda. El cadáver salió lanzado chocando contra sus compañeras más cercanas. Muchas se tropezaron y cayeron. Otras empezaron a morderse entre ellas, sin entender muy bien que había pasado. Todas gritaron. Benditos gritos.

Arqueon le había pedido a Comadreja que controlase la otra madriguera, pero no tenía forma de hacerlo. Sin una antorcha para lanzar hacia la entrada de ese nido no se le ocurría ninguna forma de bloquearla. Además tenía la muñeca caliente. Esas ratas se iban a enterar. Dio un par de pasos al frente y echó la mano a la bolsa en busca de una nueva piedra.

Desde mi posición, de manera instintiva, mi cabeza empieza a calcular que tengo una trayectoria de disparo clara. Así que automáticamente saco mi pistola y apunto hacia el grupo de ratas. Trato de concentrarme, acompasar mi respiración, centrar mi mirada en el objetivo... Pero de pronto, un leve mareo nubla mi vista justo en el momento en el que apretaba el percutor. 

Joder, ¿qué...?

Ni siquiera he visto con claridad por donde se ha perdido la bala. No ha habido chillidos de dolor de esas alimañas, pero afortunadamente, tampoco he escuchado gritos de dolor de ninguno de mis compañeros. Se ha debido perder en algún rincón entre las piedras de alguna de las criptas. Algo es algo.

Lo peor ha sido el extraño chasquido que he escuchado tras el fogonazo. Empiezo a mirar por todos los recovecos del arma, tratando a duras penas de mantener la serenidad. Entonces observo que el martillo ha golpeado con demasiada fuerza tras el disparo, encajándose en la cazoleta para la pólvora. Esto impide cerrar la cazoleta, y por tanto, un riesgo razonable de que si no hago algo para arreglarla, con el próximo disparo la pistola estalle en mis manos.

Mierda, así no puedo seguir disparando. Aprecio demasiado mis manos y mi cara.

Tras el fallido intento de disparar, decido correr en dirección a las ratas mientras desenfundo mi daga.

Se acabaron las distancias, toca entrar cuerpo a cuerpo.

Desde su posición, bastón en alto, en guardia contra cualquier ataque, una aterrorizada Jacqueline ve como las ratas rodean a la gnoma y comienzan a atacarla.

—¡NO! ¡Sal de ahí, gnoma! —grita horrorizada, sin hacer nada en un primer momento—. ¡Fuera! ¡Largo, bichos! —añade insegura, casi llorosa, lanzando varios bastonazos al aire sin acercarse.

Sin embargo, cuando parece que las ratas están agotando a la pequeña hembra, Jacqueline finalmente reúne fuerzas, avanza y golpea el suelo alrededor de su compañera, tratando de espantar al enjambre. Apenas mata a una o dos ratas, pero para entonces la gnoma -¡gracias a los Dioses!- ya se las ha quitado de encima y se aleja.

Las ratas chillan mientras Roywin se las quita de encima, no sin un gran esfuerzo, y se aleja corriendo. Al mismo tiempo, Jacqueline y Arquedon las atacan, e incluso una piedra llega volando de ninguna parte, matando a unas pocas y espantando a otras. Una detonación resuena en la cripta. Enloquecidas, tratan de atacar en todas direcciones: unas, hacia la mujer; otras, tras la gnoma... Sin embargo, el grueso se lanza hacia Arquedon, que pronto se ve rodeado por el enjambre, pues las que se han separado rápidamente vuelven al grupo, por instinto. Tras al alcalde, el durso Tarik llega corriendo para ayudar... ¡Pero es él ahora quien necesita ayuda!

Para sorpresa de la gnoma, junto a ella aparece... ¡Poggue! ¡Parece muy asustada!

—¡KJJJ! ¡KJJJJJJJJJJ! —atina a gritar, tensa, mostrando los dientes, mientras mira hacia las ratas y hacia su amiga bípeda.

Balas de todo tipo cruzan silbando el aire de la cámara y arrancan trozos de piedra allí donde golpean. Las antorchas se agitan de un lado a otro, para terror de vuestros enemigos. Vuestros gritos se imponen a los chillidos de las ratas, pero no parece que a ellas les importe. La gran llama del charco de aceite poco a poco se va consumiendo, dejando la linterna del halfling como principal fuente de luz.

La honda volvía a girar en un movimiento casi hipnótico. 

Mientras, Lamdius y Nasarde se alejaban de las ratas, con unos cuantos mordiscos feos y cara de ir a devolverle al bueno de Moginie lo poco que habían cenado hacía unas horas. Eso sí, su incursión suicida entre las ratas había salvado a Roywin, que ahora se intentaba recuperarse del susto y las graves heridas. En cuanto a Jaqueline... bueno, molestaba lo menos que podía.

La situación pintaba mal. Pero eso había que cambiarlo. La honda descargó otro desesperado guijarro hacia el lugar del que había escapado Lamdius. Otro disparo certero, otros pedazos de rata volando y otros chillidos de dolor. ¿Sería suficiente?

De pronto, un sonido ensordecedor retumbó por la tumba. Mis oídos chirriaron y mis ojos se enturbiaron con el humo. Nasarde había disparado su pistola. Sin embargo no parecía que la bala hubiera llegado a las ratas. Si había producido algún efecto yo no fui capaz de verlo. Lo que sí sentí fue la aprehensión del disparo. De aquellas armas sagradas que sin ninguna fuerza podían matar de forma casi invisible. Jamás antes las había visto detonar y de su mecanismo sólo sabía que era mantenido en secreto para los foráneos a Dursanna. Confieso ahora que en aquel momento deseé ese poder para mi y los míos. Sin embargo, por otro lado, dudaba también del poder mismo, pues el metal que abrazaba mi mano era sólido, era seguro y confiable, y llevaba la sagrada voluntad de un pueblo. No había nada que pudiera enorgullecer más a un hombre de Ley que aquella Espada. Nasarde guardó el arma y sacó una daga, lo cual contribuyó a calmar mis tribulaciones y devolver mi atención a la refriega.

La batalla contra el maremágnum de ratas se convirtió en un caos de chillidos, sangre y fuego. La marabunta giró y enfiló contra mi y contra Nasarde al que ahora tenía a mi lado. Cuando cayó sobre nosotros luchamos endemoniadamente, repartiendo estocadas a diestro y siniestro, intentando abrasarlas con nuestras antorchas. El sudor caía a chorro por mi barbilla. Las llamas alocadas de las antorchas ardían en mis retinas. Los sablazos y golpes, aunque embravecidos, cayeron la mayor parte en el aire y no pudimos detener su avance. Comencé a sentir su peso, subiendo por mi cuerpo, mordiendo como diablillos, imparables. Retrocedí como pude y con dificultad me mantuve sereno y evité las arcadas que provocaban las pestilentes bestias. Con movimientos bruscos conseguí deshacerme de la mayoría y alejarme del enjambre. En mi retirada vi de refilón a Trèfle, y sin saber muy bien por qué, le grité:

-¡Cúbrase, detrás de mí!

Inmediatamente volví a ponerme en situación de ataque, manteniendo las armas frente a mí para parar la siguiente embestida o, quizás, para recomenzar la mía.  

Cuando me puse a la altura de Lamdius y me encontré ante aquella asquerosa marabunta de ratas, empuñando mi daga, entendí que mi arranque violento tras los problemas con mi pistola probablemente no había sido la mejor idea.

¿Por qué no me decidí por sacar la honda, como Comadreja? A él parece que le está yendo bien, ¡qué demonios!

Pero para entonces ya era demasiado tarde. Aquellas alimañas se abalanzaron sobre ambos, y la sensación de asco mientras intentaban trepar sobre nuestros cuerpos, lanzando dentelladas y aquellos grititos chirriantes te llevaban hasta la náusea. A pesar de ello, intenté lanzar golpes tanto con la mano en la que llevaba mi espada como la de la antorcha, pero apenas pude apartarme de encima a aquellas que estaban empezando a trepar por mis piernas y evitar que la mayoría de los mordiscos llegaran a alcanzar mi cuerpo.

Asqueado y aturdido por aquel encuentro, decidí retroceder en dirección a la gran cripta que presidía la sala. Tratando de ganar distancia y pensando en sacar mi honda en cuanto recupere un poco la tranquilidad.