El cataclismo agitó la galaxia con la furia de un relámpago. Nadie supo realmente cómo o por qué, pero Abaddon el Saqueador había consumado, al fin, el designio que su linaje traidor perseguía desde la Herejía de Horus.
Tras diez milenios de incesante guerra, la barrera hacia el Emperador Carroñero se rompió en un estruendo de energía disforme, cuando el Reino del Rey Oscuro expulsó sus energías a través del firmamento como una hemorragia y se extendieron como una mancha de prometio hacia las profundidades del espacio. Y Cadia se alzó como el mortuorio epicentro de aquella ruptura, desgarrada en numerosas partes ante la mirada atónita de sus defensores.
La galaxia tembló. Algunos lo atribuyeron a la culminación de diez mil años de guerra. Otros, a un designio imposible. Pero en los círculos más oscuros del Ordo Malleus, entre murmullos sellados por voto de silencio, se susurraba otra teoría: Que no fue Abaddon quien abrió la grieta... sino algo que ocurrió justo antes. Algo en lo más profundo. Algo que jamás debía salir a la luz.
La primera señal para Belisarius Cawl de que algo catastrófico estaba sucediendo no fue un disparo ni una explosión, ni siquiera un grito de alerta, sino el colapso silencioso de la red nula. Una desalineación masiva se propagó a través de los nodos de estabilización, desbordados por una energía empírica que emergía desde el propio núcleo planetario. Las conexiones cedieron una tras otra, incapaces de resistir los microseísmos que comenzaron a recorrer la corteza y el manto de Cadia como augurios del fin.
Al principio, el Archimagos creyó que era una sobrecarga. Pero ese pensamiento murió cuando las alarmas sísmicas convirtieron su pantalla en un mosaico de advertencias fatales: Colapsos tectónicos, surgimientos de energía disforme, disrupciones atmosféricas. Los microtemblores se volvieron fracturas. Las fracturas, desgarros a escala planetaria. Cadia no solo estaba siendo asediada. Cadia estaba muriendo.
Mientras el mundo colapsaba, en los Campos de Elysion la evacuación se transformó en retirada. Cada transporte era un blanco para los demonios hambrientos de almas y los traidores. Las naves que aún podían volar eran escasas, y disminuían con cada instante. En resumen, alguien tendría que sacrificarse para que otros escaparan. Y así, el Castellano Ursarkar E. Creed decretó que su propio regimiento, el Octavo de Cadia, se quedaría a luchar. Ganarían el tiempo necesario aguantando en su planeta natal, como Cadia y sus soldados siempre habían hecho. Y el Octavo no retrocedió. Cada uno de sus hombres sabía lo que debía. Y lo pagaron con sangre.
Y mientras los últimos transportes Imperiales se alzaban hacia los cielos moribundos, el Octavo combatía y moría entre las ruinas de su mundo. Con voz profunda, quebrada por los horrores de la guerra pero firme hasta el final, Creed alzó su puño y gritó sobre el fragor:
- ¡Cadia resiste!
Pero Cadia era ya un cementerio. De los ochocientos cincuenta millones que habitaban el planeta al inicio de la Decimotercera Cruzada Negra, menos de un uno por ciento logró huir. El mundo fortaleza cayó, no por debilidad, sino porque el enemigo traía el apocalipsis.
El Ojo del Terror ya no era un ojo. Era una herida abierta en el tejido del universo, una grieta ardiente y púrpura que se extendía más allá de la Puerta de Cadia. La Disformidad se vertía en la realidad como pus de una llaga antigua, colapsando la galaxia desde dentro. La Gran Fisura había nacido. Las rutas de los Navegantes se cerraron como párpados de un cadáver. El Imperio se quebraba.
Y mientras la flota imperial se retiraba a toda máquina, con sus impulsores forzados más allá de los límites debido a la imposibilidad de saltar al Inmaterium, los capitanes de Abaddon, acostumbrados a navegar la locura del Ojo, se lanzaron a su persecución. Cazaron como bestias entre los restos de la retirada, hundiendo cruceros y arrasando transportes. El vacío brilló con luz profana mientras oleadas de corsarios asaltaban las naves imperiales.
Veinte horas solares tras el inicio de la retirada, docenas de naves habían sido alcanzadas e inutilizadas. Muchas más caerían en las horas siguientes. Pero algunos transportes lograron escapar y alcanzaron Klasius, una luna oscura, prácticamente ignorada por los mapas estelares, como si hubiese aguardado este momento. Allí, los supervivientes contarían sus pérdidas, enterrarían a sus muertos, y mirarían hacia una galaxia en ruinas.
La Gran Fisura había dividido el Imperio. Mientras la tormenta rugía, sistemas estelares enteros desaparecieron sin dejar rastro. Miles de mundos y civilizaciones, borrados en un instante de locura. Allí donde no alcanzaron las garras destructoras del colapso, aparecieron hordas de demonios que sembraron el pánico entre aquellos que jamás habían contemplado horrores semejantes. Incluso llovió fuego y sangre desde los cielos: Un presagio macabro que sumió a millones de almas aterrorizadas en sus peores pesadillas convertidas en realidad.
Por doquier se expandió una oleada de locura que viajó más rápido de lo que permitían las leyes de la astrofísica. Las mentes psíquicas se abrieron en canal, convulsionadas por la disformidad, y criaturas del Empíreo cruzaron el umbral de la realidad para caminar entre los vivos. Muchos psíquicos latentes descubrieron amargamente su herencia al liberar, sin saberlo, a los siervos del Caos. Y en el corazón del Imperio, el Astronomicon vaciló y expiró, dejando a la deriva a incontables naves y mundos, sin guía ni esperanza, y a las guarniciones de millares de mundos enfrentadas a su hora más oscura.
Los informes hablaban de mundos deformados, de ciudades enteras mutadas por la disformidad. De fortalezas estelares donde los pasillos ya no conectaban con el mismo lugar. De flotas atrapadas en bucles temporales. De cultos que brotaban como hongos, adorando a entes sin nombre. Algunos dijeron que era la vuelta de la Vieja Noche. La Segunda Era de los Conflictos. Otros... que la Humanidad ya había perdido y solo restaba fingir que aún combatía.
Y en medio de aquel mar de desesperanza, una pregunta quedó sin respuesta: ¿Y los Caballeros Grises?
Nadie pudo confirmar su destino. Hay quienes dicen que jamás lograron salir de la grieta, atrapados entre el flujo y reflujo de las tormentas disformes. Otros juran que fueron rescatados por fuerzas de la Inquisición y desviados a una misión aún más crítica, o para que nunca se conociera su verdad. Algunos incluso aseguran que fueron recuperados sin vida, o que su nave fue volatilizada por una explosión en el vacío cuya intensidad quemó los ojos de los testigos.
Nadie sabe la verdad. Y quizá sea mejor así.
Lo único cierto, y que todos recordarán, es que los Heraldos del Amanecer, los Titanes de Malcador, caminaron donde ningún hombre debía caminar y lucharon cuando el universo se quebró. Avanzaron sobre la disformidad, negaron a un dios nacido de la falsedad y la mentira. Se alzaron cuando todo lo demás caía. Enfrentaron al fin sin pedir recompensa, para que otros tuvieran una oportunidad. Y aunque el Imperio quizá nunca recuerde sus nombres... Serían recordados, sin duda, como aquellos que defendieron la última línea entre la Humanidad y el Abismo.
En realidad su historia... no terminó allí. Aunque esa... será otra historia.
FIN