Partida Rol por web

Los gritos de Miles y Rompehuevos acabaron por sacar de quicio a Menez.

- ¿Quién se cree que somos?- Era una mujer bajita y rechoncha, ¿cómo iba a poder ella sujetar a Sikes? Entonces miró a Pooster con dureza por no actuar antes, con toda esa corpulencia y fuerza de la que solía hacer gala.- ¡Apréselo de una vez! Manténgalo quieto. - Menez tenia para todos y mirando a Nandan como una madre regañando a su hijo le espetó.- Y tú jovencito ayuda a tu padre a coger ese maldito botiquín.- Así que la intrépida mujer se lanzó a por Sikes, tratando de que respirara de su mascarilla.- ¡Busquen calmantes por Dios Bendito!- Echaba de menos al seco de Hirsch.

Cuando la periodista Ménez saltó de su asiento, Nandan no pudo más que gritar un ahogado "¡No!" bajo su máscara. Se había habituado lo suficiente al olor como para que su estómago no protestara, pero había aprendido la lección en el viaje anterior: Nunca desabrocharse el cinturón pasase lo que pasase. Fue por eso por lo que gritó al ver que la mujer intentaba socorrer a Sikes. Con ojos de cordero degollado miró el botiquín, a su padre, al enfermo, a Pooster... Estaba empezando a estresarle la situación.

Chester se sentía... Bien. Le habían pinchado con algo, sí, pero bueno... ahora parecía que aquello ya no importaba tanto. Qué es un pinchazo ante la, no sé, la... el universo en general? ¿Eh? Pues nada, eso, no es nada.

Notaba que a su alrededor había mucho jaleo; gente moviéndose, y diciendo cosas, pero era como si todo pasara a cámara lenta detrás de una neblinosa cortina, como una película mal enfocada.

En cualquier caso, el jaleo no iba con él. Ahora mismo lo único que le apetecía era dormir.

Sí, echar una cabezadita parecía una buena idea. Si eso ya le despertarían cuando aterrizaran.

Tim aguanta estoicamente, tratando de sobreponerse. En el viaje se siente arropado por la mera presencia de Menez, que le reconforta con solo mirarla de modo frugal.

Al ver lo que ocurre decide reaccionar.

hay que hacer algo, maldita sea, veamos si podemos ayudarle, no puede respirar!!

tim trata de recordar como reaccionar con los medios presentes.

pongamosle la pinza en la nariz, que no huela el hedor, asi quizas aguante, hay que hacerle respirar!!

Ajeno a lo que pasaba en el habitáculo, Halperin atendía a los mandos y a la radio.

¡Dadle una de las bombonas que reservábamos para nosotros, joder! ¿Me oyes Miles?

¿Una de las... ? Miles miró hacia un lateral de la cabina al escuchar por sus auriculares algo de lo que se le decía por la radio. Claro. ¡Eeeeh! ¡Los de atrás! ¡Que venga uno aquí y coja una de las bombonas de oxígeno que apartamos para nosotros! ¡Están limpias! ¡Rápido, antes de que se asfixie!
Starkweather manoteaba y daba tumbos por el suelo del habitáculo. Lo único que conseguía era acercarse cada vez mas a Sikes, lo que no era poco, pero a costa de muchos golpes, dado que el suelo del avión estaba cuesta arriba, porque subían sin cesar.

Mientras Pickwell se iba poniendo azul los demás permanecían en sus asientos. Moore manoteaba en busca de sus gafas, sin las cuales estaba ciego, o casi. Field se había quedado grogui, a pesar de los vaivenes del avión. Su cabeza iba de allá para acá, y él resoplaba satisfecho aspirando un aire rico en oxígeno y pobre en asquerosidades. Sutton bastante hacía con tener sujeto al copiloto. Charlene se había quedado en su asiento, las manos agarradas en los reposabrazos, pálida y sin saber qué hacer.

El avión iba sin copiloto. Qué podía significar eso en una crisis, nadie lo sabía sino el mismo Dominique, que pataleaba impotente.

Los dos aviones evolucionaban por el fantástico desfiladero con un viento en contra que dificultaba permanentemente sus maniobras. Por un lado facilitaba la sustentación de las alas, eso era lo único bueno. Por otro hacía cada movimiento de los alerones un riesgo constante. Cada corrección era un bache que forzaba los cinturones de seguridad de los ocupantes hasta provocar magulladuras y cardenales en torsos y cinturas. También consumían combustible, más de lo esperado, aunque cabía tener la suerte de que soplara a la vuelta en la misma dirección, empujando a los aviones y remedando así el presente exceso.

La diminuta franja de cielo visible, delante, en lo alto y detrás, tenía un color extraño, con manchas blancas y rosadas. Líneas teñidas de color más oscuro y zonas brillantes que parecían moverse. Pronto las paredes del desfiladero parecieron poblarse de bloques. Sugerencias de paralelepípedos tallados en la roca que hacían recordar la Calzada de los Gigantes de Irlanda y otras formaciones volcánicas similares. Solo que Moore y los demás geólogos habían confirmado que el origen de las Montañas de la Locura no era volcánico, con toda seguridad. En las zonas desiertas cercanas al paso, las antiguas superficies de laderas naturales daban paso a formaciones de aspecto más artificial: más agrupaciones de cubos de piedra con los bordes redondeados por la erosión, y extrañamente similares en forma y tamaño. Brillantes formas de cuarcita pálida y luminosa en claro contraste con la piedra más oscura de la montaña. Aparecieron cimas rematadas en punta, conos y cilindros. Rampas, paredes y entradas de cuevas de gran antigüedad.

Los amontonamientos de formas se extendían a lo largo de las superficies más altas de la pared del desfiladero hasta donde alcanzaba la vista en ambas direcciones. El desfiladero se acercaba a su cénit, que parecía como el ojo de una aguja por el que los aviones tenían que enhebrar quién sabe qué hilo racional que conservaran los tripulantes, solamente para verse puesto a prueba en una urdimbre antigua y remota.

Los detalles eran difíciles de apreciar, ya que cuanto más cerca estaban de las ventanas, más rápido pasaban. Las cavernas tenían sección semicircular o cuadrada. No parecía haber estalactitas o estalagmitas. Se confirmó fehacientemente el esquema de formación que recordaba a la escritura de puntos descrita en las notas de Dyer: grupos de cavernas de cinco en cinco, y nada de nieve en sus umbrales, lo que permitía deducir que la corriente pasaba de dentro hacia fuera, despejándolos, y explicaba, quizá, los sonidos eternos de las montañas, con sus complicados acordes, cada uno de los cuales, quizá, tuviera un significado blasfemo y olvidado desde hace eones. Como si las cimas, en vez de pilares que sustentaban el cielo, fueran gargantuescos órganos fabricados para lanzar al aire una y otra vez, ininterrumpido, el mensaje de sus constructores.

El suelo del paso se revelaba definitivamente fácil de pasar a pie. Liso, sin irregularidades. Quizá Dyer tuviera razón y antaño estuviera cruzado por vías enormes que servían para la comunicación. Para cualquiera de los que hablaron con Nicolas Roerich, allá en Nueva York, el aspecto general del paisaje recordaba varias de las pinturas que tenía expuestas en su hotel. Una profunda sensación de deja vu inundaba a cualquiera que hubiera podido observar obras suyas, aunque el paisaje presente fuera mucho más oscuro, menos vitalista, hasta rayar en lo macabro. De sueños olvidados y pseudo recuerdos venían los aromas exóticos de colosales junglas desde las que se podía ver el límite que marcaba la temible y demoniaca meseta de Leng, donde los Mi Go libraron su eterna lucha contra los dioses antiguos. Según estas insinuaciones, más allá estaría la morada de estos mismos dioses: Kadath, en las tierras yermas del fin del mundo.

De un plumazo las radios dejaron de funcionar. No se había visto rastro alguno del Belle. El paso era una angosta superficie con los omnipresentes cubos y grupos de cuevas, además de dos enormes pináculos que sugerían torres o columnas. Delgadas nubes de cristales de hielo cubrían el cielo con fantásticos colores y sombras, dando lugar a una extraña sensación de opresión. Las cimas puntiagudas más cercanas parecían estar atrapadas entre sutiles velos de colores, en un arcoiris que parpadeaba y se desvanecía como si la luz misma muriese alrededor de ellas en grandes espirales. La melodía de las montañas se hacía sutil: una segunda estructura musical en tonos que de tan agudos parecían inaudibles, pero que atravesaban los aislamientos de los boeing como si no existieran, para clavarse entre las orejas de los desdichados que acertaran a reparar en ellos. Melodías inhumanas que sugerían orgánicas formas completamente diferentes a lo hasta ahora visto.

Menez dejó a Pooster con Sikes y atendió a los gritos de Miles que les indicaba que ellos tenían oxígeno sin hedor.

- Estupendo. Ya voy yo.- Era pequeña por lo que su centro de gravedad era fácilmente controlable. Aún así se puso a cuatro patas y cual perrito faldero acudió hacia Miles sumisa en busca de su "comida". Al pasar junto al asustado Nandan no pudo más que suspirar.- Ains.- Comprendía al joven que había recibido tremendos golpes en el anterior viaje de avión pero no dejaba de decepcionarle que se quedara allí atado sin ayudarla. Menez tenía claro que, aún sin considerarse una heroína, no durarían mucho al otro lado sin la ayuda de su experto en supervivencia en el polo.

El golpe en la cabeza había embotado los reflejos, estar cabeza abajo hacia que me doliera terriblemente... ademas ese sonido... cuanto mas luchaba por soltarme mas me ardian los pulmones, sin aire que respirar me estaba agotando tan rapido que el desfallecimiento me llego de repente, sin enterarme.

Entre la vorágine de ruido, Charlene percibió nitidamente una melodía, extraña y cacofónica, que no se mezclaba con el resto de sonidos. Era como una entidad aparte, una sinfonía en la música de una película equivocada. Se dio cuenta, sin lugar a dudas, de que escuchaba las flautas de los ciegos que, rodeaban a Azathoth en el centro del universo.

Desatando su cinturón de seguridad, olvidando por completo su propia integridad física, comenzó a trepar hacia adelante por los asientos, arrastrando con ella en el proceso su propia botella de oxígeno viciado. Era obvio que trataba de llegar a la cabina, pero la dificultad era enorme.

Chester vio cómo Charlene se levantaba de su lado en medio del avión y trataba de llegar a la cabina. Aquello le parecía una mala idea, aunque no estaba muy seguro de por qué, y trató de retenerla. Pero apenas tenía fuerzas para mantener la cabeza erguida, ¡como para detener a la Furia en persona estaba él!

Lo único que pudo hacer fue desearle suerte y que volviera con vida de aquella excursión por dentro del ataúd volador.

Chester sonrió. No estaba seguro de por qué, pero aquello le había hecho gracia.