MITOS:
1 EL MURO
2 LA SOMBRA
3 EL RÍO
4 EL GOBLIN
5 LOS MUERTOS
6 EL GUSANO
ran tiempos de maravillas y monstruos,
tiempos de poesía y violencia,
de gloria y muerte...
Desde los albores de la humanidad, cuando el hombre de las cavernas se refugiaba en las venas de roca, mirando con temor a los cielos, creando respuestas improbables para dar sentido a los rayos que rasgaban el firmamento y los truenos que le hacían temblar bajo sus pieles, susurros de bestias y misterios inexplicables llenaban sus duermevelas, cobrando vida para llenando sus días de mitos y leyendas.
En sus creencias y anhelos tanto había lugar para dioses vengativos y destructores como para diosas benignas, para las que improvisaban rituales con los que rendir homenaje a la fertilidad que se traducía en cosechas, carne y sangre, en los cambios de estaciones, el susurro de los árboles y en la sabiduría de las bestias. Algunos encuentran la verdad en los cielos, en las estrellas, la luna, el sol, y los movimientos celestiales. Y algunos más confían en las sagradas historias que se entrelazan en los Mitos, guiándolos en su búsqueda hacia la Ciudad.
El mundo, cada día más extenso y fracturado, se dividía en innumerables isas y continentes, cada uno de ellos resquebrajado en cientos de reinos, unas veces independientes, muchas veces muertos y otras, regidos desde un mismo trono central que prometía protección y bienes para quienes aceptasen su sombra.
Dentro de estos Reinos, se encuentran pequeñas fortalezas y feudos, asentamientos amurallados custodiados por vasallos y protegidos por valientes Caballeros. Pero lo que yace entre estos territorios civilizados son las tierras salvajes, extendiéndose hasta donde alcanza la vista.
En este mundo, los Mitos son más que simples cuentos; son historias que se han convertido en verdades, o que están destinadas a materializarse de una forma u otra. Cada versión, cada interpretación de estos Mitos es cierta a su manera, y parece volverse más fuerte y despiadada cuanto más parece pugnar la realidad por desterrarlos para siempre.
En este escenario, la sociedad se divide en cuatro roles predominantes: los Vasallos, que sirven a un señor, generalmente un caballero, a cambio de protección; los vagabundos, errantes y solitarios, que trabajan por su cuenta y protegen solo sus intereses; los caballeros, héroes reverenciados que enfrentan altas expectativas y que dependen de su destreza en el combate, pero también deben comprender las costumbres de la paz; y los videntes, aquellos que tienen una comprensión profunda de la naturaleza de los Mitos y que pueden vislumbrar el futuro, otorgando dirección y legitimidad a las misiones de los caballeros.
Los videntes, sí, tocados por la divinidad, la locura, la enfermedad o la idiotez, seres extraños que a veces pueden parecer más que humanos, mientras otras veces parecen ocupar el lugar de los demonios o por debajo de las alimañas, pero ningún noble o caballero puede desoír sus predicciones ni rechazar sus nombramientos, pues ellos son los únicos capaces de reconocer a los campeones de nuestro tiempo, nombrándolos con títulos, nuevos o heredados, por los que serán por todos conocidos, armándolos y guiándolos, ya sea en esporádicos encuentros o mediante mensajeros que recorren las tierras pregonando sus palabras.
Sir Niyi, Sir Dragorlad y Sir Otto eran tres de los muchos caballeros reclamados por el destino que habían hecho sus juramentos, antes de ser armados y lanzados al mundo, sabedores de que eran herederos de dignos predecesores que en muchos casos habían sucumbido en busca de la gloria y de la ciudad, si habían llegado tan lejos, como ahora ellos debían buscar su suerte en los inciertos caminos que solo los videntes podían entrever para ellos.
Acudiendo de distintos reinos, tras cruzar tierras más tranquilas o ya protegidas por sus hermanos de armas, los tres caballeros se conocieron en un gran bajel, Amante Sulfur, cuyo capitán había prometido, tras tres días de viaje atravesando Pearlywaters, darles la patada para que besasen suelo firme en la costa del reino conocido como Mossveil.
Por suerte sus monturas parecían aceptar en calma el calamitoso viaje.
Tras la última noche a bordo, pudieron divisar el puerto que era su destino. No era muy grande, pero supongo que su austeridad realzaba en cierta medida su peculiar encanto. Las primeras luces del día iluminaban las aguas, con tonos dorados rasgados por corrientes de espumosa plata blanca, y acariciaban las estructuras de madera de los muelles con su suave resplandor. El aire seguía cargado de la brisa salada que llevaba incontables horas perlando sus cueros. El olor a pescado fresco y la peste de las algas que se mecían en la marea llenaban sus pulmones. Las gaviotas sobrevolaban el puerto, llenando el ambiente con sus graznidos de bebé gritón y sus cagadas ácidas.
A medida que el barco atracaba y los caballeros descendían, sus monturas parecían mantener la calma, más acostumbradas al balanceo del viaje que algunos de ellos. Sus pezuñas resonaban en el muelle de madera, creando un eco suave y rítmico que se mezclaba con los sonidos del puerto.