Partida Rol por web

Meredith se sentó en el que solía ser su sillón, junto al del Barón.

-Estoy agotada. He dormido quince horas en cuatro días y hoy no me he metido todavía en la cama.

-¿Por qué pasas tanto tiempo con el barón, cielo? -preguntó aún de pie. No se iba a sentar en el sillón del barón. Sería muy irrespetuoso-. Su enfermedad te está consumiendo. Deberías vivir tu vida.

-Sí. Glenn.

Shyam miró a su compañero de piso y después hacia la puerta. La pooka no parecía salir.

-Oye, Nadim. Me voy a quedar a dormir en el feudo, a ver si vuelvo a tener la cara bonita por la mañana.

Nadim asintió tras uno segundos

Como prefieras

Saludó a Nadim con la mano y volvió a centrarse en Shyam.

-Sí, ese. Verás, el otro día estaba yendo al trabajo con unas amigas. Y llegaron unos tíos, nos llamaron maricones hijos de puta y le dieron una buena tunda a un amigo mío. Y eso que ya íbamos de gala; no me hubieras distinguido de una mujer de verdad. Pude repartir unas cuantas hostias pero se escaparon enseguida, y la pobre Taboo Bies está en el hospital medio muerta. Por eso quería saber si Glenn sabía algo de esto, como trabaja en la clínica y eso.

-Pero el Barón está muy enfermo y me necesita a su lado. No puedo soportar la idea de que muera solo. -Meredith se sorprendió de sus propias palabras. Van Doren sabía que mucha gente le confesaba cosas que ni siquiera se admitían a sí mismos. Por eso, entre otras cosas, le había sido tan fácil convertirse en una maestra sadomasoquista. Se le daba bien que otros le hablaran de sus fantasías y deseos-. En realidad no puedo soportar la idea de que muera.

-Dudo mucho que el barón desee que estés a su lado las veinticinco horas del día -dijo aproximándose para apoyar una mano en su hombro-. Si él te quiere tanto como tu le quieres a él apuesto a que te dice exactamente lo mismo que te estoy diciendo yo, palabra por palabra. Nosotros te necesitamos tanto como tu necesitas a tu maestro y cuidar su feudo es lo mejor que puedes hacer por él.

Shyam arrugó el ceño ante la parquedad de su compañero, escuchando a medias a Calandra.

-Luego te echo el teléfono, que tengo que hablar con Meredith ahora -le dijo, antes de volverse hacia el pooka. Le miró fijamente unos segundos antes de responder-. A nosotros nos han reventado la cristalera de la sede con una piedra, acompañada de una nota muy amable -ironizó con una sonrisa sarcástica-. Tiene que haber algún movimiento o algo. No puede haber tanta coincidencia. Y siento lo de tu amigo. Mañana tengo que pasarme a firmar papeles de mi despido, así que puedo preguntar.

-Lo sé. Por eso quiero que encontréis a Garin -dijo Meredith-. Tiene que ir a ver lo que ha hecho y responsabilizarse de su amante. Lord Stevron quiere verlo y que esté seguro. Le ama sinceramente y le necesita. Que esté escondido en algún agujero me parece terrible. Siempre supe que era un intrigante.

-Haya o no gato encerrado en todo este asunto lo que está claro es que a parte de todo ese tu tienes que responsabilizarte. Todos tenemos chanchullos, pero también tenemos deberes, y si nos dejamos llevar al final va a pasar algo muy malo con el feudo. Voy a traer a Garin, pero tu tienes que volver a Whittier y no es una petición -la pooka miró seriamente a Meredith aún con la mano en su hombro-. Todo va a salir bien.

Calandra asintió y dio las gracias, aunque no podría importarle menos el teléfono de Glenn. Se bajó flotando del respaldo del sillón. No creía que Shyam pudiera comprenderlo, pero después de tantos años siendo gay no le hubiera sorprendido que los dos ataques no tuviesen nada que ver.

Se volvió hacia Damara y puso los brazos en jarra.

-Bueno, chica, cuéntame lo de esa quimera.

-Ojalá pudiera creerte. En fin, si no tienes otra cosa más que pedirme, puedes ir a comer galletas. Bernardette iba a hacer, o eso he escuchado -suspiró Meredith.

Damara había estado escuchando atentamente toda la conversación con los brazos cruzados y tapándose la boca de cuando en cuando para toser brevemente. Normalmente se sentía más cómoda como oyente, apilando en su memoria toda clase de información, que siendo el centro de atención. El inconveniente de su voz suave era que la gente parecía prestarle incluso más atención de lo normal:

-La calavera estaba cerca de un mendigo, casi moribundo. Desapareció casi enseguida y cuando el mendigo empezó a seguirme me di cuenta de que era una quimera también. No me costó dejarlo atrás, aunque ya me había pegado esta tos. Pero más tarde, cuando estaba en la librería -dijo, cambiando el peso de pie, incómoda con el recuerdo-, la calavera apareció. Me... no sé, abrió la mandíbula y empecé a sentirme muy mal, así que... Bueno, le tiré un libro.

Van Doren abandonó el salón de audiencias y se fue silenciosamente a su habitación.

Calandra asintió, comprensivo, y le puso la mano en el hombro a Damara. Nunca se habría imaginado que pudiese defenderse de un ataque quimérico, pero suponía que era apropiado que su arma hubiese sido un libro.

-Estuviste muy bien. ¿Qué libro era?

-Hasta ahora -dijo, antes de entrar en la sala.

-Los cuentos completos de Poe -dijo con un suspiro, frotándose el puente de la nariz. Sabía que no había estado nada bien, pero agradeció los ánimos e incluso le dedicó una breve sonrisa antes de decir-. Tengo la sensación de que no será la última vez que la vea. Cuando se fue me hizo un gesto desde fuera y no fue demasiado tranquilizador.

Calandra había ido al colegio lo suficiente para saber que Poe era... famoso o algo así. Asintió como si aquel dato fuese crucial. Era bueno que la quimera tuviese algo que resolver con Damara. No le preocupaba usar a la sluagh como cebo, porque confiaba en su capacidad para mantenerla a salvo.

-¿Qué clase de gesto?

-Golpeó la puerta y sonrió. No es precisamente el mejor gesto que una quimera con la forma antropomórfica de la muerte te puede dedicar -dijo, sintiendo como los dedos se le tensaban sobre los brazos. Cada vez que se acordaba del gesto parecía verlo con más nitidez. Habia considerado pedirle a su hermana que le diese unos días libres para no tener que aparecer por la librería, pero si había algo que Damara era por encima de cobarde, era lógica, y sabía que aquello no solucionaría nada.

Van Doren cerró la puerta del cuarto, se dirigió al la cómoda y abrió el segundo cajón para sacar una madeja de seda. Sobre una mesa pequeña y redonda descansaba una vieja rueca. Van Doren colocó el hilo y lo estiró hasta que la hebra quedó tensa como una cuerda de arpa. Cuando movió la manivela, el hilo comenzó a enrollarse en una bobina de cartón al otro lado de la rudimentaria máquina.