Partida Rol por web

Elliot sabía ahora que la isla era un lugar especial, liminal.

La luna estaba llena y para bien o para mal la visibilidad era magnífica. El silencio era total. El mar se había calmado y disfrutó escalando por la grieta en un descenso que le llevó a una cala rocosa desde la que partía una senda que llevaba al bosque.

Nada más bajar descubrió la sombra de un pecio que se intuía a pocos metros de profundidad y en la lejanía, surcando las aguas entre las montañas de las islas, asomaba la proa iluminada de un enorme crucero.

La luz de la luna llena bañaba la cala y parecía remarcar, como si de un foco se tratara, que el silencio era casi total. Ni la claridad ni la ausencia de viento o ruido de oleaje beneficiaban a Elliot en su intento de no ser encontrado. En cuanto terminó el descenso se quedó pegado a las rocas para evitar quedar expuesto en medio de la playa. Agazapado y metiendo la cabeza y el móvil en el interior de su ropa quiso comprobar si había cobertura sin emitir ninguna luz.

El pecio que se adivinaba bajo las aguas daba a la escena un aspecto fantasmal recordándole que aquella isla siempre había sido un lugar a medio camino entre la vigilia y el sueño. No pensaba que los sectarios eligieran los lugares al azar, sino que tanto este lugar donde habían tenido prisionero al "hombre dormido" (ya no dudaba que el hombre que le secuestró cuando era niño debía ser uno de ellos), como el emplazamiento subterráneo del templete que vio Mats, debían ser los adecuados para sus fines o al menos los más adecuados que hubieran sido capaces de encontrar. Recordó el miedo que le daba precisamente eso, cómo el hombre que le retenía parecía ser el dueño y señor del lugar y hacer a veces que éste cambiara, al menos aparentemente, por sus designios. Recordó algún intento de escapar y cómo se había visto frustrado. Y también recordó, sintiendo por primera vez más odio que temor, las represalias que había sufrido. Y con todo Elliot había construido su lugar secreto, el muro donde escribía lo que pensaba que debía ser guardado, partiendo de la imagen de la misma cueva donde había estado. Él también supo siempre, aunque siendo un niño no hubiera podido explicarlo, que aquel era un lugar especial, merecedor de algo mucho mejor de lo que albergaba. Y había convertido la imagen del faro en la distancia, tal y como podía verlo cuando rara vez se le había permitido disfrutar de un momento al aire libre, en una especie de talismán personal, de imagen de algo perpétuo e invisible que habitaba esas tierras y estaría allí mucho tiempo después de que tanto él como el hombre que le retenía hubieran muerto.

La proa de un crucero podía verse a lo lejos, asomando como un animal descomunal entre las pequeñas islas que rodeadan la isla principal. Se paró un instante para comprobar si éste se acercaba o alejaba y tratar de adivinar al menos, en caso de que se acercara, la dirección que debía seguir; si atracaba en la isla podría ser un modo de tratar de abandonarla cuando volviera a zarpar. En todo caso no sería un modo muy discreto pero podría ser el único con que contara.

Tras observar el barco tomó la senda que llevaba al bosque con idea de abandonarla en cuanto le fuera posible y seguir su camino alejado de ella.

Mientras caminaba volvían a su memoria las charlas que había tenido con Agathe y el resto de habitantes de la casa. Ahora todo encajaba; sus disquisiciones acerca de los saberes antiguos y el derecho de acceder a ellos y usarlos, los términos en griego que empleaba Agathe para referirse al alma, la pieza de la "Orfeo y Eurídice" que Nao tocó al piano... De ninguna manera aquella vieja era la hija del guarda de faro y ni siquiera le parecía americana. Estaba claro que el artefacto óptico nunca había sido una cámara oscura, sino un modo de explorar en su día los tatuajes del "hombre dormido" y ahora las líneas nuevas que aparecían sobre Ellen.

Según la zona por la que se moviera tenía o no línea en el teléfono móvil. Cerca de la costa la recepción era perfecta.

Se internó en el bosque subiendo pendiente arriba cobijado entre grandes árboles hasta llegar a un punto desde el que tenía buena visión del barco. A todas luces era demasiado grande como para fondear en el puerto donde lo hacía el ferry. Tras avanzar se detuvo entre las islas para ofrecer precisamente una buena panorámica del faro. Presumiblemente, pasado un rato, se marcharía sin desembarcar.

La luz de éste parpadeó varias veces y de pronto brilló en un espectacular estallido para luego quedarse apagado. Como si su luminaria se hubiera fundido.

Elliot reconoció esa maniobra como una “semilla”. El trasatlántico debería tener cientos de testigos de ese evento y muchos acababan de ser condicionados para soñar con esa imagen cuando se acostaran.

El estallido de luz iluminó el perfil del crucero por un instante. Decenas, tal vez cientos de personas habrían sido testigos de aquella maniobra. ¿Con qué propósito? Por todo lo que le contaron Clementine y los demás sabía que los sectarios eran capaces de tomar posesión de las personas mientras soñaban y aquella acción podría darles acceso a muchos de ellos. Sin embargo, si como parecía probable el barco no atracaba en la isla, no tenía sentido que el objetivo fuera buscarle a él. Tal vez no tuviera que ver con él en absoluto y se tratara de algo que iban a hacer de todos modos, lo cual era apenas tranquilizador. También pudiera ser que el destello estuviera dirigido a él y lo del barco hubiera sido casualidad, aunque su instinto le decía que no era así. En cualquier caso, como prevención, Elliot ya había tomado la decisión de tratar de no dormir hasta no abandonar la isla.
 

Aprovechó que la posición que ocupaba le daba una mejor perspectiva del entorno. Contempló la luz de la luna iluminando las copas de los árboles que parecían petrificadas, como el océano en que se reflejaba como en un espejo. Respirando hondo con temor a lo que pudiera descubrir, adentró sus sentidos en el ensueño.

Escuchó pisadas de algo que hacía crujir las ramas a su paso.

Miró en esa dirección. Entre la maleza distinguió el brillo artificial de su pelaje que bajo la luz de la luna reflejaba un color como entre naranja y violeta. Debería tener el tamaño de un oso. Dió dos o tres pasos a cuatro patas y se volvió a levantar.

Olfateó el aire, oteando pensamientos y emociones.

Elliot sabía que estaba buscándolo a él.

Gimió con un quejido gutural, lastimero.

En cuanto vio a la criatura se agachó por reflejo, pegando su espalda contra un árbol. Su respiración se aceleró y el corazón retumbaba en sus oídos. Entrar en pánico y correr haría que le descubriera. Si su instinto le informaba bien no eran sus pasos los que escucharía ni su olor lo que olfatearía, sino su miedo, sus emociones y pensamientos. El gemido que emitía podría significar que todavía no había dado con él. Ojalá fuera así.

Sujetó la cabeza entre las manos, como si quisiera retener los pensamientos que pudieran escapar de ella. Debía escudarse, tratar de ser invisible para aquel depredador y sabía cómo intentarlo al menos.

Cerró los ojos y replegó sus pensamientos. Conocía un lugar, un escondite mental que había empleado otras veces. Primero traspasó una puerta, cerrándola tras de sí. Luego un pasillo con más puertas desde el que tomó otra. Luego unas escaleras que descendían... Así, visualizándolo, recorrió la fortaleza que había construído hace mucho y guardó sus pensamientos allí. Después abrió los ojos, y rezando para que su "camuflaje" funcionara caminó alejándose de la criatura tratando de no hacer ruido.

Caminó concentrado hasta que sintió que se había zafado de la presencia de ese ser. Cobijado por la maleza consiguió llegar a una colina de la isla relativamente cercana al trasatlántico.

Desde la cima, entre árboles doblados por el viento, se podían ver a unos cientos de metros sus grandes chimeneas hundidas bajo varios niveles de apartamentos. Todas sus luces estaban apagadas.

Un hombre se iluminó de pronto en la cubierta, en la parte más elevada del barco, sobre lo que debía ser el puente de mando. Había encendido una bengala y comenzó a gritar corriendo con ella cogida de la mano, como una antorcha, dejando a su carrera una estela de humo luminoso. Otros subieron y se pusieron a correr tras él.

La nave disparó una salva de fuegos artificiales que llenaron el cielo de palmeras de colores amarillos y blancos.

¿Qué era lo que estaba viendo? Si se tratara de un espectáculo de fuegos artificiales tendría sentido que se apagaran las luces de las zonas comunes pero, ¿y los camarotes? El hecho de que todo el transatlántico estuviera sumido en la oscuridad parecía indicar que había habido un corte en la electricidad. Tampoco tenía ningún sentido el hombre con la bengala, gritando y siendo perseguido en la cubierta de mando. ¿Estaba pidiendo auxilio? ¿Era posible que lo que estaba viendo fuera el resultado del fogonazo del faro? Impactado se quedó oteando, tratando de ver algo más que pudiera darle alguna pista de lo que estaba pasando.

El hombre que huía lanzó la bengala a sus perseguidores y se perdió en la oscuridad.

Un segundo fogonazo de fuegos de artificio iluminó con más fuerza la zona de bosque en la que se encontraba.

Una silueta sentada sobre una roca se hizo visible o apareció de repente. Unos segundos antes no estaba allí.

Elliot no podía estar seguro de que lo que estaba allí no fuera una proyección de su psique.

Era delgado y alto, de tez acartonada. Su piel estaba plagada de dibujos y palabras tatuadas que brillaban con cada explosión, como si absorbieran parte de la luz.

Era el hombre tatuado, el mundo en el que le obligaban a soñar cuando estuvo secuestrado en esta misma isla, durante su niñez y con el que no se había atrevido a soñar desde entonces.

No era él. No podía serlo. Agathe estaba jugando con su mente. La iluminación de los fuegos artificiales había delatado su ubicación y ahora se disponían a intentar engañarlo una vez más. Miró la visión con detenimiento, buscando por un momento cualquier detalle que no le encajara respecto a sus recuerdos hasta que rápidamente se obligó a detenerse.

Desde que pudo huir de la isla cuando tenía doce años el temor a que su secuestrador no hubiera muerto y le buscara le acompañó durante mucho tiempo. Pero sobre el hombre dormido, quien sí pensaba que debía seguir vivo, no se había atrevido siquiera a pensar. Recordó el pánico que le causaba echarse junto a él y adentrarse en sus sueños... Y ahí detuvo sus recuerdos. No, no podía ser, era la magia de Agathe y no iba a dejarle entrar en su memoria tan fácilmente. Bien podía ser como un lienzo donde esperaban que él proyectara los detalles faltantes.

—Déjate de trucos, bruja— espetó a la imagen con amargura—. Dime lo que tengas que decir de una vez.

La figura habló con una voz que resonaba como salida de un instrumento musical hecho con una calabaza seca.

—De la tierra formó toda bestia del campo, y toda ave de los cielos y me las trajo para que viese cómo las había de llamar; y todo animal viviente que nombré, ese es su nombre, porque las trajo para mí.

Con la última palabra la figura se desvaneció mezclándose con la oscuridad que siguió a los fuegos artificiales.

Pasaron unos minutos hasta que el barco encendió un foco que iluminó a un pequeño yate de lujo que se había acercado tanto que amenazaba con chocar, también con las luces apagadas. Elliot pudo distinguir en él a Nao, Ellen y Agathe. Les tendieron una escalerilla y empezaron a trepar.

La figura habló como si fuera el Adán sacado del Génesis para desaparecer de inmediato. Elliot se quedó perplejo. A pesar de lo que había dicho podía seguir siendo un truco de Agathe pues la hipótesis de Ellen acerca de la lengua primigenia en la que creía escrita la palabra sobre su vientre encajaba con ello. De todos modos se quedó petrificado un momento, confuso, sin tener ni idea de que le indicaba su instinto y sin estar ya seguro de nada. Debía ser Agathe, sí, confundiéndole, haciéndole ver que le había encontrado, pero...

De pronto un foco se iluminó en el mar. Provenía del crucero y enfocaba un pequeño yate en el que pudo distinguir a Agathe, Nao y Ellen. ¿Por qué querrían subir a bordo? Si quisieran abandonar la isla disponían de su propio barco, así que no tenía sentido. Fuera lo que fuera lo que habían provocado con el fogonazo del faro parecía que ahora se preparaban para recoger los frutos. Si desembarcaban de nuevo en la isla trayendo más gente con ellas, personas a las que pudieran controlar, podrían lanzar a todos ellos en su búsqueda.

Decidió aprovechar el tiempo para poner la máxima distancia posible entre él y las mujeres. Le parecía que lo mejor sería encontrar un lugar habitado en el que poder conseguir una embarcación. Aunque fuera un movimiento previsible podría ser apropiado siempre que les llevara suficiente ventaja. Faltaba Theresa, quien podría estar dentro del yate o haberse quedado a vigiliar el faro. De todos modos no podía descartar que hubieran allí otros sectarios a los que todavía no hubiera visto.

Caminó paralelo a la carretera que conducía a Bass Harbor -un pintoresco pueblecito de pescadores-, vía por la que en último término se podía salir en coche, atravesando un pequeño puente. Por esa dirección estaba a sólo quince millas de un pequeño aeropuerto.

Antes de llegar al pueblo, cerca del faro, se topó con un camping en el que habría aparcadas quince caravanas. Serían cerca de las cuatro de la madrugada y el silencio era total.

Con sus sentidos como los tenía, abiertos de par en par a los flujos entre el sueño y la vigilia, llamó la atención de Elliot una gran tienda que se erguía en el centro del "campamento" que de alguna forma le recordaba a la típica construcción comunal de algunas tribus de más al sur que había tenido ocasión de conocer. Estaba dotada incluso de un orificio en su cúspide, a modo de chimenea, del que salía un humo que Elliot veía como un vapor pesado y siniestro.

Elliot permaneció escondido en la oscuridad observando el campamento. La disposición en el centro de la tienda le hacía sospechar que todas las caravanas podían formar parte de una misma cosa. Vino a su memoria la descripción que hizo Mats del santuario de los sectarios y cómo varios de ellos dormían en nichos mientras Vendela, cubierta de betún, permanecía en trance. Pensó que era posible que algunos de ellos estuvieran allí y aquello supusiera una disposición parecida. El humo que salía de la tienda parecía parte de un ritual y su aspecto inquietante lo puso inmediatamente alerta.

No se movió hasta que no estuvo seguro que no percibía movimiento alguno ni en los vehículos ni en la tienda. Buscó a su alrededor alguna rama gruesa con la que pudiera defenderse en un momento dado y, casi conteniendo la respiración, cuidando cada paso que daba, se acercó a la tienda para tratar de escuchar o tal vez ver en su interior si encontraba algún orificio a través del cual hacerlo.

Las caravanas estaban vacías. Encontró un cepillo de barrer del que tomó su mango de madera.

Se acercó con cautela a la gran tienda central. Escuchó respiraciones de gente durmiendo y un pequeño pitido de vez en cuando, de una máquina.

Luego se asomó por una mosquitera en un agujero que hacía de ventanuco.

Sobre quince o veinte personas dormían en colchonetas alrededor de una hoguera de la que apenas quedaban unas ascuas sobre las que unas hierbas se consumían desprendiendo un vapor con olor a cola.

A un lado una mujer joven estaba en trance, sentada en posición del loto. Desnuda, con la piel untada en algún barro negro. Lo que parecía una máscara de realidad virtual -conectada a un portátil- le tapaba la parte superior de la cara y un respirador conectado a un aparato que emitía el pitido cíclicamente cubría su boca.

Las pantallas de los aparatos -portátil y máquina de respiración asistida- junto con las ascuas de la hoguera y la luz de la luna que se colaba por el agujero central de la tienda eran la única iluminación de la estancia.

Encontró dos caravanas abiertas. Pudo conseguir el cuchillo que buscaba y toallas y encontró en un armario un fusil semiautomático Colt AR-15 con su munición.
 

La imagen de pesadilla que encontró al mirar en el interior de la tienda superó lo que había imaginado. La luz mezclada de las ascuas, la luna y los aparatos electrónicos daba a la estancia un aire de cuento de terror donde la figura central era un monstruo pulp venido de otro mundo.

El respirador al que estaba conectada la mujer evitaba que inhalara el aire enrarecido con el humo de la hoguera, el mismo que salía por el orificio central de la tienda y que tan malas sensaciones le había transmitido. Era imposible saber si aquellas personas dormían allí por propia voluntad o no, o si bien habían sido engañadas para hacerlo. Imposible saber si eran sectarios o nuevas víctimas con la voluntad dominada. Si la imagen remitía al relato de Mats en el subterráneo del parque bien podía tratarse de más sectarios o incluso de los mismos si en este último mes se habían desplazado hasta este lugar. Pero ¿cómo estar seguro?

La figura central sin embargo, la “maestra de ceremonias”, debía ser uno de ellos sin duda. Tal vez incluso fuera Theresa, ya que resultaba imposible reconocerla con las gafas de realidad virtual y el respirador conectados. Y le pareció imposible que lo que fuera que estaba haciendo no tuviera relación con lo que sucedía en el crucero. El parpadeo del faro había puesto en marcha un plan para el que parecían necesitar mucha gente, pero era incapaz de imaginar por qué.

Descifrar la palabra del vientre de Ellen debía ser una prioridad para ellos si como había supuesto no sólo les bastaba con conocer el camino y la geografía de los lugares que querían visitar sino que debían tener el poder de superar a sus guardianes. El pozo que debía encontrar Sophie -y en lo que por suerte o gran resistencia había fracasado- debía ser otra de las prioridades. El lugar y el nombre de su guardián. El nombre del diablo.

El rostro y la voz de Clementine la primera vez que la vio vino a sus pensamientos. Ella había dicho en casa de Madame Gresta:

Recuerden que la niña me dijo que el pozo estaba custodiado por un daimón y que era sagrado, que Orfeo había bajado allí para ingresar a los infiernos y que era un viaje interior...

¿Era posible que Édith sí lo hubiera encontrado? Por el bien de la niña esperaba que no o nunca dejarían de buscarla. A no ser que murieran todos.

Al abrir el armario y encontrar el fusil recordó el sueño donde Mats y él habían dado caza al lobo y le pareció una señal. Sonrió, aunque algo amargamente al recordar cómo había fallado al disparar contra la bruja del canto polifónico; si salía de ésta tenía que aprender a hacerlo mejor.

Salió de la caravana avanzando despacio, mirando a todos lados y apuntando con el fusil por si se cruzaba con alguien a quien no hubiera visto antes. Llevaba una toalla mojada atada a su nuca, tapando la nariz y la boca. Sostenía el cuchillo en el cinturón y un cargador de repuesto en su bolsillo. Si mataba a la soñadora y los demás estaban en su sueño podrían morir también, pero podían ser inocentes. Ojalá fueran sectarios y todo fuera tan sencillo.

Entró en la tienda caminando muy despacio hacia la mujer en trance, tratando de respirar lo menos posible. Mientras lo hacía observó a las personas que dormían, su aspecto, sus edades, sus atuendos, su piel a la vista en busca de tatuajes... Cualquier cosa que pudiera ayudarle a discernir si podía tratarse de ellos.

Entró sin hacer ruido y a pesar de la toalla notaba el ambiente ponzoñoso.

Pasó por los pasillos que se formaban entre los durmientes. No había niños entre ellos. Algunos tenían un sueño muy agitado, pero no ligero. Parecían profundamente dormidos.

En un primer vistazo no vio tatuajes en ellos.

Llegó hasta la chica de la máscara, que no parecía haberse dado cuenta de su presencia. La disposición de los que dormían tenía mucho de ritual, como un laberinto que podría haberle atrapado de no tener la mente protegida. Entrar allí era como entrar en un sueño.

Además del respirador automático también tenía una sonda pinchada en un brazo por el que un tubo le inoculaba el líquido de una bolsa que contenía un líquido lechoso.

El betún negro que la cubría no le dejaba ver si tenía tatuajes. Por las formas de su cuerpo bien podría ser Theresa. El tinte del pelo le confirmó que en efecto se trataba de ella.

La pantalla del ordenador que estaba conectado a la careta de realidad virtual parpadeaba mostrando cada cuatro o cinco segundos imágenes de palabras o más bien variaciones sobre la misma palabra, cambiando trazos de sitio.

Elliot se dio cuenta de que entre los trazos invariantes estaban los pocos que había adivinado en las líneas enrojecidas que se formaron junto al ombligo de Ellen y que tenían el potencial de formar el nombre que él conocía.