Partida Rol por web

Finales y principios

Retazos

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18/06/2017, 19:52
Narradora

Cuando se observa la vida en su extraño crisol de dolor y placer, no es posible ponerse una máscara de vidrio, ni evitar que los vapores sulfurosos perturben el cerebro y enturbien la imaginación con monstruosas fantasías y sueños deformes. Hay venenos tan sutiles que para conocer sus propiedades es preciso enfermar por su causa. Hay males tan extraños que es necesario pasar por ellos para comprender su naturaleza. Y sin embargo, ¡qué gran recompensa se recibe a cambio! ¡Qué maravilloso lugar se vuelve el mundo! Conocer la extraña y dura lógica de la pasión y la rica vida emocional del intelecto, observar dónde coinciden y se separan, cuándo están en armonía y cuándo en discordia... ¡Es una delicia! ¿Qué importa cuál sea el precio? Nunca se paga un precio lo bastante alto a cambio de una sensación.

                                                                                                                           —O. Wilde.

 

Aquí podréis aprovechar las chispas de inspiración para plasmar —y quizá, compartir— vuestros relatos. Momentos del pasado de los personajes, retazos de sueños, o pensamientos privados. También, si os apetece, podéis plasmar su espíritu con una canción. No es necesario que haya orden ni concierto, dejemos fluir las sensaciones. 

Sobra decir que la participación en esta escena es totalmente voluntaria y está supeditada a lo que os pida el cuerpo y cuánto os piquen los dedos. En cuanto a los destinatarios, que cada uno juzgue qué es lo apropiado para su relato.

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18/06/2017, 21:31
Kane

El Rey de Verde

El Bronx, Nueva York, Planta potabilizadora de agua de Dwight Hill, hace 3 años

El sonido monótono de la gota de agua caer sobre el suelo metálico de la planta potabilizadora era un eco que rompía su lúgubre silencio. La instalación estaba muerta, sus máquinas difuntas, ahora era un gran sepulcro a la técnica que el hombre dominaba antes del tiempo del fin. Pero hasta hacia una semana aquella reliquia del viejo mundo funcionaba, Matthew Garstang, el Rey de Verde, se había preocupado de mantener viva aquella reliquia sabiendo que quien controlara el agua potable, controlaría la ciudad.

¿Cómo ha sido? preguntó asertivo el mafioso sin mirar a la pequeña banda congregada a sus espaldas. Nadie se atrevió a responder, por lo que preguntó una segunda vez y el matiz de esa pregunta empezaba a perder la asertividad para adentrarse en el terreno de la cólera. ¿Cómo.. ha.. sido?

Uno de los secuaces, un tipo con la cara marcada por cicatrices de peleas añejas, se adelantó procurando mostrar seguridad.

Nos.. atacaron. Un hombre por la noche.. iba a continuar, pero Garstang alzó la mano interrumpiendo en seco.

Un hombre con un tatuaje de pájaro en la mano derecha, ¿verdad? el secuaz tragó saliva, balbuceó asintiendo con un entrecortado sí. Se volvió hacia el grupo, la tensión era tan densa que parecía tan viscosa y negra como el petróleo. Un hombre ha dejado fuera de servicio una de mis plantas, ¿a cuántos hombres? ¿Diez? ¿Un hombre contra diez?

Nadie respondió, el tipo que se había atrevido a hablar estaba pálido, tanto como los demás. En los ojos de todos ellos se reflejaba un terror instintivo, paralizados por la presencia de Garstang.

Pago a los mejores dicen. empezó a caminar hacia un lugar de la planta, movió la mano para que le acompañaran. Así lo hicieron, tratando de disimular el temblor de las piernas de todos ellos. El suelo aun estaba impregnado de sangre de los muertos, los cuerpos apenas habían sido apartados para que no molestaran, pero era fácil ver cómo habían muerto. Heridas de bala y cortes de una suerte de machete o espada. Garstang ni se dignaba a mirar los cadáveres, se dirigió a uno de los fosos de agua sucia. Pago a los mejores para que protejan mi legado, mi fortuna, mi obra. Pago para que esto.. movió la mano señalando toda la instalación. ..sea algo más que una mierda inservible en este mundo de mierda. Porque yo no soy un carroñero, yo soy un visionario. Mientras las hienas se pelean por las sobras, yo creo un nuevo orden.

Nadie respondió, todos estamos en pie escuchando, con el miedo incrustado en sus cabezas. Garstang dejó de mirar el foso, volvió la mirada hacia estos.

¿Para esto pago? ¿Para que un solo puto hombre se pasee por lo que es mío y lo destroce? ¿PARA ESTO? alzó la voz dando un golpe de bota en el suelo, el eco metálico del talón se propagó por toda la nave. Los presentes mantuvieron el tipo a duras penas, pálidos de terror. Me tenéis miedo.. los miró con desprecio, se apoyó en la barandilla de espaldas expuesto. Sois cinco hombres hechos y derechos.. y me tenéis miedo. Entre los cinco podríais conmigo, tirarme ahí abajo y me ahogara de la mierda que flota ahí abajo. sonrió cáustico, provocador. Pero no lo haréis, porque sois unos cobardes. Porque sabéis que sin mi todo lo que tenéis se iría al infierno, porque yo os he creado del lodo y al lodo volveríais si me matarais. Esa es vuestra triste verdad.

Algunos de los presentes palidecieron de impotencia, otros de rabia contenida, pero ninguno hizo ademán contra Garstang que sonreía amplia y triunfalmente.

Pero alegraos, porque confiaré en vuestra decisión para esto. dijo ufano, como si diera una magnífica noticia. Voy a salir de aquí, y tendréis cinco minutos para decidir quien no va a salir de aquí. miró uno a uno los presentes, se pusieron tensos. Si tardáis más de cinco minutos moriréis todos. Si salís los cinco moriréis todos. se miró el viejo reloj de muñeca con el cristal roto con aire teatral, empezó a caminar como si fuera un ser superior delante de los cinco subordinados que no se atrevían a reaccionar. Cinco minutos.

Mientras se alejaba con paso tranquilo y sonoro, acompasado con la gota de agua que caía de algún lugar al piso, los cinco mafiosos permanecieron helados en la misma posición mirándose los unos a los otros. Era cuestión de tiempo que empezara el enfrentamiento, mientras sonreía, sacaba un botellín de agua pura y echaba un trago. Cuando estuvo fuera se escuchó lo inevitable, gritos, dolor, muerte. Al Rey de Verde le traía sin cuidado quien saliera vivo de ese castigo, y mientras esperaba volvió la mirada hacia su lugarteniente que había estado esperando fuera armado con un rifle de asalto.

Que encuentren a ese bastardo del tatuaje de pájaro, quiero su cabeza. ordenó mientras echaba otro trago de agua mirando fíjamente la entrada a la planta potabilizadora. A los diez cuerpos que habría que limpiar para poner de nuevo en marcha las operaciones iban a añadirse alguno más.

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18/06/2017, 23:19
Morgana Whiterocks

-Un conflicto es una fuente de oportunidades y conocimiento para conocerte mejor. Para saber de verdad quien eres, para calibrar a la puta gente que te rodea, a tus amigos, a tus jodidos y vagos compañeros –Morgana esbozó una torcida sonrisa-.

-Eres una cínica. Vete a la mierda –soltó Lars.

La sonrisa de la cabo Whiterocks se ensanchó. Sentada frente al capullo de Lars, se inclinó hacia él y acercó su cara a la suya.

-Tengo razón. Lo acabas de ver. Un trocito más de nuestra alma. Y al final te has rajado y no lo has impedido. ¿Qué dice eso de ti, cabrón? ¿Que eres un mierda, un patético y prudente marine de las Fuerzas Especiales, o un buen colega que en el fondo sabe que hicimos lo que se debía hacer? No hablo de lo correcto, sino de lo que se tiene que hacer.

-Escucha a Morga. Cuando tienes pelotas se hace lo que sea, correcto o no –Intervino Gable, al volante. Rufus, el copiloto, asintió, encendió un cigarrillo y no apartó la vista del frente.

El todo terreno traqueteaba nervioso en la estrecha senda a través del desolado yermo, alejándose de la puesta del sol. Atrás dejaba enormes nubes de polvo y arena, tragadas por el desolado desierto que los rodeaba. A la izquierda, a varias horas de viaje, se levantaba una larga cordillera de bajas y ásperas montañas, sobre la que unas tímidas y primerizas estrellas se situaban para iniciar su fría guardia.

Morgana pegó más su cara a la del joven Lars. Este ladeó la cabeza. La cabo escupió las palabras remarcando cada sílaba, igual que una víbora del páramo.

-La responsabilidad es mía, soldado. Con eso te vale, tu sucia conciencia está limpia. Acabo de decir una contradicción. Es este puto desierto, que me derrite el cerebro. Si tan solo mencionas el incidente, le enviaremos en un paquete de plástico lo que quede de ti a tu mamita y a tu pequeña zorra de gordas tetas. ¿Me expreso con claridad, comepollas?

Lars asintió, inquieto, tragando saliva, sin atreverse a mirar a los ojos de la mujer. Morgana se apartó. “Joder, últimamente solo nos envían maricas de mierda”.

Detrás, arena, sangre y muerte. Cinco cadáveres. Cinco cabrones atados y amordazados, con un tiro en la cabeza cada uno, enterrados en las soledades de un apartado risco. Cinco enemigos menos que no necesitarían prisión, y que nunca volverían a empuñar un maldito subfusil.

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19/06/2017, 14:52
Morgana Whiterocks

Morgana se despertó con el trino alegre de los pájaros que celebraban el nacimiento de un nuevo día otoñal. Parpadeó, y solo ese leve movimiento le causó un agudo dolor en el ojo izquierdo. El frío aire de noviembre se colaba sigiloso a través de una rendija abierta en la entrada de la tienda de campaña. Se pasó la lengua por los labios, paladeó el sabor a sangre y sed, giró la cabeza y buscó la botella. Tras incorporarse apretando los dientes y mascullando un juramento, bebió con avidez un largo trago de agua, reunió fuerzas y se puso en pie. Se quitó, despacio, la camiseta , con huellas aquí y allá de sangre, y observó, con el único ojo que podía abrir, su cuerpo lleno de moratones y cubierto con un par de vendajes. Le dolía el costado, supuso que alguna costilla estaba rota. No era tan mala la cosa, había pensado que serían peores los daños. Se puso la chaqueta y salió al exterior de la tienda.

Un soplo de viento helado y el olor intenso del café recién hecho le dieron los buenos días. El cielo asquerosamente plomizo amenazaba con un nuevo día de lluvia. Cojeando sobre el barro húmedo se acercó a la mesilla plegable alrededor de la cual tres de sus camaradas sorbían ruidosamente el café cargado y caliente.

-Karla, pásame una taza.

-Se nota que has pasado mala noche. Maquíllate un poco, preciosa –se burló su amiga.

-Gilipollas.

Morgana probó un sorbo, sin apenas azúcar; le quemó la lengua y las entrañas.

-No te preocupes, Morga. Magulladuras, hematomas, y dos costillas fracturadas. Dos semanas y lista –informó con desparpajo “Bull” John-. ¿Qué sucedió?

Bebió otro poco. La taza humeaba, llena de calor y alivio. “Intenté comer más de lo que podía tragar. ¿Cómo si no vas a saber hasta dónde puedes llegar?” Ese era uno de los “modus operandi” de ella; su forma de entender la vida, una parte de su filosofía.

-Unos tíos muy grandes y sin puta gracia. No me gustaron sus chistes. Se repartieron hostias y me tocaron varios premios.

Quiso reír y su risa acabó en un quejido silencioso. Alguien la abrazó por detrás y besó su cuello. El teniente Benjamín. Morgana se estremeció por el contacto. Y por el dolor del apretón. Se giró, el teniente la besó suavemente en los labios. La chica se apartó un poco.

-Puta loca.

-Aquí no me duele –llevó la mano de él a su entrepierna. Benjamín la estrechó con delicadeza. Ella liberó una carcajada-. Pero el resto un montón. Como si me hubiera masticado y escupido un tanque. Me temo que tenemos que esperar un poco, bruto.

-No seas idiota, Morga. No pienso en eso. No puedo dejarte sola, cabo. Deberé ponerte bajo arresto.

-Claro, a sus órdenes, mi teniente.

Morgana se dio la vuelta, contempló el acero sucio del horizonte, se dejó abrazar de nuevo y se arrebujó en la calidez de Benjamín y del café. No le importaba el dolor de sus heridas, el frío penetrante hasta el mismo tuétano de los huesos ni el incordio de la lluvia que comenzaba a descargar su rutina diaria.

Corrían buenos tiempos. Los mejores.

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23/06/2017, 17:27
Trish
 

El Destino, como sabes, puede parecer caprichoso. Puede parecer que no mueve las cosas en una dirección, o que las elige al azar. Pero quien cree eso se equivoca. Y el Destino no había acabado con Trish. Pero para que ella pudiera seguir avanzando muchas cosas tenían que suceder. Y no todas agradables.

Sucedió una noche de invierno. Wren había organizado un pequeño golpe al lugar donde un grupo grande guardaba sus bebidas alcohólicas. Sólo habían sido Trish, Wren y una de las chicas que a veces se reunían con ellos, Flora. Trish no conocía mucho a los demás, pero ella le caía bastante bien. Wren había llegado a algún tipo de acuerdo con uno de los vigilantes: se colarían amparados por la oscuridad mientras él miraba para otro lado, entrarían, cogerían lo que pudieran llevarse y luego Wren y él se repartirían los beneficios.

Dicho y hecho. Los tres rateros se llenaron las mochilas de botellas, un pequeño botín casi sin riesgos. La adrenalina galopaba por las venas de Trish mientras salían de allí, victoriosos, con lo que en aquel momento parecía una fortuna embotellada.

Wren, por supuesto, quiso celebrarlo. No era la primera vez, pero sí la primera a la que Trish se quedaba. Flora, en cambio, dijo que su hermano la esperaba y no tardó en ausentarse.

Tras el primer trago Wren se puso más gracioso de lo habitual, derrochando su carisma y con los ojos brillantes. Tras el segundo empezó a ponerse adulador. Con el tercero fue cariñoso y con el cuarto de él Trish empezó a sentirse extraña. En ese tiempo su cuerpo había cambiado, pero todavía no había terminado de hacerlo. Era poco más que una niña. Y aunque tenía cariño al chico y lo admiraba, sin duda había algo en su forma de ponerle la mano en el costado y de mirarla que la hacía sentir incómoda.

Trató de marcharse con la primera excusa que se le ocurrió, pero él la convenció de quedarse. Le dijo que, borracho como estaba, la necesitaba. Que se lo debía. Y ella cedió.

Los ojos de él la buscaban de una forma diferente a la habitual. No se centraban en sus pupilas, sino en su piel. ¿Alguna vez había pasado antes? Probablemente, pero ella ni lo había notado. Sin embargo esa noche era como si si mirada se hubiera pegado a su epidermis y no tuviera forma de sacársela de encima, y ella no tenía muy claro ni cómo sentirse al respecto. Él llegó a pedirle un beso, aunque era más una exigencia disfrazada de broma. Le dijo también que lo necesitaba. Que se lo debía. Y ella cedió.

Pero Wren no se contentó con eso. Trish no era una chica que pensase mucho en el amor, pero desde luego su primer beso lo había imaginado de otra manera. Quizá sí con él, pero no con él sujetando su nuca cuando ella quiso apartarse, intentando entrar en su boca con la lengua y con los dientes. No supo cómo reaccionar, y pronto estaba empujándolo e intentando apartarse. Pero eso no importó. Él pidió más, pero ya eran exigencias sin ningún tipo de disfraz. No dijo que lo necesitaba, pero sí que se lo debía, aunque en esa ocasión ella no cedió.

¿Se resistió? No a ese primer beso. Sí al segundo, al tercero, y a todos los que vinieron después. Y aunque se hizo consciente de que, sin él, volvería a estar sola en el mundo, de que era incluso su sustento, trató de revolverse. La supremacía física de él estaba muy por encima y su voz se alzó por encima de sus cabezas, sin preocuparse por quién pudiera oírle, pero él siguió adelante, introduciendo sus dedos por debajo de su camiseta. Ella se tensó cuando acarició su espalda y se apretó con fuerza la mandíbula cuando rozó sus pezones.

Si todo hubiera acabado ahí aquello habría afectado a Trish, a su relación con Wren, pero las cosas no habrían terminado como lo hicieron. Él trató de hacer que se tumbase allí, en una esquina recogida y solitaria de la calle, y ella fue incapaz. Él buscó con su mano por dentro del pantalón de la chica, y ese fue el detonante que hizo que las peticiones de Trish se convirtiesen en gritos, y su intento de defensa en un fuerte forcejeo. Si las cosas iban a ser así no le importaba quedarse sola, ni tampoco ninguna otra cosa: no quería seguir allí. No quería seguir con él, y no quería descubrir adónde llevaban sus dedos. Él no la dejó marchar. Agarró sus muñecas y la forzó a poner la espalda contra el suelo. Se colocó sobre ella, e hizo saltar todos los botones de su camisa con un sólo movimiento. Las cosas que decía llegaban a los oídos de Trish, pero no a su cabeza. No comprendía por qué estaba quien había sido su amigo diciendo esas cosas. Que le gustaría. Que se encargaría de que le gustase. Que era ella quien lo necesitaba. Que se lo debía. Que debía ceder.

En la cabeza de Trish no había espacio para la sumisión. El tic y el tac se detuvieron por primera vez en su vida, como si todo el tiempo se congelase, mientras ella fijaba sus ojos azules en los de ese tipo. Su mirada estaba cargada de fuerza, aunque no de desafío: aquello era más bien una amenaza. Wren no tardó en evitar sus pupilas mientras empezaba a arrancarle los pantalones, mientras devoraba su piel a besos y a mordiscos. O quizá el tic y el tac no se pararon, sino que ganaron relevancia hasta que no hubo nada más, hasta que Trish tuvo que alzar aún más la voz para escucharse por encima de los sonidos de su cabeza.

Se sintió desnuda. Su camisa había perdido todos los botones, su sujetador que era casi anecdótico estaba destrozado y su pantalón ya por las rodillas. Su cuerpo seguía tratando de resistirse, de intentar huir, pero en su mente sólo había lugar para la impotencia. Ni siquiera oía sus propios forcejeos. En aquella posición, con la mandíbula sujeta e inmovilizada, sus ojos azules sólo podían mirar al cielo, y la imagen de las estrellas se clavó en su cerebro con total precisión. Las recordaría para siempre. Gritos y gruñidos se mezclaban en su garganta, y cada vez que un nuevo par de lágrimas se deslizaba por sus sienes sentía más y más rabia.

No fue consciente del todo de cuándo terminó aquello, sólo que fue de repente. Inicialmente se sintió más ligera, como si Wren se hubiera quitado de encima. Dio por hecho que lo hacía sólo para ganar espacio, porque lo peor aún estaba por llegar. Pero luego llegó el sonido del disparo.

Tardó un par de segundos en darse cuenta de lo que estaba viendo. Su amigo con un agujero en la cabeza y un charco de sangre cada vez más grande en el suelo. Cerca de él, un desconocido cuyo rostro no olvidaría jamás.

Su estómago estaba demasiado alterado, incluso, para sentirse agradecida. No sabía quién era él, o qué quería. Quizá la mataba a ella después. Quizá sólo quería quitarles lo que tenían, y le daba igual lo que estaba pasando. Se incorporó lo suficiente como para sentarse. Su mirada se cruzó con la de aquel tipo y trató de dejar de lado los sentimientos, de verlo todo desde un punto de vista racional y analítico. De dejar espacio sólo para el tic y el tac de su cabeza. Aquello a lo que siempre podría agarrarse.

Si quisiera matarla, ya estaría muerta. Esa era una buena base para partir. Pensó en decir algo, pero en ese momento no encontraba las palabras. Estaba helada por dentro y por fuera, y no era capaz de moverse más que para temblar. El tiempo se deslizaba, incómodo, sin que ella pudiera volver atrás. Había soportado mucho a lo largo de su corta vida, aquello se sentía distinto. No era sólo un abuso, era una traición.

Al final la chica acabó por llevar la mano a su bolsillo y lo vació sobre la acera. Aquello tendría que servir como pago, bien fuera por evitar el saqueo de su cadáver, bien por hacer más fácil un robo. En ese momento ni se planteaba que aquel desconocido hubiera podido actuar por cualquier otra cosa.

En el suelo dejó tres balas y cuatro pilas. Al lado de donde había estado quedaban también algunas botellas. Tendría que ser suficiente. Dejando eso a la espalda comenzó a caminar, con las imágenes de lo que acababa de suceder aún en la cabeza y en las retinas. Si el tipo dijo algo, ni siquiera lo escuchó.

Los siguientes días los pasó en su refugio y sola. Reunió el agua para un baño y pasó más de una hora frotándose la piel y los recuerdos con tanta fuerza como podía. Y sin llegar a sentirse limpia ni ser capaz de mirarse desnuda acabó delante del espejo, cortándose el pelo casi sin mirar, con sus pupilas clavadas sólo en sus ojos.

El mundo de Trish había cambiado. La que se miraba al espejo era muy diferente de la que existía la semana anterior. Antes había aprendido a buscarse la vida, a malvivir con lo que podía conseguir. Ahora se había hecho adulta, a la fuerza.

Notas de juego

Ahora sí. ;)

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23/06/2017, 18:22
Kane

Nada que sentir

Algún lugar de Nueva York, hace 6 años

Apestaba a meado, a podrido, a corrupción. A Kane no le gustaba atravesar Nueva York, pero a veces no había otro remedio. Había cosas que no podía encontrar en otro lugar, cosas caras y necesarias. Cosas como la información de algo que se le llevaba escapando demasiado, cosas que marcan a un hombre para siempre. En ese camino desde Massachussets hasta ese lugar había dejado un reguero de cuerpos de bandidos, saqueadores y demás escoria, siguiendo fantasmas y recuerdos. La muerte se le había pegado a la espalda como un parásito, y lejos de querer despegarse de ella, Kane se sentía cómodo con ella.

Era una noche fría, quizá entrado el invierno, a Kane le daba igual eso ya. Había perdido el placer de la llegada de la primavera, la bienvenida al verano, la nostalgia del otoño, la tristeza del invierno. ¿Qué importaban esas cosas ya? La maldad no distinguía de esas cosas, pero sí al menos por esa fina capa de aguanieve que se resistía a caer sobre la ciudad, escondida entre los nubarrones del horizonte. 

Deambulaba por una de las calles laterales, atrás dejaba un par de rateros que se habían creído lo suficientemente valientes como para exigirle las botas, el dinero y Dios sabía qué cosas más. Kane ya no los escuchaba, ni siquiera prestaba atención a la navaja, de la misma forma que esos desgraciados no se habían fijado en su revolver descansando tras el poncho raído que le cubría. Desarmó al primero, y con esa misma navaja atravesó la garganta del segundo, el desarmado quiso huir pero fue tarde ya. No fue su mejor lanzamiento de cuchillo, pero lo suficiente para acertar a la pierna y derribarlo. Pedía clemencia, ¿quién usaba ya esas palabras? ¿Clemencia? Le hubiera hecho gracia en otras circunstancias, pero como las estaciones, Kane también había perdido la capacidad de sentir ironía. Agarró una piedra del tamaño de la cabeza del tipo y se la incrustó en la cabeza una única vez, más que suficiente, moriría sabiendo que la clemencia jamás llegaría.

La noche caía, a Kane le sonaba algún refugio en las cercanías, una suerte de posada o lugar de paso de caravaneros que podía encontrar para pernoctar. Pero escuchó con claridad unos gritos, gritos de niña. Los ojos del hombre se dilataron, afinó el oído y avanzó rápido hacia los sollozos, las súplicas. Vio un hombre joven, puede que de su edad, encima de una adolescente medio desnuda que forcejeaba para liberarse de la inminente violación. Ni siquiera lo dudó, emergió del lateral como un espectro y propinó una brutal patada en el costado del violador. No contuvo nada, incluso notó resentirse el pie, pero las costillas de aquel desgraciado lo habían sentido más.

Kane no reparó en la niña, desenfundó a Raguel con un movimiento fluido y de un par de pasos se colocó encima de aquel tipo aun aturdido por el ataque y el dolor. Amartilló el revólver, las balas eran caras, pero ese tipo se la merecía.

Hay un lugar especial para desgraciados como tú. no pudo reaccionar a tiempo, quizá ni era consciente de lo que estaba sucediendo por el dolor. Pero Kane aplicó la pena con fría eficiencia, el trueno del revólver se propagó en eco por las calles vacía y la cabeza del hombre reventó como si fuera un melón. 

Con el humo saliendo de Raguel, la mirada insensible de Kane se quedó mirando como los sesos y la sangre se esparcían sobre el suelo. Entonces miró a la niña que temblaba de miedo, por lo que había sufrido, por lo que él mismo evocaba, no hizo ningún ademán para suavizar su presencia o mostrarse menos amenazador. Al fin y al cabo estaba acostumbrado a esas reacciones, pues Kane quizá nunca se sintió un salvador, sino un ejecutor. Al fin y al cabo, esa era otra niña más a la merced de un mundo enfermo y moribundo. 

Ella puso su ofrenda, unas balas y unas pilas. Un vistazo rápido le descubrió que una de esas balas la iba a poder aprovechar. Pero no se agachó, ella en cambio se levantó y empezó a alejarse ausente de toda realidad. Kane se quedó en pie, enfundó a Raguel y se quedó viendo como se alejaba, ni siquiera eso, pensó Kane. Ni siquiera era capaz de sentir lástima o piedad, ya no, Kane entrecerró los ojos, se agachó a recoger su recompensa y volvió a perderse en los oscuros laberintos de las calles de las ruinas de Nueva York.

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24/06/2017, 10:40
Morgana Whiterocks

La soldado Karla Félix bailaba en derredor de la estrecha habitación. Sus pequeños pechos se agitaban saltarines, la melena rubia danzaba de un lado a otro como latigazos furiosos de sol siguiendo los compases de Nightwish, y su sonrisa picarona llenaba los huecos que la música a todo volumen dejaba libres en la estancia. Tan solo vestía con unas bragas negras para tapar su esbelto y sudoroso cuerpo de diosa griega de la guerra.
 
-¡París era una fiesta! –gritaba. Aullaba, con su voz aguda.
 
-Dirás que será una fiesta.
 
Esa era Karina Blanche, una negra enjuta y correosa, fumando, ausente, un pitillo sentada en el catre.
 
-¡París era una fiesta! Es el nombre de una peli, o una canción. No me acuerdo. ¡París era una fiesta! ¿Tú que dices, Morga?
 

Morgana, en ropa interior, estaba terminando de preparar su mochila.
 
-Una película, creo. O la frase dentro de una peli. También la he oído en alguna parte. Yo qué coño se. Qué importa, lo que va a ser es una puta fiesta. Cuatro semanas para desfasar a lo bestia.
 
Era el primer permiso desde hacía seis meses. En ese período de tiempo, solo habían logrado escaparse un fin de semana a Atenas. El vuelo salía de madrugada desde el aeropuerto Ben Gurión, a la 1:45, hora local de la ruinosa, mutilada y moribunda Tel Aviv. Karla y Morgana estaban excitadas por la perspectiva de visitar París, mientras que la taciturna Karina se lo tomaba con su calma habitual.
 
-Recordad Berlín, tías.
 
-¡Madame Alegrías!¡Un paso al frente! –se burló Morgana.
 
Blanche tenía parte de razón. Berlín fue una prueba viviente de la desastrosa situación de la vieja Europa. París no estaría mejor, seguramente. Pero Morgana quería subir a lo más alto de la Torre Eiffel, caminar por el interior de la singular Notre Dame, navegar por el Sena. Nada se lo iba a impedir. Se acercó a Blanche, y se sentó a horcajadas sobre ella. Le acarició el pelo ensortijado, le susurró burlona imitando el acento francés.
 
-¿La señora Alegrías prefiere quizás una nueva visita a Roma? ¿Para encontrarse con Luigi manos ligeras y su jugosa lengua juguetona? ¿O se llamaba Pietro? ¿Es eso? Ah, nosotras, la dulce Karla y yo misma, Morgana le Fay, le buscaremos un francés con una buena torre Eifell para hacerte olvidar las penas. ¿Qué dice a eso, la jodida negra Alegrías?
 
Karina torció la boca en una mueca, apenas una sonrisa.
 
-La jodida negra dice que se va a reír un rato de la gilipollas Morga cuando la vea apartar cadáveres del apestoso río ese, el Sena de los cojones ese, del que no deja de hablar, para poder mover la mierda de barca. Mete un remo en la mochila, te hará falta.
 
-¡Pues quitaremos muertos y vivos, y lo que haga falta! Y hasta me daré un chapuzón. ¡París será una fiesta! –intervino Karla, sin dejar de danzar, siguiendo los acordes de las guitarras eléctricas.

Morgana ensanchó su sonrisa. Quería a sus dos camaradas, a su manera; no lograba empatizar de la manera habitual con ellas, pero sabía que las unía un pegamento más fuerte que la amistad y a otro nivel. No sabía explicarlo y tampoco le importaba en absoluto.
 

 
-La próxima escapada…¿Noruega, Morga? –preguntó, sugirió, con intención, Karina.

Al día siguiente volaban de regreso al desierto y a la guerra. Disfrutan del pálido sol parisino y de un último día aguado en la terraza del hotelucho carcomido por la metralla y la dejadez.

No pudieron subir a la emblemática Torre, ni siquiera al primer piso, y en el Sena  de aguas lodosas flotaban hinchados y malolientes cuerpos anónimos. La ciudad estaba bajo Ley Marcial y el toque de queda no les permitió disfrutar por completo de las noches parisinas, pero con todo, la estancia se les hizo muy corta y la aprovecharon a tope, dejando tras de sí unos pocos huesos rotos y una nariz partida, sin ninguna víctima que lamentar. Karla y Morgana no se arrepentían en absoluto e incluso la morena Karina reconoció haberlo pasado bien. En particular porque tanto ella como la rubia Karla se agenciaron rápido dos amantes-guías, que las acompañaron por tugurios con una fauna heterogénea, les abrieron puertas de antros incalificables, y les mostraron los lugares más emblemáticos de la ciudad. Mientras que Morgana, más reacia a esos escarceos amorosos,  y con dificultades para socializar pronto con  personajes extraños, solo unos días antes del regreso se dio ese lujo con una francesita risueña de dientes torcidos sabelotodo y pasota, que venció la desconfianza de la militar de vacaciones.
 
-Estados Unidos –respondió.

-¿Qué?

-Seis meses. Menos de un año. Regresaremos a casa. Mira a tu alrededor. Allí las cosas no deben estar mejor. Nos necesitarán en nuestro maldito país del tío Sam.

Sus amigas la miraron, meditando la posibilidad.

-Nah. Helsinki.

-Oslo, Karla. Joder. Eso es Finlandia. Olvídate un poco de Nightwish –replicó Karina.

-Pues Oslo. Luego USA. Wisconsin.

- Me tiré un noruego de su comando de operaciones especiales, con los que colaboramos en Afganistán.  Canela fina, el cabrón –reveló Karina.

-¡Hija de puta! –silbó Karla, abriendo los ojos de par en par.

-La negra es una caja de sorpresas. Letal, sombría, una máquina de matar. Una máquina de follar. Buena en la guerra, mejor en la cama.

Morgana añadió a su frase algunos gestos obscenos. Las tres se echaron unas risas. Siete meses más tarde embarcaban en Damasco hacia Estados Unidos, con veinticinco kilos de mochila y material a sus espaldas, dejando atrás una tierra que ya era poco más que un extenso cementerio a cielo abierto donde hasta los muertos intentaban huir. Un lugar que Morgana no echaría de menos; un desierto al que nunca dejaría de amar. 

Dejaban atrás una guerra entre hermanos, y todavía no sabían que iban a enfrentarse  a otra no menos fratricida.

 

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25/06/2017, 14:44
Morgana Whiterocks

Kloss Ruly sonrió como el psicópata que era, alzó el martillo y golpeó con su habitual brutalidad por dos veces la mano derecha de la joven prisionera sentada en la silla. La muchacha arrancó a gritar, se le saltaron las lágrimas, se mordió los labios y aguantó el intenso dolor y el llanto cerrando los ojos con fuerza. Ruly repitió una tercera vez su acción machacando los huesos ya rotos.

El Major Derwitt, apoltronado en su sillón al otro lado de la mesa, se rascó la barba.

-¿Sabes lo que más me gusta hacerles a las putitas como tú? Follármelas por detrás mientras les meto el frío cañón de mi pistola por su coñito caliente. Te aseguro que eso acabará por gustarte. Dame nombres, o mi amigo Kloss seguirá con la manicura.

La chica se tragó su dolor y escupió su rabia a la cara del Major. Morgana, de pie al lado de ella, le estrelló la cara contra la superficie de la mesa. Le partió un labio y comenzó a sangrar por la nariz. El sádico Rusty se echó una carcajada. Derwitt asintió.

-Me la estás poniendo dura, Morgana.

Rusty guiñó un ojo a Morgana. Manoseó con sus sucios y groseros dedos las tetas de la prisionera, mientras no apartaba la mirada de los ojos verdes de la militar. Morgana no esquivó el encuentro visual, devolviéndole una glacial mirada llena de intención que provocó que Rusty dejase de tocar a la jovencita.

La muchachita rondaría los diecisiete, se notaba la jodida vida que arrastraba su pasado, y el par de huevos que gastaba. Había matado a dos soldados, robado comida y medicamentos. Morgana la cazó en la noche, una pantera tras una gata de afiladas garras. Las dos mujeres se reconocieron en sus miradas, dos depredadoras supervivientes. Y las dos sabían el destino que le aguardaba a la cautiva dentro de esos muros. Para Morgana no había otro pago que la muerte, una ejecución rápida. Sin embargo conocía bien los intereses de Derwitt y su pandilla de perros calientes.

La chica serviría de esclava sexual durante una temporada y luego la tirarían a la basura; o la venderían. No le gustaba ninguna de esas opciones.

Una serie de insultos y maldiciones salieron por la boca ensangrentada de la rea. Morgana le descargó un revés que tiró a ella al suelo y volcó la silla.

-Me voy a correr- Derwitt seguía con sus habituales gilipolleces. Este tipo no le gustó desde el primer día en las Tres Cruces. No le faltaban ganas de rajarle el cuello.

La adolescente se arrastró un poco, Rusty fue a ayudarla, Morgana desenfundó su pistola y le descerrajó un tiro en la cabeza a la chica. Trocitos de sesos y esquirlas de hueso salpicaron aquí y allá, y en la cara del capullo de Rusty, quien no reaccianó durante unos segundos. Luego blasfemó contra Morgana, intentó sacar su cuchillo pero se encontró con la negra y mortal boca de la pistola delante de su frente. Morgana le puso un dedo en la boca obligándole a mantener el pico cerrado.

Derwitt se puso en pie , con las mandíbulas apretadas, colérico. Morgana guardó el arma, y salió de la habitación caminando despacio hacia atrás, saludando graciosamente con el dedo corazón de la mano izquierda levantado.

Después, a través del pasillo, le llegaron sus juramentos, amenazas y órdenes.

-Jódete, pedazo de mierda -murmuró en alto para que pudiera oírla.

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30/06/2017, 03:27
[Ind] El Tuerto Jeff

 

Nick estaba acodado en la barra hablando con el camarero cuando el hombre se sentó en la mesa desde la que Trish observaba a los parroquianos con sus enormes ojos azules. En un primer momento el cuerpo entero de la chica se tensó como por instinto, el mismo instinto que la hacía saltar cuando alguien le rozaba el brazo de forma inesperada. 

Sin embargo, cuando su mirada se cruzó con el único ojo del tipo, Trish se relajó un tanto. Nick no tardó en darse cuenta de que la muchachita que había adoptado como compañera de viaje ya no estaba sola y se acercó también a la mesa. Apenas llevaban unos meses viajando juntos, pero ya se sentía responsable de ella.

El hombre rondaría los sesenta y tantos, tenía una frondosa barba gris y un parche cubría su ojo izquierdo. El que aún le quedaba tenía una tonalidad verde y cristalina, como un trozo de cristal pulido por la arena de la playa en esos tiempos en los que la orilla del mar aún era un lugar seguro. 

Iba vestido con una gabardina marrón que parecía haber conocido tiempos mejores y un sombrero cubría su cabeza dejando escapar una mata abundante de cabellos menos grises que su barba. «El tuerto Jeff», así le había dicho el camarero a Nick que se llamaba y así se presentó él mismo un instante después. 

Su voz tenía algo difícil de identificar. Era suave y áspera al mismo tiempo y su cadencia parecía llena de miles de cuentos e historias. Les invitó a una jarra de cerveza tibia y él mismo se bebió tres en el tiempo que duró la charla. Tenía una conversación amena y su mirada se teñía con cientos de secretos cada vez que los miraba. Una sonrisa se retuvo en la comisura de sus labios cuando Nick anunció que era hora de que continuasen su viaje, la sonrisa de quién confirma algo que ya sabía, un «ya te lo dije» personal y silencioso. 

—Aún es pronto, niña —dijo, dirigiéndose a Trish—, pero encontrarás lo que buscas. —Le mantuvo la mirada un instante y luego miró a Nick con rostro serio y ojos brillantes, seguramente más por lo que callaba que por lo que decía—. ¿Sabes? Hay un lugar en Sugar Hill —dijo con tono casual, como quien habla del tiempo—. Un antiguo centro de atención primaria que ahora está hecho una puta mierda. Seguramente podría llegar a convertirse en un bonito lugar con un poco de trabajo duro. Ahora es pronto aún, pero quizá algún día os venga bien echarle un vistazo.

Después de eso el tipo sacó un pitillo y una caja de cerillas y lo encendió. El humo no tardó en envolver su cabeza de mirada demasiado sabia para un mundo en decadencia y los dos viajeros no tardaron en continuar su camino, con las palabras de aquel hombre reverberando en su mente hasta grabarse de forma inconsciente en algún lugar de su memoria. 

Pasó el tiempo. Llegó el día en que dejó de ser pronto y recordaron sus palabras. El día en que decidieron acercarse a Sugar Hill en busca de esa tierra prometida y el día en que la encontraron. Al hombre... no volvieron a verlo. No, al menos, hasta el día en que el Destino decidió que comenzaría su historia, pero de alguna manera ese hombre seguía presente en sus mentes, rodeado de una sensación de gratitud.

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03/07/2017, 02:03
[Ind] El Tuerto Jeff

La voz de Clementine resonaba en la capilla con una dulzura capaz de sacar lágrimas en los ojos de los más curtidos.La chica tenía un don, una luz propia, aunque ella misma aún no era consciente de hasta qué punto el dedo de ese Destino que ella llamaba Padre la había marcado. Era feliz en esos días, sencilla y llanamente feliz, regalándose para sus hermanos, para su congregación. 

Clementine se quedó recogiendo las ajadas partituras cuando terminaron. No se dio cuenta de la presencia del hombre hasta que no estaban los dos solos en la pequeña nave de la Iglesia de San Pablo de los Últimos Días. Cuando lo vio, le pareció que algo vibraba en su pecho, como si algo especial estuviese a punto de suceder. La luz del atardecer entraba por el rosetón al que todavía le quedaban algunos cristales tintados y caía directamente sobre él, dándole una presencia imposible de ignorar. La joven no fue muy consciente de cómo caminaba hacia él, como hipnotizada por la imagen que tenía ante sus ojos, pero pronto estuvo sentada a su lado, contemplándolo en un silencio reverente y expectante. 

El hombre rondaría los sesenta y tantos, tenía una frondosa barba gris y un parche cubría su ojo izquierdo. El que aún le quedaba tenía una tonalidad verde y cristalina, como un trozo de cristal pulido por la arena de la playa en esos tiempos en los que la orilla del mar aún era un lugar seguro. 

Iba vestido con una gabardina marrón que parecía haber conocido tiempos mejores y un sombrero cubría su cabeza dejando escapar una mata abundante de cabellos menos grises que su barba. «El tuerto Jeff», así le diría después el reverendo Steven que se llamaba aquel hombre cuando ella se lo describiese. 

Pareces tan feliz como atascada, muchacha —le dijo como todo saludo, contemplándola con parsimonia. Su voz tenía algo difícil de identificar. Era suave y áspera al mismo tiempo y su cadencia parecía llena de miles de cuentos e historias.

—Necesitas crecer y crecer duele —añadió entonces, con su mirada demasiado sabia para un mundo en decadencia—. Pero no puedes crecer si vives rodeada de tus iguales. Para hacerlo tendrás que conocer gente diferente a ti, con otras ideas, con otras creencias, con otras historias. —Sus labios se fruncieron en una mueca—. Dolerá, pero sabrás que es correcto. Sabrás que es necesario. 

Sus dedos se extendieron hasta rozar suavemente la frente de Clementine y, con la expresión de quien calla más de lo que dice y sabe aún más de lo que calla, el hombre se puso de pie. 

—Ahora es pronto aún, pero llegará el momento en que el mundo te obligará a volar lejos de aquí y te hará daño. Pero tal vez entonces puedas sobreponerte y crecer. 

Esas palabras fueron toda su despedida, sin que Clementine hubiese logrado en todo aquel rato encontrar esa voz suya que era un regalo. En silencio contempló cómo el hombre se alejaba por el pasillo central, sacando mientras caminaba un pitillo y una caja de cerillas. Y sólo cuando estuvo de nuevo a solas, se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento, que se liberó en un suspiro. Se puso en pie y siguió con su vida en la congregación, con las palabras de aquel hombre reverberando en su mente hasta grabarse de forma inconsciente en algún lugar de su memoria. 

Pasó el tiempo. Llegó el día en que dejó de ser pronto y tuvo que correr. El día en que el mundo la hirió como nunca había sido herida. El día en que logró sobreponerse y encontró gente distinta a ella con la que crecer. Al hombre... no volvió a verlo. No, al menos, hasta el día en que el Destino decidió que comenzaría su historia, pero de alguna manera ese hombre seguía presente en su mente, rodeado de la belleza de aquel momento.

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04/07/2017, 21:46
[Ind] El Tuerto Jeff

Corrían los tiempos en los que los pasos de Cass eran solitarios, antes de haber abandonado el Jardín Botánico y antes, mucho antes, de encontrarse de nuevo con su hermana. Una y mil veces había pasado por los sitios donde creía que ella la buscaría y todas esas veces había vuelto a su refugio sin haber encontrado ni rastro de ella. 

Pero aquella tarde, mientras Cassandra pasaba como una sombra silenciosa cerca de las ruinas de un antiguo centro comercial, sintió que la seguían otra vez. Ya los había visto en otras ocasiones: un hombre y una mujer. Apenas vislumbraba sus siluetas por el rabillo del ojo, pero sentía su presencia acechándola. Escapando de ellos entró en el centro comercial y llegó a lo que en algún momento debió ser una balconada, desde la que contemplar las luces nocturnas de la ciudad. Sintió que podía respirar. Fue entonces cuando vio al hombre, sentado sobre un muro bajo, observándola con parsimonia, casi como esperándola.

El hombre rondaría los sesenta y tantos, tenía una frondosa barba gris y un parche cubría su ojo izquierdo. El que aún le quedaba tenía una tonalidad verde y cristalina, como un trozo de cristal pulido por la arena de la playa en esos tiempos en los que la orilla del mar aún era un lugar seguro. 

Iba vestido con una gabardina marrón que parecía haber conocido tiempos mejores y un sombrero cubría su cabeza dejando escapar una mata abundante de cabellos menos grises que su barba. «El tuerto Jeff», así le diría después Adrien que se llamaba aquel hombre cuando ella se lo describiese. 

—Es curioso ver a una buscadora al aire libre —comentó como todo saludo, aunque por aquella época Cassandra no se consideraba a sí misma dentro de esa categoría. No todavía. Aunque era cierto que buscaba. Buscaba sin descanso a Patricia.

La joven sintió el impulso de alejarse y entonces una sonrisa se retuvo en la comisura de los labios del hombre, la sonrisa de quién confirma algo que ya sabía, un «ya te lo dije» personal y silencioso. 

—Tenemos tiempo —dijo sin que Cass hubiese llegado a moverse—. Todavía están ahí dentro.

La voz del hombre tenía algo difícil de identificar. Era suave y áspera al mismo tiempo y su cadencia parecía llena de miles de cuentos e historias. Cassandra terminó por sentarse en el suelo, al pie de ese mismo muro que el tipo ocupaba, y compartieron un largo silencio que duró varios minutos. Al rato, el hombre se bajó con un gesto que resultaba ágil para su edad. Parecía dispuesto a marcharse, pero antes de hacerlo detuvo sus pasos y posó en los ojos de Cass una mirada intensa y demasiado sabia para un mundo en decadencia.

—Aún es pronto, pero encontrarás lo que buscas —aseguró, manteniéndole la mirada para después esbozar una pequeña mueca—. ¿Sabes? Hay un lugar en Sugar Hill —dijo con tono casual, como quien habla del tiempo—. Un antiguo centro de atención primaria que ahora está hecho una puta mierda. Tal vez allí puedas convertirte en lo que deberías ser. Una buscadora de verdad. 

Después de eso el tipo sacó un pitillo y una caja de cerillas y lo encendió mientras se ponía en movimiento. La estela de humo a su espalda fue toda su despedida, pero sus palabras se quedaron flotando en el aire, reverberando en la mente de Cass hasta grabarse de forma inconsciente en algún lugar de su memoria. 

Pasó el tiempo. Llegó el día en que decidió seguir ese camino y encontró su Conector. El día en que dejó de ser pronto y encontró lo que buscaba. Al hombre... no volvió a verlo. No, al menos, hasta el día en que el Destino decidió que comenzaría su historia, pero de alguna manera ese hombre seguía presente en su mente, rodeado de una sensación de gratitud.

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07/07/2017, 22:55
Morgana Whiterocks

Los tres niños entraron en tromba en la tranquila heladería, gritando, empujándose, siendo el foco durante medio minuto de la aburrida clientela. La pequeña Marian cayó al suelo, insultó a sus hermanos mayores, se levantó y por fin tomaron asiento en los bancos libres del fondo. Morgana les lanzó una mirada asesina desde la entrada y el trío de alborotadores se escondió detrás del librito del menú.

Parapetada tras las gafas de sol, la adolescente de poco más de diecisiete años echó un rápido y detallado vistazo al interior del comercio. Dirigió sus pasos hacia el lugar elegido por sus tres hermanos pequeños, se sentó, dejó a un lado la mochila y tiró sobre la mesa las gafas, con un gesto de hastío. Estaban sudorosos , cansados y olían a tierra, después de caminar como dos kilómetros por la carretera polvorienta hasta el pueblo gracias a la inesperada avería del maldito coche robado que los había dejado tirados.

Morgana se esforzó en sonreír, pellizcó la mejilla del mofletudo Joss, sacó la lengua a la estirada de Sandra y cogió un menú.

-¿Qué te vas a pedir, Morga? ¡Yo quiero fresa, fresa y fresa!

-Para mí un batido de chocolate. ¡Gigante!

-¿Qué coño voy a pedir, idiota? Ya sabes lo que me gusta, Marian, una bola de cacahuete y otra de chocolate negro.

Sacó un paquete de cigarrillos, encendió uno y le dio una intensa calada. Había empezado a fumar meses atrás, se sentía mayor cuando lo hacía, la relajaba. También se sentía un poco tonta por haber adquirido ese estúpido hábito.

-Dame uno, Morga, porfi -rogó Joss.

-Dos hostias te voy a dar.

La camarera, treinta años, todo piernas hasta la corta faldilla y con un gracioso lazo en su coleta la miró mosqueada.

-No se fuma aquí. Está prohibido, ¿qué haces?

Morga la miró de arriba a abajo, dio una segunda calada como si le fuera la vida en ello, paladeó el sabor del tabaco en la boca y exhaló el humo en la cara de la dependienta.

-Estoy fumando. Anota lo que queremos, tía, y date el piro. Y no me mires así, parece que me quieras comer el coño.

La camarera se encendió. Morgana se arrepintió de su chulería, apagó el pitillo, rectificó:

-Lo siento, de verdad, lo siento. Estos tres me tienen loca, llevo un día de mierda y me ha bajado la regla. Me duele un montón. En serio que lo siento, toma, por las molestias. Perdona, a veces soy gilipollas.

"Muy gilipollas".

Morga le pasó un fajo de billetes, propina por adelantado. La cosa no fue a más. Los buenísimos helados no tardaron en llegar y el ambiente se calmó. Un poco.

-Comecoños, comecoños, comecoños -Marian se reía, le hacía gracia la palabreja.

-Calla la puta boca o me como tu helado -amenazó Sandra.

-Ya vale, capullos. Disfrutad del helado y no me toquéis más los huevos.

Morga extendió el mapa, se derramó chocolate en él. Maldijo varias veces en voz alta.

"Eso, sigue llamando la atención, descerebrada".

Quedaba un buen trecho hasta la granja de sus tíos. Sopesó la posibilidad del tren, el autocar. Le quedaba pasta, y podría robar más si se lo proponía. Sin embargo conducir le molaba una barbaridad, la velocidad y el riesgo la excitaba. Aunque tuviera a tres mocosos aullando y peleándose en el asiento de atrás.

-Alquilaremos otro coche -eso quería decir: robaré otro puto coche con aire acondicionado y que no reviente a medio camino.

-Vale. Se te derrite el helado, Morga. Si no quieres más para mí.

-Y una mierda, Sandra. Si quieres te pides otro. Este me lo zampo yo.

Dejó a un lado el plano. Le quitó el batido a Joss, le dio un largo sorbo. Rieron, se gastaron bromas, pidieron sandwiches y tres batidos gigantes más.

Y siguieron riendo toda la tarde, devorando golosinas y tirándose a la cara las pajitas de los batidos.Sus hermanos eran ignorantes e inocentes del destino de su madre, y Morgana enterraba la memoria, el dolor y la tristeza en enormes cucharadas rebosantes de maravilloso helado de chocolate negro.

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07/07/2017, 23:25
[Ind] El Tuerto Jeff

Hacía poco que Morgana había dejado las Tres Cruces, después del incidente de las peleas de críos, y se buscaba la vida ella sola. Extracciones, traslados, trabajos como guardaespaldas. Era curro esporádico, pero a ella le servía para comer y mejor así. No quería acomodarse demasiado en ningún lugar.

Esa tarde había acompañado a Grace desde el mercado hasta el garito donde estaba el cabrón de su novio. Al parecer había por ahí un chalado jodiéndole el chiringuito y el tío temía por su piba. Acababa de dejarla en manos de un par de matones que le habían dado el pago acordado y algo más: una pequeña botella de agua. Un pequeño agradecimiento del Rey de Verde. Como si lo hiciese por él. Morgana tenía el mismo interés en tener tratos con ese hombre que en dispararse en un pie. Ella trabajaba para Grace, no para él. 

A eso estaba dándole vueltas, en una calle polvorienta y vacía del Bronx cuando se dio cuenta de que no estaba sola. A su lado, apoyado con gesto casual en la furgoneta, había un hombre liándose un pitillo. 

El tipo rondaría los sesenta y tantos, tenía una frondosa barba gris y un parche cubría su ojo izquierdo. El que aún le quedaba tenía una tonalidad verde y cristalina, como un trozo de cristal pulido por la arena de la playa en esos tiempos en los que la orilla del mar aún era un lugar seguro. 

Iba vestido con una gabardina marrón que parecía haber conocido tiempos mejores y un sombrero cubría su cabeza dejando escapar una mata abundante de cabellos menos grises que su barba. «Jeff», se presentó, «El tuerto Jeff». No tardaron demasiado en acordar un precio para que le llevase al otro lado del Harlem. Un trayecto corto, pero potencialmente conflictivo. 

Su voz tenía algo difícil de identificar. Era suave y áspera al mismo tiempo y su cadencia parecía llena de miles de cuentos e historias. Tenía una conversación amena y su mirada se teñía con cientos de secretos cada vez que la miraba. Una sonrisa se retuvo en la comisura de sus labios cuando Morgana le dio permiso para fumar dentro de la furgoneta, la sonrisa de quién confirma algo que ya sabía, un «ya te lo dije» personal y silencioso. 

—Es tarde para que vuelvas con ellos —dijo cuando la furgoneta se detuvo en su destino, con su mirada demasiado sabia para un mundo en decadencia—. Pero aún es pronto para ti. Encontrarás lo que no buscas, ni quieres. Pero si les dejas, ellos te llevarán hacia lo que sí. 

Abrió la puerta y empezó a moverse para bajar, pero antes de hacerlo giró la cabeza para mirar de nuevo a Morgana, que por una vez en su vida no encontraba la voz necesaria para soltarle un improperio al viejo. 

—¿Sabes? Hay un tipo, Nick Bennett —dijo entonces, abandonando la solemnidad para adoptar un tono más ligero—. Está montando una comunidad en una zona bastante tranquila, en Manhattan. Ahora es pronto aún, pero tal vez llegue el momento en que quieras hablar con él. 

Con esas palabras terminó de bajar a la calle y cerró la puerta. Tras de sí sólo quedaron el pago por el viaje y una estela de humo, Su lengua se desenredó y llegaron las maldiciones con algo de retraso, pero las palabras del hombre se quedaron flotando en el aire, reverberando en la mente de Morgana hasta grabarse de forma inconsciente en algún lugar de su memoria. 

Pasó el tiempo. Llegó el día en que encontró lo que no buscaba ni quería. El día en que sus pasos dejaron de ser solitarios y dos vidas terminaron a su cargo. Dejó de ser pronto y decidió buscar a ese tío que los pondría en el camino hacia Sugar Hill. Al hombre... no volvió a verlo. No, al menos, hasta el día en que el Destino decidió que comenzaría su historia, pero de alguna manera ese hombre seguía presente en su mente, rodeado de una sensación de curiosidad.

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10/07/2017, 00:28
[Ind] El Tuerto Jeff

​Los dos, hombre y chiquillo, se detuvieron delante de un edificio de varios pisos, construido al estilo chino y lleno de ventanales, cuyas paredes tenían intrincados dibujos esculpidos con todo detalle. Una mujer oriental vestida con un kimono japonés abrió la puerta, pero a pesar de la insistencia de Nate, se opuso firmemente a que el pequeño Robin entrase con él. 

Debía ser algo verdaderamente importante lo que había llevado aquella noche a Nathaniel a Pequeño Tokio, pues en esa época todavía le dolía el corazón cada vez que se separaba de su hijo, aunque fuese algunos metros, o durante unos pocos minutos. Pero aquella noche lo hizo. Entró en ese edificio tras suplicarle al muchachito desgarbado que le esperase en la puerta sin moverse. Y apenas habían pasado algunos segundos desde que ésta se cerró cuando Robin se dio cuenta de que no estaba solo. 

El hombre, que tenía la espalda apoyada en la pared del edificio y lo contemplaba con calma, rondaría los sesenta y tantos, tenía una frondosa barba gris y un parche cubría su ojo izquierdo. El que aún le quedaba tenía una tonalidad verde y cristalina, como un trozo de cristal pulido por la arena de la playa en esos tiempos en los que la orilla del mar aún era un lugar seguro. 

Iba vestido con una gabardina marrón que parecía haber conocido tiempos mejores y un sombrero cubría su cabeza dejando escapar una mata abundante de cabellos menos grises que su barba. «El tuerto Jeff», así le diría después Nathaniel que se llamaba aquel hombre cuando él se lo describiese. 

—Harías bien en recordar este lugar, muchacho. —La voz del hombre tenía algo difícil de identificar. Era suave y áspera al mismo tiempo y su cadencia parecía llena de miles de cuentos e historias. Mientras hablaba, su único ojo permanecía clavado en los de Robin, con una mirada demasiado sabia para un mundo en decadencia—. Ahora es pronto aún, pero llegará el día en que el mundo te separará de tu padre y te hará daño. Te aferrarás a tu corazón y serás tú quien decida alejarse. Harás bien —valoró, con una pequeña mueca—. Es necesario tomar espacio para poder pensar con claridad. 

Se puso en pie, sacó un pitillo y una caja de cerillas y lo encendió. Empezaba a moverse para alejarse, pero antes de hacerlo volvió a mirar a Robin y señaló con el cigarro el edificio. 

—Puede que quieras aprenderte el camino para llegar aquí. Por si algún día quieres volver. 

Con esas palabras se giró y continuó su camino, dejando tras de sí tan sólo una estela de humo. Nate apenas tardó unos segundos en salir del edificio, con una fina capa de sudor cubriendo su frente y la preocupación por su niño bailando en sus ojos, pero las palabras de ese hombre se quedaron flotando en el aire, reverberando en la mente de Robin hasta grabarse de forma inconsciente en algún lugar de su memoria sin que él fuese consciente de ello.

Pasó el tiempo. Llegó el día en que el mundo lo separó de su padre y le hizo daño. El día en que su corazón se quebró y decidió alejarse. Pero nunca sintió la necesidad de volver a ese lugar cuyo camino había memorizado al regresar al refugio. Al hombre... no volvió a verlo. No, al menos, hasta el día en que el Destino decidió que comenzaría su historia, pero de alguna manera ese hombre seguía presente en su mente, rodeado de una sensación de curiosidad.

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13/07/2017, 02:50
[Ind] El Tuerto Jeff

Corrían los días en que Daniel descubría el amor y el sexo junto a John. Esos en los que la felicidad parecía estar escondida entre las sábanas de un dormitorio atrancado con algún mueble, entre las risas susurradas para no despertar a nadie y las caricias que parecían suspirar al pegarse a una piel ajena. 

Esa noche Daniel estaba esperando a que John terminase su jornada, sentado en los escalones de un portal semiderruido. Entonces fue cuando se dio cuenta de que no estaba solo. Un hombre se había detenido cerca de él y se encendía un pitillo mientras contemplaba al chico con calma. 

El tipo rondaría los sesenta y tantos, tenía una frondosa barba gris y un parche cubría su ojo izquierdo. El que aún le quedaba tenía una tonalidad verde y cristalina, como un trozo de cristal pulido por la arena de la playa en esos tiempos en los que la orilla del mar aún era un lugar seguro. 

Iba vestido con una gabardina marrón que parecía haber conocido tiempos mejores y un sombrero cubría su cabeza dejando escapar una mata abundante de cabellos menos grises que su barba. «Jeff», se presentó, «El tuerto Jeff». 

Su voz tenía algo difícil de identificar. Era suave y áspera al mismo tiempo y su cadencia parecía llena de miles de cuentos e historias. Se sentó junto a Daniel y se fumó hasta cuatro cigarros en el rato que duró la charla. Tenía una conversación amena y su mirada se teñía con cientos de secretos cada vez que le miraba. Una sonrisa se retuvo en la comisura de sus labios cuando Daniel anunció que era hora de marcharse, que estaba esperando a alguien. La sonrisa de quién confirma algo que ya sabía, un «ya te lo dije» personal y silencioso. 

—La vida es fácil ahora, pero se complicará —dijo, contemplándolo con su único ojo—. Estarás solo. Encontrarás un camino y luego querrás buscar otro. Aún es pronto, pero recuerda esto, muchacho —Hizo una brevísima pausa—: el azul te guiará hacia un lugar donde podrás crecer, donde encontrarás compañía para tu viaje. 

Se puso en pie, sacó otro pitillo y lo encendió, pero antes de comenzar a moverse para marcharse, volvió a mirar a Daniel con una mirada demasiado sabia para un mundo en decadencia.

—Todavía queda gente buena en esta ciudad, muchacho. Encontrarás en quien confiar. 

Con esas palabras se giró y continuó su camino, dejando tras de sí tan sólo una estela de humo. John no tardó en aparecer y los dos jóvenes enredaron sus cuerpos esa noche y las siguientes, pero las palabras de ese hombre se habían quedado flotando en el aire, reverberando en la mente de Daniel hasta grabarse de forma inconsciente en algún lugar de su memoria sin que él fuese consciente de ello.

Pasó el tiempo. Llegó el día en que se sintió solo y encontró el camino que John tenía para él. El día en que decidió que ese no era el sendero que él quería recorrer y el día en que una muchacha con el azul en los ojos y en los cabellos le llevó hacia una nueva familia. Al hombre... no volvió a verlo. No, al menos, hasta el día en que el Destino decidió que comenzaría su historia, pero de alguna manera ese hombre seguía presente en su mente, rodeado de una sensación de curiosidad.

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19/07/2017, 14:53
Morgana Whiterocks

Soplaba el viento desapacible, enfriaba aquella luminosa mañana de últimos de abril, levantaba y arrastraba la sucia y gruesa arena de la playa. Las pacíficas olas traían el rumor y el olor a salitre del mar, y se llevaban y tragaban en su regazo los ruidos incesantes y el pestazo de todo origen de la ciudad. Todavía algunos bultos se removían o dormitaban inertes desperdigados aquí y allá: gente sin hogar alguno, deshechos de la escoria e inmundicia que la ciudad vomitaba al mar. Entre ellos sin duda había cadáveres, picoteados con saña por las gaviotas, que tardarían varios días en ser retirados y arrojados, en el mejor de los casos,  a una fosa común

Morgana prendió fuego a una pequeña hoguera. Se desvistió con lentitud y alimentó las llamas con la ropa militar: los pantalones,  la camisa,  camiseta, incluso sostén y bragas.  Dejó para el final la guerrera, un auténtico mapa con la historia de su vida castrense, cuajado de insignias, menciones,  bordados y hasta pequeñas placas de metal. Todo ello relataba su viaje existencial para quien supiese leerlo, guerras, combates, campañas,  en diferentes países, diferentes enemigos. Iconos de presentación que le abrieron las puertas de las Tres Cruces, el respeto y admiración de Barnes y de muchos otros veteranos y novatos, y la envidia y recelos malsanos de unos pocos; pocos pero peligrosos.

Desnuda,  solo atavida con su colgante del sol y la luna,  y el Ank tatuado sobre el pecho derecho, observó como el fuego devoraba y consumía las prendas hasta las cenizas. Algo que una vez fue un hombre se acercó con paso renqueante arrastrando la pierna izquierda.

-¿Por qué haces eso? ¿Eres idiota?

El tipo echaba un tufo a cloaca que mataba.

-Lárgate si no quieres que te tire adentro a ti también, saco de mierda.

Tentada estuvo. La carroña aquella se movió una veintena de pasos, todo lo deprisa que su maltrecho cuerpo le permitía, alarmada e intimidada,  tosió y escupió pulmones y corazón. Se sentó en la arena y mamó a trompicones de una botella. Morgana se introdujo en el agua. El frío le heló incluso el pensamiento. Sumergida por completo,  permaneció un tiempo desaparecida para el mundo. Nadó luego unos pocos metros,  se ocultó de nuevo varios segundos bajo las muy frías aguas y salió, chorreando gotas de mar y de pasado. Cogió de la mochila una camiseta sin mangas, la misma que se puso tras secarse con ella. Se ajustó un pantalón raído, y, sentada cerca de la orilla, se dejó mecer por el ronroneo de la bajamar y lamer los pies en su lenta retirada. 

Se frotó con las manos el cabello en punta, muy cortito. Extrajo de un bolsillo de la mochila dos medallas. Acarició delicadamente su pulida superficie por última vez y las lanzó lejos a lo profundo del océano.

“Chatarra” .

Ambas se hundieron en la nada helada. La Medalla de Honor por salvar el culo al embajador de Estados Unidos y su tropa de funcionarios lameculos,  y la Cruz por Servicio Distinguido en una misión humanitaria que acabó en una masacre humana. Nunca recibiría la Medalla de Buena Conducta. La primera página de su expediente comenzaba así: “Conducta indisciplinada. Propensión a la violencia y al uso de la fuerza. Insubordinación. Infracción de las normas. Tendencia a actuar al margen de las reglas”.  Detalles sin importancia.

Se calzó las botas militares, en buen estado y único recuerdo que conservó. Cargó con su mochila y se alejó de la playa, con parsimonia pero determinación, internándose de nuevo, anónima, en la metrópolis gigante.

“No guardo en el pecho nada que enturbie mi razón” .

Notas de juego

Igual me he pasado con lo de las medallas… 

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19/07/2017, 15:22
[Ind] El Tuerto Jeff

Las dudas sobre el lugar al que se dirigían volvieron a asaltar a Kane en cuanto se separó de Clementine, dejándola en el interior del teatro para echar un vistazo al exterior y, de camino, aliviar su vejiga. Allí fuera, entre las incipientes ruinas de la que había sido una inmensa urbe, era difícil sentir en sus huesos la seguridad que exhibía la joven. Hacía demasiado tiempo que Kane no se establecía en un lugar, junto a otras personas. Desde Diana. 

Apareció de repente, como siempre solía hacerlo, como si Kane hubiese tirado de los hilos del pasado hasta atraerlo. El cuerpo del pistolero se tensó por instinto, sintiendo su presencia a su espalda antes incluso de que girase la cabeza y sus ojos se encontrasen con la imagen de su mentor. 

Allí estaba Jeff, el tuerto Jeff, contemplándolo como si no hubieran pasado meses desde su último encuentro. Kane había sentido su sombra vigilante siguiéndolo más de dos y más de tres veces, pero no habían intercambiado palabra desde antes de que Clementine se cruzase en su búsqueda. 

El tipo rondaría los sesenta y tantos, tenía una frondosa barba gris y un parche cubría su ojo izquierdo. El que aún le quedaba tenía una tonalidad verde y cristalina, como un trozo de cristal pulido por la arena de la playa en esos tiempos en los que la orilla del mar aún era un lugar seguro. 

Aquella mañana iba vestido con una gabardina marrón que Kane conocía bien y que parecía haber conocido tiempos mejores y su habitual sombrero cubría su cabeza dejando escapar una mata abundante de cabellos menos grises que su barba.

—Todo va bien, muchacho —dijo, hablándole como si aún fuese ese chiquillo que había entrenado hasta convertirlo en un hombre. Su voz siempre había tenido algo difícil de identificar. Era suave y áspera al mismo tiempo y su cadencia parecía llena de miles de cuentos e historias, tan misteriosas como su mirada demasiado sabia—. Las cosas se están colocando en su lugar y tú terminarás encontrando el tuyo. 

Sacó una petaca del bolsillo interior de su gabardina y dio un largo trago antes de ofrecérsela a Kane. Después la guardó y del mismo bolsillo sacó un pitillo y una caja de cerillas, lo encendió y dejó que el humo se extendiese en una nube alrededor de su cabeza antes de hablar de nuevo.

—Deja las dudas de una puta vez, Kane. El tiempo se acaba y ya no es momento de dudar. Por fin estás haciendo lo que debes. —Contempló al que había sido su pupilo con intensidad y dio una nueva calada al cigarro—. Si volvemos a vernos todo habrá cambiado. Así que no olvides que tienes algo mejor que el jodido Raguel. No olvides que tienes instinto. 

Lo señaló con los dos dedos con los que sujetaba el pitillo tras dejar esas palabras flotando en el humo como única despedida y entonces giró sobre sí mismo y comenzó a alejarse. Bentley apareció ladrando justo en el momento en que la silueta del tuerto se perdía entre el gris de los edificios y Kane terminó por reunirse con Clementine. 

Pasó el tiempo y sus pasos los llevaron hasta un refugio donde encontraron gente muy distinta a ellos, pero que los recibió con los brazos abiertos. El trabajo en el huerto y las canciones de Clementine apaciguaron el fuego de su alma y, por primera vez en mucho tiempo, Kane encontró algo de calma. En cuanto a Jeff... no volvió a verlo. No, al menos, hasta el día en que el Destino decidió que comenzaría su historia. Pero, de alguna manera, su mentor seguía presente en su mente, como aquellas últimas palabras que se habían grabado en algún lugar de su subconsciente.

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24/07/2017, 14:55
Morgana Whiterocks

Nueva York. Agosto. Atardecer. El crepúsculo se hacía esperar. Entretanto el extremo calor y la humedad envolvían la ciudad en una burbuja ámbar de cera caliente que se derretía chorreando en los paredes de los edificios, se arrastraba sobre el asfalto,  y fundía los árboles y plantas de Central Park.

La piel de Morgana estaba cubierta de una película perenne de sudor. La transpiración empapaba su camiseta y sus shorts vaqueros,  notaba como regueros de sudor recorrían su espalda, sus piernas morenas, entre los senos camino de su vientre y gotas enormes zigzagueaban desde su frente hasta su cuello a través de las mejillas. Con la lengua atrapó la humedad acumulada en su labio superior.

-Tía, pareces una de esas jodidas heroínas de los cómics -Hablaba en español.

Ese era Esteban,  el alegre puertorriqueño café con leche que la había metido en este trabajo.

-Capullo,  deja de mirarme las tetas y manten tu atención a lo que estamos.

Los pechos turgentes y los pezones de Morgana se pegaban y marcaban agresivos bajo la prenda mojada. Se giró empuñando el M16, anduvo unos pasos, controló los extremos de la calle desierta.  La recortada a la espalda se balanceó un mínimo.

-Es que estás muy buena. Te lamería entera. Una delicia.

Morga meneó la cabeza. Canceló una ligera sonrisa.

-Seguro que sí. Me comerías el culo a besos también,  ¿no?

- Hasta el sudor de la misma raja del culo, tía. Cuando terminemos con esto tú y yo podríamos...

-Quieto, Romeo. ¿De qué cojones vas? Te vas a tener que conformar con chuparte tu propia polla.

-Si es que hablando así me la pones toda dura, mamita.

-Guarda tus energías para las putas de Rickie's. Ponte un condón en la lengua.

-Nah. Tú eres mi chica, mi gata. Lo tuve claro en cuanto te vi. Tienes que ser mi jeva, mi mujercita, la que me caliente la cama, la que me besuquee, a la que cuidaré y mimaré.

Los dos rieron. Esteban era así, un vitalista amante de la juerga y la fiesta, la bebida, el baile, las chicas, los tatuajes y las bromas. Su sonrisa pícara cautivaba y te sugestionaba a confiar en él. En realidad lo conocía de un negocio y unas pocas copas,  sin embargo era un tipo de fácil lectura. No sucedía lo mismo con sus cuatro compinches, las alarmas internas de Morgana pulsaban incesantes desde el primer encuentro, algo no le cuadraba, en particular con el cabecilla, Boston,  y su putita Cynthia, una negra más negra que el carbón, sus ojos grandes parecían faros en la noche, y su sonrisa hueca se le atravesó ya el primer día.

Tampoco sabían nada de ella, solo las referencias y palabra del puertorriqueño. Así que, junto a él, su función sería vigilar la calle mientras el resto ultimaba el trato en el interior del local abandonado. Un negocio cuya transacción quemaba en las manos: medicamentos. Robados. Se suponía que Morgana no estaba enterada del asunto, sin embargo Esteban soltó lastre ilusionado por la perspectiva de echar un buen polvo con Morgana. Creía que de esta forma se ganaría su confianza y su entrepierna.

La mercancía pasaría a manos del grupito.  Bostón tenía un comprador seguro. Nadie lo conocía; tal vez Cynthia.

Una rata gorda se paseó por la puerta de entrada. Levantó el hocico, olisqueó el hedor del verano y se esfumó corriendo instantes antes de que se oyeran los disparos y el tiroteo procedentes del establecimiento. Esteban enmudeció. Medio minuto después se abrió la puerta y salieron saltando y disparando hacia el interior tres de sus socios.

El primero en hacerlo fue Leo. Un negrata bajito y robusto. Cynthia le disparó dos veces por la espalda. El sexto sentido de Morga le dio el aviso un microsegundo antes de que Boston la despachase a ella. El M16 abrió un boquete en el tórax del jefecillo, voló contra el muro, soltó el maletín y quedó tendido y despanzurrado en la acera. Otro medio segundo de duda en la mirada de su chica permitió a la heroína de cómic endosarle un brutal golpe en la cara con la culata del subfusil, evitando que la negra se cargase a un asombrado Esteban que no había reaccionado. Lo hizo cuando un gordo ensangrentado apareció en la entrada maldiciendo, metiéndole tres balazos en el vientre antes de que el bastardo les acertase con su revólver.

Morgana ladró órdenes. Cogió el maletín, Esteban introdujo a una aturdida Cynthia en el asiento trasero y se puso al volante. Morga se sentó detrás.

-La segunda a la derecha, sigue recto hasta el puente, luego gira a la izquierda.

-Esa no es la ruta de...

-¡Esa es la puta ruta ahora, comeculos!

El puertorriqueño arrancó sin replicar. Morga apretó el cañón de su nueve mm en la mejilla de la chica, empotrando su cara contra la ventanilla. La nariz estaba rota, los labios y varios dientes. Cynthia respiraba agitada.

-Te juro que no sabía nada. No se qué mierda pasó ahí dentro.  Frank abrió fuego a los franceses, Leo también. Boston me gritó que nos habíais vendido. Todo se fue a la mierda, no lo entiendo, la maldita cosa iba rodada...

Morgana apretó con la pistola.

-Esa mierda de película se la cuentas a tu puta madre, cabrona.

-Es la verdad, zorra, te lo juro. ¡Joder, has matado a Boston y me has destrozado la cara!

-¿Sabes quién es el comprador? ¿Sí?¿No? ¡Contesta!

-No, no. Boston...Puede...Si, si vamos a ver a su primo. No se, quizá saque un nombre.

La ex militar se echó hacia atrás, separó la pistola de la cara y luego disparó. La bala atravesó el ojo izquierdo de la mujer, salió por la nunca y agujereó el cristal de la ventanilla. Morga abrió la puerta y empujó hacia fuera el cuerpo; revotó varias veces en el asfalto, rodó y fue a parar cerca de la carcasa oxidada de una furgoneta quemada.

-Perra embustera. Piojosa.

Esteban la miraba desde el retrovisor. Morga encañonó su nuca. La chica perdió el control, comenzó a gritar, a vomitar maldiciones, venenos y leche agria por la boca. Todas sus injurias y blasfemias giraban en torno a una misma idea: la traición, siempre había un desgraciado, un imbécil que la jodía, y eso, a veces, le crispaba los nervios, la sacaba de sus casillas.

-Si vas a pegarme un tiro, jala el gatillo de una puta vez, o deja de gritar como una loca histérica. Me vas a romper la oreja.

Esteban mantuvo una calma, una serenidad,  que tuvo el efecto balsámico de relajar la tormenta interior de Morgana.

-Dame tus armas, comeculos.

El conductor suspiró y, con extrema lentitud le pasó sus dos pistolas.

-Mira, mamita. Respiro gracias a ti. Me quedé como un sángano pasmao antes. ¡Llevo casi dos años con esos hijos de mala madre! ¿Cómo...

-¿Cómo lo vi venir? El aliento de Boston apestaba al coño de esa rampletera. Y ese coño olía a rancio,  a que la puta la iba a cagar y nos iba a dar por culo. Entra en ese callejón.

-Muy descriptivo. Eres una poeta. Una poetisa.

Cuando el coche se detuvo, Morgana liberó su rabia pateando la puerta. Tragó saliva, cruzó la mirada con Esteban.

-Quédatelo todo, tía. El maletín, el coche, el plomo.

Morgana abrió la maleta. Contenía el tesoro de Sierra Madre. El cofre de doblones de oro maldito. Diez kilos de antibióticos, calmantes, morfina, penicilina, barbitúricos, sedantes, y diverso material médico.

-Las puertas de Xanadú.

-¿Lo qué?

-Xanadú.

Esteban no entendía. Echó un vistazo al contenido.

-¡Ave María! Estamos muy jodidos, tía, muy, muy jodidos. Acabaremos en un zafacón, reventados y enculados. Por mucha babilla que gastes.

La chica cerró el maletín.

-Enciéndeme uno de esos -Morga señaló el paquete de cigarrillos. Hacía siglos que no fumaba de manera regular. Nunca lo hizo, a decir verdad. Entraba en una especie de relax, acunada en la áspera untuosidad de la nicotina del tabaco. Se apoyó en el respaldo del asiento. Esteban prendió otro para él.

-Deberíamos ponernos en movimiento. Aquí no estamos seguros. Mira, tengo unos contactos, yo, pero, bah, antes de que abra la boca ya me habrán chingao. Un pelao no tiene oportunidad de colocar toda esa mierda.

Morgana permanecía en silencio, fumando, su silueta enmarcada y difuminada detrás de la gasa de humo, liberada de la ira roja de minutos antes. Con aquella expresión muy suya de no me toques los huevos o te reviento.

Agotado casi el pitillo, Esteban insistió.

-Deberíamos movernos, gata.

-Yo se lo que vamos a hacer. Arranca, comeculos.

-Joder, mamona, no me llames más así.

...

Dos días después Morgana salió al exterior de la catedral. El contraste de la penumbra interior con el fulgurante sol del mediodía la cegó a pesar de protegerse los ojos con las gafas de sol. Dorcy la despidió con una alegre sonrisa y una mochila con comida y agua. Ella y el padre Putnam recordarían su visita; el apretón de manos con el cura había sellado un compromiso.

-No te veo religiosa, gata -le había dicho el puertoriqueño. "Si tienes amigos en el infierno, debes tenerlos también en el cielo", respondió ella.

Morgana se quedó una pequeña parte de los medicamentos para su uso personal. Vendió menos de un cuarto a un kibutz, y con el trato obtuvieron más que la parte asignada de no haber sucedido nada. Los judíos eran unos correosos y duros comerciantes; también fiables.

El resto fue una donación a la catedral.

Se despidió de Esteban. El jovial vividor apartó los cabellos pegados y apelmazados de la frente de la mujer.

-Me sigues mirando las tetas, negrito.

-El culo también te lo admiro, Morga.

-¿Quieres darle un pellizquito rápido? Disfruta y pásatelo bien cuando te la menees recordándolo. Nunca nos hemos visto, no se quien eres, nunca hemos hablado. ¿Capicci?

-Fijo, mamaíta. Fue una dicha ser tu socio.

Morgana se largó sin más. Esteban era un tipo legal. Cuando bebiese, se le escaparía alguna palabra demás, de eso estaba convencida. Pero el tipo había tenido cojones y no se rajó. Lo que tuviera que ser, joder, ya vendría. Tarde o temprano el asunto se olvidaría, enterrado por otros cargamentos y maletines.

O no.

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30/07/2017, 21:15
Morgana Whiterocks

Séptimo round. Semifinal de semi pesados mujeres. Cuerpo de Marines.Torneo de clasificación para el campeonato nacional de boxeo de las Fuerzas Armadas USA.

Morga estaba sentada en su rincón del cuadrilátero. Aturdida, mareada. La ceja derecha no paraba de sangrar, el ojo lo tenía hinchado y casi cerrado, los pómulos le ardían, enrojecidos, el derecho ligeramente abierto; el labio superior partido y el costado izquierdo le dolía mucho. Su respiración, agitada, acelerada. Su turbia mirada asesina clavada en los ojos feroces de su rival: Claire Karsieskench, alias La Polaca, una bomba nuclear todo músculo, cinco kilos más que Morgana, ninguna de sus oponentes anteriores había durado más de dos asaltos. La Polaca, risueña, sorprendida, cabreada, sostenía su mirada sin pestañear. Su mejor defensa había permitido que solo su mejilla izquierda se resintiera un poco de los puñetazos de Morga.

El directo de izquierda de Karsieskench la frenaba y golpeaba con dureza; luego, el crochet con la derecha resultaba demoledor. No había forma de entrarle, a pesar de su peso y masa corporal Claire se movía con la agilidad de una pantera y la velocidad de ataque de la cobra. Morga había besado por dos veces la lona. El combate estaba perdido.

El bueno de Bert intentaba revivirla.

-Sudas más que yo, Bert. Pásate la toalla, gordinflón.

Su técnico auxiliar no abría la boca. Se dedicaba con empeño a frenar las hemorragias, en particular la de la ceja, bajar la inflamación, refrescarla. Su entrenador, el sargento Barrel, le pasó la botella de agua. Barrel gritaba instrucciones en su oído, consignas, consejos. Su pupila no le oía, no le escuchaba, no prestaba atención, ni a él ni a la soldadesca enfervorecida, aullante, jaleando los nombres de ambas.

Solo existía ella y la Polaca.

La voz grave y preocupada de Barrel penetró que en su cerebro.

-Has aguantado siete, Morga. En el próximo se acabó.

-No tires la toalla, cabrón. Sargento. De eso nada. Voy a matar a esa puta, no para de joderme la ceja, voy a reventarle el coño. No tires la toalla, pase lo que pase. ¡No me jodas!

Bert le colocó el protector en la boca.

-Túmbala, entonces. Puedes hacerlo.

Barrel le tiró agua helada en la cabeza.

-Haré lo que deba -sentenció Barrel.

Sonó la campana. Las dos púgiles salieron al cuadrilátero. La Polaca soltó el brazo, un martillo un puño, el otro una maza. Castigó con extrema dureza a Morga, quien logró conectar un potente gancho de derecha. Claire se tambaleó, pero resistió la insuficiente embestida de Morga, falta de fuerzas. Eso, o que Claire era muy resistente.

Morgana lo intentó, con ira, fuego, y corage. Luego llegó la avalancha de golpes de la máquina Karsieskench. El gong la salvó. Regresó a su esquina, su cara chorreaba sangre. Ella no sabía donde se encontraba. El árbitro examinó la ceja, no se lo pensó, declaró vencedora a la Polaca y el combate finalizó. Morga, no consciente del todo, le insultó.

Ambas mujeres chocaron guantes, se abrazaron. Claire sonrió, sincera, reconociendo el valor y entereza de su rival. Morgana aprovechó el momento, su puño cansado pilló desprevenida a Claire y la nokeó.

...

-¡Eres imbécil! ¡Gilipollas hasta el alma! Esto te va a costar dos años sin poder subir al ring. Esta mierda constará en tu expediente.

Barrel repetía lo mismo, mientras él y Bert se ocupaban de su chica en la enfermería. Morga reía, todavía atontada.

-Qué importa. Valió la pena. La jodida puta cayó. La viste, ¿no? Despatarrada en el ring. Que se joda. Un par de años, ¿y qué? Me dará tiempo para prepararme, más y mejor. No os defraudaré.

-No, claro que no, cabo. Porque no seré yo quien te entretene. Ni Bert. No a una tía loca como tú. Me arrepiento, cabo. Tuviste tu oportunidad, yo la cagué. Quise cambiarte, dominar ese impulso de la bestia que llevas dentro. No durarás mucho, asistiré a tu funeral.

Morgana miró a Barrel, sin comprender. También a Bert, ocupado con los puntos de la ceja. La interrogación palpitando en el jade de su ojo izquierdo.

-Marine...Se te va la pinza. Tus defectos superan tus virtudes. No eres deportista. No sabes perder. Eres la mejor. Y la peor. No te quiero más en mi vida.

-Que os den a los dos. Lo siento, sargento, señor. Quiero ganar siempre. Para eso vivo. Para ganar.

-No todo es ganar, Morga. Es la forma, no todo vale. Piensa quien eres, a quien representas. Tú hueles la sangre, eso te guía. Te devorará por dentro esa ansia.

Morgan se puso en pie. Chirriando los dientes. Se cuadró.

-Señor. Quisiera estar sola. Permiso para estar sola.

No compitió más. No al menos de forma oficial. No tuvo oportunidad. Tres meses más tarde recibió órdenes:

Centroamérica.

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09/01/2018, 20:15
Morgana Whiterocks

Te pongo una canción que creo que le gustaría a Morga más de lo que reconocería. Supongo que por canciones no será, pero esta, y pensando en Benjamín (también más de lo que admitiría), me da que le va. Es de Amaral, "El Olvido". Por cierto, que tengo algunos borradores e ideas para retazos, con tiempo espero ir colgándolos.

Notas de juego

¿Te sale el video o enlace?

NdM. Edité para poner bien el vídeo, que no se veía XD.