Partida Rol por web

Los rayos del sol del poniente atravesaban las ventanas e iluminaban las páginas del libro que Elizabeth Blackwell leía tranquilamente. Ella se encontraba plácidamente sentada en un cómodo sillón de cuero de su salón, el salón de un pudiente dúplex a las afueras de Nueva York. Un domicilio apropiado para una pareja de jóvenes y prestigiosos doctores, de los mejores de la ciudad. Era una apacible tarde de un sábado, y este día ella libraba. Ya había trabajado alguna vez cuando no era su responsabilidad, pero con el paso del tiempo el personal del hospital había empezado a sugerir que se tomase más descansos. No es que fuera dejar de ir cuando quisiese al hospital, claro. Pero hoy era uno de esos descansos.

Amenizando el ambiente sonaba la radio que se encontraba encima de la mesita circular de roble, al lado de la estantería. Comenzó a sonar la canción My Heart Jumped Over The Moon de Johnny Rosen and his Band. La canción favorita de su marido, Richard Greene. Era curioso ese hombre. Extrovertido, bailarín y simpático. Quizás a veces demasiado. Pero un buen hombre, al fin y al cabo. Hoy al que le tocaba trabajar era a él. Seguro que algún periodista lo incordiaría para preguntarle por su hazaña del momento mientras estaba en mitad de una operación. Probablemente le respondería con una sonrisa y palabras melosas, como es él, disfrutando de esa atención. De todas formas, ya estaba atardeciendo y su turno estaría a punto de terminar. En nada estaría de vuelta. Parecía que iba a ser un día tranquilo...

La habitación comenzó a teñirse de los tonos dorados del atardecer. Elizabeth se dio cuenta al observar, con cierta sorpresa, el reflejo del sol en las páginas de su libro. Le había vuelto a pasar: su marido estaría al caer, y ella ni siquiera había empezado a prepararle la cena. Se trataba, quizás, de lo que peor llevaba de la vida de casada. Encontraba ridículo tener que dedicarse a cierta clase de tareas domésticas, cuando había tantas incógnitas en la ciencia que aún quedaban por resolver.

Suspirando, se levantó del sillón y se dirigió a la cocina. Rescató un pollo envuelto del frigorífico, y, sin que se le pasara por la cabeza ni un instante que Richard le había advertido que aquella era la comida del día siguiente, lo sacó y lo colocó sobre una tabla de cortar. Entonces se quedó mirando, un poco confusa, el pollo, que contaba con ciertos huesos algo inconvenientes para su consumo. ¿Cómo se hacía aquello? ¿Tenía que separar la articulación glenohumeral? Pero, ¿los pollos tenían articulación glenohumeral? Perdiendo la paciencia, clavó el cuchillo sobre la carne y se dispuso a cortar.

Justo cuando Elizabeth clavó el cuchillo un sonido inundó la instancia. El teléfono del salón había comenzado a sonar. Al descolgarlo, comenzó a sonar una voz familiar a través del altavoz. Era la voz de Richard. Parecía agitado.

-Lisa, acabo de salir del trabajo. Tengo algo muy importante que contarte. -se escuchaban sus jadeos al otro lado del teléfono. Sin dejar respuesta, continuó -¿Nos vemos en el Café Grumpy, en el centro?

La aparente agitación en la voz de Richard la sorprendió, e incluso llegó a experimentar un atisbo de preocupación. ¿Qué habría sucedido? No era normal que su marido tuviera de repente tanta urgencia, y ello se podía deber a algo tanto bueno como malo.

Sin embargo, pronto la curiosidad sobrepasó cualquier posible ansiedad o preocupación que pudiera incordiarle. Al fin y al cabo, ella era, ante todo, una mujer muy curiosa. Apenas aguantaba la impaciencia por averiguar qué era lo que tenía a Richard tan emocionado.

- Me visto y voy para allá. Veme pidiendo un café, ya sabes cómo me gustan -respondió, casi al tiempo que empezaba a prepararse.

El viaje al Café Grumpy ocurrió sin incidentes. En unos 20 minutos Elizabeth ya había llegado a las puertas del acogedor local. Estaba lleno, con todas las sillas y mesas ocupadas y, con todo el movimiento, la presencia de la doctora pasó inadvertida. Finalmente, localizó la mesa de su pareja, el doctor Greene. En la mesa había un periódico y dos cafés humeantes: el suyo, con mucha leche y azúcar, y el de Elizabeth, solo. Cualquier aditivo podía tener efectos adversos a la salud y además prefería el sabor amargo de la bebida. Greene miraba nerviosamente alrededor, y movía la pierna izquierda ansiosamente. Cuando su mirada se cruzó con la de Elizabeth su rostro se suavizó, y una sonrisa afloró en su rostro. Por fin había llegado.

-¿Qué tal el viaje, cariño?- preguntó Richard.- Siento hacerte venir así de sopetón, pero tengo algo importante que contarte. 

Extendió el periódico hacia Elizabeth por la página de la portada. 

-¿Qué opinas de esto?- preguntó

¿Por qué le enseñaba aquellas páginas del periódico? Alzó una ceja mientras leía, y su rictus fue transformándose en una ligera mueca de sorpresa. Cualquiera que hubiera pasado por allí no se habría percatado de que esa expresión, pese a parecer mínima, enmascaraba un asombro mayúsculo.

¿Una expedición que cambiaría la historia científica? Terminó el artículo y miró con incredulidad a su marido.

- ¿Qué me estás queriendo decir con esto? -murmuró, bajando la voz al tiempo que se inclinaba hacia él-. No juegues conmigo, cariño. No después de lo que hablamos el otro día. Sé claro.

A Elizabeth le costaba creer que el doctor Greene le estuviera insinuando cualquier plan que implicara tener que abandonar los pacientes, la fama y la alta sociedad. Sin duda, de los dos ella era la que se sentía más inclinada hacia el descubrimiento, hacia abrazar el conocimiento por el conocimiento en sí. Su corazón, muy enterrado dentro de ella, temblaba. Era por ello por lo que había sido tan directa: sabía por experiencia que ilusionarse nunca era bueno. ¿Querría su marido, al fin, lanzarse a una aventura científica? ¿La amaría tanto como para hacerlo?

Richard miraba ansiosamente a su mujer a los ojos mientras esta terminaba de leer el artículo sobre la Antártida. Cuando ya esta le preguntó, no sabía muy bien cómo empezar.

-Yo... eh... -dijo Richard, titubeando.- Me ha llamado el tal Profesor Moore. Por, ya sabes, nos hemos hecho un poco notorios en la ciudad. Me ha dicho que Starkweather y él me han ofrecido un puesto en la susodicha expedición. 

Miró a la mesa, con cierta expresión de culpabilidad.

-No sé por qué, pero le dije que sí. Me salió en ese momento.- volvió a mirar a los ojos a su mujer.- Pero les dije que quizás tú podías estar interesada. El tal Moore dijo que tendría que hablar con Starkweather sobre el asunto, que él ya había pensado en tu perfil, pero que quizás su compañero no estaría tan dispuesto. Que lo intentaría convencer para concederte una entrevista. 

Una vorágine de emociones invadió a Elizabeth en ese momento. Por un lado, se sentía enfadada con Richard por haber aceptado sin consultarlo primero con ella; por haber tenido, en definitiva, esa actitud de caballero independiente que tanto criticaban cuando estaban a solas. Por otro lado, sin embargo, la mera posibilidad de llegar a formar parte de aquella expedición la llenaba de emoción. 

Al final se decantó por un camino intermedio. Dio un sorbo a su café y miró fijamente a su marido.

- Por la cuenta que te trae, más te vale que todo esto sea para bien -. Y añadió, para suavizar el tono, mientras esbozaba una sonrisa-. Tú solo, sin mí, por aquellas tierras, no durarías ni un minuto. Y lo sabes.

Richard no pudo evitar sonreír ante las palabras de Elizabeth.

-Y por eso te quiero y eres mi mujer.- le respondió.- El mes que viene Starkweather y Moore tienen pensado comenzar a realizar las entrevistas aquí, en Nueva York, según me comentaron. Me dijeron que podíamos pasarnos para ver qué les parece tu perfil.  

Ya con los cafés terminados, Richard se acomodó en su asiento y se estiró.

-Bueno, ¿qué? ¿Aprovechamos y damos un paseo?

Como no podía ser de otra manera, Elizabeth se sintió desarmada por su marido. Se inclinó para darle un suave beso en la mejilla, justo antes de levantarse para dar el prometido paseo. Suspiró: aquel hombre siempre tenía esa curiosa reacción en ella, desarmarla, lo cual no dejaba de sorprenderla... Sobre todo cuando le daba tan igual el resto del mundo.

Los días siguientes fueron fructíferos. Aprovechó los ratos libres que tenía del hospital para ir a la biblioteca y sacar libros académicos, que fue devorando poco a poco. Le interesaba, sobre todo, los efectos de la hipotermia en el ser humano, las enfermedades que pudieran aparecer en la Antártida..., Y, por supuesto, la investigación y descubrimientos científicos que ya se hubieran hecho hasta el momento. 

Sabía perfectamente que Richard era más de improvisar, más impulsivo, pero ella no. Ella debía su éxito a un trabajo minucioso y a una enorme preparación para todo. Y aquella vez no iba a ser menos.