ELOHÉ, LA MÉNADE.
¡Ihó!
Oíd, oíd mi voz.
Ihó bacantes, ihó bacantes.
Las Bacantes. Eurípides.
Antiquitera era un eshu, un peregrino del otoño, nacido en la corte de Geriones, en Tartessos, allá por el siglo IV antes de Cristo. Desde muy joven, su más ferviente deseo había sido el de transformar la cartografía en conocimiento vivo. Tras estudiar con Atlante, el primer astrónomo, se lanzó a recorrer el mundo conocido, deteniéndose en cada cabo y en cada bahía de aquel mar interior que los romanos mucho más tarde bautizarían como Mare Nostrum.
Vagas insinuaciones consignadas sobre vellón o sobre la piel de escudos venerados o sobre papiro, lo habían puesto sobre la pista de unas misteriosas leys o calzadas de oro que, supuestamente, conectaban todos los enclaves mágicos tanto sobre el haz como sobre el envés del mundo. En Creta, en el siglo II, mientras estudiaba con un descendiente de Dédalo la arquitectura de los laberintos, realizó el hallazgo de unos arcanos pergaminos que reportaban un nuevo elemento a la leyenda: el Reino Esmeraldino. Allí conoció a la ménade Dafene (“la sanguinaria”), un fauno del invierno que había pertenecido a una escuela orgiástica de mascadoras de laurel en Tempe, en Tracia, y huido en el siglo IV antes de Cristo, ante el esplendor de la Corte del Verano. Dafene había sido hecha prisionera junto con sus seguidoras por los otoñales y Antiquitera creyó adivinar sentencias que incumbían a su búsqueda en el lenguaje estático y versificado que ella empleaba. Logró adquirirla como esclava y extraer alguna información clara: Dafene había vislumbrado tramos de ese camino dorado bajo las ruinas de Delfos. Sin embargo, tardaría algún tiempo aún en pisar la península helénica. Recorrió Egipto en busca de la Tábula Smeragdina y estudió en la Biblioteca de Alejandría.
La Tábula Smeragdina (tabla de esmeralda) era un antiguo artefacto que revelaba una profunda y espiritual tecnología; codificada dentro de la tabla yacía una poderosa fórmula que indicaba las diferentes etapas a recorrer en búsqueda de la piedra filosofal (¿acaso el símbolo de la consecución del estado que nos permitiría existir con consciencia en todos los niveles de la realidad?).
La Tábula, que había sido traducida al griego por los Alejandrinos, se había encontrado expuesta en Egipto (siempre Egipto) alrededor del año 330 a.c, y siglos después fue enterrada en algún lugar de la meseta de Giza para protegerla de diversos grupos de poder.
La invasión romana y el incendio de la Biblioteca en el año 46 antes de Cristo lo decidieron por fin a viajar hasta Delfos. Dafene había permanecido junto a él durante todo ese tiempo. La ménade le mostró los resortes para retirar el omphalos y descender a las cámaras ponzoñosas sobre las que la pitonisa se contorneaba y juntos encontraron un tramo de calzada dorada, prácticamente intransitable. Antiquitera proyectó la construcción de autómatas que lo ayudasen a despejar el camino. Durante nueve siglos, toneladas de rocas fueron removidas por la legión de máquinas mágicas del peregrino, que había logrado contagiar su entusiasmo a Dafene. Poco se sabe de sus descubrimientos durante todo ese tiempo.
Elohé nació el año 801 después de Cristo. En el año 825, Dafene remontó el Danubio hacia Rumania y fue acogida en la corte de Safne. Todo lo que Elohé pudo extraer de su madre fue que Antiquitera había sucumbido en un fatal derrumbamiento cerca del corazón de la tierra. Sin embargo, le parecía que vivía con miedo…
En el año 900, la corte del Bosque Invernal fue aplastada por Noderoth, señor del Otoño. Coincidiendo con el último asalto, una sombra oscura y poderosa se abatió sobre Dafene y Elohé. La madre consiguió que la hija traspasase el portal mágico hacia el Paso de Tihuta, sacrificándose a sí misma.
Abandonada a su suerte, Elohé se unió a un grupo de ninfas que, poseídas por la naturaleza, se instalaron en una cueva próxima a un bosquecillo al sur del estrecho. Sobrevivieron cultivando plantas eméticas y estupefacientes, y en las celebraciones del solsticio de invierno (aproximadamente el 21 de diciembre) devoraban a cuanto varón incauto se ponía a su alcance.
Medio siglo permaneció su identidad diluida en la conciencia gregaria. Sin embargo, el verano del 950, coincidiendo con un pequeño terremoto, la terrible sombra irrumpió de nuevo en la vida de Elohé. La ninfa huyó por estrechos túneles hasta caer desvanecida, y permaneció oculta, en posición fetal, durante todo ese otoño. Tuvo entonces sueños extraños. Soñó con los autómatas de Antiquitera, con los que había llegado a familiarizarse. Uno de estos, que había recibido el nombre de Saréase, fue convocado por su voz delirante.
El 31 de Octubre tuvo lugar un acontecimiento extraordinario. Los pequeños duendes exiliados como ella parloteaban acerca de una nueva reina, descendiente de Safne. Con renovado vigor, decidió acudir a su corte y afrontar su destino, fuera cual fuera. El Invierno había llegado.
NARRACIÓN DE AYMÉE:
¿Qué me trae la luz titilante de la aurora? ¿Qué hiere mis pupilas, más que los rayos del sol naciente? ¡Ah, sí...! ¡Son mis recuerdos!
Qué extraño se me hace despertar en esta encrucijada de caminos cuando a mi alrededor no hay más que páramos vacíos, inmensos, infinitos... Pero es, sin embargo, una encrucijada. Debo decidir, y he de hacerlo bien.
Recuerdos... ¡cuánto tiempo he soñado con ellos, sumida en hondas pozas de miseria! Los deseaba como la flor al rocío, y no llegaban, nunca, nunca llegaban. Mi pasado era un yermo desierto, una sima estéril y vacía. Los días sucedían a las noches en mi cárcel de oscuridad, siempre iguales, siempre llorosos. No hay alegría en una mente vacía, y la mía lo estaba. Pensé que recordar sería el mejor deseo, el mayor tesoro. ¡Qué equivocada estaba!
Todo cambió ayer. Una vez más, porque ya todo había cambiado para mí, mucho antes, sólo que nunca había quedado en mi interior rastro de ese cambio. Había empujado con fuerza los recuerdos de mi cabeza, hasta sacarlos de ella. Me herí profundamente al hacerlo, eso creía, lo que no sabía es que la herida hubiera sido mucho mayor si no lo hubiera hecho. Y ahora, que el cambio sucedió de nuevo, y el ayer ocupa cada rincón de mi memoria, ahora sí soy consciente de que el recuerdo ansiado es mi mayor tormento, que pesa como una losa en una tumba, peor, porque late y está vivo, y con cada latido el daño es más profundo, más permanente.
El primer cambio sucedió cuando yo era una niña apenas. Eran momentos de dulce felicidad, un bienestar que se prometía inmutable. Vivía con mis hermanas en la Corte de Safne, en su palacio de hielo y plata, de luna y sueño. Muy lejos de aquí, al Sur, muy al Sur, en el Bosque donde la nieve esculpía filigranas en las ramas vetustas de los árboles, el Bosque de Invierno. No sabía nada entonces, sólo vivía. No es sepa más ahora, pero ya no vivo. Sin embargo, estoy a punto de hacerlo. Pero sigo, sigo con mi relato...
El Reino de las Hadas Invernales era el lugar más hermoso que nunca nadie ha podido ni imaginar. No lo voy a describir, hacerlo me destrozaría el alma, ahora que no existe. Sólo pensad en lo que más sutil os parezca, más delicado, más etéreo. Pues bien, eso que tenéis en mente es zafio y grotesco comparado con lo que un día fue mi hogar. Y el equilibrio y la armonía eran nuestras cotidianidades, nuestro día a día era un fluir de sosiego y ventura. Nuestro poder, aunque yo no era entonces consciente de ello, era inmenso, y el arraigo de nuestra raza en nuestro Reino era sublime.
Hasta su llegada. Hasta ese día. Avanzó como una sombra, como una plaga. Avanzó con los suyos, sus horrores, esgrimiendo el orgullo, segando el nuestro. Poder contra poder. La lucha fue a muerte, sin cuartel, no había piedad, ni nadie la quería. Su soberbia se izaba como un estandarte letal, y a su paso nuestro reino se marchitó. Cada uno de nosotros, cada hermana, como perlas en el mar se perdieron, disueltas en la voracidad del verdugo.
Safne cayó. Y casi todos nosotros. Los que con ella estaban en aquel momento murieron, sólo una se salvó, dicen los rumores. No era mi madre, ella me llevó a las cuevas, corrimos, volamos, adentrándonos en los túneles abyectos, huyendo hacia las profundidades, temiendo lo que nos seguía, más que lo que nos esperaba. Porque no sabíamos qué nos esperaba. Y sucedió. Un Horror negro, oscuro, un Mal antiguo, nos golpeó, dejándonos petrificadas. Mi madre desesperada le hizo frente, tenía por quién luchar. Yo lloraba, y no entendía. "¡Vete, vete, huye, corre, no te detengas jamás! ¡Olvida, pequeña, olvida tu nombre, tu gente, olvida tu mundo, y empieza de nuevo!"
La recuerdo, ahora, no ayer, la recuerdo allí de pie, dándome la espalda, enfrentada a una masa informe, viéndola por última vez. Corrí, como ella me dijo, corrí. Y a medida que me alejaba, a medida que me perdía más y más por las profundidades de la tierra, mis recuerdos iban afinándose, adelgazándose, y se prendían en cada esquina, en cada áspero canto de roca, deshilachados, enredados. Hasta que no quedó ninguno en mí, ninguna imagen, ningún sonido. Sólo mi cáscara, y la necesidad de sobrevivir.
Cómo lo hice, cómo sobreviví, es algo que, aunque recuerdo, no quiero poner en palabras. El tiempo transcurrió, y crecí. Sola, aislada por propia decisión tanto como por necesidad. El miedo y la desesperanza fueron mis maestros, y aprendí deprisa, y bien. Ahora soy Maestra, y no tengo nada en mi corazón, nada en mi alma.
Pero de eso no sabía nada hasta ayer. Ayer salí a la luz por primera vez en muchos años. Nunca me había alejado de los túneles, nunca había salido de nuevo al exterior. Escuchaba caer una gota tras otra en una caverna, su ritmo constante, monótono. A lo lejos, un sonido conocido y habitual. Cuando algo la detuvo. Algo interrumpió la cadencia. Cuando mis ojos le vieron, le reconocí. Una masa oscura, deforme. Un Horror antiguo... Corrí, corrí sin pensar a dónde iba, hasta que la luz me hirió las pupilas, un destello colosal, que me cegó. Y sucedió de nuevo. Aquello que había rechazado, cada recuerdo, cada fleco enredado de mi pasado, se rehizo, y regresó. Colmó mi pensamiento con tantas imágenes y tanto dolor que perdí la razón por unas horas. Ciega por la luz del sol, y destrozada por la demoledora conciencia de mi realidad, de mi pasado, sucumbí. Caí de bruces, y lloré. Me arrastré, hasta que el cansancio pudo conmigo, y me adormeció... y ahora... ha amanecido...
Debo decidir... no... ya lo he hecho. Voy hacia ti, quien sea que seas ahora, aquel que dio muerte a mi Reina, aquel que en su ira y su ambición mató a mi madre, aquel que en su crueldad e indiferencia me condenó a hacerme como soy. Ahora soy Maestra, mi dominio es la Venganza, mi arma es el tiempo, mi paciencia no tiene fin...
Fray Blois de Ruan.
Valaquia. - Año del Señor 938.
Tanya no soportaba ya el dolor, estaba por desfallecer. Su pecho se hinchaba de forma desmesurada con cada inhalación, como si sus pulmones no bastaran para contener el aire necesario para tanto esfuerzo. Los latidos de su corazón, tanto por velocidad como por su volumen, rememoraban antiguas danzas paganas con sus febriles percusiones. Sin embargo, nada de esto podía oírse en la helada noche de la estepa. O tal vez sí. Si uno lograba concentrarse lo suficiente como para ignorar los bufidos y alaridos que emanaban de la minúscula pareja que atravesaba fugaz el onírico paisaje.
El joven Blois lo sabía. Sabía que la vieja yegua no vería otro amanecer. La marcha forzada a la que había sometido al noble animal durante los últimos días se cobraría su precio. Por un instante sintió pena por su fiel camarada, pero pronto su mente se centró en su objetivo primordial. El viejo necesitaba sus hierbas. Y el tiempo apremiaba. Con un golpe seco castigó el flanco de Tanya, a la vez que profería otro estridente alarido. Como última ofrenda a su larga y leal amistad, la vieja yegua moteada aceleró aún más su paso.
La noche cerrada los hacía cabalgar casi a ciegas. Además, el barro y la nieve convertían el camino en prácticamente intransitable. Era una región peligrosa y se vivían tiempos muy apremiantes. No obstante, peligrosa o no, estas tierras lo habían adoptado desde su llegada, y él se había adaptado a su rudeza implacable. Habían sido tiempos difíciles, sin duda.
Era una región dura y para sobrevivir era necesario endurecerse, algo desconocido para el recién llegado de nueve años, acostumbrado a las comodidades y abundancias de la vida cortesana. Ahora, a la distancia, recordaba cuánto le había costado. Y cuánto de su altiva nobleza había perdido en el proceso.
Como hijo menor del noble Señor Montbard, había estado destinado desde su nacimiento a ingresar en alguna orden religiosa, para reforzar los lazos eclesiásticos de la familia. Había pasado su infancia rodeado de libros y tutores, muy lejos de las confrontaciones y el esfuerzo físico. Algo muy distinto lo esperaba en esta remota frontera, olvidada de la mano de Cristo.
También recordaba como la soledad más extrema lo había obligado a integrarse con los desagradables y repulsivos habitantes de las cercanías y como la inhóspita región lo había familiarizado con el trabajo y el sacrificio. Había cambiado los cómodos bancos del Scriptorium por ordinarias sillas de montar, y su mano había dejado de sostener la pluma para empuñar la espada. Su propio nombre reflejaba esta transformación. Había dejado de lado su augusto “Blois Constantin Du Montbard” por el mucho más mundano “Vladimir Romanov”. Esto se debió en principio a una cuestión de seguridad, pero cuanto más pensaba en ello, más lo aterraba la comodidad que sentía bajo este nuevo apelativo.
Rememoró las frecuentes discusiones que sostenía con Bernard cada vez que volvía de alguna partida de caza. No era la mugre o las heridas lo que ofendía al venerable anciano, sino la frecuencia con que el joven se relacionaba con aquellos seres manifiestamente indignos. Peor aún, la naturalidad con la que su protegido empezaba tomar toda la situación exasperaba al flemático tutor. En la fría oscuridad de la noche, Blois sonrió. Solía llamar “camaradas” a los más obtusos ejemplares del género humano con el sólo propósito de alterar al irascible sexagenario.
Su sonrisa se amplió y terminó en una sonora carcajada que se perdió en la llanura cubierta de nieve. Antes solía enorgullecerse pensando que todo lo había logrado en base a su propio esfuerzo. Que la fuerza de su brazo y el coraje de su corazón le habían ganado un lugar en el desolado terreno y el respeto de los lugareños. Ahora, no mucho mayor, pero algo más sabio, se reía ante esta perspectiva. Sólo gracias al viejo había sobrevivido. Sin él, no habría durado ni una semana entre los hoscos habitantes de este perdido rincón en las fronteras de la barbarie.
Peor aún, sin su guía severa y abnegada, probablemente habría perdido su senda, alejándose del camino recto de Dios y confundiéndose con las oscuras creencias que pululaban por la zona. Ahora reconocía la Verdad que había en Cristo, con más claridad que nunca. Pues había sido testigo de la alternativa que se oponía a esas sabias palabras.
Casi podía decir que había visto la obra del Enemigo con sus propios ojos. Gracias a Bernard, su Fe no sólo había resistido el contacto con las ideas paganas, sino que se había fortalecido en el proceso. A decir verdad, no sabría qué hacer cuando el viejo ya no lo acompañara. Trató de desechar tal pensamiento, incluso antes de que terminara de formularse, pero, inevitablemente, otros más oscuros fueron desencadenados.
De repente, un miedo visceral se apoderó de Blois. Nada en el paisaje había cambiado. Nada se había movido. Su yegua continuaba emitiendo los únicos sonidos que se percibían en la inmutable oscuridad. El horror no provenía del mundo exterior. El horror venía de adentro, de su propia mente. Recordaba esta sensación, demasiado bien. Aunque no se manifestara muy seguido, se mantenía latente en su subconsciente, aguardando sus momentos de debilidad para emerger. El pavor ante la perspectiva de perder a su amigo y mentor hizo fluir a sus pensamientos recuerdos aún más trágicos. Recuerdos que se esforzaban en mantenerse en algún rincón de su mente, a pesar de los esfuerzos por disiparlos. Recuerdos de un pasado confuso y teñido con sangre.
Ducado de Normandía. – Año del Señor 929.
Josephine, su madre, seguía en su mecedora, contemplando la enorme luna llena que asomaba por la ventana de la pieza de juegos. La claridad que penetraba por el estrecho ventanuco aumentaba la palidez de sus facciones, ya de por sí demacradas y carentes de vida. Hacía días que no dormía ni comía, y sólo gemía y lloraba. No consentía ver a nadie y Alphonse Gilbert Du Montbard, su esposo, ni siquiera intentaba convencerla de lo contrario. Ya había renunciado a cualquier esfuerzo por recuperarla. Permanecía noche tras noche en la fría y aislada dependencia, con su rostro dirigido al cielo en una extraña postura. Parecía esperar respuestas a alguna pregunta jamás formulada. Tal vez la compasiva y esperanzadora charla de alguno de los monjes familiares la hubiera hecho cambiar de actitud, pero ya no quedaba ninguno en el castillo. Todos lo habían abandonado justo antes de comenzado el sitio. Incluso los más cercanos, como el padre Thibaud, confidente familiar desde tiempos anteriores al nacimiento de Sir Alphonse. Josephine era una devota creyente y seguramente quedó destrozada al verse alejada de la mano de Dios.
De todas maneras, su estado demencial no fue producto de ese distanciamiento. Con cierta amarga ironía Blois se preguntaba a menudo sobre el lugar que ocupaba Dios en la mente de aquella mujer. Y se preguntaba también si algo habría cambiado el día que trajeron a Lucien, su hermano. Donde habría quedado la Fe de su madre cuando vio aquel rostro tan amado dentro de una cesta. Y al sentir ese olor. Y la sangre. Blois sabía lo que su padre pensaba. O por lo menos recordaba sus palabras. “Idiota, nunca debí mandar a un crío a hacer el trabajo de un hombre”. Estaba furioso. No con sus consejeros, a esa altura ya no quedaba ninguno a quien culpar, sino con su propia arrogancia. Su condecorado vástago no había estado a la altura, le había fallado. Patético reflejo de su propio fracaso. Pero todo aquello pasó en el final. Al final de unos sucesos que habían comenzado varias semanas antes.
Durante esas semanas Blois, aún un niño, se levantaba por la noche para ver desde la ventana de la torre el fascinante espectáculo que formaban todas esas lucecitas alrededor del castillo. Era hermoso, recordaba. Hasta que las lucecitas empezaron a caer entre los soldados de Padre, quemándolos y destrozándolos entre gritos, fuego y sangre.
Lugares desconocidos – Año del Señor Incierto.
Los detalles de la noche de su huida no eran del todo claros. La mayoría se los había sonsacado a Bernard mucho tiempo después y merced a grandes dosis de alcohol y otras sustancias que la Cristiandad condenaba. En todo caso, las únicas imágenes que su mente retenía se remitían a largos túneles inundados, mucho frío, y total y completa oscuridad. Sí recordaba muchas semanas a caballo y ocasionales paradas en infectos puebluchos. Recordaba también acompañantes ocasionales, mercenarios tal vez que se ocupaban de su salvaguarda, pero ninguno había permanecido demasiado tiempo con ellos. Seguramente nunca supieron a quién escoltaban.
Mientras huían a los confines de la civilización, frecuentemente oían rumores acerca de lo ocurrido. Al parecer los campesinos masacraron a todo aquel que encontraron en el castillo y luego lo derrumbaron y quemaron hasta sus cimientos. No hubo sobrevivientes y corría el macabro rumor de que todos los miembros de la familia habían sido empalados en picas alrededor del viejo cementerio. Incluso, que habían sido objeto de rituales macabros.
Bernard creía que eran más que rumores. Al parecer, a pesar de su destierro, el viejo mantenía contacto con algunos allegados, aunque nunca lo comentaba con Blois. Lo cierto es que aún hasta el día de hoy, siete años después de su llegada a este perdido rincón de Wallachia, evitaban toda referencia a su pasado, y cualquier interés de los lugareños por el tema parecía incomodar a Bernard.
Sólo sabían que un devoto monje cristiano había decidido predicar la palabra de Dios entre ellos, y había traído con él a su joven aprendiz.
Otra vez el presente - Wallachia.
- “Bernard, tengo las hierbas. La bruja dijo que podía venir si era necesario”.-
- “No, no hará falta. Y tampoco creo que hagan falta esas porquerías.”- Su voz sonaba altiva.- “Prefiero morir en una agonía infinita, antes que caer en esas artes oscuras”.
- “Pero no te preocupes. No me queda mucho. Pronto partiré y ya nada te atará a este lugar. Al menos por ahora.”- Pronunció esta última frase en un susurro, casi para sí mismo.
- “Durante estos años traté, en vano creo, de alejarte de tu herencia. Creí que si olvidabas y perdías interés estarías más seguro. Obviamente me equivoqué. Fui un estúpido al pensar que si te escondía en el agujero más hediondo del mundo y te sometía a las vejaciones más degradantes dejarías tu sangre de lado y llevarías una vida simple y alejada de toda pretensión, tal como la de esos pobres idiotas que tan pomposamente llamas compañeros. No eres como ellos, Blois, tu destino es otro. Y no sólo por derecho de nacimiento. Un fuego sagrado inflama tu corazón. Y yo jamás podría extinguirlo. Tardé años en darme cuenta. Pero ahora reconozco al fin la mano del Señor. ÉL te ha elegido, eres su soldado. Un soldado de Cristo. Como lo fue tu padre…”
- “Mi vanidad me hizo desobedecerlo aquella noche. Vanidad por sentir que había torcido tu destino. Fui un necio. Ciego y estúpido. Tal vez salvándote aquel día y trayéndote aquí sólo retrasé lo inevitable. O tal vez haya hecho realmente alguna diferencia. Je. Puede que “Vlad” salga airoso de situaciones para las que “Blois” no estaba preparado. Igual no tengas demasiadas esperanzas, también puede ocurrir lo contrario. No lo sé. Pero es tu destino averiguarlo, ahora estoy seguro. Por ello, y para enmendar todos mis errores, te conmino a que te arrastres de vuelta sobre tus pasos y descubras qué ha pasado con tu estirpe. Hay algo oscuro en todo ello. No puedo decirte mucho. De hecho, creo que no debería decirte nada. La penumbra que rodea aquellos hechos y el tiempo transcurrido sólo me han llenado de dudas y confusión. Le he dado tantas vueltas al asunto que ya no tiene sentido para mí. Me pregunto si alguna vez lo tuvo. Tal vez puedas encontrar la verdad a la que yo renuncié hace largo tiempo.”-
El viejo se entregó a un sueño tranquilo, del que no despertaría. Al otro día Blois se encargó de dar el último adiós al venerable anciano. Luego cargó a Misha con las exiguas riquezas de que disponía y se alejó del triste poblado. En silencio, sin despedirse de nadie y sin mirar atrás. Era tiempo de buscar respuestas. Comenzaría cumpliendo la última voluntad del difunto Bernard, entregar cierta epístola a un religioso del cual Blois jamás había oído. Un tal Monpierre de Ruan. No era mucho, pero confiaba en la sabiduría del maestro. Junto con las respuestas, Blois Constantin Montbard, conocido entre los paganos como Vladimir Romanov, ansiaba secretamente encontrar también alguna venganza.
Garlu Basarab.
- Estoy nerviosa, tengo que controlarme o se dará cuenta. En cierto modo me siento como una alumna que va a ser examinada por un maestro. –
Sus pensamientos no coincidían en absoluto con su apariencia. En medio de aquella fiesta, sonriendo, siempre sonriendo y pareciendo una estúpida cara bonita. Sonriendo incluso a aquellos carcamales que no se paraban junto a ella más que a contemplar descaradamente su más que generoso escote.
- Viejos verdes, probablemente os daría un ataque y moriríais si intentarais materializar vuestros pensamientos. - De repente le asaltó la duda -¿Me habré excedido con el atuendo? Necesito convencerle de que soy una dama de alta sociedad, no una vulgar ramera. -
Un anuncio le sacó de sus pensamientos e hizo que el resorte que activaba su plan saltara.
- ¡Garlu Basarab! -
Se quedó estupefacta cuando se giró para estudiar a su objetivo. En lugar del hombre cercano a la vejez que se esperaba se encontró con un joven apuesto y elegante que derrochaba educación y buenas maneras a su paso.
- ¿Me habré equivocado de hombre? - se preguntó con angustia - ¿Y si es su hijo? - Repasó mentalmente la información que había obtenido sobre Garlu. - Imposible. Sus hijos, todos de su mujer Iovanna Bassarab, se llaman Iakov, Gorgo y Sveta. Además, por lo que he oído de sus hijos ninguno sería capaz de desenvolverse en sociedad de esa manera. -
Discretamente observó sus movimientos entre la gente. Copa en mano hablaba con unos y con otros estando un tiempo casi cronometrado con cada grupo de gente. Imperceptiblemente se iba desplazando hacia un punto concreto que no conseguía adivinar.
-Mataré a mi informante por haberme dicho mal su edad. Pero ahora será mejor que me ponga en movimiento. -
Ella comenzó a moverse también por la sala de una forma aparentemente errática. En realidad su trayectoria estaba estudiada para, como si de un baile se tratara, ambos acabaran encontrándose en el centro. Mientras tanto repasó mentalmente lo que sabía sobre él.
- Es un Basarab por línea directa. Un aristócrata casado con una Basarab, también de línea directa. - Esto era algo que le resultaba incomprensible, no entendía la obsesión de las familias como los Basarab por la pureza de sangre, se obligó a concentrarse de nuevo. -Nació y vive en el castillo de su hermano el conde de Balgrad. Su hermano...- Tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir un escalofrío al recordar el final de la conversación con aquel ser inhumano que era Blaatu Basarab: - Trae pruebas de la culpabilidad de Garlu o muere en el empeño, porque si fracasas no tendrás una segunda oportunidad. Te destriparé con mis propias manos.-
Tenía que estar loca para haber aceptado aquella misión en la que tantos otros habían fallado. Garlu Basarab no había dejado rastro alguno de su supuesta traición a los Basarab. Hasta el punto de que casi estaba convencida de que era totalmente inocente.
- No dejes que te derrote antes de haber siquiera hablado con él.- se recriminó -Tanto si es inocente como si no, es tu vida o la suya.-
Finalmente consiguió coincidir con Garlu en el centro de la sala. Él había dejado de moverse. Ella miró en derredor disimuladamente intrigada por cuál podría ser el objetivo de Garlu, porque no le cabía duda de que Garlu Basarab tenía un buen motivo para estar en aquella estúpida fiesta. - No tengo ni idea de a qué puede haber venido. No parece estar buscando a nadie en especial. Puede que debido a su difícil situación actual, con esa acusación de haber revelado información vital sobre los Basarab a la casa Szantovich, haya decidido tomarse un descanso. -
Garlu Basarab era conocido en los bajos fondos por su "capacidad" para obtener información. - Bien, es hora de que me ponga manos a la obra y use... ¿Cómo se expresó el Conde de Balgrad? Ah sí, mis talentos ocultos. - Disimuladamente se acercó a Garlu y fingió chocar con él. Pero midió mal sus fuerzas y con el golpe hizo que la copa se le derramara parcialmente sobre el traje. Garlu, sorprendido por el accidente se giró para encararse con quien le había arruinado el atuendo. Pero su rostro de ira se trocó rápidamente en una sonrisa encantadora al ver que la causante era una joven guapa y elegante. - Demonios, no quería darle tan fuerte. Aunque pensándolo bien, puede que me sirva. -
Aparentando estar terriblemente afligida por el desastre se disculpó: -¡Oh Dios mío! Mire lo que he causado. Le he estropeado el traje. Deje que se lo limpie señor...-
- Bassarab, Garlu Bassarab. No se preocupe, enseguida haré llamar a mi asistente para que se haga cargo. - Respondió muy educadamente, con la misma encantadora sonrisa, mientras que con un gesto le indicaba que no era necesario que manchara el pañuelo con el que ella pretendía limpiarle.
-Tengo que jugarme el todo por el todo.-
-No es molestia en absoluto. Me siento terriblemente culpable por este incidente.- Le dijo desconsolada, y añadió con un leve gesto de insinuación - Deje que sea yo personalmente quien le ayude a limpiarse. -
Algunos de los espectadores que se habían reunido alrededor atraídos por la posibilidad de ver algo interesante intercambiaron miradas pícaras. Seguidas de algunas sonrisas cuando Garlu aceptó su ayuda.
-Si eso le hace sentirse mejor, de acuerdo.- Garlu le hizo un gesto a su asistente para que dispusiera de lo necesario para la limpieza, luego le ofreció el brazo a la mujer para que le acompañara -Por aquí por favor, conozco bien este lugar y sé de un lugar adecuado para este menester. - Ella aceptó el brazo y se fue con él ignorando las miradas lascivas y envidiosas de algunos de los invitados.
La toma de contacto estaba realizada, ahora sólo era cuestión de tiempo que aquel hombre le contara hasta sus más íntimos secretos. Garlu la condujo a una habitación apartada de la zona de la fiesta sólo lo que el decoro exigía. Galantemente la invitó a pasar. La cámara era pequeña, iluminada apenas por dos velas, escuchó a su espalda el chasquido de la cerradura.
Era el momento de la verdad, se dispuso a esperar a que el hombre diera el primer paso. Sin embargo lo que recibió de Garlu no fue la caricia en el cuello que esperaba. La había engañado, se había dado cuenta de su juego desde el primer momento. Pero se dio cuenta demasiado tarde, cuando las manos del Basarab se cerraron alrededor de su cuello para estrangularla. Era muy fuerte, y no podía gritar lo suficiente como para que le escuchara alguien en la lejana fiesta. En un intento desesperado sacó una daga que tenía guardada por si algo salía mal. Garlu debía esperar algo así porque le dio un empujón para alejarla de él. Ella se giró interponiendo la daga entre ella y Garlu.
- Si no me dejas ir gritaré. - Garlu sonrió, pero ya no era la sonrisa elegante de la fiesta, ahora era una sonrisa malévola.
-Adelante, con suerte alguien podría escucharte.- enarcando una ceja añadió -Pero claro, habiendo dejado claras las intenciones con las que venías conmigo, lo más probable es que si alguien escucha gritos, en lugar de venir a salvarte, simplemente esperen para felicitarme al salir.-
Sabía que en el fondo tenía razón. Había sido una estúpida y se había buscado ella sola su muerte. Instintivamente desvió la mirada hacia la puerta. La llave seguía allí. Por un momento la esperanza brilló en su corazón, pero se apagó tan pronto como las velas a las que Garlu le dio un manotazo. La habitación estaba totalmente a oscuras. Se obligó a calmarse, eso era una desventaja para ambos, si tan sólo pudiera llegar hasta la puerta a tientas... Pero la gélida risa de Garlu la dejó paralizada.
- Sé en lo que estás pensando, que estamos los dos igual. Pero te equivocas. - Dos puntos de luz roja aparecieron en el lugar del que venía la voz. Le llevó sólo un segundo darse cuenta de que se trataba de los ojos de Garlu. ¿Contra qué tipo de ser le había enviado Blaatu? No tuvo tiempo de hacerse más preguntas, oyó un movimiento y notó como le arrancaban la daga de las manos. Luego las manos de Garlu volvieron a cerrarse sobre su cuello.
-¿Que pretende mi hermano al enviar tras de mí a una zorra como tú? Me he quedado profundamente decepcionado cuando te vi al entrar, creía que Blaatu me tenía mayor consideración.-
- Así que el objetivo de Garlu era yo. Soy una estúpida, soy una estúpida. -
Dos gruesas lágrimas cayeron por el rostro de la mujer acompañando sus pensamientos. Notaba como la vida se le escapaba a cada segundo.
-Antes de morir. ¿Te gustaría saber si tu muerte tendrá sentido? ¿Te gustaría saber si realmente lo hice?- En su aturdimiento por la falta de oxígeno la mujer pensó que si al menos se enteraba podría morir en paz. -Pues me temo que te irás al infierno con la duda.-
Garlu se tomó un segundo para observar el sufrimiento y la decepción en el rostro de la mujer y luego le partió el cuello con un movimiento limpio. La dejó caer al suelo y sin volverse a mirar atrás salió de la habitación. Allí estaba su asistente, quien le dio a su señor todo lo necesario para limpiar su traje y luego entró en la habitación para hacerse cargo de lo que fuera que hubiera pasado allí. Garlu se limpió distraídamente la mancha de vino mientras observaba a los asistentes de la fiesta.
- ¿Qué he hecho? - se preguntó con un suspiro de amargo pesar. Por un instante casi aparentó su edad real. Luego recompuso el gesto y se preparó para pasar entre todos los asistentes para irse de la fiesta. Ya había cumplido con lo que había venido a hacer.
IOVANNA BASARAB.
Iovanna Basarab contempló cómo las sombras se alargaban entre los riscos a través de la ventana del carruaje. Suspirando, se masajeó suavemente las sienes mientras se recostaba sobre los almohadones. Estaba agotada tras casi dos semanas de viaje a través de caminos mal rodados y casi le parecía que se iba a desmontar con tanto traqueteo. Aquel día lamentaba amargamente el haberse empeñado en viajar en aquel excéntrico y lujoso carruaje aunque, bien mirado, tampoco le parecía mejor opción el pasarse todo el día a lomos de una bestia estúpida y maloliente…
Deprimida volvió a meditar sobre las circunstancias que les habían llevado, a ella y su familia, a aquel camino polvoriento rumbo a un futuro incierto…
Toda su vida se podía contemplar dentro de un mismo escenario. Desde que tenía uso de razón sólo recordaba un sitio: el Castillo del Conde de Balgrad, su tío. Hija menor de una familia noble, su universo siempre habían sido aquellos muros fríos y húmedos testigos de dolor y sufrimiento desde que su madre, Sveta, había fallecido llevándose toda la alegría y la luz de su vida.
Con sólo cuatro años, fue obligada a ver su agonía junto a su lecho de muerte, para endurecerte había dicho su tío, y, a partir de entonces su infancia había acabado. La vida no era fácil para los huérfanos, le decían cuando la veían llorar, y menos para una Basarab. Muy pronto, pues, aprendió a construir un muro a su alrededor y a defenderse de sus burlas y risas y creció fuerte y endurecida como se esperaba de ella.
Dos personas, a parte del conde, se habían encargado de ello. Su primo Blaatu Basarab, el primogénito, había sido un niño egoísta y cruel que al crecer, se había convertido en un ser malévolo que disfrutaba con el sufrimiento de los demás. Iovanna no era muy creyente (en un mundo así no había cabida para la fe) pero no había día en que, en su fuero interno, no diese gracias a algún Dios por no haberse casado con él. Sabía que, de haber sido así probablemente ahora no estaría viajando en aquel carro sino a varios metros bajo tierra haciendo compañía a sus otras esposas, torturadas hasta la locura y la muerte.
Los Basarab eran una familia antigua y celosa de su linaje, por lo que, desde muy pronto, había sabido cuál iba a ser futuro. Al igual que con otras cosas, poca elección había tenido. Garlu había sido el elegido y a sus diecisiete años a Iovanna poco le había importado. Su familia y aquel castillo eran todo lo que había conocido y, para ella, el pasar a compartir el lecho con él no había supuesto mucho cambio, o al menos, al principio había sido así.
Sin embargo, tras casarse, Garlu y él se mudaron al ala norte del castillo y entre aquellas salas, más alejada de la presencia ominosa de su tío, ella había iniciado una nueva vida. Si para la mayoría de las mujeres de su tiempo, el matrimonio era un eslabón más en las cadenas que las tenían subyugadas, para ella había significado la liberación. Pronto, Iovanna había descubierto el secreto más importante de una mujer: el poder que se podía ejercer a la sombra de un marido.
Hombre inteligente y astuto, Garlu pronto había ascendido hasta ganarse la confianza de su padre actuando en misiones de importancia para la familia y, una vez fallecido éste, había continuado con su labor al lado de su hermano. Aquellos años fueron felices, bueno en realidad lo más parecido a ello, y como fruto de ello nacieron sus tres hijos: Gorgo, el primogénito de talante tranquilo y corazón noble y valiente; Iakov de carácter voluble y temperamental y su pequeña Sveta, la bella y caprichosa niña de sus ojos.
Y, junto a su ambición, había crecido su amor por todos, por aquello que habían construido: su familia…
Desgraciadamente el sueño, la ilusión había terminado por romperse. De la noche a la mañana, cuando Iovanna empezaba a ver a su familia bien establecida y a hacer planes para la joven Sveta, su marido había sido traicionado. ¿O no? ¿Cómo, por el amor de Dios, aquél estúpido mono peludo de su hermano había podido dar crédito a los rumores? ¿Cómo podía pensar que Garlu estaba espiando para el enemigo? ¿Y la lealtad, dónde quedaba? Pero así había sido. Una mañana se había levantado y cuál fue su consternación cuando le comunicaron las nuevas. Su hijo mayor, degradado de su puesto de Capitán de la Guardia a simple soldado raso. ¡Él, que en tantas batallas había luchado! Y su marido… ¡obligado a barrer los pasillos del castillo! ¡Mejor hubiera sido que les hubiera matado allí mismo! ¡Qué vergüenza! ¡Qué deshonor! Siempre había detestado a su primo el Conde, pero aquél día le odió con todo su ser y desde lo más profundo de su alma juró venganza.
¡Venganza clamaba su sangre a cada latido de su corazón, venganza gritaba silenciosamente cada vez que respiraba!
El Conde pensó que con aquella degradación les hundiría en la miseria, pero no lo había logrado. No, realmente no tenía ni idea de a quién se estaba enfrentando. Había olvidado algo muy importante: aquello no se hacía a los Basarab. Y su primo lo sabía bien pues, al final, incapaz de soportar ni la idea de tenerles cerca había terminado por cederles, como si fueran meros criados, en vasallaje a no sé qué noble desconocido señor de un castillo ruinoso en las montañas.
Por aquella razón se encontraban allí, toda su vida reducida a aquellas pocas pertenencias amontonadas sobre los carros, avanzando penosamente por el camino polvoriento rumbo a un futuro incierto. Qué irónico le había resultado que la primera vez que se había alejado de aquel castillo sombrío y triste, de aquellos muros grises que habían sido todo su universo fuese para partir al destierro caminando sobre los cristales del orgullo de su familia.
Sin embargo, Iovanna era una superviviente. Y no iba a permitir que su primo se saliese con la suya. Les había quitado el honor, les había injuriado y pisoteado cual mosquitos molestos, pero no había acabado con ellos, no. Igual que el ave fénix que nacía de sus cenizas, su familia saldría adelante, revigorizada y renovada, más fuerte, más poderosa.
En aquel castillo perdido entre los riscos, en aquel vasallaje impuesto a un señor desconocido ella veía una nueva oportunidad de medrar y alcanzar la gloria que sabía, se merecían. Y lo iban a lograr: costase lo que costase. Y lo mejor, cuando sus hijos volviesen a tener ante sí el futuro perdido, marcado el camino para la prosperidad, llegaría el momento de la venganza. ¡Ah! la dulce venganza que como decía el dicho siempre se servía fría…
El bamboleo del carro al chocar contra una piedra la hizo despertar de su ensoñación. Parpadeando somnolienta miró a su hija sentada enfrente que con el ceño fruncido miraba por la ventana. Era tan hermosa… cuánto le recordaba a su madre… Súbitamente dominada por la ternura (no era muy dada a ella) se inclinó hacia delante y le acarició la mejilla. Sveta le miró sorprendida:
- No te preocupes, cariño, que todo va salir bien. Ya verás.
Vacilante la muchacha sonrió y asintió obediente. Iovanna se volvió a reclinar y cerró los ojos pensando en lo que, cuando llegasen, iba a hacer para devolver a su familia al lugar que correspondía. Lo había jurado, y, aunque le costase su vida, lo lograría.
Irhacus Urakbólerdö, Cabeza de Cabra.
- ¡Mirad, mirad como se alza la luna! Corona la cima de Feldberg como el laurel y el muérdago nuestros cabellos. ¡Escuchad, escuchad la canción de las negras piceas! El lobo canta en la cumbre y el venado responde en el valle. ¡Las voces de las bestias dan la bienvenida al que ha de gobernarlas! ¿Seréis acaso vosotros menos? ¿Osaréis no renovar los pactos que vuestros ancestros firmaron con su sangre y su simiente?
El señor de las bestias ha nacido esta noche coronado por la luna y aclamado por sus siervos de la espesura. ¡Dejad que mane el vino y la cerveza como si de ríos se tratasen! ¡Comed los frutos de mi agreste mesa y gozad de las bondades del Padre Agreste! Unid vuestros cuerpos y vuestras almas esta noche, pues los concebidos en ella disfrutaran de la benignidad de los señores de la espesura. Dad la bienvenida a mi primogénito ¡Salve Irhacus Urakbólerdö, el Coronado! -
El Señor de la Espesura alzó al neonato por encima de su cabeza mientras la pequeña multitud que llenaba desordenadamente en el claro se afanaba por distinguir al que habría ser su objeto de devoción… o el de sus descendientes. Como en respuesta a una señal invisible, el recién nacido se removió en la mano de su progenitor, mostrando su cabeza astada engalanada con una corona de pino, miró a los humanos y lanzó un tenue sonido, a medio camino entre el gorgoteo de un bebe y el balido de un cabrito. Los campesinos permanecieron un segundo en silencio… y lo aclamaron. Sonaron caramillos y siringas, y los tambores de piel de cabra marcaron el compás endemoniado del corazón forestal, y la concurrencia bailó y tomó las viandas que gratuitamente se le ofrecían en honor del pequeño dios con cabeza de cabra.
Comenzaba el verano y la vida era buena, y fácil. El señor de la espesura sonrió y dio la espalda a sus fieles.
“Obsérvalos y aprende, pequeño Cernunnos, pues aunque has nacido en la bondad del verano tu reino será el otoño: esplendido en forma y abundancia, templado en carácter perdida ya la rabia ardiente del verano… y siempre amenazado por la proximidad del invierno. Disfruta de los placeres que te ha de brindar la vida mientras te sea posible, pequeño satyrisci, pero ten presente que ésa sólo ha de ser una parte de tu naturaleza, mi Esus, mi Lisovik. Llevas la guerra en la sangre.” -
Canturreó Urakbólerdö mientras retornaba a la fronda sin que sus pies perturbasen el lecho de negras agujas con ninguna huella. Mientras, en el calvero, la fiesta de bienvenida devenía en desenfreno, el erotismo se entremezclaba con el delirio, sin dejar clara la frontera entre uno y otro. Cuando la luz solar sacó de su somnolencia a los adoradores de la floresta supieron que su joven dios iba a ser bueno.
La infancia es un tiempo de primaveral inocencia, de descubrimiento, de ingenua felicidad, y no lo fue menos para el pequeño hijo del señor de la floresta. Sus primeros años fueron un continuo de correrías forestales, de hurto y baile. Subió a la cumbre del Feldberg y gritó su nombre, corrió entre los rebaños y asustó al lobo y al pastor, hurtó pan de miel y leche y dejó en su lugar nueces, frutos del bosque, piedras brillantes y monedas viejas.
Era un espíritu burlón, un duende travieso, un diablillo juguetón. Los habitantes de la sombra de la montaña le conocían y temían sus correrías, más sabían que no era criatura dada el daño, sino una criatura inconsciente inmersa en la picardía de la juventud.
Irhacus estaba fascinado por los humanos, los observaba, los perseguía. Había algo en la fugacidad de sus vidas, la manera imperiosa que tenían de aferrarse a cada segundo de su vida, de disfrutarlo, de estrujar al máximo el corto tiempo que se les había dado. Y el que había de ser el señor de las cabras valoró e hizo suyo la humana búsqueda del placer terrenal, del placer momentáneo y fugaz, de la felicidad frugal del cuerpo que llena el espíritu.
Vio a los hombres y mujeres y, en ocasiones, se dejó ver, se introdujo en sus bailes y fiestas, libó con ellos los alcoholes de la vid y la cebada y durmió ebrio en los arroyos y las rocas, con el sol iluminando su oscura piel. Y así, como siempre pasa con prisa el tiempo en que uno es feliz, llegó el momento de su Acogida.
Pocos pueden imaginar el horror o el bochorno que se le puede hacer sentir a una criatura libre y pastoril cuando se le enfrenta cara a cara con las rígidas normas de la Corte, pero Lord Urakbólerdö consideraba que su futuro heredero no podía ser una bestia salvaje en comportamiento, a parte de en su aspecto. Durante cincuenta largos años Irhacus se vio arrancado de sus arroyos umbríos y sus tranquilos bosques y constreñido en la etiqueta de la alta sociedad. Soportó con estoicismo las burlas de los nobles, que cambiaron su nombre por “Cabeza de Cabra” acató su nuevo nombre con orgullo y aprendió a controlar sus impulsos aunque era contrario a su naturaleza, cuando por fin llegó el momento de su Bautizo el joven niño sátiro había desaparecido y había dejado en su lugar a un joven macho cabrio, de risa esquiva y rostro adusto.
En el año 550 tras el nacimiento del dios del cordero, el hijo de la cabra inició su viaje de reflexión para su entrada definitiva en la Sociedad Feérica.
Las cosas habían cambiado durante los años que Irhacus había permanecido entre los de su especie. La primavera de la vida de la joven cabra se había tornado en un otoño oscuro, y siniestro.
Los seguidores del Cristo blanco se habían extendido lentamente, pero con seguridad por todos los rincones de Europa. La alegría había desaparecido del corazón del ser humano y miraba con temor a su Señor de las alturas, pasando por la vida con sufrimiento y derrotismo para alcanzar un retiro espiritual más allá de la muerte que era, en opinión de la cabra, algo más que incierta.
El fanatismo hacia mella en el espíritu del hombre y los antiguos altares y los antiguos ritos ardían en las piras del odio y el desconocimiento. Irhacus peregrinó como una sombra de lo que había sido y lo que habría de ser, cada vez más decepcionado, influenciado por la opresiva negatividad que emanaba de las poblaciones marcadas con la cruz.
Roma hacía ya había perdido su esplendor y Constantinopla la sustituía envuelta en sedas y plegarias como un triste reflejo del grandioso imperio. En algún punto cerca del Bósforo le llego la noticia de que la familia Urakbólerdö tenía un nuevo miembro. La buena nueva dejó indiferente al joven inmerso en su Bautizo.
Sus pasos le arrastraron hasta las cuevas del antiguo imperio griego, y danzó ante las puertas de los viejos templos de Pan y Sileno, buscando la sabiduría entre los que también habían sido coronados de cuerno y vellón; los que habían sido profetas embriagados y amantes de los hombres y los montes. Y fue que encontró los viejos huesos del que asustaba a los rebaños y miró a los ojos de la vetusta calavera y en sus vacías cuencas. Y durante días permaneció fascinado por las profundidades de la bóveda que albergó la mente del mayor de los Sátiros, hasta que, perdido en las negras reflexiones que la mortalidad de los de su propia raza le provocaban, en su mente resonó la añeja voz de Pan:
- “Saludos a ti, Irhacus Urakbólerdö, coronado pino y luna, señor de las cabras de selva negra, tiempo ha que no observamos el rostro de un hermano y más aún que no vemos tal derrotismo en el alma de un Fae. Eleva las comisuras de tus tristes labios y alza tu orgullosa cabeza, tú que has de ser coronado de sangre y espadas, pues tu camino es turbio, pero está marcado por el triunfo. Hijo del Otoño, aleja la aflicción de tu semblante pues de tu semilla surgirá un ejército, una multitud que seguirá tus pasos como el Rebaño sigue al Macho Cabrío. Y como Macho Cabrío se marcará tu destino y encontrarás tus enemigos en las Casas del Verano y del Invierno y habrás de guardarte siempre de los que están marcados por el símbolo del Dios del Cordero, pues desde que el mundo es mundo es imposible que dancen en el mismo rebaño cabra y carnero. Y recuerda satyrisci que la fuerza de la oveja está en su número y la mansedumbre de su carácter, que lo impulsa a seguir la ley del pastor sin preguntarse el por qué de la orden. Tú has de potenciar en ti y en los que te han de seguir la independencia y el libre albedrío, el amor por la vida y sus placeres y la astucia cuando la mera fuerza no es suficiente. Pero cuida siempre tus espaldas hijo de la cabra, porque la traición llegará de tu propia sangre y sólo aquellos que nazcan como tú de luna coronados serán los que se mantengan a ti fieles. Ve ahora, tú que has recorrido los caminos de los dioses antiguos y has de mantener los ritos del desenfreno, vive, vive y mantén tu risa y tu gozo tan afilado como tu espada y tus astas: entre los restos resentidos del otoño, taciturnos e iracundos próximos ya a la rabia fría y destructiva del invierno tu has de ser la fruta madura, la mañana de sol, la maceración de la sidra y el mugido de la berrea. Lleva la voluptuosidad y el placer a los corazones amargados y mantén viva la llama de la esperanza y el recuerdo de los antiguos dioses.” -
Y cuando la voz del dios de Arcadia se apagaba finalmente como los últimos estertores del viento de la tarde, uno de los retorcidos cuernos de la divinidad del amanecer y el crepúsculo cayó a los pies de Cabeza de Cabra, que lo tomó entre sus labios y arrancó de su interior su fiero aullido que resonó como una tormenta hace tiempo olvidada, pero aún ansiada. Y hubo fiesta y baile otra vez en las cuevas de las antiguas laderas, y el suelo se sembró de viandas y el vino y la cerveza corrieron por los montes como si de ríos se tratasen. Y aún los más fieles creyentes en el dios coronado de espinas entretejieron esa noche pino y laurel en sus cabellos y portaron pieles de cabra y lujuria en el antiguo aquelarre hace tanto olvidado, e impúberes vírgenes vieron su calidad de doncellas arrancada por la dulzura de la criatura con cascos mientras los adustos párrocos rodaban ebrios por la hierba, embriagados de los placeres más elementales. Y cuando amaneció de nuevo en la Arcadia los humanos elevaron la cabeza, confusos, conscientes sólo a penas de lo acontecido desde la caída del sol y su alzamiento.
Y todos apartaron la mirada avergonzados, y jamás volvieron a mencionar lo acaecido aquella noche, pero su recuerdo permaneció por siempre vivo en sus corazones y aportó ligero alborozo a sus vacías vidas.
Mientras, la cabra emprendió su camino de regreso a su hogar, Bautizado, renacido como las hojas del serbal, que crecen al tiempo que el resto de la fronda languidece en su pequeña muerte otoñal. E Irhacus se entretuvo en las florestas y los pequeños templos, y volvió a sus triquiñuelas infantiles. Allí donde pasaba desaparecían dulces y leche y los jóvenes del lugar aparecían desnudos y entremezclados en alejados claros, mientras sus padres se mesaban las barbas y los presbíteros se tiraban de los cabellos. Atrajo su salvaje danza a muchos, que sembraban los lugares que pisaba con flores y panes, renaciendo los cultos hace ya olvidados de Cernnunos, Fauno y Pan; las bacanales volvieron a surgir con fuerza y los conciámbulos orgiásticos nacían como setas tras la lluvia sobre las huellas del Coronado de los Urakbólerdö.
Mas ¡ay! No todo es sencillo en la vida de aquellos Primoratos que osan entrometerse en los asuntos mortales y sus danzas y andanzas fueron seguidas de cerca por algunos miembros de las Cortes, que observaban con interés o disgusto el paso bullicioso del hijo de la sombra del Feldberg, y también atrajo miradas cargadas de odio y deseo asesino de fiscales de la iglesia que veían en los ritos generados por el carnudo una relajación amoral en el código por ellos impuesto y mandaron dar caza a la esquiva criatura y recorrieron Europa en su pos, hasta que acosado y perseguido hubo de apartarse de la senda a su hogar y permanecer más tiempo en su blasfemo exilio, hasta que respaldado por la fuerza que da la intemporalidad sus perseguidores fueron cayendo uno tras uno en el castigo (o la bendición) de su mortalidad.
Y fue de esta manera que sus cascos hollaron buena parte de la Bella Europa y que cuando tuvo a bien ser capaz de retornar a los sombríos pinares que la habían visto nacer, rondaba el año seiscientos, cumpliendo un siglo desde que las abandonase.
Y cuando por fin tuvo audiencia con sus progenitores y preguntó por la ausencia de su desconocido hermano, caracoleó hacia la cima del Feldberg y tocó su fiero cuerno y las aves y las bestias oyeron su llamada y celebraron el retorno de su señor. Y hubo terribles cacerías y salvajes bailes y yacieron juntos y revueltos el lobo y el ciervo, el lince y el ratón; el águila voló de noche y cantó su siniestra canción la lechuza a mediodía. E incluso los negros pinos danzaron durante semanas, como agitados por una tormenta inexistente. Y las cosechas se pudrieron en los campos y granaron seis veces antes de tiempo por igual y las gentes de la sombra de la montaña colocaron herraduras en sus puertas y ventanas y cercaron sus camas con círculos de sal y vistieron durante un año con las chaquetas al revés y pañuelos azules y escarlatas anudados en los cabellos.
Se dispersaron muchos rebaños que no volvieron a ser vistos y ganaderos vieron sus cercados llenos de cabras de negro vellón y desaparecieron muchachas que volvieron al cabo de un año con un hijo lanudo y asombrosas historias de pasiones prohibidas. Y durante mucho tiempo hubo inquietud en las aldeas y los campos y todas las noches sonó el cuerno terrible hasta que, por fin, el hijo del Señor de la Floresta cayó dormido y permaneció en sueño reposado, saciados todos sus deseos, y la tranquilidad volvió durante veinticinco años a las tierras, mientras Irhacus sesteaba bajo su manta de zarzas y agujas de pinos, protegido por el bosque que era su carne y su herencia, acariciado su dormida mente las jóvenes pasiones de muchachas y muchachos, que buscaban la Peña de la Cabra para entregarse a las pasiones prohibidas por sus puritanos mayores.
Y la primavera del año del dios de la cruz 625, salió el señor de las cabras de letargo y fue en busca de las semillas que había sembrado en vientres mortales y halló que sus vástagos habían bebido de su lujuriosa naturaleza y que donde el plantase una docena de retoños había emergido una pequeña armada, un rebaño de inconsciencia y desenfreno. Y los miró y se sintió orgulloso y los llamó su rebaño y convivió con ellos y fue generoso en sus dádivas y parco en sus exigencias, pues el libertinaje que había desatado antes de su sueño había saciado buena parte de sus apetitos.
Y permaneció largos años en su secreto culto y no abandonó las tierras que quedaban bajo las sombras. Se compusieron canciones y se tocaron instrumentos, se bailó hasta la embriaguez de los sentidos en verano e invierno. Se recogieron los frutos del bosque y se ofreció la propia carne al pasto de las bestias y el Coronado de Pino se sintió feliz, pero intranquilo, pues recordaba las palabras del Viejo Pan y no veía en ninguno de sus descendientes la marca de la que le advirtiese y porque la Corte a la que él pertenecía perdía posiciones en su guerra con el resto y retrocedía como un animal herido sangrando más que hiriendo en su retirada.
Y volvió a vestirse las ropas de guerrero de las que hacia tiempo se había desprendido y volvió a afilar la espada que dejó entre la enredadera y el hinojo y escogió de entre los suyos a los de mente más despierta y con una canción en los labios y fuego en los ojos, el Rebaño partió a la guerra de las estaciones.
Poco hay que decir de las innumerables batallas, se ganó mucho y se perdió mucho también, los que partieron de la sombra de Selva Negra perecieron pronto bajo las armas o los artificios de las Hadas y unos pocos llegaron a la frontera en la que la edad les impidió seguir combatiendo. Pero el ejercito del otoño no perdía su numero, pues desde el Feldberg siempre llegaban jóvenes ansiosos de sangrar, con frentes abultadas y chivas perillas y Irhacus no perdía el derecho de pernada de las tierras conquistadas y regó las poblaciones enemigas de bastardos astados y doncellas ansiosas de un amor que ni un hombre ni una bestia eran capaces de darle, pues precisaban de aquel que era la suma de ambos.
Y tanto en las filas de aliados como de enemigos muchos temblaban ante la presencia de Cabeza de Cabra y sus huestes, pues era brutal en la batalla y combatía ebrio de vino y sangre y ni él ni los suyos sentían dolor o miedo o remordimiento y eran terribles de ver, coronados de asta y sangre y con los ojos en llamas.
Y, como todo, el tiempo de las batallas pasó, e Irhacus recogió a su maltrecho rebaño y, tan rápido y silencioso como había llegado, partió del campo de sangre y muerte, pues sus deseos de guerra habían quedado saciados por fin y eran ya muchas las perdidas que tenía que llorar tras casi trescientos años de luchas.
Y así nos acercamos a los días más cercanos a nuestro tiempo, donde el Señor de las Cabras volvió a perderse en su espiral de voluptuosidad y deseo. El bosque era su señorío, al encontrarse su padre y hermano anclados en la corte de selva negra. Los días transcurrían tranquilos y despacio, como transcurren los plácidos días de otoño, con el viento calmo y la melancólica combinación de ausencia de viento y colores ocres.
La vida de Irhacus parecía haber alcanzado por fin un equilibrio entre su naturaleza salvaje y la racional. La paz inundaba lentamente al espíritu forestal y la profecía de Pan parecía a un tiempo en parte cumplida y olvidada. El cuerno de la abundancia sonaba raramente en los sombríos pinares.
Sin embargo, como tristemente Cabeza de Cabra había aprendido, los tiempos tranquilos poco duran y el incipiente letargo del Sátiro se vio truncado por dos dispares misivas. La primera venía con palabras de Lord Urakbólerdö, instándole a mover sus tropas caprinas hacia el Paso del Feldberg pues una amenaza hostil se preveía en el Este, y había sido prevenido por los rumores de la Corte.
La otra misiva, llegó cuando había reunido la totalidad del rebaño, algo pocas veces visto y marchaba hacia el lugar designado por su Padre. Era una misiva extraña remitida por el hermano al que nunca había conocido que rebelaba palabras de traición y complot. La profecía de Pan resonó con nuevas fuerzas en el cráneo del caprino señor y volvió a tomar su cuerno y lo hizo sonar… más fueron pocos entre sus tropas los que respondieron en su llamada. Debido era esto a que el Cuerno no afectaba a los espíritus tensos y dados a la traición sino a sólo a los predispuestos al festejo.
E Irhacus vio rostros serios y severos y recordó la persecución de los seguidores del Cristo Blanco. Y por primera vez en su vida, el Coronado vio el hilo de la Parca tendiéndose afilado cerca de su cuello, a punto de ser cortado. Y buscó entre los pocos que le eran leales y observó a siete varones y una mujer que poseían la Marca y emprendió el camino marcado por su hermano, lejos de sus tierras próximo a su exilio, con todo lo obtenido perdido sin lucha. Y el odio y el resentimiento creció en su corazón cuando en su peregrinaje escuchó la mala nueva de la caída de su padre, que confirmaban que seguir el camino trazado por su hermano había sido el correcto.
Creció en él el deseo de venganza y se arrancó las telarañas de somnolencia que habían estado de nuevo a punto de atarlo. Era otoño y las hojas que caían en las fronteras transilvanas reflejaban todo lo perdido en la vida de la cabra. Pero como los cultos antiguos renacería, una y otra vez, como la mala hierba, como la enfermedad no erradicada, necesitaba tiempo, y apoyos, y un nuevo ejercito.
Se vería obligado a casi mendigar un lugar en una corte que le era ajena, pero sabría hacerse su lugar. Y volvería, más fuerte, más terrible. Pues nadie es capaz de sofrenar las pasiones de un sátiro cuando están desatadas.
AZURBAAL EL SEÑOR DE LA FURIA.
La débil luz de la antorcha no era suficiente para alumbrar la tortuosa escalera que subía al torreón. Los peldaños estaban resbaladizos a causa de la humedad de la estación invernal. El frío penetraba hasta los huesos del joven chico que con cuidado iba subiendo peldaño a peldaño.
Había utilizado multitud de veces aquellas escaleras, pero siempre durante el día. Ahora por primera vez, no sabía porqué, su maestro le había mandado subir para apagar el fuego. Aun así su trabajo no era quejarse o cuestionar sus órdenes, simplemente debía obedecerlas.
Con su mano derecha extendida alumbraba dos escalones por delante suya, mientras, su mano izquierda se frotaba el hombro intentando con ello darse un poco de calor y evitar el entumecimiento y las punzadas de dolor por las bajas temperaturas. Su aliento al toparse con el gélido aire se condensaba formando pequeñas volutas de humo que acto seguido se dispersaban.
¿Por qué me manda ahora al torreón? Es estúpido, y más viniendo de él. ¿Siendo tan previsor no se había dado cuenta de que se había dejado la chimenea encendida hasta ahora? Y claro… me toca a mí apagarla.
Por fin alcanzó la puerta que daba al estudio de su maestro. Giró el pomo y con un leve chirrido la puerta se hizo a un lado dejando a la vista el interior de la habitación.
A ambos lados de la puerta dos antorchas apagadas. Alrededor de toda la circunferencia de la pared, excepto en un pequeño hueco enfrente de la puerta, había estanterías repletas de libros.
Le había dicho su maestro que en su biblioteca privada no entraban libros que no hubiese leído antes. Era enorme y el joven chiquillo no sabía como había sido capaz de haberlos leído todos en una sola vida.
Enfrente suya estaba el escritorio para el estudio y un sillón cómodo. Tras estos se encontraba la chimenea, con un fuego mortecino. Su calor remanente todavía inundaba la habitación, era muy agradable.
Corrió para apagar los rescoldos como le habían mandado cuando tropezó y cayó de bruces sobre la superficie del escritorio. Ahora, delante de él, podía ver un pequeño libro. Lo hojeó con cuidado. Gran parte del libro estaba en blanco, pero en aquello lugares en los que había algo escrito las letras eran rojas con trazos tortuosos y tremendamente burda, como si hubiese aprendido hacía poco a escribir o si pretendiese acuchillar al papel. La cubierta era de color granate con bordes dorados, pero no había ningún título.
Un leve olor a quemado le hizo volver a la realidad. La antorcha había empezado a quemar la pata del escritorio. Corriendo se levantó y la cogió preocupado por qué le diría cuando viese esa quemadura. No era demasiado visible, pero él se daría cuenta, seguro…
Su maestro era bastante ordenado y le gustaba siempre tener en aquellas habitaciones en las que pasase más tiempo un pequeño lavabo. Cada vez que se sentía cansado o decaía el ánimo se levantaba y mojaba sus muñecas y el rostro, decía que eso le daba fuerzas renovadas para emprender su labor.
El chico se acercó al lavabo y con el agua que había en la jofaina poco a poco fue arrebatando vigor al fuego, que se resistía crepitando más sonoramente, hasta que finalmente fue derrotado.
Estaba muy cómodo allí, y decidió quedarse solo un rato disfrutando del calor de la habitación y de sus muebles. Volvió al escritorio y abrió el libro “sin título” por una hoja al azar. La luz que le prestaba la antorcha no servía para leer, por ello acercó un pequeño candelabro y encendió las dos velas que sostenía dejando la antorcha a un lado.
A la trémula luz de las velas empezó a leer:
“¡Ah!, cientos de miles de años de existencia y no recuerdo ni uno de ellos de forma clara. Escribo esto como una memoria, por si el Gran Tirano decide, una vez más usando a sus peones, enviarme al ostracismo, al olvido, a la locura.
Debes saber, simple mortal, que no estoy vivo, simplemente existo. ¿Te sorprendes? Era de esperar de un ser hecho de carne, un ser tan limitado y que aun así demuestra una ambición desmedida que rebasa incluso el mundo material. Soy espíritu y por tanto no pertenezco al mundo material, no soy un ser perecedero como vuestra carne y por tanto no vivo porque no puedo morir. Sólo ves ventajas, ¿verdad?, una envidia velada te hace desear lo que no tienes… pero debo decirte que a mí sólo me espera un destino peor que la muerte.
Fui creado al principio, un ser de maravillosa perfección, una parte del que entonces llamábamos Grandísimo. Yo era el encargado de impartir su justicia, haría llegar su furia a aquellos que desobedeciesen sus órdenes. Yo era su espada, yo era la Justicia.
Nosotros los ángeles creamos el mundo, y nos deleitamos con sus maravillosas formas. Era nuestra creación y sentíamos un amor paternal hacia ella. El agua, los animales, las plantas, las nubes, el fuego, todo eso es NUESTRA obra.
Entonces llegó el hombre, fue creado de forma parecida a como lo fuimos nosotros, pero por el contrario era un ser ruin, egoísta, despreciable. Se guiaba por instintos y deseos materiales. Buscaba placer, causaba dolor, acaparaba, mataba, robaba.
Un solo hombre podría haber vivido en paz, pero cuando había más empezaban las disputas. Tenían todo lo que necesitaban y querían más, la envidia los corroía por dentro. Veían a otro, con más posesiones o con las mismas y deseaban lo que tenía el otro. Buscaban maneras retorcidas de arrebatárselo, buscando ser más, conseguir más, tener más, vivir más, sentir más… AMBICIÓN.
No lo comprendíamos, eran nuestros hermanos, pero a ellos les daba igual. Seguían matándose entre ellos, padres contra hijos, hijos contra padres, esposas contra maridos, todos contra todos. Los ríos se tiñeron de rojo con la sangre derramada.
Había que exterminar esa plaga que estaba acabando con el mundo que habíamos creado con tanto esmero. Ese era nuestro sentimiento, ese era nuestro deseo, pero el Gran Tirano se puso, como no, en nuestra contra. Habíamos sido traicionados por nuestro Creador y los que nos revelamos fuimos expulsados del Cielo, de su “Gracia Divina”.
Los ángeles caídos nos llamaron, los que traicionaron a Dios dicen, cuando el que verdaderamente nos traicionó fue Él. Él escribe la historia y se ha dado el nombre de “Bien”. Manipula a su antojo sus creaciones usándolos como marionetas. Amante de la mentira, gusta de la traición, se alimenta con el daño que causa.
Creó para nosotros el Abismo, el Infierno, el Tártaro… la peor y más terrible de las torturas. El que es perfecto en su bondad no tuvo misericordia, no nos comprendió, simplemente nos castigó.
Éramos seres bellos en un mundo bello, pero nos desterró al escenario más horrible que jamás haya existido. Sólo recuerdo angustia y dolor… miles de años. Jamás sabréis lo que cuesta seguir cuerdo en aquel lugar.
Imaginaos miles de agujas atravesando vuestra carne, sonidos de una agudeza tal que perfora vuestros tímpanos, un inmenso calor quemando vuestra retina, una presión enorme en vuestro cráneo y jamás os acercaríais ni un ápice a nuestro dolor. El dolor por la pérdida, el dolor a no poder cambiar nuestro destino, el dolor por haber conocido el Cielo y ser desterrados al Infierno.
Sólo hay una forma de evitar ese sufrimiento y es perdiendo tu identidad. Algunos de nosotros sufrieron tanto que dejaron de ser ellos mismos, evitando así el dolor. Se olvidaron del resto y de sí mismos para evitar la eterna tortura. Existen, pero no existen, son tristes vegetales sin emociones, pasiones, sentidos, cordura.
Eso era lo que el Gran Manipulador quería: destruirnos, relegarnos al olvido. Así solamente Él permanecería en primera escena… Pero yo lo descubrí, yo lo comprendí y sé como combatirlo: con ODIO, con IRA, con deseos de VENGANZA.
Las únicas tres cosas que te permiten mantener una conciencia del yo, una conciencia individual. Deseas existir para vengarte, y ese deseo es tan fuerte que te impide enloquecer, te impide olvidar las cosas importantes. Qué más da qué hice exactamente, qué más da lo que pude haber hecho, sólo importa el ahora, sólo importa el momento.
¿Qué pecado es tan grave como para merecer tal tortura? Estoy sufriendo por culpa de alguien y si quiero dejar de sufrir debe ser destruido el causante de mi dolor. Jamás renunciaré a mí mismo, ¡JAMÁS!
Se abrió una minúscula grieta en mi horrible prisión, la aproveché para salir, para escapar y cumplir mi merecida venganza. Usaría a los humanos como Él hacía, los manipularía con sus deseos de poder y me crearía mis propios súbditos, un culto propio enfrentado al del Titiritero.
Eso fue hace tres milenios, maravillosos años. Para esos estúpidos insectos lo era todo: me adoraban, me alababan, me temían… Ah, el delicioso miedo, ¿lo habéis probado? Es una sensación agradable. Se siente ese temor, mezcla entre reverencia y el deseo de seguir viviendo, ese sudor frío que aparece por su frente, los ojos desorbitados, la cara se contorsiona de formas cómicas y luego viene la mejor parte: el grito. Un desgarrador grito al saber en lo más profunda de su alma que va a dejar de existir, el terror a la nada y entonces “crack”, su cuello se parte y el espíritu escapa de aquella carcasa de carne. Jamás podréis saborearlo simples mortales tal y como lo hago yo…
Mi culto creció y a medida que aumentaban mis creyentes su Fe en mí me hacía más y más poderoso. Jajaja, rivalizaba con Él, con su poder, con su influencia… sentía como me temía, como deseaba en lo más profundo de su ser mi destrucción por tener la voluntad suficiente como para presentarle cara. Iba a ver una lucha titánica en no mucho tiempo y yo vencería… lo presentía.
Fui engañado, el muy traidor me hizo creer que era fuerte, me hizo creer que le podría vencer y finalmente los seguidores de Enki, fornicadores incestuosos tan hipócritas como el dios al que sirven, destruyeron a mis preciosos sirvientes.
Destruyeron mi culto, me debilitaron y acabaron con el cuerpo anfitrión que poseía. Volví a sentir la llamada del Abismo, me reclamaba… una poderosa fuerza me obligaba a dejar este mundo para volver al Abismo del olvido.
Permanecí tres milenios más allí regodeándome con mis maravillosos sueños, perfeccioné mis planes para una vez fuera volver a la lucha, porque mi enemigo ahora también era el hombre. Por su culpa caí en las dos ocasiones, por su culpa me engañaron… pero con ellos no será una lucha abierta, corromperé su alma, la desgarraré y cuando pierdan toda ambición, todo deseo de seguir viviendo me bañaré en sus entrañas.
Haré más poderosos a los poderosos para luego traicionarlos y hacerlos caer, los débiles se tornarán fuertes y en su ambición caerán como el resto. Sólo quedaré yo, el único que pervivirá. Serán mis juguetes, mis esclavos, actores de un drama que yo he escrito.
Jajajaja, Él no sabía una cosa… mis siervos me protegieron. Mis seguidores crearon pergaminos para invocarme y que pudiese volver a escapar. Presentía que dentro de poco se volverían a abrir las puertas al mundo mortal y que sería llamado para gobernar.
No me equivocaba, siglos después fui invocado por alguien. Era un hombre cruel, retorcido, gustaba de la muerte y la destrucción, hacía uso de sus habilidades para manipular a mentes débiles… me gustaba, era “especial”. Pero me equivoqué, era un idiota, un inútil que no sabía aprovecharse de mi verdadero poder y de un pacto real conmigo… me encerró en un irrisorio anillo, un asqueroso aro de metal. ¡Yo, humillado de tal manera por un ¡simple mortal! Hubiese sido un buen aliado, pero había decidido ir en mi contra… lo lamentaría y mi odio es eterno.
Pasé un tiempo sirviéndole de poco, no sabía emplear mi fuerza, no sabía aprovecharse de mí, ese fue su error. Jajajaja, fue maravilloso, sentir como su vida se escapaba, envenenado. Se retorcía de dolor, la sangre le bullía, su garganta seca… no podía hablar, no podía gritar y un grito apagado es hermoso, su sutileza provoca impotencia en el que intenta gritar, pero no puede, esa frustración, esa lucha por la vida, ah.
Lo deseaba, quería su cuerpo y estando tan débil no podía resistirse a mí, poseí su cuerpo. Me adapté a su forma, desplacé su alma… de vez e cuando siento su pequeña voz gritarme, insultarme, amenazarme, pero no puede hacerme nada jajaja, imbécil.
¡¡AHORA HA LLEGADO MI MOMENTO!! A PARTIR DE AQUÍ YO ESCRIBIRÉ LA HISTORIA, YO DIRÉ QUÉ ESTÁ BIEN Y QUÉ ESTÁ MAL. YO GOBERNARÉ ESTE PLANETA DE MORTALES ENCLENQUES Y TODOS ME DEBERÁN LEALTAD Y ME RENDIRÁN PLEITESÍA. YO DECIDIRÉ QUIÉN VIVE Y QUIÉN MUERE. YO ME CONVERTIRÉ EN EL VERDADERO Y ÚNICO DIOS…
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El joven aprendiz salió de su ensimismamiento. No sabía cuanto tiempo había permanecido allí absorto pero tenía la impresión de que era más del aconsejado. Sabía que su maestro le castigaría y lo temía. Apagó las velas, recuperó la antorcha y salió corriendo.
Bajó las escaleras a toda velocidad, temía más la reacción de su instructor que la posible caída por un resbalón. Su maestro era muy autoritario y varias veces había recibido en sus propias carnes la frustración por un estudio incompleto o un experimento fallido, sus cicatrices lo atestiguaban.
Mientras bajaba pensaba en lo que había leído: se preguntaba quién podía haber escrito ese texto, por qué lo había escrito, cómo es que su maestro tenía ese libro… Un sinfín de preguntas para las que no tenía respuesta y no las obtendría fácilmente. No podía decirle a nadie lo que había leído, lo menos que podía esperar era una acusación de herejía si se lo contaba a alguien o ser severamente castigado (aun más si cabe) si se lo contaba a su maestro.
En ninguno de los dos casos su maestro se vería afectado, era un hombre influyente que contaba entre sus amigos con las personas más poderosas de la región.
El texto era el producto de una mente perturbada llena de odio e ira por toda forma de vida. Buscaba sólo crear daño y provocar sufrimiento, si no supiese que esa letra no era de su maestro pensaría que era de su propia autoría. Pensando en eso una leve sonrisa apareció en sus labios que le hizo liberar un poco de la tensión que sentía en aquellos momentos.
La escalera llegaba a su fin. Sin bajar el ritmo abrió rápidamente la puerta y dio con un largo pasillo y corriendo se encaminó hacia los aposentos de su maestro. Esporádicamente en la pared aparecían puertas a ambos lados que comunicaban con nuevos pasillos o habitaciones, era un verdadero laberinto pero el chico lo conocía bien.
Cuando quedaba poco para llegar, escuchó el eco de unos pasos en un pasillo a su izquierda. Sería alguien del servicio, no debía prestarle menor atención.
Corres como si te estuviese persiguiendo el Diablo.
Aquella voz severa, grave, un poco cascada y en un tono irónico era la de su maestro. Frenó en seco y aun jadeando dio media vuelta para encontrarse de cara con él. Estaba allí, algo encorvado por la edad. Un rostro ajado y lleno de arrugas se descubría en la oscuridad. El pelo ceniciento caía lacio sobre sus hombros, uno de sus ojos era blanco como una perla, un accidente en su juventud durante una cacería era su causa. Dedos huesudos, mentón pronunciado, dientes amarillentos y la poca carne que tenía pegada a los huesos le hacía parecer ya más un esqueleto que un humano. Con dos pasos se acercó al joven y a la luz de las antorchas lo vio con esa sonrisa ambigua tan característica que impedía en todo momento saber que estaba pensando.
¿Y bien? ¿Huyes de algo?
No, no maestro. Corría a buscarle a sus aposentos para decirle que ya he hecho lo que me pidió- el miedo recorría sus extremidades haciendo que al hablar se notase un leve tartamudeo.
¿Sólo has hecho lo que te pedí? Es que me parece que has tardado más de lo debido…
Bu… bueno señor, es que en su ausencia el fuego se avivó y, y me ha costado bastante apagarlo. - Sabía que no podía mentir a su maestro, pero como un acto reflejo, por simple supervivencia no se le ocurrió decir o hacer otra cosa.
Oh, pues a sido una suerte que me acordase de mandarte subir, sino podría haber ocurrido una gran desgracia. Mm, a no ser que me estés mintiendo…- calló un instante que al chico le pareció eterno. Siempre usaba esos silencios incómodos para hacer confesar.
- Es broma, relájate. Te veo muy tenso. No pasa nada. Ven, acompáñame, quiero presentarte a un amigo mío.
El chico dudaba de la reciente “bondad” de su amo. Le extrañaba que dejase aquel retraso sólo en eso, sin llegar a recibir un castigo. Entonces se le ocurrió que aquel supuesto amigo podía ser una treta, un juego de los que tanto le gustaba para hacer bajar la guardia a la gente. Notó pequeños toques en el hombro de su maestro animándole a seguirle, pero no quería acompañarle.
Te veo reticente, ¿vienes o no? - dijo imperativamente.
Desechando toda posibilidad de resistencia siguió a su maestro hasta llegar a una sala que servía de comedor. En el centro había una larga mesa, a su alrededor numerosas sillas tapizadas en granate. Un pequeño fuego acogedor en una chimenea en el centro de la pared frente a la puerta era la única calefacción.
Sobre la chimenea un gran cuadro en el que estaba la efigie de su maestro treinta años atrás. El marco repujado en chapas de oro y plata representaba la caída de Lucifer y sus seguidores ante el ejército celestial.
Frente al fuego se recortaba la silueta de un hombre de unos cuarenta años. Sus brazos eran fuertes, musculados, de espalda ancha y cara angulosa. Parecía una estatua de mármol de perfectas proporciones y enorme belleza. Exudaba una apariencia casi hipnótica, era bello, era interesante. Sus ojos tenían el brillo que es característico de las mentes vivaces, de una astucia milenaria.
Se levantó y con una voz dulce empezó a hablar.
¿Ese es tu chiquillo?
Sí, maestro. Es el que he elegido y educado para usted.
¿Crees que me servirá? No dudo que es perfecto, muy parecido a este, pero espero no perder con el cambio.
Señor, no lo dudo. Esta es la mejor opción, el suyo se está quedando “pequeño”.
El joven estaba asustado, no comprendía aquella situación. Su maestro estaba tratando con un respeto casi reverencial a aquel desconocido cuando normalmente era un hombre soberbio que sólo se respetaba a sí mismo. Además estaban hablando de él como si fuese un cacho de carne, un producto para intercambiar. No le gustaba el cariz que estaba tomando aquella conversación.
Mientras pensaba en ello el desconocido se acercó a él, la sombra proyectada por el fuego se movía de forma antinatural. Era intimidante, pero a la vez despertaba su curiosidad. Cogió su barbilla y haciendo que girase la cabeza a un lado y a otro lo observó minuciosamente. Aquella cercanía lo hizo sentirse muy violento y sintió ira, no hacia aquel desconocido sino hacia su maestro.
Él lo había maltratado durante quince años, lo había explotado y no dudaba que se lo haría pagar pronto. Sí, lo mataría cuando menos se lo esperase… ¿Un leve empujón por las escaleras del torreón? Sería un terrible accidente y nadie dudaría de él, pero antes debía asegurarse de solucionarse la vida, robarle, humillarle, destruirle. Su muerte sólo sería la solución a la miseria que le causaría a aquel vejestorio y sabía que se lo terminaría agradeciendo.
La mirada del desconocido era penetrante, por un instante había tenido la leve impresión de que podía leer en lo más profundo de su alma todo lo que sentía, todo lo que anhelaba.
Sí, me gusta. – Dijo con una sonrisa siniestra.
Sabía que le agradaría Señor. – Dijo su maestro.
Ya sólo queda la última prueba. - Echó su mano al bolsillo y sacó una pequeña daga que tendió al chico. Este casi sin pensarlo la cogió y la alzó contra su maestro. - Bien, ahora mátalo chico, ¡¡MÁTALO!! - grito con rabia.
El chico se acercaba lentamente a su maestro con la daga alzada. En su cara había una mueca de odio. Tenía por primera vez deseos de matarlo, no, había reprimido esos deseos durante largo tiempo, ahora era alguien libre, podía hacer lo que quisiera. Ya no estaba coartado por una moral estúpida, un respeto irracional, el sentido común o el miedo. Podía y debía hacer lo que deseaba, no necesitaba pensar, no tenía que reflexionar sobre las consecuencias de sus actos, sólo necesitaba disfrutar de su vida y aquel viejo decrépito era un impedimento para cualquier tipo de ambición.
El viejo viendo su vida amenazada y sin posibilidad de salvación había cambiado de actitud. Soltaba grititos lastimeros, balbuceaba perdón, pedía clemencia. Tenía los ojos llorosos y en su rostro había una mueca de miedo. Estaba acorralado, la puerta estaba cerrada, no podía huir. Corría torpemente como un animal asustado de un lado de la sala al otro, finalmente calló de bruces contra el suelo. Mientras lloraba pedía ayuda al Señor al que había servido durante tanto tiempo.
Por favor, por favor. Mi Señor, le he servido fielmente durante cuarenta años de mi vida. ¿Qué más quiere de mí? Nadie puede ser tan leal. Por favor, perdóneme. - Su voz era aguda y temblorosa, el tono se movía entre el susurro y pequeños chillidos de desesperación.
Cierto, me has servido bien durante estos años pero tu servicio es ¡DE POR VIDA! - Al pronunciar las últimas tres palabras su rostro adquirió una mueca de tenebrosa crueldad.
Esas fueron las únicas palabras de alivio para el alma atormentada del anciano, después siguió azuzando al joven como si de un perro rabioso se tratase para que atacase a su mentor. Arañaba el suelo, pataleaba pero debido a su edad no podía competir con el vigor natural del muchacho que le agarró ambos brazos con una sola de sus manos y apretó, cada vez más fuerte. Se elevó por la sala un chillido de dolor cuando los huesos de sus brazos se quebraron por la presión. Estaba desarmado, sin esperanzas, sin salvación.
El chico bajó el cuchillo sobre su pecho. La carne fue perforada por la hoja de metal hasta que topó con hueso. Con un último golpe seco rompió las costillas y atravesó su decrépito corazón.
El chico soltó al moribundo que se desplomó sobre el suelo. La sangre salía a borbotones por la herida, su pecho aun se llenaba de aire. Su respiración se entrecortaba, parecía que se estaba ahogando con el fluido que recorría sus venas. Súbitamente, con un último estertor dejó de respirar.
Su cara estaba contorsionada de forma grotesca por el terror que había sentido: las mandíbulas desencajadas, la frente arrugada, sus dientes manchados de sangre se habían partido con el castañeteo de terror, los ojos desorbitados miraban al infinito. Una última lágrima de desesperación se había escapado y recorría sus ajadas mejillas.
Muy bien chico, perfecto. Hacía mucho que no disfrutaba así. - Se carcajeó el desconocido.
El muchacho acababa de quitarse un enorme peso de encima, pero empezaba a sentirse confuso. No, él no lo había matado, lo habían obligado a hacerlo. Aquello no podía ser real, no podía haber asesinado tan fríamente al que había sido su maestro. Era una terrible pesadilla. Presionó fuertemente sus sienes, se arañó la frente, se daba golpes en la cabeza con la palma de la mano pero nada lo calmaba, no despertaba.
¡Qué he hecho, qué he hecho! - Gritaba con impotencia.
El extraño le respondió con otra sonora risotada. Entonces volvió a sentir otro arrebato de ira. Él le había obligado a hacer aquella horrible cosa, él era el culpable de destrozar su vida de aquella manera, ahora sería acusado de asesinato, sería torturado y mutilado horriblemente y luego ahorcado, o le cortarían la cabeza… Se le ocurrían millones de posibles finales truculentos por aquel asesinato. Aferró con fuerza el cuchillo y se abalanzó con furia sobre el invitado.
Abría la boca como una bestia, enseñaba los dientes, sus ojos no mostraban piedad alguna ni remordimiento. Le caía la baba por la barbilla, ya no era un humano, era un animal a merced de sus instintos más básicos. Su supervivencia era lo primero.
El atractivo extraño no se movió del sitio, siguió riéndose a carcajadas mientras el joven le clavaba una y otra vez el cuchillo sobre todo el cuerpo. Sentía una vez más el inefable placer de tener poder sobra la vida del resto. Contaba las puñaladas mentalmente. Aquel éxtasis no le había hecho perder la cordura, seguía pensando fríamente a pesar de las circunstancias. Él se creía un justiciero, había acabado con la vida de un maestro tirano y ahora estaba matando al que le había inducido a hacerlo. Su corazón era puro, era una víctima de las circunstancias.
Jajaja, muy bien… chico. Me gustas… ese pecado… se llama… soberbia y… con la ira… resulta extremadamente… delicioso. - Cada pausa venía acompañada de una costosa y sonora inspiración. Se estaba atragantando con su propia sangre al hablar.
Le daba igual lo que le acababa de decir, sabía lo que tenía que hacer. El ímpetu de las puñaladas hacía que la sangre salpicase su cara y su ropa, el sudor por el esfuerzo recorría su frente, le dolía el brazo del esfuerzo, no podía seguir así. Lanzó la daga con fuerza contra el suelo y rodeó el cuello de su víctima cerrando las manos sobre él. Sentía la presión de la sangre y el aire sobre su mano, le costaba respirar. Si retiraba la mano le permitía respirar, si apretaba más fuerte aumentaba su sufrimiento. Qué maravilloso placer sentir causar la muerte, pensaba.
Se levantó jadeando, pero volvió a caer de rodillas por el esfuerzo. Su pecho se hinchaba con enorme frecuencia, la cabeza le daba vueltas. Nunca había sentido nada igual y estaba confuso por la cantidad de emociones que había experimentado en unos instantes. Debía descansar y paladear cada momento recordando lo que había disfrutado. La ropa del extraño estaba hecha jirones, su torso se había convertido en una masa sanguinolenta de piel, músculos y entrañas. Alrededor de su cuello una marca amoratada señalaba donde había posado sus recias manos, más arriba su lengua anormalmente larga sobresalía de la boca y de ella gota a gota caía sobre el suelo sangre mezclada con saliva.
Recuperado de aquello se irguió completamente, debía huir de allí lo antes posible. Estaba dispuesto a salir cuando a su espalda notó un burbujeo. Dio media vuelta y pudo contemplar aterrado como la sangre de su última víctima hervía. Bien por el terror o la curiosidad seguía observando la escena inmóvil.
Enfrente de él tenía una figura musculosa, del color de la sangre seca y de ojos rojos llameantes que lo miraba con deseo. Aquel ser se abalanzó contra él, que con un acto reflejo se cubrió la cara con los brazos. Pasaban los segundos y no notaba el impacto. Retiró sus brazos y en la sala ya no había nada raro, sólo los dos cadáveres. Había sido una ensoñación, una jugarreta de su imaginación por aquella lucrativa experiencia.
Nada más cruzar el umbral del comedor sintió un leve cosquilleo en sus extremidades. Poco a poco ese cosquilleo iba extendiéndose y eliminando toda sensibilidad en su piel. No podía sentir, no podía moverse, algo se estaba apoderando de su cuerpo. Al llegar el hormigueo a la cabeza escuchó una voz en su mente.
- Soy yo. – Dijo en tono burlón. - Eres un anfitrión perfecto para mí. No te preocupes, a partir de ahora disfrutaras tanto como has disfrutado hoy. Mira por última vez a tu alrededor y se consciente de lo que has hecho.
Observó la escena y perdió toda voluntad para resistirse, era culpable de aquella carnicería, se había prestado a hacerlo voluntariamente. Ante todo hombre alguna vez se presenta la tentación siendo libre para rechazarla. Él había sentido envidia, avaricia, soberbia e ira y había sucumbido a ellas. Sería castigado por ello a una eternidad de muerte y dolor, a partir de entonces el rojo sería el único color que vería.
Aun así una cosa era cierta, nunca se había sentido tan feliz, tan alegre. Había sido totalmente libre por unos instantes, ajeno a todo remordimiento, creencia o valor. Había vivido intensamente experiencias que muchos humanos jamás se plantearían llevar a cabo, era superior al resto, era más valiente que el resto… Había merecido la pena.
Sentía una enorme presión sobre su pecho. Una voluntad de hierro presionaba su alma y la condenaba al rincón más profundo de su consciencia. Ya no era su cuerpo, era el cuerpo de otro. Ya sólo era una pequeña voz, un pequeño atisbo de razón sin poder alguno sobre sus actos. No podía ni quería hacer nada, estaba condenado y lo aceptaba. En un último esfuerzo de sus labios dejó escapar un susurro: Azariel…
Knezi Tiberiu Bratovich: Conde de Satu Mare.
Mes de Enero del 950: Satu Mare:
No pienso en otra cosa que en el bienestar de mi pueblo. No siempre ha sido así, hace muchos años sólo pensaba en mi bienestar, pero con razón. Mi padre podría matarme en cualquier momento, pero ahora, sin su presencia, soy el Señor de Satu Mare y es este año, el año 950, el año del comienzo de una nueva era para nuestro pueblo.
- Ruschesku, ve a buscarlos. - Señala con tono amable, pero firme. Baja Mare va a dejar de ser un vasallo técnico... Quiero esa mina, la necesito para forjar armas y armaduras. Y defender esta tierra de esos bastardos magiares... Vladimir y mi hermana lo harán, se que lo conseguirán.
El mayordomo me mira con su semblante serio mientras asiente con la cabeza. Llama a uno de los criados del castillo y aclarándose la voz, le da la orden pertinente para que vaya a buscar a mi familia.
- Soldado ve a avisar a Vladimir, date prisa, el señor le espera en las almenas del muro Sur.
Poco a poco, mi familia empieza a llegar donde me encuentro. El primero en llegar es Vladimir, uno de mis primos.
- Mi señor Tiberiu, se presenta ante vos Vladimir Dravescu, ¿solicitabais mi presencia ante vos? - Pregunta, con modales cortesanos y exquisita formalidad.
La próxima persona en llegar es mi hermana Vladana, una hermosura de mujer, sin embargo, una peligrosa diplomática.
-Hermano, ¿me llamabais? Decidme en que puedo ayudaros mi señor.
-Baja Mare. – Sentencio con firmeza. – Como bien sabéis mis amados primos y hermana, está bajo mi protección y hace mucho tiempo que no sé nada de ellos. Vuestra misión será ir allí y convencer a la gente que ahora hay un nuevo Knezi, y que a partir de ahora las cosas serán muy distintas. Baja Mare posee una mina de hierro, y hace mucho tiempo, esa mina nos proveía de hierro y de armas para hacer frente a las invasiones Magiares. Hace mucho tiempo que nuestros enemigos no aparecen, ahora mismo deben estar devastando las regiones del norte de aquí. Pero necesitamos armas y tropas para hacerles frente.
Mi tío Zort, que se encontraba a unos metros de donde nos encontramos, se acerca a mí para pedirme que lo deje acompañar a Vladana y a Vladimir a Baja Mare, pero rápidamente le hago saber que tengo otra misión importante para él.
- Zort, mi emisario, mi mentor. Para ti tengo otra misión. Es necesario que viajéis hacia Zalau. Todos en esa aldea, sobre todo Zakov el Anciano, deben saber que ahora hay un nuevo Conde en Satu Mare, un Conde reconocido por el Voivoda, y que pretendo unificar todo el norte bajo el estandarte de Satu Mare.
Toda mi familia se retira a preparar su viaje, cuando en ese momento llega mi otro primo, Zuyla, el cual me saluda con una reverencia.
-Zuyla, acompáñame. Tengo una misión para vos, la cual es bastante peligrosa. Deberás viajar hacia las colinas de Maramunes y encontrar al mercenario Iakov el Ensartaojos. Quiero que me lo traigas, vivo o muerto, Zuyla. Consigue tropas, soldados, levas o lo que quieras por el camino, pero quiero a esa escoria.
-Si lo que quieres es a Iakov, así será. He oído historias de ese bandido, será un placer capturarlo. Me pondré con los preparativos del viaje ya.
Me siento un poco extraño al mandar a toda mi familia fuera de la seguridad del castillo. Está claro que si algo le pasara a alguien a mi familia, no lo podría soportar. Avanzo lentamente en dirección al trono, mientras Rushesku me sigue a unos pasos.
Cuando llego al trono, me siento en él y le pido a mi mayordomo que se acerque. Me ha servido a mí y a mi padre desde hace muchos años, es hora de que se convierta en parte de mi familia de manera oficial.
- Rushesku, acércate. – Le digo con voz paternal. – Es hora de que te conviertas en lo que realmente eres. A partir de este día, serás mi Consejero, además del Gobernador de Satu Mare cuando ninguno de nosotros estemos aquí.
- Mi señor, mis servicios siempre se regirán por una absoluta devoción hacia su figura, como hasta ahora. Agradezco mucho la confianza que deposita en mí y espero poder desarrollar las tareas que me encomienda lo mejor posible.
- Bien. Tu primera tarea será construir un barracón aquí en el castillo, para que podamos entrenar a las tropas, para así poder defendernos de los Magiares.
- Iniciaré la planificación de las construcciones en breve y pronto tendremos levas entrenadas para defender nuestros dominios. Los Magiares se encontraran con una fuerza digna de defender sus dominios.
Mediados de Febrero de 950, Satu Mare.
Mi senescal me ha informado que muchas familias de etnia rusa y eslava se han asentado en este territorio. Debemos protegerlos y acogerlos de la mejor manera. Sé que acogerlos hará que la recaudación anual de impuestos se vea mermada por ellos, pero cuando se conviertan en ciudadanos de Satu Mare, la recaudación anual se incrementará.
Creo que es hora de dirigirme a la gente de mi pueblo. Quiero que sepan que ya no están bajo la protección de un tirano, sino de un nuevo regente que hará que sus vidas sean prósperas. Le doy las pertinentes órdenes a mi nuevo consejero, para que vaya a hablar con el consejo de ancianos de la aldea y que reúna lo antes posible a la gente del pueblo junto a la taberna.
A las pocas horas, rodeando la taberna se encuentra la mayoría del pueblo libre de Satu Mare. Yo llego ante ellos junto a mi consejero y lentamente, me acomodo con mi caballo delante del gentío.
- Habitantes de Satu Mare... - sonrío despreocupadamente mientras mi voz nace firme y segura. - Hoy me dirijo a vosotros como señor Feudal para acallar ciertas preocupaciones que todos mantenéis. - Suspiro a la par que mi caballo da unos pasos hacia adelante. - Los magiares no están asolando las tierras al Norte, como muchos pensáis. - Sentencio serenamente - Si lo hiciesen, no estaría aquí dirigiéndome a vosotros; sino combatiéndolos. – Digo mientras guardo silencio unos instantes. - Hago un llamamiento a la calma a todos vosotros, los magiares atacarán si... - Alzo un dedo al mencionar a los magiares: - Pero cuando ataquen, vuestro señor Feudal los expulsara del Feudo de Satu Mare; ¡Como siempre! - sentencio alzando mi espada a la par que el caballo con un relincho se alza sobre sus patas traseras y luego salgo al trote hacia el castillo, seguido por mis hombres.
Comienzos de Marzo de 950. Satu Mare.
Después de mucho meditar, planear y dibujar, salgo del castillo hacia el patio de armas, con los planos de los nuevos barracones debajo del brazo.
- Es allí, digo mientras señalo una de las paredes vacías del castillo, donde se va a construir el nuevo barracón.
Me giro hacia mi consejero, que se encuentra a unos pasos a la derecha, y le doy las indicaciones necesarias para la construcción. Le indico que deseo un barracón con el techo de madera, nada de paja y con sitio para que los soldados se entrenen y puedan pasar tiempo allí encerrados.
El antiguo mayordomo me mira atento y espera hasta que termine de explicarle para expresar su opinión. Me dice que un barracón es una excelente idea, pero que los Magiares podrían atacar en cualquier momento y no poseemos tropas. Rushesku me propone contratar algunos mercenarios para salir del paso, aunque sea hasta que tengamos nuestras propias tropas.
Pienso durante unos segundos la propuesta de mi consejero, y decido que sea él el que se encargue de difundir la noticia que Satu Mare necesita los servicios de mercenarios. Rápidamente, el consejero se retira a cumplir su trabajo.
Mes de Abril de 950. Satu Mare. Época de los Juicios.
Abril. Época de juicios. Es extraño como ha aumentado la cantidad de pleitos desde el año pasado. La mayoría de los de este año, son debido a la incorporación a nuestra sociedad de los refugiados provenientes de las incursiones Magiares en el norte.
No es fácil presidir un juicio, como tampoco es fácil decantarse por una parte, cuando realmente ambas tienen razón. Pero lo que no voy a permitir, es que continúen rigiéndose por las leyes de mi padre que expresamente abolí hace más de siete años.
Es complicado. Pero según los informes que me ha pasado Ruschesku, la mayoría de los pleitos son por el mismo motivo. Las familias que estaban asentadas en la zona, saquean a las familias recién llegadas y eso es imperdonable. No pienso castigar a los culpables con prisión o torturas, por lo menos no la primera vez que cometan un delito, sin embargo, si reinciden la cosa cambiará para mal.
Me dirijo al salón del trono, donde se celebraran los juicios durante todo el mes. Allí se encuentra el mayordomo Ruschesku, con una pila de papeles que describen cada uno de los juicios.
Me siento sobre el trono y comienzo a leer algunos papeles y como bien me ha dicho hace unos días, todos los juicios son casi lo mismo. Familias antiguas de Satu Mare que saquean las tierras que he entregado a las familias que han llegado del norte. La gente se agolpa en el salón del trono, murmurando y hablando entre ellos. Algunos me miran con desconfianza. Aún no conciben la idea de que sea su Knezi y la cojera me resta un poco de credibilidad ya que muchos piensan que soy débil.
Me pongo de pie frente al trono y carraspeando, pido silencio a toda la gente que se encuentra frente a mí.
- Muchos de vosotros venís a mí, pidiendo que os permita saquear las tierras que mi persona ha entregado a los refugiados eslavos y rusos que huyen de las hordas magiares. - Digo cuando todos escuchan con tono frío. - Y yo me pregunto, - continúo alzando una mano. - ¿A cuantos de vosotros os gustaría veros en su situación? - Vuelvo la mano para que escuchen algunos que se lanzan a murmurar con mirada amenazante. - Yo contestaré... A ninguno os gustaría. – Prosigo mientras sonrío. - Exigís vuestro derecho según una ley que como Knezi abolí hace ya siete años. Czercezcu Bratovich era un bárbaro, a cambio de la defensa de esta tierra, se tomaba derechos sobre todo aquello que abarcaba su vista. Os torturaba, os saqueaba e incluso os mataba... - Lanzo un pequeño suspiro al recordad a mi padre y continúo. - Czercezcu Bratovich ya no es el Knezi de Satu Mare. El Knezi ahora es Tiberiu Bratovich. Yo. - Sentencio golpeando mi pecho con el dedo índice de mi mano derecha. - Y el Knezi Tiberiu, no permite los saqueos entre los habitantes de Satu Mare. Aquel que saquee las tierras que he otorgado a los refugiados Eslavos y Rusos, será castigado públicamente con diez latigazos. Esto también va para los refugiados. Esta vez, dejaré pasar estas acciones, ya que soy un Knezi benévolo y comprensivo. Pero… - digo señalando con el dedo a toda la gente que se encuentra ante mi presencia. – Si vuelvo a ver a alguno de vosotros por aquí, el culpable recibirá diez latigazos. Si acaso osáis reincidir, serán veinte y si se los encuentra culpable de saqueo por tercera vez, yo mismo me encargaré de cortarle la cabeza al culpable.
Mes de Junio de 950. Satu Mare.
- Bienvenido a Satu Mare, tío Zort. Espero que tu viaje haya sido placentero. – Le digo mientras le doy un fuerte abrazo.
- Mi querido Knezi Tiberiu Bratovich, - me responde haciéndome una nueva reverencia. – Debo decirte que traigo buenas noticias desde Zalau. El Anciano Zakov, regente de la aldea, se ha mostrado muy hospitalario conmigo. Muestra un gran recelo hacia Satu Mare, debido a la explotación de hace años, pero logré convencerlo de que esas épocas han pasado y ha decidido poner a Zalau bajo el ala protectora de Satu Mare, eso sí, no nos entregará ni un solo florin.
- Bien. Era de esperar esa reacción. – Le respondo a mi querido tío. – Sé que acabas de regresar de tu viaje, y debo pedirte algo. Empezamos a construir unos barracones para las tropas, pero las arcas del tesoro están vacías. ¿Sería posible que financiases con tu dinero el comienzo de las obras?
- Sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras. Mi dinero es tuyo. Ya me parecía extraño que no construyeras un barracón, es interesante.
Continúo hablando con Zort, cuando ambos vemos un caballo familiar entrar al castillo. El jinete parece estar muy cansado y lentamente nos vamos acercando a él. En ese momento, el jinete cae al suelo extenuado, y ambos salimos deprisa a ver que sucede.
Cuando nos acercamos hasta el jinete, vemos que es… ¡es mi primo Zuyla!
Con gran celeridad, llamamos a todos los criados posibles y entre todos, llevamos a Zuyla a su cuarto. Gritando como un loco, doy órdenes para que traigan al galeno del castillo, mientras comienzo a quitarle la armadura a mi primo.
La herida que recorre su brazo parece estar producida por algún arma que desconozco. Rápidamente, limpio la herida con agua tibia, dejando la carne al descubierto y mientras espero al médico, comienzo a preparar una pasta con algunas hierbas para evitar que la herida se infecte.
Tras dos horas de arduo trabajo, termino de curar a mi primo, y me siento en una silla de su habitación. Los criados y el galeno se encargarán de él ahora, pero yo no me puedo mover de esta silla. He sido yo el que lo ha enviado a esa región, y ha sido mi culpa la que haya regresado herido.
Después de unos minutos, Ruschesku se acerca a Zuyla e intenta preguntarle qué es lo que le ha sucedido. Mi primo trata de hablar, pero todavía está muy débil. Lo poco que logro entender, son las palabras “demonios” y “engendros” antes de que caiga rendido nuevamente.
¿Qué es lo que realmente habita las colinas de Maramunes?
Sin embargo, eso no es lo que me preocupa ahora. La herida de mi primo es muy profunda y si no la ha producido un arma normal, es muy probable que se infecte y si la infección se extiende por su cuerpo… no quiero pensar en eso. La única cura que se me ocurre sería cortarle el brazo y quemar el muñón… pero no puedo hacerle eso a mi primo. Debo encontrar una cura, y debo encontrarla ya… tendré que pensar sobre esto con rapidez.
Mes de Junio de 950. Castillo de Satu Mare.
Unos gritos me hacen sobresaltar de la silla donde me encuentro. Salgo tan rápido como me es posible hasta el patio del castillo y observo a los criados y a la gente del castillo corriendo de un lado a otro. El rastrillo del castillo se encuentra abajo y observo entre sus rejas, una cantidad enorme de gente que pretende entrar.
Detengo a una de las criadas de un brazo y le pregunto que es lo que está sucediendo. La criada me explica, entre sollozos, que la peste está asolando la región y que muchas familias de la aldea están contagiadas.
Zuyla se acerca caminando hasta donde me encuentro, con es rostro tan blanco como la leche. Es fuerte mi primo. Con la infección recorriendo su cuerpo y tan débil por la sangre que ha perdido, aún tiene fuerzas para caminar y para ayudar a la gente que lo necesita. Ruschesku también llega hasta mi lado, con la cara perlada de sudor. Seguramente haya bajado corriendo desde sus aposentos.
- Mi señor Tiberiu. – Dice Ruchesku mientras se inclina en una grácil reverencia ante mí y mi primo. - He oído que se ha desatado la peste en la ciudad. Otra desgracia. He preguntado a mis sirvientes si han oído hablar de algun remedio. Dicen que si uno se lava con vinagre el pelo y si todas las mañanas se extiende una capa de leche con limón en axilas e ingles, donde salen los bubones, que uno puede evitar la enfermedad.
- Muy bien, Ruschesku. Encárgate de que todos reciban esas indicaciones. Sin embargo, no creo que eso sea suficiente para combatir este mal. Desde hace algún tiempo, he pensado en salir en busca de una cura para el mal de mi primo, - digo al mismo tiempo que miro a mi primo Zuyla. – Y creo que ahora es el momento.
- ¿Deseáis que ensille vuestro caballo?
- Sí, que sea rápido. Además, deseo que en mi ausencia te preocupes por las obras del barracón. Debemos tenerlo terminado lo más rápido posible.
- Así se hará, mi Señor.
Miro a mi primo Zuyla, y cogiéndolo de un hombro, le digo que cuando regrese podrá curarse y volver a ser el mismo de siempre. También miro a mi pueblo, y prometo regresar con una cura para la peste, como que me llamo Tiberiu.
Mi caballo estará preparado en pocas horas, tiempo que utilizo para vestirme con mi armadura y mis armas. En la cocina del castillo, cojo un poco de carne salada y un pellejo, el cual lleno con agua y me dirijo a los establos, donde seguramente, Ruschesku me esté esperando con mi corcel presto.
Al llegar al establo, no sólo está Ruschesku, sino también mi primo Zuyla y mi tío Zort. Subo a mi corcel con la ayuda de un mozo y cojo sus riendas. Miro a Ruschescu y a mis famliares y asiento con la cabeza. Ellos me sonríen. Saben que no me gustan las despedidas.
Salgo lentamente al galope del establo y escucho los gritos del antiguo mayordomo hacia los peones para que abran las puertas del castillo. Allí, la gente continúa agolpada esperando poder entrar, pero se dividen cuando mi caballo pasa por el centro.
Todos me miran tristes. Algunos pensarán que este es el peor momento para que su protector se vaya de viaje, por lo que decido detener el caballo y explicarles en unas pocas palabras lo que ha sucedido y lo que pienso hacer.
- ¡Habitantes de Satu Mare! – Grito a los cuatro vientos. - ¡Como ya sabéis, la peste asola nuestro reino! Salgo raudo hacia el sur, en busca de ayuda. Regresaré pronto, con la cura de la peste en mis manos. ¡Resistid, mi gente! ¡Yo, el Knezi Tiberiu Bratovich volveré pronto y todos estarán a salvo!
Julio de 950. Camino al Este de Satu Mare, dirección: Baja Mare.
El pueblo, toda la aldea, se encuentra asolada por una terrible enfermedad. La peste esta arrasando a mi pueblo, y es mi deber como su protector, encontrar una cura para dicha enfermedad. No sé si la persona a la que me dirijo a ver, tiene la cura para la enfermedad que está diezmando mi aldea, pero es la única persona tan poderosa y sabia como para conocer algún tipo de cura.
Salgo con mi caballo, mi armadura, mis armas y mi bastón, en dirección este, por el camino que sale de Satu Mare hacia Baja Mare. La aldea del capataz Sibiu es una pequeña aldea al sur de Satu Mare. Antiguamente, esa aldea enviaba su tributo a mi padre, pero debido a su tiránico reinado y a sus continuos expolios, al morir mi padre, Sibiu decidió, sabiamente si me preguntan, dejar de enviar tributo a Satu Mare. Seguramente para que su aldea florezca.
Sin embargo, al poco tiempo de cabalgar, me doy cuenta que ir hacia Baja Mare supondrá encontrarme con mi tío y con el Capataz Sibiu, y eso no será provechoso para las negociaciones que pretendo iniciar. Mi tío puede pensar que no confío en él, y eso no sería conveniente, además de ser una vil mentira.
Repensando mejor mi viaje, doy media vuelta a mi corcel y comienzo a viajar hacia Klausenburg, pese a que el camino es un poco más largo, pasando primero por Zalau, un poco más al sur.
Los días y las noches transcurren tranquilos. Aunque las noches, son oscuras y tenebrosas, son apacibles y ninguna persona o criatura se acerca a molestarme. Acampo cerca del camino, noche tras noche, a ser posible cerca de algún arroyo o pozo, cargando mi pellejo con agua antes de emprender nuevamente el viaje.
Tras varios días de cabalgata, llego por fin a Zalau. Mi llegada no pasa desapercibida a los lugareños, que evitan mirarme a medida que avanzo por la aldea. En la aldea parece haber sucedido algún tipo de desastre. Muchas casas se encuentran en cenizas y muchas otras todavía siguen humeando. Pilas de cadáveres aparecen a un costado del camino, algunos están en llamas, en otras… sólo hay cenizas.
El Anciano Zakov, se aproxima hasta mi posición, y me invita cortésmente a pasar la noche en su casa. Su mirada es esquiva, con un cierto deje de odio. Cuando pasamos cerca de una pila de cadáveres, veo como el rostro de Zakov se torna triste, hasta observo como una lágrima recorre su mejilla.
La casa del anciano es pequeña y austera, sin embargo, me invita a sentarme a su mesa y les pide a sus criados que nos traigan la mejor de la comida. Aún así, aunque se muestre servicial, noto como hay un dejo de amargura y de reproche en su voz.
- ¿Qué ha pasado aquí? – Le pregunto curioso al ver las casas en llamas.
- Así que vos sois el Conde de Satu Mare… y no sabéis que ha pasado aquí, mi señor. – esas últimas dos palabras suenan burlonas.
- Sinceramente, Anciano, no sé que ha pasado aquí. – Respondo.
- Le dije que no a vuestro emisario, y poco después un misterioso incendio arrasa mi pueblo. Se han quemado cerca de trescientas casas, y mucha buena gente ha muerto. –
- ¿Estáis suponiendo que este incendio es obra mía? – Le digo inclinándome hacia delante en la mesa. - ¿Es que acaso me habéis confundido con el tirano de mi padre? Las cosas han cambiado, Zakov. Mi padre está muerto y yo no toleraré que se sigan realizando las cosas a su modo. El Conde de Satu Mare ahora soy yo y esto… te aseguro que no es obra mía ni de mis seguidores. – Termino negando con la cabeza.
- Os pido perdón por mis palabras. Esto ha sido un golpe demasiado duro para este anciano. Han muerto demasiados amigos y vecinos. Son tiempos aciagos. – Dice Zakov intentando contener las lágrimas.
- Lo sé. En este momento mi pueblo está siendo diezmado por la peste, y voy hacia el sur en busca de una cura.
- Como ya le dije a vuestro tío, tenéis la hospitalidad de Zalau, pero no hay dinero aquí para vos, y menos ahora después de esta catástrofe.
- No quiero vuestro dinero, Zakov. Mi emisario sólo pretendía forjar una alianza con vuestro pueblo, además, vuelvo a repetiros que estoy en busca de una cura para mi pueblo.
- Muy bien, eres bien recibido en Zalau. ¿Os quedaréis mucho tiempo? – Me dice el anciano, ya más tranquilo.
- No, solamente un día para descansar. Debo proseguir mi viaje y no tengo que perder mucho tiempo.
Al día siguiente, tras un buen descanso en casa de Zakov y una buena cena, continúo mi camino en dirección sur. Creo que ya estamos en agosto, y el calor se hace notar. Unas gotas de sudor bañan mi frente y esta armadura no me deja descansar como es debido sobre mi corcel.
Nuevamente, el viaje resulta seguro y tranquilo.
Agosto de 950. Camino hacia el sur desde Zalau.
Mientras cabalgo bajo el sol del mediodía, observo a una persona que avanza sobre el lomo de una vieja y cansada mula. Sus ropas estás sucias, y parece como si un oso lo hubiera atacado. El hombre se acerca rápidamente hasta mí, mientras levanta sus manos y me pide por favor que no le haga nada.
Al parecer, al comerciante y a su grupo, los habían invitado a una fiesta no muy lejos de donde me encuentro. Pero esa fiesta no resultó ser como lo esperaban, ya que según cuenta el comerciante, por la noche, la gente de la aldea no titubearon en atacar a sus amigos.
También me cuenta que desde las sombras surgieron guerreros pálidos, calvos y salvajes, que se unieron a la orgía de sangre, acuchillando y mordiendo a sus compañeros. Él pudo a duras penas escaparse, sin embargo, ha presenciado como sus compañeros morían uno a uno presas de esas horribles criaturas.
Me da pena ese hombre. Un simple grupo de comerciantes que perece a manos de criaturas extrañas, las cuales se comían sus cuerpos vivos… es horrible. Le indico el mejor camino y el más seguro hacia Zalau, mientras empiezo a cabalgar nuevamente, intentando llegar lo más rápido hacia mi destino.
Mediados de Agosto de 950. Cluj-Napoca.
La ciudad de Cluj-Napoca es una ciudad impresionante. Antigua, pero impresionante. Al entrar a ella, el olor a cuero de una curtiduría llega a mis fosas nasales. El golpeteo de un martillo contra el yunque llega a mis oídos. A la derecha del camino, una humilde herrería se levanta entre las antiguas casas.
El herrero levanta la vista desde su lugar de trabajo y me ofrece herraduras para su caballo. Amablemente rechazo su oferta y le pregunto por la mansión del Señor de la Ciudad. El herrero responde que la Mansión del Burgomaestre se encuentra en la plaza central de la ciudad y que es imposible no verla si continúo hacia el centro. Le agradezco con un movimiento de mi cabeza y continúo mi camino.
Al poco tiempo de cabalgar, las cúpulas de la mansión sobresalen sobre los tejados de los demás edificios. Un gran establo aparece en el campo de mi visión y un hombre bastante bien vestido se cruza en mi camino.
- Mi nombre es Fuksas, dirijo el Gremio de Tratantes de Caballos. – me dice con una sonrisa. – En mis granjas se crían los mejores caballos de la región. Incluso tenemos caballos entrenados para la guerra, a precios excepcionales.
- Soy Tiberiu Bratovich, Knezi de Satu Mare. No estoy aquí por caballos, sino para ver al Gran Burgomaestre Dumastru Re.
- Muy bien, mi señor. – Me dice con una reverencia. – La casa del Burgomaestre se encuentra en esa dirección. Que tengáis un buen día. – Termina diciendo mientras sonríe, enseñándome unos relucientes dientes de oro.
Continúo mi camino hacia la mansión de Dumastru, hasta que por fin llego a la plaza de la ciudad. En el centro hay un estanque circular y justo en frente, se encuentra la enorme y siniestra mansión del Burgomaestre.
Las calles se encuentran adoquinadas, señal de extrema riqueza, y muchos cuervos rondan la plaza y en lo alto de la mansión. Sin embargo, no hay ni una sola persona rondando el lugar.
En ese momento, de la mansión salen corriendo varios mozos, que rápidamente se ocupan de mi caballo mientras que uno de ellos me pide que lo siga hasta donde se encuentra su maestro.
Bajo del caballo y acompaño al mozo cojeando. Tengo la pierna dormida de tanto cabalgar y no puedo evitar cojear, aún así, trato de seguirle el paso al criado, caminando unos metros detrás de él.
La mansión es impresionante por fuera, pero mucho más lo es por dentro. Estatuas, jarrones y muchas obras de arte se encuentran durante todo el camino hacia un amplio y oscuro salón.
El salón está rodeado de columnas, anchas y con bajorrelieves antiguos, ante la cual, se haya de pie un criado, totalmente inmóvil. El olor a moho y a humedad llena el ambiente, débilmente enmascarado por un suave perfume a hierbas.
Al fondo del salón, sentado en una enorme mesa de mármol negro, se encuentra el Burgomaestre, leyendo una especie de papiro. Al oírme llegar, Dumastru levanta la cabeza del papiro y sonríe al verme.
- Sed bienvenido a mi humilde morada, Knezi Tiberiu. Sentáos, por favor. – Me dice el Burgomaestre señalando con su mano una silla a su lado.
- Os molestaré durante poco tiempo, sólo vengo a solicitar de vuestra sabiduría. – Le digo con todo el respeto posible.
- Es un placer para mí volver a veros. No podéis imaginar la mucha estima que os tengo. – Me dice sonriente y me muestra sus dientes amarillentos.
- Yo os tengo en alta estima a vos también, vuestra ayuda hace casi un año, fue increíblemente útil. Sin aquel pergamino, el Voivoda podría haberme arrebatado mis tierras.
- Eso fue tan sólo un favor menor. Por favor, tomad asiento. ¿Deseáis beber o comer algo? – Me ofrece amablemente.
- Estoy bien. – Respondo. – E incluso me siento algo incómodo por volver a recurrir a vos.
- Pero podríais estar mejor. – Dice insinuantemente.
- Sí. Tenéis razón. Podría estar mejor. Pero una plaga está asolando a Satu Mare y además, mi primo tiene una herida en el brazo imposible de curar. Necesito vuestra sabiduría para poder hacer frente a tantos males que aquejan a mi pueblo.
- Hum… las enfermedades y la herida de vuestro primo… es posible. Pero el precio es un poco alto… - Dice Dumastru mientras se pasa la mano por la barbilla.
- ¿Alto? Las arcas de Satu Mare están casi vacías, pero puedo hacer un esfuerzo y…
- Esperad. – Interrumpe el Burgomaestre. – No es de dinero de lo que estoy hablando. ¿Puedo confesaros un secreto? No necesitáis vuestra alma para vivir.
- ¿Mi alma?
El Burgomaestre Dumastru comienza a realizarme preguntas sobre la naturaleza de la herida de mi primo y de la plaga que azota Satu Mare. Dumastru me ofrece a cambio de mi alma mortal, una cura para mi primo. En cambio, para la peste, no puede ofrecerme una cura, ya que no es de naturaleza sobrenatural.
Sin embargo, me dice que realizando un ritual, sacrificando a mi querido caballo, podría ver como se ha iniciado la peste. Según sus palabras es un simple ritual de adivinación, pero sólo funcionará si sacrifico algo muy querido para mí. Pero Dumastru me lo deja muy claro, mi alma entra en el trato y eso no es negociable.
- Si aceptáis este trato, - dice señalando una puerta oscura y pesada. – Debéis bajar las escaleras que hay detrás de esa puerta hasta llegar al templo dedicado a los dioses del Ultramundo. Allí deberéis meditar tres días y tres noches y ayunar.
- ¿Después de eso seré libre de volver a mi tierra con una cura para mi primo y más poder? – Pregunto realmente preocupado.
- Desde luego. – Responde el Burgomaestre.
Lentamente, comienzo a bajar la escalera con la ayuda de mi bastón. La oscuridad de las escaleras se ve cortada cada cierto tiempo por la luz de alguna vela negra.
Cuando llego al final, observo como unas velas negras arden ante un ídolo de piedra negra. Un ídolo con cabeza de chacal, que tiene los brazos cruzados y porta en una mano un extraño bastón y en la otra una espada parecida a una hoz.
Me siento en el suelo, dejando reposar mi pierna dolorida, mientras observo con detenimiento donde me encuentro. El olor a moho y a humedad impregna el ambiente. Además, la tenue luz de las velas negras, me permite ver una serie de filas de calaveras, colocadas a ambos lados del altar. ¿Serán las calaveras de la gente que anteriormente ha pasado por este sitio?
Debo pasar tres días y tres noches aquí. Sin probar bocado ni beber agua. Va a ser una prueba dura, y mi cuerpo se debilitará demasiado. Pero cualquier precio es poco si puedo salvar a mi pueblo y a mi primo.
Agosto de 950. Mansión del Burgomaestre Dumastru Re. Tres días después.
No sé cuanto tiempo ha pasado, pero siento como unas manos huesudas me cogen de mis brazos y me levanta sobre su cuerpo. El cuerpo de la criatura huele a podrido, como si estuviera muerta hace días.
La criatura me deposita en una especie de altar, frente a la vista de Dumastru, que se encuentra ataviado con unas túnicas ceremoniales, adornado con pulseras y aros de oro y bronce.
Escucho como en la lejanía, la voz de Dumastru hablando en una lengua que no entiendo y entonando cánticos arcanos. El ritual es extraño, pero mi cuerpo parece como si estuviera a mucha distancia de donde me encuentro. Me siento como flotando mientras el hechicero continúa con su magia.
En un momento del ritual, el Burgomaestre acerca su boca a la mía y comienza a aspirar. Una luz blanca comienza a manar de mi boca, y se introduce dentro de la boca de Dumastru. Un dolor, como de mil agujas clavándose en mi cuerpo, comienza a invadirme y mi cuerpo comienza a sacudirse en espasmos que no puedo controlar.
Lentamente, la oscuridad se va cerniendo sobre mí, mientras mi último aliento de vida se escapa de mi cuerpo.
Agosto de 950. Mansión del Burgomaestre Dumastru Re.
Mis ojos tardan un poco en abrirse y cuando lo hago, me doy cuenta que me encuentro tirado sobre una pila de viejos huesos y fluidos corporales. En mi boca tengo un regusto entre amargo y agrio, y mucho me temo que los fluidos en los cuales estoy nadando son precisamente los míos.
Uno de los sirvientes del Burgomaestre aparece de repente, pero no parece verme. Rápidamente, se gira sobre sus pasos y comienza a subir una escalera. Trato de hablar, de emitir algún sonido, pero la garganta me duele, seguramente a los litros de cosas que he vomitado.
Como puedo me incorporo, y grande es mi sorpresa al ver que puedo apoyar la pierna herida, y esta no me duele. ¿Será este el poder del que hablaba Dumastru? Sigo al sirviente por las escaleras lentamente, ya que aunque la pierna no me duele, todavía estoy mareado por el extraño ritual al que fui sometido.
Tras unos minutos de caminata, llego a lo que parece ser un surtido laboratorio. Una figura con una túnica oscura se encuentra trabajando, y cuando se gira hacia mí, me doy cuenta que esa persona es el Burgomaestre Dumastru Re. Ahora parece revitalecido, por lo menos, ahora aparenta cuarenta años menos. Así que ese era el poder que mi alma le iba a otorgar. Creo que es un precio bastante barato si logro lo que he venido a buscar.
- Veo que mi alma te ha sentado bien, Dumastru. – Le digo sonriente.
- Tienes razón. – Responde sorprendido el Burgomaestre. – Eres un hombre excepcional. Vas a ser un esplendido aliado.
- Sería un honor para mí tener un aliado tan poderoso como vos, Dumastru. Pero, permitidme una pregunta… ¿en que me he convertido?. – Le pregunto extrañado.
Desalmado. En eso es en lo que me he convertido. Al parecer, ya no respiro ni tengo pulso, ni tampoco necesito comer. Aunque el Burgomaestre me aclara que en realidad, si necesito alimentarme, de alguna forma. Sin embargo, primero quiere pagar su parte del trato.
Dumastru me pide que le entregue un poco de mi sangre para la poción que curará a mi primo. Con una aguja, me pincho un dedo, y me sorprendo que aunque me atravieso el dedo de lado a lado, no me duele. También que de esa herida no mana ni una gota de sangre.
El mago me explica que seguramente ya no posea más sangre en las venas, pero que lo intente con un corte en la muñeca, que es muy probable que allí consiga unas pocas gotas de sangre.
Obviamente, hago lo que él me ordena y observo que tras presionar con mi otra mano sobre la herida, salen un par de gotas de sangre negras y viscosas, como si la sangre de un muerto se tratase.
Rápidamente, Dumastru comienza a mezclar mi sangre con algunas hierbas en un mortero mientras introduce en la mezcla unos extraños polvos. Acto seguido, agacha su cabeza y se sume en una completa concentración mientras continúa con el preparado.
Allí me quedo de pie, a un lado del Burgomaestre, durante unas tres horas. Cuando por fin se gira hacia mí, me entrega una pequeña botellita con un líquido negro como el carbón. Me explica que la botellita contiene la cura para el mal de mi primo y que lo mejor será que se beba la mitad y que el resto sea esparcido por la herida.
Guardo la botella entre mis pertenencias, con sumo cuidado. No me gustaría que se rompiese antes de regresar a Satu Mare. Dumastru me sonríe y me explica que el resto del trato deberá dejarse para mañana, ya que el ritual que debe realizar lo dejará casi sin fuerzas y que ahora no se encuentra a pleno potencial.
- Eres libre de hacer lo que quieras mientras esperas a mañana por la noche. No te mentí cuando te dije que seguirías siendo libre. – Me dice Duamstru. - Sin embargo, te recomiendo que no te expongas innecesariamente al exceso de calor, al fuego o la exposición prolongada a la luz del sol. En invierno no pasa nada, pero el verano es la peor época.
- Explícame mis limitaciones, por favor. – Le pido con un aire suplicante.
- En esencia, aquellas cosas que son malas para un cadáver son malas para ti. Debes evitar los carroñeros, los insectos y las ratas. Pero sobretodo, la luz solar. La exposición directa a la luz del sol acelerará el proceso de descomposición, y eso es lo que debes evitar.
- Muy bien, entonces me retiro a descansar, con vuestro permiso.
- Bien. Mi sirviente te llevará a una habitación. Mañana te dejarán ropa nueva, aunque no te aseguro que sea de tu talla.
Me despido del Burgomaestre con un gesto mientras sigo al sirviente por unas grandes escaleras. El criado me indica que pase a una espaciosa habitación, con las ventanas cerradas. El lugar huele a humedad, como casi toda la mansión, pero la habitación parece cómoda.
El sirviente se retira mientras comienzo a quitarme la ropa. Todas mis ropas se encuentran sucias por los líquidos que rezumaron de mi cuerpo hace unas horas y creo que lo conveniente será quemarlas en alguna pira. Están inservibles.
Me meto en una gran cama y allí me quedo, desnudo, sobre las mantas. Mi mente comienza a divagar acerca de que es lo que me sucederá ahora. Después de todo, soy un cadáver andante, y aunque me esforzaré por ocultarlo, no creo que a mi familia le pase desapercibido el ligero olor putrefacto que desprende mi cuerpo.
Sólo espero que mi pueblo se encuentre bien, y pensando en Satu Mare y en mi familia, me duermo…
Agosto de 950. Mansión del Burgomaestre Dumastru Re. Un día después.
Al otro día me despierto increíblemente menos cansado. A un lado de mi cama, sobre una silla, veo ropas nuevas, seguramente dejadas por algún sirviente a lo largo de la noche.
Me levanto de la cama y comienzo a vestirme. Noto como la ropa me queda realmente bien, al parecer han encontrado ropa de mi talla. En ese momento, un sirviente esquelético abre la puerta y me indica que lo siga.
El criado me lleva hasta los establos de la ciudad, los cuales son bastante grandes. En una de las caballerizas, se encuentra mi caballo, que al verme, comienza a relinchar lleno de miedo. Dumastru ha trazado un amplio círculo en el suelo, con tiza negra y se encuentra ataviado con túnicas ceremoniales cubierta de signos arcanos.
Al mismo tiempo que unos sirvientes de Dumastru cogen a mi caballo para que no se escape, él comienza a rezar sobre un cuchillo curvo, y tras media hora, me lo entrega.
- ¿He de degollar a mi propio caballo? – Pregunto incrédulo.
- No, - responde el Burgomaestre. – Debes arrancarle el corazón y después, sitúate con el corazón en el centro del círculo, con la viscera sobre tu cabeza.
Con toda la tristeza del mundo, cojo el cuchillo con ambas manos y lo ensarto entre las costillas de mi caballo. Mi corcel comienza a relinchar como un poseso y de no ser por los sirvientes que lo sujetan, ya me hubiese tumbado al suelo.
Poco a poco, me voy abriendo paso en su pecho, hasta que logro alcanzar su corazón, el cual arranco de cuajo con ayuda del cuchillo. Tiro el cuchillo al suelo mientras extraigo con fuerza el corazón de mi caballo, que cuando lo tengo a la vista, todavía late, aún cuando se encuentra separado del cuerpo de mi corcel.
Retrocedo un par de pasos hasta situarme dentro del círculo, y alzo el corazón sobre mi cabeza. La sangre que aún contiene el corazón comienza a chorrearme en la cabeza, mientras que el hechicero me dice que lo estruje con fuerza al mismo tiempo que él entona unos cánticos arcanos.
La sangre del corazón me nubla la vista al caer sobre mis ojos y el humo que desprende el incensario llena mis fosas nasales. Mi mente comienza a dar vueltas y siento como si mis piernas no pueden sostener mi cuerpo. En ese momento, mi mente se transporta a Satu Mare, pero varios metros más arriba, como flotando.
Y me veo a mí mismo, charlando con Misha, hace ya algunos meses. Lo veo retirarse y también observo como titubeo al colocar mi bastón entre sus piernas. El cuerpo de Misha cae a un pozo, y allí se queda.
Después los días parecen pasar muy deprisa. El cuerpo de mi amigo comienza a descomponerse y unas ratas, unas enormes ratas se ceban con su cuerpo arrancando su piel y carne a grandes trozos.
Segundos después, mi mente viaja junto con las ratas, encima de uno de sus lomos. Las ratas se acercan a donde la gente guarda el grano, y también comen del trigo. Acto seguido defecan en el justo cuando veo a uno de los aldeanos coger un poco de trigo… de trigo infestado…
- Impresionante... - suspiro mirando a Dumastru.
- ¿Cómo ha ido?
- He visto el comienzo de la enfermedad, su origen... - Sonrío - y después me he visto a mí, devorando el cerebro de un cuerpo humano...
- El cerebro, claro... Seguramente, también te vendrán bien los corazones. Ya no necesitas alimentarte a diario, lo cual es una suerte para ti.
Al parecer, a raíz del cambio que ha sufrido mi cuerpo, ahora sólo puedo alimentarme de carne humana, sobre todo de cerebros y corazones, los cuales serán mi nueva dieta.
Ya no más comida corriente ni bebidas, mi cuerpo no toleraría esas cosas. Dumastru me explica también que si no me alimento a menudo, podría sufrir algún tipo de ansia de carne humana y en ese momento perdería completamente el control y que por lo tanto, deberé estar bien alimentado.
- Dime como se originó la enfermedad, ¿viste alguna bruja o hechicero?
- No, un hombre cayó a un pozo y allí unas ratas se lo comieron... Luego las ratas comieron trigo en el pueblo.
- Vaya, qué mala suerte. Esperaba que se tratase de alguna clase de maleficio... Si la enfermedad es de origen natural la cosa se complica bastante.
- Entiendo... - asiento. - ¿Que podemos hacer?
- Me temo que tendrá que seguir su curso, aunque puedo prepararte unas medicinas con las que tal vez salves a unos cuantos... De haber sido un maleficio, algo bastante común, se hubiera podido deshacer.
El hechicero me explica que lo mejor que se puede hacer, debido a la naturaleza del mal, es dejar que la plaga siga su curso. Sin embargo, me dice que debo tener cuidado, ya que aunque no pueda enfermar, si puedo contagiarme y contagiar la enfermedad a las demás personas.
En ese momento, se pone a rebuscar entre sus libros y me entrega un libro de alquimia. Me dice que es un libro muy valioso y que allí podré encontrar algunas claves y pociones para poder conservar correctamente mi cuerpo. Ojeo rápidamente el libro y me doy cuenta que está escrito en Griego antiguo, por lo cual, tendré que aprender ese idioma si quiero utilizar el libro. Dumastru Re no deja de repetirme los cuidados que debo llevar ahora que me he convertido en un Desalmado una y otra vez.
El hechicero me dice que ahora necesita trabajar en la cura para la plaga y que lo mejor sería que me vaya a descansar. Con una reverencia, saludo al Burgomaestre y me retiro a mi habitación para descansar hasta el día siguiente.
Agosto de 950. Mansión del Burgomaestre Dumastru Re.
La noche no ha sido nada agradable. He tenido sueños extraños acerca del Inframundo y de cómo las almas son enviadas a él. También he visto, una especie de criatura con cabeza de chacal, similar a la estatua que se encontraba en el sitio de mi ayuno, durante mis últimos días como mortal.
Me levanto de la cama y me dirijo hacia el laboratorio de Dumastru. Allí veo al salvador de mi pueblo y de mi primo, mezclando unas hierbas con una pequeña cucharilla.
- Me siento algo extraño, Dumastru. Tengo sueños incoherentes sobre la muerte y el Inframundo.
- La vida es confusa, - dice mientras continúa con su mezcla. – La muerte también.
- Supongo que es verdad. Pero es extraño como una parte de mí le asquea en lo que me he convertido y como otra lo acepta sin rechistar. Aunque, todavía no veo ese poder del que me hablaste.
- Ah… el poder. Una vez le hice lo mismo a un noble llamado Andronikus… y tras el paso del tiempo aprendió a moverse con una velocidad espantosa, y a resistir el embate de todo un ejército. Creo que los poderes se manifiestan lentamente, pero son impredecibles.
- Bueno, es verdad que sólo llevo dos días como Desalmado, - respondo. – Pero aún así, sigo sin saber como curar mi cuerpo.
-Hum… - dice pensativo Dumastru. – Creo que ya lo has visto en la visión. He visto necrófagos que se curaban alimentándose de cadáveres mientras que Andronikus lo hacia del propio temor que infundía en la gente.
Tras la breve charla, el mago me extiende el saquito con las hierbas que acaban de mezclar y me dice que con esto queda saldada su deuda. También me propone que seamos aliados, ya que él ha demostrado su buena fe entregándome el libro de alquimia y un caballo para regresar a Satu Mare no entraban en el trato.
Le respondo que sería un honor para mí tener un aliado tan poderoso como él y extendiendo mi mano, estrecho la suya en señal de amistad. Con esta alianza, podré dedicarme a defender el norte de Transilvania, sin tener que preocuparme por el sur, ya que el Burgomaestre se encargará de mantener mi frontera sur limpia de enemigos, así como yo mantendré su frontera norte tranquila.
Para terminar nuestra transacción, me dice que hable con Fuskas en el establo y que le diga que me entregue un caballo, que él mismo se hará cargo de los gastos. Nuevamente, agradezco la hospitalidad de mi nuevo aliado y me despido de él con un sincero abrazo.
Lentamente, intentando no recargar mi pierna herida, salgo de la gran mansión del Burgomaestre Dumastru en dirección a los establos. Cuando entro a las caballerizas, los caballos que allí se encuentran comienzan a relinchar como locos, intentando alejarse lo más posible de mí.
Dumastru me ha dicho que no elija un caballo nuevo y vigoroso, sino que me decante por alguno viejo y resignado, ya que los animales no se llevan bien con lo que me he convertido.
Al final de las caballerizas, encuentro un viejo caballo de tiro, blanco, pero su color es el gris, ya que se encuentra completamente sucio y con marcas de latigazos. Fuskas se coloca a mi lado y trata de ofrecerme algún otro caballo, pero amablemente le digo que no, y que prefiero a este caballo, el sucio.
Fuskas no puede entender como elijo ese caballo, pero como es el Burgomaestre el que paga, no opone ninguna resistencia.
Aseguro el caso a un lado del caballo y lentamente me subo a él. Me despido de Fuskas con un ademán de mi mano mientras él me saluda con una reverencia. “¡Debo deciros que si alguna vez compráis caballos de diez en diez, os daré uno gratis por cada diez!", me dice a grito pelado a medida que me alejo. Yo me giro sobre mi corcel y le sonrío. Creo que el Burgomaestre y sus Lugartenientes serán unos buenos aliados para Satu Mare.
Mediados de Setiembre de 950. De regreso a Satu Mare.
El cansancio me está matando y las heridas del viaje, bueno, tampoco ayudan mucho. Tengo el cuerpo cubierto con una gran túnica negra, cuya capucha se encuentra cubriéndome el rostro.
La gente sale a verme cuando atravieso la aldea de Satu Mare al galope. A pocos minutos de donde me encuentro, puedo ver las murallas del castillo. Todo el pueblo me sigue a varios metros de distancia, acompañándome hasta las puertas del castillo.
Uno de los centinelas de las torres comienza a gritar que abran las puertas y justo en el momento que llego a ellas, se encuentran abiertas de par en par. Paso como un rayo por entre las rejas y automáticamente, estas se cierran a mi paso.
Llego con mi viejo corcel al establo y bajo del mismo. Ruschesku, enterado ya de mi llegada, me está esperando allí, como el mismo día en que partí.
- Reparte toda esta medicina al pueblo, - le digo entre jadeos. – pero quédate con la mitad por si la peste ha entrado en el castillo.
Lentamente me bajo del caballo, y comienzo a andar hacia el castillo. En la puerta me encuentro con mi tío, al cual casi ni saludo. Sé que mi apariencia ahora es muy extraña, y espero que nadie se de cuenta de quién soy ahora en realidad.
El capataz Sibiu de Baja Mare se acerca hacia mí. No parece darse cuenta de que he cambiado. Hace mucho que no me ve en persona y eso es una bendición. Ahora mi cara se encuentra pálida, tengo los ojos hundidos y dos grandes areolas negras los circundan, pero gracias a la capucha, puedo ocultar muchos de estos rasgos.
- Knezi Tiberiu Bratovich, me alegra verte de nuevo. – Me dice el Capataz Sibiu. Me encantaría comenzar una conversación de cómo te ha ido el viaje, pero parece ser que tu agotamiento puede contigo en estos momentos. No estaría mal que sanaras tus heridas para así establecer el orden en Satu Mare.
- Gracias, Sibiu. – Le respondo sinceramente por debajo de la capucha. – Pero debo saber si aceptas mi propuesta, la propuesta que te he hecho llegar por mi familia. – Continúo con aire serio. – Acércate, Sibiu. Mira… - le digo señalando el horizonte hacia Baja Mare. – tu aldea está allí, colindando con Satu Mare. Los Magiares no se detendrán sólo aquí, sino que seguirán hacia el sur, saqueando y matando a placer. Sibiu, ¿aceptas mi propuesta de que Baja Mare esté bajo la protección de Satu Mare?
- Estoy totalmente de acuerdo con vos, Knezi, sois un buen hombre. Además, aparte de mantener a raya a los Magiares, Baja Mare tendrá más seguridad.
Me alegra que Sibiu piense de esa manera. Creo que lo voy a tomar bajo mi mando, y después, lo convertiré en uno de mis hombres de confianza. Espero que así, Baja Mare estará más cerca de convertirse en otra de las provincias del norte bajo el estandarte de Satu Mare.
En ese momento, mi hermana Vladana aparece en el Salón del Trono. Sé que mi hermana desea abrazarme y saludarme como es debido, pero se contiene y lentamente se acerca hacia mí. A mi también me gustaría abrazarla, al fin y al cabo, es mi hermana, pero de ella sólo recibo un cálida sonrisa.
Primeros días de Noviembre. Año 950. Satu Mare.
Este año ha sido un buen año. Todo el pueblo de Satu Mare ya no está más infectado por la peste. El cadáver de mi amigo Misha ya ha sido retirado e incinerado en una pira. Nadie le echará en falta y nadie se ha preocupado acerca de su muerte. Iba tantas veces borracho que el accidente ha pasado desapercibido.
Mi primo Zuyla se ha recuperado por completo de sus heridas y ninguno de los demás ha sufrido daños de importancia. Han viajado por todo el norte y se han entrevistado con muchos alcaldes de región.
El ahora gobernador de Baja Mare, Sibiu, es ahora uno de mis lugartenientes leales y hará lo que yo le pida. Baja Mare es ahora vasallo de Satu Mare y en su edificio de gobierno, el estandarte de mi feudo ondea alto.
Ahora sólo resta convencer al anciano Zakov de que Zalau también debe pertenecer al norte unido. Creo que durante este invierno, le haré una visita con algún regalo para que pueda reconstruir su aldea que resultó devorada por las llamas. Creo que esa será la única manera de ablandar el corazón del duro de Zakov.
Por último, y no menos importante, desde que regresé de la mansión del Burgomaestre Dumastru Re, he dejado de tener alma. Ahora soy un desalmado. Mucho más fuerte, mucho mas resistente que el anterior Conde de Satu Mare.
Con el tiempo, según las palabras del hechicero, podré hacer proezas que ningún humano normal podría hacer. Correr más rápido, resistir más y golpear con la fuerza de cien hombres. Tan sólo espero que ese tiempo no tarde mucho en llegar.
Espero…
MAYORDOMO RUSCHESKU:
Nubes de tormenta recorrían el cielo, suprimiendo la luz solar, agrupándose, revolviéndose, impelidas por vientos que lanzaban dentelladas y giraban como una jauría de lobos. La tormenta no se limitaba a pasar por alto, sino que había venido a Satu Mare a quedarse. El viejo bosque rodeaba la pequeña ciudad, encerrando en un impenetrable abrazo de negrura las vidas de sus habitantes. Los árboles eran colosos milenarios, algunos con troncos tan lisos que parecían pulidos por el frío. Tan solo los enormes cuervos recorrían los dominios del viento. Riéndose con su peculiar tono de aquellos que se atrevían a desafiar a la tormenta. Alimentándose de los sueños de mejores tierras en tiempos aciagos.
Hacía tiempo que la desbocada crueldad del Knezi había alejado de su lado la lealtad de Ruchesku. El pueblo es lo único que importa. Sin sus gentes no hay dominios, no hay prosperidad, no hay gloria. Las cacerías ya no entretienen al señor, pues el invierno se ha tragado a las presas y solo el dolor ajeno podía calmar la sed del conde. Los vinos no le sacian, la comida no le resarce y el señor feudal se esta convirtiendo en un monstruo que solo se alimenta del sufrimiento de su propio hijo. Las juergas de sus lugartenientes están acabando con las reservas del castillo y las palizas a su familia es lo único que le hacen reír. Recuerdo muy bien esos tiempos. Toda la lealtad que una vez sentí por la fuerza de mi señor se ha perdido en la noche de los tiempos. Necesitamos un cambio, un nuevo líder que sepa valorar a sus hombres y que tema por su familia, pues solo eso frena las ambiciones oscuras.
Aquel día nos encontrábamos en la sala del trono. El magnífico pedestal, construido en una sola pieza de roble y tallado a mano por uno de los mejores carpinteros se encontraba sombrío. Parecía que las sombras que arrojaba eran el presagio una futura muerte del pueblo de Satu Mare. Czerzescu Bratovich, vestía sus mejores ropas, las de la borrachera y el hastío, las del desprecio por sus semejantes. Las mesas del banquete estaban repletas de restos de comida, y su cohorte de seguidores estaba completamente embriagada con los vapores del alcohol y los avatares de un orgía. El ruido que hacían era ensordecedor, con el resonar de un par de espadas de un duelo y los gemidos de la fornicación sobre una mesa. Czerzescu Bratovich observaba distante como sus secuaces penetraban una y otra vez a una joven que había sucumbido a los licores y al horror. Ese era su verdadero poder, el del terror.
Unos pasos se acercan desde la entraba y me giro para ver la figura de Tiberiu Bratovich. Es un niño desgarbado, delgado, pero de vivaz mirada. Siempre tenía aquella sombra tras los ojos, como si alguna perversa idea que ninguno llegaríamos jamás a alcanzar se encontrara danzando en su cabeza.
-Padre, me han dicho que me has llamado. El joven Tiberiu avanzó unos pasos hacia su progenitor. Inclinando al cabeza y tembloroso esperó la respuesta de su padre.
-Ven aquí cobarde, no se de quien provienes siendo tan miedoso. Seguro que la furcia de tu madre se ha mezclado con los malditos magiares. Los labios del Knezi se torcieron en una mueca de absoluto desprecio por su propio hijo.
El niño, vestido con un simple blusón de terciopelo y calzado con unas suaves botas se acercó hacia su padre. Hacía tiempo que le temía y ya no demostraba el abierto cariño que en un pasado le caracterizaba. Ahora solo quedaba una mirada de resquemor de un incipiente odio. Y aquel día el Knezi cavaba su propia tumba. Nada acontecería en su contra ese día pero su futuro estaría determinado por lo que estaba por acontecer.
-Mis caballeros dicen que tengo un bastardo entre mis muros. Que no eres lo bastante fuerte como para gobernar en un futuro. Yo les digo que se equivocan y voy a demostrárselo. Czerzescu acercó un banco de roble que estaba junto a él y lo arrastró hasta donde se encontraba su propio hijo.-Coloca aquí la pierna. Señalando con un dedo el borde del asiento.
-Padre... que vais a hacer. La voz del joven temblaba bajo el vuelo de su propia imaginación. Había visto muchos horrores a manos de su padre y se temía lo peor.
-Un buen Bratovich se caracteriza por soportar los mazazos de sus enemigos. Voy a demostrar a estos bastardos de baja cuna que los Bratovich somos resistentes y nacimos para gobernar. Su mano se aproximó hacia la mesa mientras miraba fijamente a los ojos de su hijo. Sus dedos se cerraron lentamente sobre la pesada maza de combate, arma empleada en las últimas y encarnizadas luchas contra los magiares.-Demostraré que eres capaz de soportar el dolor como un hombre. Y el señor hizo descender el arma sobre la pierna de su propio hijo.
Tan solo se escuchó un seco chasquido hendir el aire seguido de un terrible grito de dolor. La pierna se dobló hasta una posición imposible y el hueso rechinó al astillarse bajo el peso del mazazo. El príncipe cayó al suelo retorciéndose de dolor, su rostro estaba inundado por las lágrimas.
-Madre tenia razón.... eres un monstruo... sob...- EL muchacho se derrumbó ante el dolor, abandonándose al desmayo.
Me acerqué hasta el joven príncipe y tomándolo en brazos salí de la estancia con él. Hace tiempo que el señor no gobierna Satu Mare. Solo se alimenta de sus propios vicios y busca el placer en sus terribles hombres. Hace tiempo que todo por l o que luchamos al principio se ha esfumado entre los vapores del alcohol. Los magiares vendrán y acabarán con la mayoría de nosotros, los demás seremos esclavizados. Hace tiempo que el señor Czerzescu ha dejado de ser nuestro señor. Hemos de organizar una revuelta para acabar con su tiranía, es una pena que el muchacho que llevo en los brazos no haya alcanzado la edad mínima para gobernar. Hemos de acabar con el tirano.
EL MONSTRUO DE LAS CUEVAS:
Se podía oír como llovía fuera.
A pesar de la tierra que separaba aquella caverna de la superficie, se podía oír como el agua caía desde el cielo, y golpeaba el suelo.
Yo imaginaba como esa agua se calaba entre las oquedades del suelo arcilloso y de caliza. Como pequeñas corrientes de agua se deslizaban hacia abajo. Como se escurrían por las estalagmitas formando pequeños ríos. Imaginaba como una pequeña gota de agua se formaba en la punta, como engordaba poco a poco hasta pesar tanto que caía al suelo.
TIC.
Me había detenido en muchas ocasiones a ver crecer esas estructuras desde hacía largos inviernos y durante las épocas de lluvia. Noches enteras contemplándolas, viéndolas crecer como si mis hijas fueran. Acariciándolas incluso cuando la soledad se apoderaba de mi, me fascinaba pensar en aquella caliza que arrastrada por el agua desde la superficie iba a parar hasta aquella cavidad formando esas preciosas y retorcidas estructuras. En cierto modo aquellos TIC del agua caer era mi única comunicación con el exterior.
Pero aquella noche no solo los tintineos de gotas de agua escucharon mis oídos. Un sonido extraño despertó mi interés, un eco lejano de sonidos olvidados que retumbaban una y otra vez en una procesión silenciosa pero constante.
Eran pisadas.
Me arrastré nervioso, con miedo y preocupado, hasta la superficie. Me tenía que encorvar y reptar para pasar por algunos de los túneles, mojándome al atravesar cavidades empantanadas. Pero la curiosidad era más fuerte que todo. Laberintos de estructuras rocosas de continuos girar a la derecha de otros muchos girar a la izquierda. En mi cabeza había un completo mapa mental de aquellos pasillos naturales. Mapa formado en la mente de quien ha pasado allí nueve vidas insomne, sintiendo como el tiempo pasa despacio, como pasa tan de puntillas que casi no se le puede oír.
Me detenía en cada encrucijada de piedra para percibir el retumbar de esos pies, e intentar discernir por donde sonaban, como el cazador de ballenas al grito de “Por allí resopla”. Aquel sonido al que no podía resistirme, como si del musical canto de una sirena se tratara. Finalmente llegue a la superficie, al último pasillo rocoso. Una enorme roca que tapaba una de las numerosas entradas a las cavernas me separaba de la inhóspita superficie. La piedra no se resistió a mi fuerza y la arrastré sin hacer ruido, sólo unos centímetros, la arrastre lo suficiente para que mi huesudo cuerpo pudiera pasar por allí. Con un poco de esfuerzo eso sí.
Ah!
Algunas puertas no deberían abrirse jamás, porque una vez que se traspasan ya no hay vuelta atrás.
Entre el manto de lluvia, una figura, una silueta entrecortada caminaba de espaldas hacia donde yo miraba. Mis ojos se abrían de par en par, ensanchándose en un intento de traspasar la oscuridad que me separaba de esa figura
Mi mano se alargó en un estúpido gesto, como si pudiera tocar a ese hombre que caminaba a muchos metros. Mi boca se abrió y mi cerebro ordenó emitir sonido. Pero no salió voz alguna de mi boca, solo un pensamiento. Tan largos años han pasado desde que mi garganta no articulaba palabra, que fue incapaz de hacerlo en aquel instante, por más empeño y ganas que le puse.
Y el hombre se alejó y se vistió de noche. Y permanecí inmóvil hasta que lo perdí de vista.
NODEROTH SDERSATH:
Una lluvia de oro y cobre cubría la visión entre las columnatas roblizas. Los restos del viento de un estío casi olvidado arrancaban susurros de las hojas caducas, con sus últimos estertores. La alfombra ocre enseñoreaba los dominios del Jardín del Equinoccio en la mansión Sdersath. En pleno apogeo de la estación recolectora, los quejidos del bosque habían tejido un solemne manto de silencio alrededor de los dominios de la corte. Las luces del atardecer anunciaban con sus vuelos escarlata la hora de la sangre; sangre no derramada en esta ocasión: sangre llorada, sangre esperada, sangre descendente… sangre azul. El segundo después del primero dirigía su trémula burla a la realidad, dando un hijo más a los válidos del otoño de la Selva Negra.
- Feeris natus sit - un nuevo soñador había nacido.
Y entre tanto, en occidente, un imperio caía cuan hoja de sauce en el lecho mortal de la estación cálida. Roma se desmoronaba, y el presagio no subrayaba sino la gloria de un habitante del Otro Lado nacido para ver, para oler, para degustar la caída de la naturaleza por los siglos de los siglos.
Mientras la sangre del César se perdía en lenguas godas, la del neonato fue avivada, templada y educada por los más refinados gobernantes y los más correctos diplomáticos. El acero de un filo político se forja en el calor de la corte, si bien el destino había tenido a bien dejar tan claro como las malditas aguas del arroyo en la primavera tardía que no habría funda para ese acero en estos lares, pues la voz y el voto corresponderían a su hermano, el primogénito. Bajo esa premisa fue educado, mimado y criado el principito, en el conocimiento de su papel de figurante en una sociedad vedada para él.
Cuando los vientos cambiaron el giro de la hojarasca, las bellotas habían caído al menos 20 veces ya fuera de los dominios de la Corte. Con el hundimiento de la cuna de Rómulo y Remo llegó la hambruna, y con ésta la fuerza del verano. La estación de los frutos maduros, el tiempo de los cereales para siega, se aprovechó del dolor y la fe de los hombres para reforzar sus fronteras y avanzar sus marcas contra el amado otoño. Sátiros y faunos cargaron contra las barreras del reino, bien pertrechados por la fe de unos estúpidos pueblerinos necesitados de depositar sus esperanzas en sus parcos diosecillos de la abundancia y la fecundidad. Los invasores se habían llevado a sus hombres en la guerra y sus campos en el saqueo. No les quedaba más que encomendarse a los espíritus de la estación fértil, con la estúpida esperanza de que los ayudaran.
Fortalecidos, los hijos del estío cayeron sobre las hadas de la tercera estación, matando y destruyendo a su paso. Las bajas se pudieron contar por centenas. Cuando el reino se reorganizó y plantó frente, las líneas divisorias se habían tragado una buena porción de Europa Occidental, que viviría unos vigorosos años estivales. La recuperación sería lenta y costosa. La guerra había dejado tantas vacantes como necesidades; era hora de retirarse a lo profundo de la fronda oscura y lamerse las heridas con paciencia y resignación.
Cien patos alzaron el vuelo en formación difusa hacia su viaje más allá del invierno. Las aguas del lago vibraron de gozo por el gesto anunciador del comienzo de una nueva estación. Un bautismo de hojarasca fresca acarició a los aspirantes, mientras caminaban a presencia del Señor del Bosque Caduco. Una trenza de cantos tristes y melancólicos acunó la alegría de aquellas jóvenes hadas que, 500 años después de la caída del último rey jamás reconocido de Israél, formaríano el futuro de la Corte de Otoño. Así fue cómo Noderoth Sdersath fue acogido en la Corte con todos los honores de un principito en ciernes. Los tiempos para las Marcas llegarían pronto, y un primonato debería ocupar cada frontera, cada línea levemente discontinua, si quería mantenerse donde estaba, o incluso moverla a su antigua gloria.
Los futuros marqueses del reino fueron instruidos en las más útiles artes para su trabajo: la diplomacia fue su tinta, el tejido de las nieblas su pluma y la batalla su pergamino. Los más avispados de ellos fueron educados en las costumbres de sus hermanos oscuros. La primavera, el verano y el invierno, tan despreciados por el resto de cortesanos, fueron el pan de cada día de aquellos desdichados, forzados a una vida de ostracismo por someterse a un voto de fidelidad para con sus señores: tocados por el frío glacial, el calor abrasador y el convulso reverdecer, ninguno de los otros primonatos aceptaría relacionarse con esos cuasibastardos de las otras estaciones. Su única salida era el destino que se esperaba de ellos: la reclusión en un apartado rincón, ganándose por méritos imposibles su derecho a una palmada en la espalda.
El corazón de Noderoth no tardó en enfriarse en soledad y congelarse en agua de lágrimas. Escurrieron el otoño de él, sus ganas de sonreír al sol del equinoccio, hasta que no fue más que un armazón sobre el que colocar un lienzo en el que pintar un muro fronterizo para el reino. Un títere oportuno, casi disfrazado de extraño sobre un esqueleto nativo; un marqués feérico. El frío provocado por la lejanía del resto hizo a Noderoth volverse hacia la eterna ventisca, el azul glacial y la quietud de la muerte. El invierno cayó sobre él como un sudario protector; una estación cincelada sobre una roca de soledad… una con la que su exilio sería su fuerza. Un instinto innato despertó un brillo de inteligencia en su interior: la guerra era en el verano; conocer al enemigo era carne de frente segura… el invierno en cambio, quien sabía nada del misterioso invierno…
Tal fue el dominio que el segundo-nato Sdersath desarrolló del saber de la escarcha, que despertó la despectiva atención de las cúpulas otoñales. A falta de recursos que enviar a retaguardia, pero a necesidad de un ojo en la nuca del reino, las puertas de corteza envejecida del Palacio de Otoño se abrieron para Noderoth un siglo después de su Acogida. Se le hicieron todos los honores; se le otorgaron todas las señas; se le roció con el mágico elixir que marchitó, ajó y dejó caer su pelo cobrizo al suelo en unos minutos, y se le hizo velar el renacimiento de su melena a la luna escarlata. Cuando todo terminó, la hojarasca susurró el nombre del Marqués Sdersath de Transilvania, el nuevo Brote del Otoño.
Ávaros y eslavos podían estrellarse contra Bizanzio como un mar embravecido, pero el rompeolas de Oriente los dividiría una y cien veces en dos. La espuma de sangre de esas guerras repartiría penuria por las tierras circundantes. Penuria que en la distante Tierra del Invierno Eterno cubriría la nieve más atroz. Un tenaz ojo transilvano escrutaba la espalda de la Corte de Otoño desde el sur. La Reina Safne recorría las cumbres y las hondonadas de dura roca, enfriándolas con su abrumadora presencia. Sus gélidos trolls y sus engendros invernales rugirían en la tormenta más helada para encoger los corazones temerosos. Y allí se puso a Lord Noderoth Sdersath, para que la Reina de Hielo tuviera algo que observar en su aburrimiento velado; algo en lo que poner sus ojos antes de preocuparse por poner sus garras sobre las raíces del Bosque Otoñal. Un dulce en una mesa demasiado fría, tan solo para evitar al depredador mirar más lejos… su misión imposible para la palmadita que nunca llegaría.
Apartado por un mar de suspicacias elitistas de la sociedad feérica de su corte, Noderoth pronto aprende a deleitarse con los peculiares humanos. Cuadros sin trazo, ni color, ni chispa, de una gloria que emulan al menos con interesante perspectiva. Un falso consuelo para su ostracismo obligatorio. Como un jugador de ajedrez ante sus pequeñas piezas negras, el Marqués aprende con rapidez a moverlas por los alrededores, interesándose en sus evoluciones como un niño con su nuevo juguete. Media sonrisa se dibuja en su rostro cuando algunas de sus cartas son contestadas por estudiosos de la conducta humana. No responden a sus frases afectuosas, ni a sus preguntas sobre la Corte, pero al menos le muestran un franco interés por su observancia de esos seres burdos e inferiores.
Como un adicto al cariño que nunca tuvo, Noderoth profundiza en sus investigaciones, y aprende más y más de esos peculiares animalillos sociales y bípedos. Para su sorpresa, comienza a comprender sus evoluciones, a apreciar ciertas tendencias e incluso a valorar su posición estratégica. Las curiosas personillas llenan los huecos como una plaga de cucarachas molestas y difíciles de apartar. Incluso la Reina Gélida tendría problemas en barrer de arena la playa. Sus estudios lo ponen en contacto frecuente con una facción humanista en el interior de la Corte de Otoño. Las letras que recibe de la Selva Negra comienzan a dibujarle un panorama en que él podría controlar a esas gentes; hacerlas suyas y utilizarlas contra el invierno. Fueron esas gentes las que fortalecieron al verano cuando seccionó el frente del reino… podría volver a suceder. La idea lo seduce, lo acaricia y lo mima como nadie antes hubiera hecho con so orgullo. Media sonrisa amarga orló el rostro del noble feérico.
Tan irónica que resultaba sarcástica, tan imperdonable como balsámica, la abominación acechaba desde los ojitos brillantes de un ser Entre Dos Mundos. La aberración que tan cotidiana le resultaba a Noderoth en sus tratos con los remilgados nobles de la Corte era innegable en un Cambiado. Alimentados por la mugrienta leche de los bastos pechos de una hembra humana, los querubes mitad hada y mitad hombre mamaban de la propia bajeza desde su más tierna existencia… una bajeza que les otorgaba el don de caminar entre sus progenitores no feéricos prácticamente como iguales, en una clara muestra de su lejanía del centro de las Estaciones. Para el primonato exiliado suponían un pueblo sobre el que reinar sin oposición; alguien de quien reclamar respeto y devoción más allá de toda discusión… pero también el constante recuerdo de la brecha entre él y sus verdaderas raíces: la marca indeleble de que jamás sería admitido en su propia sociedad; un tísico rey de los leprosos.
Mientras el segundo varón de la línea Sdersath observaba a sus cobayas, la débil religión nacida de un loco con gusto por la tortura y la autocompasión dio gordos frutos en Canterbury, formando el primado episcopal de Inglaterra. Los vientos de la Reina de la Gran Isla se llevaron consigo a un buen puñado de gordos clericuchos pagados de sí mismos y sus paparruchas. Lord Noderoth no pudo sentir sino el no haberlos limpiado de sus pequeños experimentos por sí mismo. Su cháchara insoportable y sus cancioncillas arrítmicas y más similares a un llanto quejicoso eran más de lo que la armonía del cosmos podía soportar. La noticia se acogió con júbilo en el Baluarte del Fin del Equinoccio.
Entre tanto, los lobos que devoraron a los amamantados por la loba tenían sus propios problemas pasajeros. En la distante Toledo, rodeada de sus vomitivos trigales bañados por el sol, la efímera reacción arriana desestabilizó la corte de Toledo, mientras la Corte del Verano caía en el olvido bajo los panzones de reyezuelos más asentados y menos temerosos de “sus ángeles salvadores”.
Más cerca, en cambio, acontecimientos mucho más vistosos alegraban el triste devenir de los días del Marqués del Otoño Transilvano, mientras los persas, con sus pomposos cascos apenachados caían sobre los bizantinos, oscuro retorcimiento de esa patética recua de cantorines de iglesia. La sangre cristiana tiñó de ocre el suelo por igual, con una tonalidad tan otoñal, que casi hacía llorar al verla. Era el mejor uso que se le había dado a ese líquido escarlata en años, desde luego.
Tal vez fue el alborozo y el amor maternal que despertaron en mí esas criaturillas rebeldes y juguetonas, luchando por matarse y controlarse sin sentido, los que germinaron lo que durante años había madurado: tenía que tomar parte en esas decisiones, ver mi mano en esas vidas fugaces; hacer que sus actos tuvieran un por qué y un para qué realmente digno… mi razón; mi objetivo. Las mortíferas puertas del otoño se abrieron en mis dominios para los mortales, paseé los caminos, cuidé las veredas y puse a trabajar al puñado de sirvientes sin virtud y marginados que se me habían otorgado en limpiar los caminos, fortalecer la caza y hacer crecer las más frescas y nutritivas bayas en mis lindes.
El látigo persa cayó sobre el Asia Menor, en un despliegue que no hizo sino subrayar la auténtica molestia que podían llegar a resultar los humanos cuando se lo proponían. Alejandría volvió la espalda a los adoradores del Dios Claveteado, demostrando una vez más la morbidez de ese insulso culto basado en puro aire. En Bizanzio Heraclio se alzó como emperador, mientras un puñado de belicosos eslavos se desparramaban sobre los balcanes. Los movimientos de serbios, croatas y otros de su grey amenizaron las jornadas de Noderoth.
El baile de máscaras lo iniciaron inadvertidamente descastados como yo. Inmigrantes como estos de los que hablo no tardaron en hallar refugio en los claros poco profundos de un bosque caduco que se les presentaba amistoso, acogedor y adecuado. Atraje sus corazones a un paraíso de tranquilidad entre las duras rocas transilvanas; no tuvieron más remedio que caer en mi ratonera. Entonces llegaron las viudas: elegí a las jóvenes y fuertes, que pudieran aún sentir el calor de un amor idealizado, la magia del secreto y el apremio de una edad que pugnaba por que plantaran su descendencia. Varios hombres tuvieron lamentables accidentes en agrupaciones distintas de los márgenes de mi territorio; otros desaparecieron sin más, como si hubieran abandonado todo su mundo sin avisar. Sus cuerpos alimentaron la caza que fortaleció a mis concubinas abandonadas. Las mujeres, llorosas, desconsoladas y arrancadas de su derecho a la maternidad sollozaban en silencio al son de mis sauces arrulladores, mientras el fuego de la pasión juvenil, ardía inaplacado y abrasador en su seno.
Cuando el espíritu protector del bosque escuchó sus súplicas, no tuvieron el más mínimo inconveniente en abrirles su lecho y franquearles su interior. Casi todas ellas portaron el fruto de mi simiente con orgullo y alegría: alimento para su soledad y plenitud para su vida castigada sin amor. Fue curioso observar, sin embargo, como los suyos se volvieron contra ellas por ese don que se les había otorgado. Las trataron de fulanas y de mujeres de mal vivir, por tener un hijo sin padre y fuera del matrimonio. Les volvieron la espalda, haciendo su vida más difícil e incluso las amenazaron con excluirlas de su sociedad. Mis hadas cuidaron de que no les faltara de nada y de que las voces de sus detractores se durmieran para siempre. Casualmente no fue sino yesca para la leyenda: las brujas del otoño comenzaron a llamar a aquellas mujeres que no necesitaban de un hombre para vivir, que acababan con sus detractores con una simple maldición y que encontraban las más ricas dádivas del bosque con un simple chasqueo de sus dedos. Mis retoños crecieron fuertes en su interior, con madres volcadas en ellos. Las solitarias mujeres no tardaron en cruzar sus caminos por el interior de mis dominios, forjando una peculiar y oscura fraternidad en la que mostrarme su amor y agradecimiento en la intimidad de mi bosque.
Finalmente, tratando de hacer un remiendo a la impracticable religión parida por la mente de un loco judío, un pensador trató de buscar una alternativa más adecuada a aquel embrollo: un camino para la servidumbre, que hizo llamar el Islam. Cuánto bien pudiera haber hecho esa nueva doctrina, con una figura adecuada a la que profesarle tal devoción…
Con ello y con todo, una década de observación humana lo había llevado a la sensación de que en realidad no eran distintos de las alfombras de hojas tan habituales en sus dominios: la misma hojarasca, movida por vientos caprichosos, apilada y rascada de forma distinta, pero con iguales colores. La situación no hizo más que hacerle sentir tan estúpido como quien observa la evolución de un pececillo atrapado moviendo sus mandíbulas sistemáticamente. Sus ojos se giraron y se volvieron hacia su bosque, mientras las estaciones pasaban como una ruleta en el mundo exterior.
Tal vez el problema no fueran ellos… quizá fuera él. Cuando vio nacer a su primer vástago semihumano, a su primer engendro cruce de magia y esclavitud, una nausea fue el único verdadero sentimiento que experimentó. Nacidos entre sangre e inmundicia para agarrarse a las ubres de una vaca lechera humana con la leche tan burda como el barro del arroyuelo tras las lluvias. Casi desprovistos de la armonía de la Estación, como desahuciados disfrazados de elfo mendicante. ¿Era ese el camino? ¿Extender su propia lacra más allá, plagando la Marca de ignominias aún mayores que la suya? Los mocosos Cambiados, lejos de agradecer siquiera su concepción, se rebelaban contra un destino que les había hecho nacer huérfanos de padre. En lugar de agradecerme en silencio su nacimiento, fuera quien fuese para ellos en los ignorantes vericuetos de sus mentes, que jamás me vieron, rechazaron su paternidad y protestaron por su condición. Mis hadas los castigaban cuando sus ideas caían por esos derroteros, haciendo sus pequeñas vidas más difíciles para mostrarles la lección, pero eso no hacía sino empecinarlos más en su terquedad quejicosa. Volví los hombros a esa realidad, encerrándome en mis dominios. Hiberné como el árbol caduco, dejando a las hojas de mi alegría desprenderse. Me entregué al lado más oscuro de mi alma feérica y el invierno vino al bosque: las veredas dejaron de ser tan seguras, la caza comenzó a escasear y los inmigrantes dejaron de llegar.
Para cuando advertí que me había olvidado de ellos, los humanos habían vivido ya cuarenta estaciones. Sisebuto se había coronado rey de los asesinos de romanos, mientras Clotario reunía a los estados francos, cerca de los antiguos campos de batalla contra el verano, allí donde aún éramos fuertes. Entre tanto, una nueva marejada persa volvió a estrellarse contra los riscos de Bizanzio. El viento de Cosroes II esparció sus corrientes por Cesarea, Damasco y Jerusalén, sin contemplaciones, saltó el rompeolas del cuerno de oro y cayó contra la tierra de las pirámides.
Entre tanto, los estúpidos suplicantes de aquel que se creía con derecho de coronarse con espinas, se volvieron contra sus propias raíces en Iberia. Los judíos escaparon como cucarachas huyendo del escobón, mientras la corona goda barría sus doradas propiedades hacia sus sacas.
Cansado de aguantar las parloteantes y soberbias letras de la recua de humanistas pagados de sí mismo de la Selva Negra Otoñal, Noderoth comenzó a hacer caso omiso a las recurrentes misivas que le hablaban de la extinción de la preponderancia del estado de Kent en Inglaterra, y que obviaban sus opiniones e ideas como si fuese un copo de nieve en lluvias de estación. Él que desde su balcón privilegiado veía cómo los persas ocupaban Caledonia, que disfrutaba del nacimiento de la dinastía Tang en China no tenía ninguna necesidad de escuchar a esos gordos estirados sin una idea decente. Le increpaban por haber entregado tan a la ligera la gloria de su descendencia a tan pestilentes mestizajes. ¡Aquellos! ¡Aquellos que habían plantado esas zarzas en su jardín las arrancaban y lo fustigaban con ellas! ¡Podían irse al infierno ellos y sus inacabables diatribas; las leyes del otoño se lo permitían, con o sin ellos.
Entre tanto se regodeaba en la expulsión de aquellos pusilánimes bizantinos de la península ibérica, mientras hermano se volvía contra hermano, con la subida al poder de Suntila, tras la muerte de Sisebuto. Los imbéciles seguidores del Cristo no se conformaban con arrancarse sus propias raíces, sino que se volvían contra sus propios compañeros. Era algo realmente hilarante. Entre tanto, los exiliados trataban de recuperar el poco terreno que habían perdido en manos persas. Hraclio consiguió recuperar Siria, vertiendo más ríos escarlata para abonar mis dulces bellotas futuras. A mis ojos solo escondían el rabo ibero mientras fingían estar ocupados ladrando al otro lado, para mantener su inexistente hombría.
Al nuevo predicador del Islam no le había ido mucho mejor tampoco. Perseguido por los suyos por pensar en ideas que no apreciaban, tuvo que escapar y exiliarse. Noderoth no pudo sino simpatizar en la distancia con el pobre diablo. Como Noderoth hiciera, el presunto sabio se aferraba a su camino y a sus ideas, haciendo caso omiso del mensaje de sus padres y extendiendo el suyo propio. Los suyos le habían vuelto la espalda y a él le daba igual, ciñéndose a su plan. En el fondo admiraba al desgraciado.
Quizá fue esa secreta y pervertida admiración la que hizo despertar al Marqués Sdersath de su ensueño. Me volví hacia los brotes que había abandonado, para advertir cómo mis retoños habían crecido sanos y fuertes, mientras sus madres continuaban con las secretas reuniones en las que daban gracias al espíritu del bosque y lamentaban que éste ya no las acompañara como antes. Trataban de remendar sus presuntos pecados con ofrendas y regalos, quizá más crueles y truculentos conforme su miedo avanzaba. El Marqués se compadeció y pidió a sus hadas que los consumieran. Como muestra de gracia para con mis adoradoras, destejí el invierno que había depositado sobre sus asentamientos en mi ausencia. Hice avanzar al otoño fresco e inexorable, deleitándome con la loca idea de un futuro en que tal vez la distante bruja Safne sufriera el mismo destino. Las raíces bien asentadas de mi poder durante mi autoimpuesto retiro a lo profundo del otoño me habían otorgado la comprensión de una estación que entendí que antes no asimilaba en todo su esplendor. La gracia de la estación me sedujo y me acostumbré a sus ritmos como un amante a su pareja carnal. Una década atrás había embellecido el bosque otoñal con las dadivas de mi corte; ahora había aprendido a exprimirlas a chorros y embadurnarlo con ellas.
Profundamente orgulloso del nuevo estado de mi corte, decidí que había llegado la hora de llamar a mis descendientes a su verdadero lugar, a caballo entre señores y hombres. Los Cambiados fueron llamados a la corte y Acogidos, en parte para dar en el orgullo a los pomposos humanistas de occidente, y en parte porque necesitaba de alguien que me informara sobre la evolución humana en aquellos años.
En el tiempo en que perdí la perspectiva del mundo, los persas siguieron extendiendo su mano por el mundo viejo, tanto en Cilicia como en Armenia. Mis súbditos comenzaron a reírse de mí por observar tan detenidamente a los humanos. Decían que me hacía perder la perspectiva de nuestro mundo, volviéndome lento y poco avispado. Apenas sí podía reconocer las más básicas ilusiones feéricas, tan desacostumbrado como estaba a observar una realidad cambiante y engañosa como la nuestra. Mentira o verdad, el señor del territorio merece un respeto que iba a tener quisieran o no. Las risas se acallaron una semana después de que el frío viento del norte comenzara a soplar en mis dominios. Las hadas se ocultaban en sus madrigueras en la noche, temerosas de la furia del señor que campaba por su territorio en las horas sin luz, llenando de frío miedo el corazón de cualquier irreverente. Me volví violento y amenazador durante aquellos días; la bilis que destilaba encontró un punto por el que salir al exterior y germinó en dos preciosas astas ensortijadas, muestra de mi señorío.
Cuando entré en el Jardín de Fiestas, el silencio más sepulcral llenó la sala en la que uno de mis bufones se permitía seguir haciendo bromas sobre el ciego asesino nocturno que tenían por pretencioso príncipito. Se jactaba de haberme acompañado a apenas un paso de distancia durante las últimas noches sin que pudiera ni advertirlo, cada día con una piel diferente con la que engañar a mis sentidos. Un velo carmesí cubrió mi presuntamente imperfecta visión, mientras recorría en dos zancadas la distancia hasta él y lo alzaba en vilo del cuello, callando su verborrea al instante. El viento del invierno entró conmigo y se enquistó en la garganta de mis súbditos, cortándoles el habla:
- Si alguien tiene algo que decir en favor de este traidor, que hable ahora o acepte su muerte. - dije triunfal.
Los segundos pasaron densos y pesados mientras las hadas presentes pugnaban por decir algo, quien más quien menos, sin éxito alguno:
- En tal caso, arrepiéntete ahora, pide disculpas y salvarás la vida, mequetrefe. - increpé al chistoso que me miraba en pánico, incapaz de pronunciar sonido alguno.
Su vida tardó en extinguirse largos minutos, mientras pataleaba incesantemente tratando de abandonar mi presa, enardecida en el gélido hielo de la avalancha. Arranqué vida de aquel cuerpo indigno hasta que apenas quedaba aliento en él:
- Has abusado de mi confianza y ni siquiera tienes fuerzas para regalarme una disculpa? - jugué con él mientras mi dominio sobre el invierno enmudecía su lengua – No olvidéis que vosotros sois la fuerza de este Baluarte, y yo soy su nombre y cara. Si os reís en él, si os mofáis de ella, no sois mejores que la frígida Safne en su trono de hielo. ¿Por qué debería de perdonaros? - dije ahora volviéndome hacia el atemorizado resto de los presentes – Os diré por qué, estúpidos: porque esto no volverá a ocurrir. No es nuestra labor ridiculizarnos y envilecer este lugar, sino llevarlo a una gloria que la Selva Negra pueda envidiar. Desde hoy todos colaboraremos en ello como nunca. Y esto comenzará contigo, lagartija. - espeté al bufón. – Me enseñarás a verte antes de que las últimas hojas caigan, o acabaré lo que he empezado. - sentencié, antes de abandonar el lugar.
No volvieron a escucharse más susurros inadecuados y el viento del invierno dejó de soplar. Por suerte para el bufón, jamás fui un mal estudiante y pronto aprendí a ver más allá de la realidad. El súbdito conservó su vida.
El mendigo predicador parecía haber tenido sus propias victorias en sus propios dominios también, pues el Yemen se adhirió a su doctrina sin dudarlo, y mientras los persas desistían de anegar el Cuerno de Oro y se daban la mano con sus ancestrales oponentes, el viejo avanzó hasta la Meca, haciéndola suya. En las estaciones posteriores llegaría el invierno tanto para él como para el rey hispano Siuntila. Pero insidiosos como la hidra, cortas una cabeza cristiana y aparece otra: Sisenando sustituyó a su predecesor.
Acallando mis temores que creían que con el sueño de los persas se acabaría mi diversión, la descendencia del viejo predicador me dio una nueva sonrisa: los árabes se alzaron contra Bizanzio de la mano del sucesor de Mahoma, Abu Bekr. El Islam se extendió por oriente como el fuego por un campo seco tras la caída de la hoja. Ocuparon Bosra y luego Damasco. Envié a mis retoños a investigar sobre esa poderosa nueva religión. Tal vez el loco visionario había despertado un mal aún mayor que el del pusilánime dios apaleado. Este aceptaba la sangre como medio y la guerra como instrumento; peligrosos compañeros de predicación.
A Damasco le siguió Emesa, luego Heliópolis, Antioquía y Edesa, mientras el lobo del Islam devoraba las victorias de los persas una tras otra, tumbando al gigante. En Yemuk conquistaron Siria, mientras en el oeste continuaban cambiándose coronas y títulos ignorantes de sus futuros problemas: a Sisenando lo sucedió Chintila, mientras el Duque Rontaris de Brescia se sentaba en el trono longobardo.
Para mi alborozo, los musulmanes infectaron Jerusalén, la cuna del cristianismo. Se extendieron por la ancestral mesopotamia, arrasaron con Egipto y remataron al caído coloso persa en la batalla de Nehavend, mientras los reyes hispánicos perdían una batalla tras otra contra la tétrica parca, calientes en la cama: A Chintila lo sucedió Tulga y a este Chindasvinto, en una moviola interminable y tan débil como sus abominables creencias.
A raíz de la caída de oriente en manos de Aláh, uno de mis Cambiados me trajo una peculiar visita: uno de los magos persas, conocedor de la realidad feérica, pedía asilo en mi territorio a cambio de un precioso presente: Una daga del más fino hielo eterno, recogida en el corazón de las Tierras del Invierno perpetuo. El que algunos humanos supieran de nuestra existencia y de su antigua historia y servidumbre, picó mi curiosidad. Acepté al viajero en mi corte, intercambiando con él una gran medida de conocimiento sobre la sociedad humana.
Entonces llegó el bálsamo del destino: la Selva Negra, acosada por un nuevo terror nocturno, pedía auxilio a su Marca Oriental. Terribles hombres bestia con gigantescas garras talaban vidas feéricas como nunca lo hicieran antes los trolls del verano. Con mis débiles y escasas tropas y sin riquezas que aportar de mis aldeas linderas, no tuve más remedio que enviar a parte de mis agentes a recopilar información.
Para cuando los árabes conquistaron Alejandría y fundaron El Fostat un año después, seguía sin haber recibido una sola misiva, ni ninguna visita de occidente. Los musulmanes continuaron hacia Armenia y expulsaron a los bizantinos del norte de África para el siguiente ciclo estacional y ya avanzaban contra Chipre, que pronto caería. Entonces llegaron las primeras nuevas: la mitad de mis agentes habían muerto, y la otra mitad habían sido acogidos en la Corte de la Selva Negra, abandonándome a mí que se lo di todo. Me embargó la pena, condenado nuevamente a un ostracismo forzoso, incluso por quienes más que yo lo merecían. Encerrado en mi pena, me arrebuje con un manto de hojas en mi trono de madera y volví a hibernar durante largos años.
Más allá de mis dominios Pipino de Heristai se había convertido en soberano de la tierra de los Francos, tras vencer a Austrasia en Nextri. En Iberia moría Ervigio el visigodo y lo sucedía Egica. El baile real continuaba, mientras yo, petrificado en mi trono, me cerraba al mundo. Cuando desperté, no había más información sobre el exterior; estaba completamente solo, sin más que hacer que centrarme en el país que tenía ante mis narices, para pasar las estaciones: Transilvania y sus condominios.
El olor de mi debilidad no tardó en expandirse por aquel territorio, haciendo alzar su helada mirada a la Reina Safne. Pronto envió a sus aberraciones, que aún visitan mis pesadillas en las más frías noches de invierno. El primero era un ser terrible con asquerosas patas de arácnido brotando de su espalda; rápido y estilizado como una ninfa, pero feo como un troll con viruela. El otro, aún más temible, era un burdo montón de hueso y músculo, recubierto de una impenetrable costra helada de la que brotaban afiladas estalagmitas. Se me exigió tributo y pleitesía para con la única soberana feérica de las tierras de Transilvania; solo y sin recursos, no tuve más remedio que acudir a la diplomacia. La Reina Frígida me exprimía hasta el límite, mientras trataba de sacar todo el jugo al bosque otoñal, antes de arrasarlo con sus tormentas nevadas, como sabía que ocurriría. Para mi propia sorpresa, la idea de vivir en el hielo eterno, tan similar al interior de mi corazón en aquellos momentos, no me resultaba en absoluto desagradable. La mísera vida que tuve que vivir con mis pocos espíritus leales por aquella extorsión es algo que no volveré a permitirme.
Safne me tenía totalmente controlado. Sin seguidores que me protegieran ni riquezas que me permitieran comprar mi propia protección, sus espías campaban a sus anchas por mi bosque. Sabía perfectamente que estaba solo, que era débil y que todos me habían vuelto la espalda. Posiblemente me mantenía con vida tan solo por la diversión que le suponía observar mi patética agonía. Las espinas crecían en mi interior con el odio que aquellas sensaciones alimentaban. Para liberarlo, comencé a ejercitarme como el ejército de un solo hombre que era. Los pocos habitantes del bosque que quedaban, incapaces de ser admitidos en occidente, emigraron a tierras más tranquilas, para vivir sus propias vidas. No se lo reprocho… fueron años duros. Los pocos que se quedaban exigían terrenos, riquezas, regalos… todo el mundo se empeñaba en estrujarme, pero ya no había más jugo que sacar.
En menos de dos años estuve totalmente solo, a excepción de algunos de mis informadores Cambiados, que actuaban como agentes míos por el territorio, con cierta impunidad. Hasta un simple humano podría ahora entrar en mi bosque y matarme. No podía recurrir a la corte de invierno, pues como hijo del otoño y Lord de la Selva Negra, me matarían sin contemplaciones; pero la cuna que e Acogió tampoco me escucharía… y no aceptaría rebajarme hasta tal punto.
Me aferré a lo único que me quedaba: el control sobre mi territorio, arraigado en mis años de introspección otoñal. Tiré de mis raíces y las moldeé como pude, creando pasos secretos, escondrijos y trampas que los siervos del invierno no pudieran advertir.
A pesar de mis endebles defensas y señuelos, no tardaría en ser descubierto, si no aprendía a ocultarme debidamente. Aprendí a caminar como una sombra; a fundirme con la espesura y permanecer en silencio… incluso a crear mi propia espesura en la que ocultarse. Sentirse acorralado y asustando como un venado cualquiera no iba a solucionarme nada. Solo y desamparado, sin agentes que utilizar o amigos a los que recurrir, no me quedaba otro remedio: o sucumbía a mi inminente defunción, o realizaba el único acto desesperado que una presa solitaria podía hacer acorralada por la manada: probar su valía, matar al jefe y descabezar la cohesión del grupo de caza. Comencé a ejercitarme aún más duramente con la daga de hielo que poseía y mejorar mi condición física.
Entre tanto, mis pocos y menguantes informadores me regalaban susurros lejanos, como viejos primos con los que casi no tienes contacto: el Norte de África era ya totalmente árabe y habían acuñado su propia moneda musulmana. Entre tanto, los iberos habían vuelto a girarse hacia sus raíces, volviendo a fustigar a los pocos judíos que habían quedado tras la anterior represión, o que se habían dignado a volver.
Tal vez debería de hacer lo mismo con los humanos. Los muy audaces, habían aprovechado la suavidad de mi puño en los años anteriores para establecerse en zonas otrora vedadas a los suyos en mis dominios. Los insidiosos bandoleros que crecían como la mala hierba tras cada guerra formaban comunidades de sanguinarios asaltadores en mis tierras. Aprendí a ocultarme de ellos y aprender de sus movimientos. Aprendí a seguir sus rastros y descubrir sus guaridas y almacenes. Nada pasaba en MI bosque sin que yo lo supiera. Aprendí a pensar como ellos y a seguir sus movimientos; eran míos…
Mientras Justiniano II perdía su trono de Oriente y el desorden político se extendía por los despojos de Roma, mientras Venecia se erigía como burgo independiente y los musulmanes tomaban Cartago, Mientras Egica moría en Iberia y era sustituido por Vitiza, Noderoth Sdersath trataba con la misma crueldad a sus “invasores”. Macabros cadáveres comenzaron a aparecer por doquier en el bosque otoñal: bandidos despellejados, deshuesados y con las vísceras fuera. Ríos de sangre empañaron los arroyuelos y espantaron a los cuatreros, mientras mi dominio de las armas y el subterfugio aumentaba constantemente.
Mientras reconquistaba mi bosque otoñal y alfombraba de cadáveres el suelo de turba, los árabes hacían lo propio con Tanger y Roderick, el último rey visigodo se sentó en el trono de Hispania. Las mismas disensiones que mis asesinatos terroristas y selectivos crearon entre los bandidos desestabilizaron la política ibera en los años siguientes. Tal y como los salteadores saldrían rechazados de mi baluarte, lo mismo conseguiría la inestabilidad goda con su dominio sobre la Península.
A pesar de mi clara Victoria sobre los molestos invasores humanos que habían tomado mi territorio como si fuera de su propiedad, hasta que yo los tome a ellos, el tiempo para la alegría se había terminado. Por cada bandolero que despellejaba, los súbditos de la Reina Frígida habían degollado a uno de mis agentes leales. Todos habían muerto, aunque ya comenzaba a acostumbrarme a la triste soledad.
Safne tuvo a bien ayudarme con mis solitarios problemas, enviándome un puñado de petimetres que acabasen con mis padeceres. Pero la sombra del bosque era mi hogar y el susurro de los árboles mis pasos. Había aprendido a ver más allá de los sólidos troncos y las tupidas ramas, a seguirlos por su olor y a diferenciarlos y encontrarlos por sus rastros. La Marca latía con mi ritmo y respiraba con mi aliento. Mientras trataban de darme caza infructuosamente, jugaba con ellos como el viento de poniente juega con los cabellos de la encina. El bosque ya no tenía secretos para mí, y yo era su amo indiscutible.
Como un espejo de mi propia realidad, los árabes invadieron el dominio de los débiles y arrastrados visigodos por el sur y avanzaron rápidamente extendiéndose por Sevilla, Mérida y Toledo; no contentos con eso, se expandían del mismo modo por Asia, como la peste en tiempos de guerra. El tiempo de las conquistas había llegado, pues los búlgaros se volvieron hacia Tracia y la hicieron suya también. Tiempo de conquistas y tiempo de reyes; Abd-Al-Aziz arrampló como un tornado con la Península ibérica, Liutprando se erigió rey de los longobardos y León el Isaurio se impuso en el imperio bizantino.
Cuando me cansé de juegos, comencé la preparación para el golpe final. Me había cansado de esos cochinos duendes gélidos que, a pesar de su fracaso, se creían con derecho para jugar con mis posesiones. No merecían ni siquiera morir por mi filo: morirían por el de los humanos. Enardecido por los anteriores triunfos de la nobleza cercana, acudí a uno de los castros cercanos, en busca del instrumento con el que humillar y desbrozar las malas hierbas que habían crecido en mi jardín. Sostenido por el soplo del atardecer y abrigado en las sombras de la oscuridad, me deslicé por los pétreos muros y me colé por las más altas ventanas. La sala de armas del Conde fue mi premio tras la aventura: aferré su enorme espada, templada en cien lances y la empuñé con destreza. Su tacto me enamoró desde el primer momento: era una verdadera obra de arte, con el peso de las fútiles generaciones humanas sobre su antiguo acero casi petrificado. El noble no podía haber elegido un mejor motivo para MI acero: una enredadera espinada consumía a sus enemigos a lo largo y ancho del arma. Regresé con la espada a mi baluarte y me hice con su confianza durante las siguientes jornadas. Nos mimamos juntos y nos hicimos vibrar, como dos jovenzuelos enzarzados. Cuando el equinoccio me arropaba con su inminente presencia, ya éramos prolongaciones el uno de la otra.
Nuevamente los árabes hacían reflejo de mis días y mis noches, aunque esta vez jugaban de mi lado. Mientras los musulmanes tomaban Pérgamo y amenazaban Constantinopla, mientras el islam perseguía al resto de religiones en Persia, yo avanzaba a recuperar lo que era mío, a perseguir a los tercos invasores y a expulsarlos a sus tierras de una vez por todas.
Descendí sobre mi usurpada sala del trono como un frío vendaval huracanado de invierno. El engendro arácnido de Safne guardaba el lugar inadvertido de mi presencia, hasta que fue demasiado tarde. Cuando recibió la vorágine, la corriente lo arrastró varios metros antes de que pudiera extender sus patas de araña y afianzarse. Descargué una miríada de espinas otoñales sobre el distante enemigo, que abrasaron su carne invernal y lo hicieron gritar de dolor. Avancé a terminar el trabajo, envolviendo la Espada Espinosa en una gélida sombra de escarcha, capaz de cortar su dura piel como mantequilla caliente. Mi primer tajo seccionó varias de sus patas, acrecentando los chillidos del ser, que lo agudizó, concentrando las nieblas, hasta que el aullido fue mareante e inaguantable. Apenas tuve tiempo de hacerlo de destejer su voz, sobreponiéndome al aturdimiento, antes de que una enorme mano azulada me aferrara como una mera flor y me lanzara contra un viejo roble centenario, quebrándolo por la mitad... la batalla había comenzado.
Me incorporé del tremendo golpe magullado y con varias astillas clavadas, pero las heridas del otoño nada grave podían hacer a su señor. Cuando me conseguí incorporar, el troll invernal se dirigía hacia mí lentamente, deleitándose en su estúpida sonrisa de suficiencia. Sometiendo a mi mandato al territorio, cambié las reglas del juego, haciendo que el coloso se elevara inofensivo, pataleando y gruñendo como un niño alzado en vilo por los fuertes brazos de un adulto. Su compañero aprovechó mi concentración para correr hacia mí sobre sus restantes patas articuladas y lanzarme una densa nube de ácido cloro, que consumió mi piel y me cegó de un ojo. Devolví sus atenciones con una nueva andanada de espinas que lo arrojó al suelo, consumido por el veneno.
La distracción había debilitado mi concentración, dejando libre al gigante azulado, que cayó pesadamente a mi lado, agarrándome de las piernas y tratando de sacármelas a tirones con su descomunal fuerza. Alarmado busqué un resquicio en su armadura helada con mi filo invernal, durante eternos segundos. Finalmente pude apoyar la punta de mi acero en su axila y aprovecharme de su propio estirón para clavársela hasta la espalda. Vivo, pero herido de gravedad, el engendro me soltó trastabillando y tratando de recuperar el aliento robado.
Me tomé mi tiempo para acabar con el siervo arácnido de los hielos. Cogí su cuerpo casi destrozado del pescuezo y llamé al susurro de la fronda, para que me elevara en su ascenso desde las copas ocres. Subí con él hasta tocar el cielo de los vencedores, el que me estaba reservado, como una nube de ocaso en el fin de la vida del servidor gélido. A gran altura solté su cuerpo, dejándolo caer durante un interminable instante, extinto en una desagradable orquesta de crujidos rotos.
Apenas había terminado el sonido cuando la lluvia de la muerte se precipitó en picado contra el invasor, llevada de mi mano, atravesándolo con mi acero encantado. Mientras la vida abandonaba su cuerpo, una nube de insectos huidizos escapó de su carne, hasta consumirla y huyó hacia la fronda. Posiblemente serían pronto devorados por las alimañas del otoño. El bosque se cobraba su primera victoria.
Con los breves instantes de descanso que le había dado a su castigo, el gigante azul había conseguido reunir fuerzas e incorporarse de algún modo, mientras su metabolismo feérico cerraba sus heridas de alguna manera. Con temeraria soberbia incluso consiguió rugirme desafiante, mientras desarraigaba un pequeño arbolillo con el que renquear hasta mí para darme una lección. Su primera arremetida fue tan lamentablemente patética que casi me hizo llorar por él. La oscuridad de las largas noches invernales envolvió su figura en un sudario oscuro. Intentó localizarme por mis pasos, pero no había nada que oír: la sombra del otoño tardío, el Marqués Sdersath de Transilvania, campaba por sus dominios, y en ellos solo ocurría lo que él mismo quisiera.
El sicario de Safne jamás vio venir mi mandoble; jamás oyó silbar el aire... ni siquiera pudo sentir cómo el acero seccionaba su cabeza en un limpio tajo, extinguiendo una existencia centenaria. La sangre de los hijos del invierno regó el jardín de otoño, y el trono del Bosque Otoñal volvió a tener un solo dueño.
Entre tanto, el mundo castigaba la soberbia con la misma mano de hierro con que yo castigaba al orgulloso invierno, Como el asedio sobre mi territorio fallara, a pesar de los esfuerzos de la bruja del sur, el asedio musulmán sobre Constantinopla se quebró. Iberia se revolvió también en su sitio norteño y Asturias comenzó a recuperar el terreno anteriormente conquistado por los árabes. Vencido en sus campos de batalla, el islam tuvo que orientarse en otras direcciones para continuar con su depredación: ocuparon Narbona.
Como ocurre tras toda conquista, los anteriores enemigos fueron perseguidos hasta hacerlos desaparecer o esconderse. Perseguí a los secuaces que quedaban del bosque invernal y los colgué como hojas verdes hasta que sus cuerpos se secaron y cayeron al suelo para abonarlo, como cabe esperar de la bella estación. Safne comprendió finalmente que la hojarasca se le había escapado de entre las manos y que tendría que volver a acariciar nieve vieja. La mano de la bruja invernal desapareció de mi territorio.
Los árabes consiguieron, en cambio, abrirse paso por el norte de Francia; pero quien mucho abarca poco aprieta, y no tardaron en comenzar las primeras sublevaciones abásidas en el califato. Como suele decirse, la peste no es mal de pocos, y las disensiones comenzaron a aflorar también en la muy extendida religión del Dios Débil. La iglesia germánica se organizó y cerró filas, la iconoclastia arrasó con el agonizante imperio bizantino y comenzaron las divergencias con la Iglesia Romana. Los lombardas, aprovechando el clima de inestabilidad, se inmiscuyeron en cuestiones pontificias, obligando a la Santa Sede a refugiarse bajo las faldas de los francos. Los musulmanes se abrieron paso entre tanto hasta el centro de Francia, y la hubieran hecho suya, de no haber sido vencidos por Carlos Martel en Poitiers. Con ese flagrante fracaso terminó la ofensiva árabe a Europa occidental.
Entre tanto, el alto a las armas entre Safne y yo me permitió volver a tirar de mis influencias humanas. En estos tiempos de cambios religiosos y guerras sangrientas, encontré unas gentes atrapadas en tierras barridas por la batalla y sedientas de algo sólido a lo que agarrarse. Un milagro puede reverdecer una cosecha, pero su leyenda puede reverdecer toda una región. Mi suave caricia sobre el recuerdo del Akelarre del Bosque Otoñal avivó antiguos recuerdos y anhelos en los corazones de las aldeas cercanas. Historias de tiempos en que el bosque proveía y ellos solo tenían que tomar, a cambio de respetar, adular y venerar a sus espíritus. Cuando los tiempos volvieron, la noticia corrió como la llama en yesca seca. Mis antiguos agentes habían plantado inteligentes semillas previendo mi advenimiento, y apenas me costó esfuerzo multiplicar cuantiosamente la población humana que podía hacer vibrar con un chasquido. El señor del territorio había vuelto, más fuerte que nunca. La información comenzó a circular más rápidamente por mi territorio; información que me permitió ponerme al día sobre todo lo sucedido hasta entonces, y de las noticias del momento.
En su regreso de la derrota francesa los árabes ocuparon Pamplona. Carlos Martel los sacó de Narbona tras las victorias de Arles, haciéndose con el control de Australia y Neustria. Alfonso I de Asturias también los acosaba en el oeste, avanzando por tierras gallegas y leonesas. Los bizantinos no les daban tregua tampoco, venciéndolos en Aeronion. Las discordias políticas internas se agravaron entre los musulmanes; otro gigante se tambaleaba en estos tiempos de cambio. Cuando la política se mueve, alguien acaba aplastado: la familia califal Omeya fue asesinada por Abul Abas.
Mientras los lombardos se apoderaban de Rávena, el poder se le subió a la cabeza también el cristianismo y Pipino el Breve invadió Italia a favor del Pontificado. En Bizanzio la brecha religiosa se agravó y todo terminó en el Concilio iconoclasta que terminaría con la destrucción de las imágenes religiosas del imperio. Entre tanto, en Iberia los bereberes emigraron al sur, como ratas asustadas por los movimientos norteños. Tratando de salvar su propia política de la hecatombe, los árabes de la Península comenzaron un movimiento secesionista en toda regla.
Mientras los búlgaros volvían a presionar Tracia con fuerza, Pepino consiguió milagrosamente recuperar de los lombardas de Rávena y Pentápolis. Acto seguido, basándose en una falsa “donación de Constantino”, estableció su poder temporalmente.
Parece que no solo a los pontífices se les subía el poder a la cabeza, sin embargo, pues el frío soplo del invierno comenzó a deslizarse por mis fronteras, enviándome sus ventiscas. Cerré filas en torno a robles y hojas, convocando a mis servidores a las armas, pero la mismísima Reina Frígida apareció a la cabeza del ataque, congelando vidas a su paso. Dispuesto a proteger lo que era mío, abrí una vía de escape para mis súbditos, mientras me enfrentaba directamente contra la Reina en un frenético baile de muerte. Hielo, espinas acero y carne se estrellaron unos contra otros como venados en celo, mientras medíamos nuestras fuerzas una y otra vez. Cuando los míos consiguieron escapar, sus secuaces no tuvieron más de lo que preocuparse y se volvieron hacia mí. Sabía que no podía luchar contra todos a la vez: me destrozarían. Acumulando las últimas fuerzas que me quedaban, me elevé en el aire como una hoja movida por caprichosas corrientes, alejándome de aquel campo de muerte, pero, al bajar la guardia, di a Safne la oportunidad que estaba esperando. Una miríada de astillas gélidas traspasó mi cuerpo, dejando graves heridas casi petrificadas de frío a su paso. A duras penas mantuve el vuelo, sabiendo que, si no lo hacía, moriría allí mismo.
Sabía que casi un centenar de mis seguidores habrían muerto, pero otros muchos habían escapado gracias a mi sacrificio. Aun así, mis terribles heridas tardarían mucho en recuperar el calor y sanar. Me refugié en el condado humano de Satu Mare, al norte y lejos del abrazo del invierno. Me sentía a gusto allí, dado que el acero que había liberado mi territorio una vez provenía de las mismas tierras. Al tocarlas juré que esa misma espada acabaría con la vida de la asesina de mi gente algún día, me costara lo que me costase. Bajo esa esperanza comencé mi curación, lejos de mis siervos, para no ponerlos en peligro.
Finalmente Abderramán I Omeya se instauró como Emir independiente en Córdoba, escindiéndose permanentemente de Arabia. Alfonso I murió casi a continuación, puede que a raíz de la sorprendente noticia. Los ofendidos abásidas trasladaron el califato a Bagdad. Mientras tanto, el más despabilado Constantino V, en Bizanzio, hizo su movimiento invadiendo la insidiosa Bulgaria y derrotando a sus ejércitos en Anchialus.
Durante los siguientes años Carlomagno se erigió único soberano de Francia, con la venia del Papa, que solicitaría su apoyo. El dirigente de Francia arremetería contra los sajones, sometiendo Westfalia. Luego continuaría hacia Lombardía, siendo proclamado rey en Pavía. Búlgaros y bizantinos firmarían una paz duradera, ante tal situación. Con ayuda de este conquistador francés, el pontificado se anexionaría el Exarcado junto con otro buen puñado de territorios circundantes, añadiéndolos a su poder temporal. Carlomagno sería pseudocoronado, antes de arremeter contra el ducado de Friul. Para ese entonces ya era homenajeado por casi todos los sajones, a excepción de unos pocos rebeldes.
Alentado por las victorias de este gran militar, comencé a reunir a mis seguidores humanos más poderosos a mi alrededor y atraje a nuevos aspirantes a sus filas. Había entre ellos incluso algunos Cambiados, pero eran jóvenes y débiles; aún no estábamos preparados. Podría haber alzado una mano implorosa hacia la Selva Negra, pero hacía tiempo que decidí que jamás volverían a ver una lágrima mía, si no era de hilarante inaguantable y regodeo.
Mientras mis recientes súbditos despertaban al otoño la violencia se apoderó de Iberia: vascones se enfrentaron a francos en Roncesvalles y Abderrahman I persiguió y dominó a los rebeldes musulmanes del norte. Más al este los árabes se revolvían de nuevo contra los bizantinos y arramplaban de nuevo contra Asia Menor, mientras al norte Carlomagno, terminaba con los sajones rebeldes en Detmond. Pronto el jefe Witkind de los sajones fue convertido, y los musulmanes expulsados de Francia. Carlomagno terminó poco después la conquista del país sajón, mientras los vencidos árabes trataban de agradar al Dios que tantas victorias creían que les había dado erigiéndole un majestuoso templo en Córdoba. Harud Al-Rachid, se erigía califa de Bagdad por aquel entonces, pero largo tiempo hacía ya que a ese califato no le correspondería el amor de su divinidad esclavista or los triunfos de la rebelde Al-Andalus.
Las sucias manos de la Iglesia Romana se extendieron al sur de la Bota, mientras los daneses hacían su primera aparición en el litoral inglés. Su querido Carlomagno anexionó Baviera a sus ya bastos dominios, mientras los búlgaros vencían en Strymon. Finalmente Abderraman I partió con Aláh, siendo sucedido por Hixem I. Durante la década siguiente Carlomagno sometió a ávaros, panonios, daneses y checos por igual. Era como un cáncer devorando toda Europa Central.
Sus victorias ensalzaron a mi gente, que mejoró con rapidez. Avanzamos por nuestras antiguas fronteras cuando las primeras hojas del año comenzaron a besar el suelo. Dirigí la primera ofensiva de prueba, para advertir cuan lejos habían llegado en sus defensas. Cruzamos los pasos, atacamos entre los matorrales y nos filtramos por las más oscuras sendas. Mi bosque lloraba y reía mi regreso conforme avanzábamos, torciendo la batalla en nuestro favor. Las tropas invernales pronto se vieron abrumadas. Los míos habían mejorado aún más de lo que esperaba. Las victorias de Carlomagno murieron de envidia ante la nuestra. Tal vez no me esperaban, tal vez me creían muerto, pero un mero asalto tentativo nos había llevado al mismísimo corazón del Bosque Otoñal; a la Sala del Trono del Equinoccio. El suelo de hojarasca se cobró la sangre de casi la mitad de mis seguidores, pero cuando el sol del atardecer moría en la noche la Marca de Transilvania volvía a estar en manos de un Sdersath.
No fuimos los únicos en conquistar territorio enemigo. Alfonso II venció a los árabes en Lutos, mientras la vida de su enemigo, Hixem I, se apagaba en Córdoba; Alhakem I recogería su turbante. Invasores nórdicos (vikingos, como los llamaron) descendían de litorales arrasados por el frío, comenzando un quirúrgico squeo de las costas inglesas. Carlomagno llegó hasta Gerona y terminó sus campañas contra los ávaros. Tan solo los árabes y bizaninos continuaban estableciendo interminables treguas y rencillas, rencillas y treguas, entre ellos.
No tardé en reactivar mi antigua red de informadores y en crear nuevas y más sólidas líneas de comunicación. Comenzaron a llegarme noticias de lugares de los que Hacía tiempo que no sabía nada. Mientras veía cómo el Papa Leon III coronaba a Carlomagno en Roma como Emperador de Occidente, los aglabitas fundaban una dinastía en Kairuan (África Septentrional), y el Califa Harún Al-Rachid expulsaba de Armenia a los cátaros. En el lejano Japón pronto renacería una nueva religión: el budismo haría su primera aparición en escena como primer camino en que el hombre, en vez de seguir a un Dios (o a varios), se seguiría única y exclusivamente a sí mismo. Mi mano sobre el mundo llegaba mucho más lejos que antes.
Mi mejorada red de contactos no tardó en atraer a las más peculiares hadas, emprendedoras y venidas de lugares recónditos. La Marca de Sdersath se convirtió en un punto de paso algo más frecuentado en el camino hacia la corte de la Selva Negra. Así fue que conocí a Korkasse, un estratega de primera línea, un inventor y un pensador capaz, nacido de padre y madre feéricos. Su especialidad era la magia de viaje, tan útil para un caminante sin hogar, y su modo de tejerla atípico, original y digno de admiración. No perdí la oportunidad de dialogar con él sobre lo que creía que el bosque le ofrecía, y tuvo a bien mostrarme sus impresiones sobre las pobres defensas de éste; según su tesis, el lugar era uno de los mejores territorios que había visto a este lado de Europa, pero no era más concurrido sencillamente porque emanaba inseguridad.
Ante sus expertas indicaciones comprendí lo endebles que habían sido los muros del Bosque Otoñal, y lo fácil que resultaba entrar sin ser descubierto o atacar por varios puntos a la vez. Comprendiendo la indefensión a la que me enfrentaba, resultaba casi ridículo pensar que hubiese podido aguantar tanto solo... los años duros vinieron a mi mente, para rendirme cuentas; pero ahora la situación era completamente distinta: los despedí sin mucha delicadeza y me encaré con mi futuro con nuevas expectativas. Juntos reforzamos el dominio y sus habitantes, por una vez en su vida pudieron respirar hondo y descansar. Los viajeros comenzaron a circular poco después, otorgándonos una relevancia que nunca tuvimos. Apenas me digné a mirar hacia la Selva Negra, ni envié ni una sola carta, refiriendo retozar en el placer de mi indiferencia hacia ellos. Juntos ni en lo malo... ni en lo bueno.
Nicéforo I se coronó emperador de Bizanzio entre tanto, y los conflictos por la sucesión del trono comenzaron. Teniendo suficientes problemas internos como para preocuparse de los externos, los bizantinos firmaron un tratado con Carlomagno para respetar las mutuas fronteras. Bajo condiciones mucho más humillantes tendrían que aceptar la paz impuesta por los árabes poco después. Entre tanto, Ludovico Pio, hijo de Carlomagno, tomó Barcelona; el conquistador pronto fundaría la Marca Hispánica. Toledo se rebeló contra su Emir Alhakem I y las cosas se complicaron mucho más para los árabes en la Península. En la retaguardia de Al-Andalus, en Marruecos, la dinastía edrista se hizo con el gobierno. Las subsiguientes disputas políticas en el mundo árabe comenzarían una fragmentación prácticamente definitiva. A la muerte de Carlomagno Ludovico tomaría su lugar, anexionando la Marca Hispánica a la Septimanía Francesa.
El rey búlgaro Krum no tardaría en tomar Sárdica y arramplar contra los bizantinos, como en años pasados, pero con la actual debilidad de estos, los vencieron y llegaron hasta Constantinopla, pero nuevamente allí se volvió a imponer Bizanzio, venciendo a Krum en Mesembria. El cuerno de oro parecía inexpugnable. En cambio el carolingio se partía en pedazos, repartido entre Lotario, Luis y Pipino.
Fueron años de prosperidad para mí, gobernando plácidamente mis dominios caducos, mientras los humanos de los alrededores, batidos por las corrientes del cambio y ávidos de un suelo al que agarrarse me rendían pleitesía y me entregaban ofrendas, a cambio de mi protección... y por temor a las consecuencias.
Los árabes conquistaron Creta y luego de Palermo, Sicilia y Heraclea, tratando de hacerse con las más aisladas islas, en sus últimos coletazos. Entre tanto Wessex se imponía como reino en la lejana Inglaterra, mientras los vikingos se hacían con Irlanda; pronto los normandos ascenderían por las desembocaduras del Rin y el Escalda, tras plagar el litoral inglés. No eran nada comparado con las guerras que desgarraron los restos del anteriormente imparable Imperio Carolingio. Como la más vil de las arañas, sus hijos se comían a su madre desde el interior, tratando de llevarse la mejor parte.
Mientras reforzaba mi liderazgo sobre la zona y conseguía una presencia sólida e indiscutible en mi territorio, pasaba los atardeceres y los amaneceres en compañía de Korkasse, tratando diversos temas y preocupaciones de Estado. Con el paso de las estaciones el inteligente senescal no tardó en destilar de mis palabras las sombras de un pasado acosado por la Reina Frígida y mi necesidad y anhelo de tomarme una merecida revancha y hacerme soberano indiscutible de las estaciones en Transilvania. Inmediatamente mi buen amigo, la primera persona que realmente me había tratado en mi vida de igual a igual, se tomó como una labor personal el quebrar las impenetrables defensas de Safne para darme la oportunidad de la victoria. Mi lugarteniente se encerró en su laboratorio.
Con alegría y energía renovadas por la reacción de mi compañero, me centré en obtener información directa de lo que ocurría en torno al bosque invernal. Descubrí que un puñado de familias humanas detentaban el poder; los apellidos Szantovich, Bratovich y Basarab se repetían hasta la nausea entre ellas. Quizá pinchados por mis pesquisas, los hijos del invierno no tardaron en responder. Una nueva oleada de esbirros de la Reina Frígida se estrelló contra mis fronteras, aprovechando el abrigo de la noche. Aquella vez el ejército helado probó la verdadera dureza del otoño por vez primera: morían a decenas, mientras Korkasse y sus extraños artefactos segaban sus existencias una tras otra. Alborozados por la sencilla batalla, mis súbditos se lucieron como nunca, masacrando a los asaltantes; me mantuve al margen, dejándoles la gloria a ellos esta vez... había tenido que combatir tanto que el contacto con mi acero me resultaba penoso y me sumía en la mayor de las melancolías. El tiempo de las armas había acabado: era momento para las palabras. El invierno se replegó con el rabo entre las piernas, apenas habiéndose iniciado la batalla.
Espejando mis logros, Abderrahman II dominó la insurrección de la anteriormente díscola ciudad toledana. Los búlgaros, recuperados de sus heridas en Constantinopla, comenzaron campañas militares en los montes Ródope y Albania. Los vikingos se adueñaron del Ulster, Irlanda y establecieron su base en Armagh. Las cosas comenzaron a suceder con rapidez en el mundo de los humanos, y las distintas vicisitudes de mi creciente territorio me hacían dedicarles más y más tiempo a cada día que pasaba. Habiendo formado sendos jefes de inteligencia, dejé las relaciones humanas para los Cambiados, centrándome en el gobierno de mi reino. Mi Gabinete Exterior me informaba puntualmente de los hechos más relevantes, manteniéndome al corriente de los devenires de la humanidad, mientras yo me encargaba de su seguridad y de las expectativas futuras del marquesado.
La victoria sobre el invierno afectó profundamente a Korkasse, que gozó de gran popularidad en la corte durante largas estaciones. No escatimé regalo ni vicio alguno para él, y se le dio lo que deseara, como correspondía a un sirviente fiel. A pesar de ello, mi compañero tuvo a bien mantenerse en su lugar en la corte. Era digno de mi confianza y me alegraba terriblemente de no haberme equivocado con él. En nuestras conversaciones advertía un odio biliar y concentrado contra el Bosque Invernal como en pocos había visto nunca. La idea de la victoria sobre las fuerzas de la noche transilvana lo atormentaban; la gente comenzó a tomarlo por loco, con sus excitados desvaríos insanos. Entonces, de buenas a primeras, se encerró en su laboratorio, aislándose del mundo. Convine que era lo mejor que podía pasar, dado el cariz que empezaban a tomar los asuntos cortesanos con respecto a él. Prefería que se recluyese y tranquilizase, antes de que se produjera una verdadera ruptura entre mis válidos.
Con todo el peso de nuestra incipiente comunidad sobre mis hombros, sin embargo, tuve que centrar toda mi atención en el dominio, prestando aún menor atención a los banales asuntos humanos. Ludovico pio murió en el silencio, y las batallas que Carlos y Luis vencieron contra Lotario me pasaron desapercibidas; no asistí al desmembramiento en tres partes del antiguo imperio, que volvería a independizar la Marca Hispánica. Los vikingos avanzaron al sur de Inglaterra sin sentirlos siquiera; trataron de ir más allá, atacando Paris, Hamburgo, los Países bajos y Sevilla, pero nada supe hasta más delante de cómo los gallegos los rechazaran. Los bizantinos consiguieron terminar con la iconoclastia mientras yo no miraba. Los musulmanes tomaron Mesina, atacaron El Lacio y Roma en mi ignorancia.
Comenzaba a preocuparme por la ausencia y reclusión de Korkasse, cuando advertí que llevaba casi una década sin leer un solo informe exterior. El pensar en más allá de mis fronteras y en mi querido lugarteniente al mismo tiempo, dirigió mi mirada inevitablemente hacia el Bosque Invernal. Era hora de volver a examinar sus fronteras... mientras mi senescal dormía, tenía que estar preparado para cualquier contratiempo. Mis espías me indicaron que la entrada a las tierras invernales era imposible; que un extraño campo energético las protegía: una guarda ancestral reforzada con el paso de los siglos y endurecida como el hielo perenne. A pesar de ello, habían avistado a los trolls de la Dama Oscura en las proximidades, alejando a la chusma e incluso arrasando pequeñas aldeas insurrectas. Me traían preocupantes noticias tanto de su poder como de su número. ¿Cuánto daño había causado a Safne para que con tal poderío no se dignara en volver a intentarlo? Tal vez gastaba su carnaza conmigo, no lo sé; puede que no fuera más que un mero castigo para convictos en su mente... o podía haber algo más. Independientemente de la respuesta, tenía que mantener despiertos los cinco sentidos, por si los vientos cambiaban de nuevo.
Cuatro años después de su desaparición, Korkasse apareció de improviso una buena mañana frente al Trono del Equinoccio. Su entrada fue inesperada, como si hubiese surgido de la nada. Su sonrisa era radiante, y se trababa a cada frase, tratando de pronunciar demasiadas palabras al mismo tiempo. Había descubierto “otro lado”; un mundo vacío más allá del rabillo del ojo... el espacio que llenaba el hueco entre los muros y que pronunciaba las palabras del eco. Eso y una miríada más de términos inexplicables. Decía que podía llevarnos a su través; que podía cruzarnos a la mismísima sala del trono de Safne la Frígida. Afirmaba que con el poder del “otro lado” podría incluso volver las defensas de los siervos del invierno contra sí mismos y acabar con los trolls que guardaban las fronteras de la Bruja de los Hielos.
No comprendí ni la mitad de lo que dijo, pero vi la ilusión, la esperanza y la necesidad de mi apoyo en los ojos de mi amigo. No pude negarme a sus locos sueños. Además... había algo más. Sentía cómo el poder de mi senescal se había multiplicado. Quizá pasara desapercibido para otros, pero para mí era tan nítido como los primeros tonos mustios en una hoja veraniega. El aura del otoño lo rodeaba. Accedí sin reservas y le dejé trabajar en el gran proyecto. Puse a todo el mundo a ayudarlo con el mayor ahínco que fui capaz de exprimirles. Traté de involucrarme en el diseño y la construcción, pero apenas entendí nada de cuanto me mostró en su abarrotado y desordenado laboratorio. Y a pesar de ello, comprendí el poder que rezumaban sus cálculos y el potencial que se desprendía de sus evoluciones. Algunos misterios que habían resultado inexplicables durante generaciones para mí resultaban ahora tan nítidos como si hubieran estado allí siempre. Detalles insignificantes tomaban una importancia atroz. Mi dominio de las nieblas estacionales aumentó insospechadamente ante tales portentos. El mismísimo Bosque clamó de entusiasmo y expectación.
Mientras el proyecto avanzaba inexorablemente en su cabeza, vikingos, papas, musulmanes y bizantinos continuaban con sus eternas reyertas, pero todo ello carecía ya de importancia. El mundo humano volvió a empañarse como un cristal tibio al margen del frío invernal, hasta que... Korkasse desaparecío:
- ¡NO! ¡FALTA ALGO! - fueron las últimas enojadas palabras que le escuché, antes de verlo salir de su laboratorio, dejándome a medias de una liviana explicación sobre los poderes del viaje y el tiempo.
Cuando salí a buscarlo, nadie lo había visto. Ninguna de mis hadas pudo encontrarle en los días siguientes. Pasaron semanas... nada. La realidad se había llevado a mi compañero tal y como vino. Los cortesanos comenzaron a hacer preguntas indiscretas; preguntas que no quise escuchar. No. ÉL volvería; yo sabía que volvería. Jamás había dudado de mi amigo, y no empezaría a hacerlo ahora. Sabía cuánto suponía todo esto para él y, funcionara o no, sabía que regresaría para terminarlo; regresaría... conmigo.
Durante la ausencia de Korkasse los avances en el “gran proyecto” se paralizaron; nadie tenía ni la genialidad ni las ganas necesarias para continuar con su trabajo. Además era su guerra y su victoria; no podía permitir que nadie la ganara por él. En vez de eso recuperé mi vigilancia sobre los reinos humanos, recuperando tanto como pude del tiempo perdido.
Cuando volví mi vista hacia la escena mundial, la corte bizantina promovía la conversión búlgara al cristianismo... no podía imaginar mayor humillación para un enemigo vencido que adorar a una deidad que los haría aún más débiles. Entre tanto rusos y varegos se acercaban inexorablemente a Constantinopla; tal vez siguieran el mismo destino. La Marca Hispánica se había independizado completamente, y Cirilo y Metodio, apóstoles de los eslavos, predicaban el Evangelio en lengua popular y propagaban su nueva escritura glagolítica. Más al Este los soldados turcos se revelaban contra su gobierno.
Pasaron un puñado de años mientras Basilio I se erigía en Emperador del Imperio Romano de Oriente. En los acontecimientos subsiguientes la rebelión religiosa promulgada por Focio en Constantinopla acabó abriendo una brecha definitiva entre las iglesias griega y romana, que nunca llegaría a cerrarse. Ajenos a estos cambios, los turcos tulunidas invadían Egipto y Jerusalén. Los musulmanes se apoderarían de Malta poco después. En el noroeste los daneses salían triunfales de Nottingham y dirigían sus esfuerzos hacia Merlborough, mientras Luis el Grmánico y Carlos el Calvo se repartían la Lorena en el Tratado de Mersen. Los vikingos se establecieron en la costa oriental inglesa al tiempo que Alfredo el Grande se erigía rey de Inglaterra.
Una década humana hizo falta para volver a conjurar mi tedio y comenzar a hacerme pensar que quizá Korkasse no volvería. Tal vez le hubiera ocurrido algo: podría haberlo raptado el enemigo, o haber sufrido algún terrible accidente. Mis espías no encontraban ni el menor rastro de él, los viajeros no traían nuevas suyas; simplemente se había esfumado.
Comencé a sumirme de nuevo en una profunda melancolía. Mis informadores trataban de animarme con nuevas de la unificación del reino de Noruega o historias de los piratas musulmanes que acosaban Roma. Me hablaban de cómo Bizanzio trataba de resurgir de sus cenizas reconquistando Asia Menor. Traían a mi presencia a viajeros con noticias de la disgregación del califato árabe, de la independencia de los persas sefarditas y de los tulunidas de Egipto. Nada conseguía llegar mi profundo vacío. Las hojas dejaron desnudos los árboles, dejando paso libre a una brisa gélida y melancólica que soplaba del mismísimo corazón de la Marca Transilvana. El trémulo tañir de mi arpa lloró la soledad de su titiritero, ajena a los avances en la reconquista ibérica. Mis notas llenaron el espacio entre los árboles indiferentes a la formación del principado de Moravia. Mis súbditos, preocupados, trataban de abordarme de todas las maneras posibles, pero no conseguían más que irritarme: no quería acercarme a nadie, ni relacionarme; me aterraba que volvieran a ganarse mi confianza y hacerme daño.
Mi sonrisa volvió un cálido día en los estertores del verano; Korkasse la trajo en el mismo instante en que apareció de improviso, en medio de una aburrida audiencia, envuelto en un fogonazo de cegadora luz ocre. El otoño ya no solo llenaba su espíritu: Korkasse irradiaba ocaso. Nadie en la corte podía dudar de su poder, reconocible a simple vista. Mis servidores, que comenzaban a dudar de mi cordura, se postraron ante ambos mientras descendía de mi trono de madera a abrazar a mi amigo perdido. Dos palmadas... el senescal de mi reino se permitió tan solo dos palmadas a su señor antes de separarse amablemente y retomar su trabajo, como si no hubiera estado fuera más que unas horas. Toda la corte estaba en shock, pero nadie objetó nada en absoluto; resulto tan... natural en él.
El desconcierto inicial se tornó en preocupación cuando Korkasse se embarcó en una docena de proyectos auxiliares además de en su “gran proyecto”. Temí que se hubiera bloqueado en la Ley, consulté a los más sabios de entre mis siervos, pero ninguno pudo darme una respuesta concluyente. Me deshacía en deseos de ayudarle, pero no sabía si ello podría tan solo empeorar las cosas.
Tratando de hacer oídos sordos a mis miedos, dejé a mi ingeniero feérico más espacio vital, investigando ciertas extrañas muertes y desapariciones entre los humanos que circundaban mi territorio. No deseaba una peste en mis dominios, así que convenía tomar precauciones. Pronto descubrí que no se trataba de una enfermedad, sino de una nueva sorpresa que me deparaban los imprevisibles humanos: algunos de ellos habían encontrado el modo de engañar a la parca, convirtiéndose en depredadores nocturnos que devoraban la sangre de los incautos y se disputaban el control sobre “el ganado”. Había controlado humanos antes; no sería distinto con esta nueva “variedad”.
Mis impresiones empeoraron cuando descubrí que esos seres inspiraban más miedo a los humanos que los seres del otoño. Aquello me resultó un verdadero ultraje. Una época de terror arrasó las regiones vecinas y parte de mis aldeas, demostrando qué leyendas había que temer y cuales no. Algunos de esos “vástagos” se rebelaron. Descubrí que su endeble esencia consumida por su avaricia de vida se deshacía en cenizas cuando ésta se les escapaba, aunque se aferraban a ella hasta el último aliento, con unas defensas dignas de cualquier hada menor, aunque carentes de nuestro estilo natural. Habría que guardar con perspectiva a estos nuevos enemigos.
Donde quiera que miraba aparecía la sutil mano de los cainitas, como se hacían llamar, moviendo la historia de los hombres a uno u otro lado. Los encontré detrás de las ventanas en las que se obligó a la Santa Sede a pagar tributo a los sarracenos, mientras sus hermanos se apoderaban de Siracusa. Los encontré tras la victoria de Alfredo de Inglaterra contra los daneses en Wedmore. Reptaban entre los instigadores de la insurrección de Omar ben Hafsún en las montañas malagueñas, en la reconquista bizantina de Chipre o en la nueva corte rusa en Kiev. Donde quiera que miraba aparecían más y más de ellos, reproduciéndose como las ratas. Resultaban de lo más irritantes.
Me disponía a tomar alguna medida contra esos insidiosos chupócteros, cuando uno de mis guardias acudió raudo a informarme de un curioso evento: el portal de Korkasse irradiaba una extraña luz rojiza. Acudí raudo al claro del Gran Proyecto, a tiempo para presenciar cómo una cortina cobriza caía por el interior del enorme arco, para dar paso a una recua de hombres pequeñajos y de ojos rasgados, a caballo. Su primera reacción fue arremeter contra los míos, causando algunas bajas lamentables, pero pronto fueron reducidos y algunos de ellos incluso capturados. Su lengua es extraña y exótica, y resulta casi imposible comunicarnos con estos invasores repentinos. Tras presentar la evidencia a algunos de mis espías más competentes en lingüística, me confirmaron que eran humanos de un pueblo llamado “tártaro”, nativo del Lejano Oriente. Cuando hago llamar a Korkasse para que me explique el fenómeno, se deshace en disculpas y me responde que el portal ya está en funcionamiento, por fin. En poco tiempo más estaría listo y podríamos realizar nuestra propia venganza.
Durante las siguientes jornadas el portal permaneció inerte y cerrado, mientras Korkasse realizaba diversos ajustes en su estructura. Cuando me cansé de observarlo recibí a mis emisarios del oeste. Omar ben Hafsún había comenzado una guerra de guerrillas en tierras de Al-Andalus. Los temibles vikingos, por su parte, asediaban Paris y se apoderaban de Londres, aunque pronto serían derrotados en Montpellier y hundidos por Alfredo el Grande en el mar. Algo más cerca, los musulmanes eran expulsados de Italia y el Turkestán se independizaba del Califato. Se comenzó la invasión de Persia.
Para entonces mis súbditos ya se contaban por docenas. Tenía cambiados e incluso algunos trolls del bosque. Eran prácticamente más de los que podía retener, controlar y alimentar: una mezcla de doscientas almas feéricas y humanas seguían mis palabras como las de su monarca indiscutible. Curiosos y excitados observaban cómo el portal de Korkasse había comenzado a brillar y zumbar día y noche. Además, una pequeña brisa gélida parecía empezar a soplar desde el interior... desde el “otro lado”; algo grande iba a pasar. Un buen día mi lugarteniente más preciado me cogió y me llevó frente a su obra: su trabajo estaba terminado. Desde el interior brotaba un bello canto, difuminado en el arrullo del sotobosque. Me comunicó que el camino estaba hecho, pero que habría que esperar a que los mundos se alineasen. Estaba listo y ya solo quedaba esperar. Toqué la más dulce de las melodías con mi arpa, variando la cancioncilla del portal, a veces melancólica, a veces algarada, en una fiesta que recorrió todo el bosque otoñal. Cuando la balada se transformó en una tétrica máscara invernal, todos comprendieron que aquel era el réquiem para una Reina que pronto sería sepultada. Una que había atemorizado largamente los corazones de mis gentes. La odiada voz de la Reina Safne fue la inspiración para su canción de despedida. Nadie lloraría su falta en este bosque.
Organicé guardias junto al portal, para mantener el más leve de los silencios en torno a él; no podíamos arriesgarnos a que algo pasara al otro lado y los pusiera en alerta. Mi más poderosa magia crepuscular selló con poderosas guardas la zona, protegiéndola de todo sonido y movimiento. El bosque se transformó en una espesa nube de jalea oscura, cayendo casi en letargo.
Durante nuestra espera los magiares llegaron a Baviera y el desorden moral arrasó la Santa Sede. El Papa Sergio III acabaría sometiéndose a la patricia romana Teodora y a sus dos hijas Marozia y Teodora. Entre tanto los rusos volverían a asediar el Cuerno de Oro
Todo mi ejército esperaba la alineación del equinoccio en el atardecer más bello del año. Todos pertrechados y listos para la acción. Korkasse se adelantó y exhaló con un gesto otoñal que invocó a los vientos del ocaso, que llevaron sus mantos de hojas a través del arco. Las últimas no pasaron al otro lado, sino a la llanura helada que apareció ante la brecha. Korkasse corrió a la batalla como un maníaco, detrás de la hojarasca. A un gesto mío, las tropas de la fronda lo siguieron raudas. Cuando cruzamos al otro lado, la tierra vibro mientras el portal descargaba sobre el páramo helado su poder, cerrando la brecha del portal. La tibieza de nuestra estación arraigó en los dominios de Safne y se escucharon crujidos de hielo partido y fundido por doquier. Docenas de gritos de criaturas gargantuescas llenaron de una cacofonía terrorífica el lugar, mientras sus guaridas se les venían encima. Laderas enteras se desmoronaron sobre parte del ejército invernal, enterrándolo en vida. La mano de Korkasse había derruido las defensas de la Bruja Frígida sobre sus propias tropas.
Una marea de gélidos nobles nos miró, viento su fiesta nocturna tan sesgada como sus vidas en pocos instantes. Mis soldados, bien equipados y listos para la batalla, pasaron a piedra y madera al desprevenido enemigo, mientras los más ancianos elfos invernales trataban de erigir una fútil defensa. La sangre de los excelsos invitados de Safne regaba los gélidos suelos de hielo pulido, creando surcos calientes en el pavimento. Mi espada se aseguraba certera de que no les faltara de beber a los ávidos azulejos, cercenando cabezas y cuerpos por igual, en mi inexorable camino hacia la anfitriona. Cuando llegué hasta ella, salió de su horrorizado ensimismamiento, descargando la ira de su fracaso conmigo:
- ¡TÚ! - dijo entre furiosa y anonadada – ¡TÚ! - comprendió fuera de sí – ¡MUERE! - concluyó viniendo a mi encuentro.
Mientras la anciana y bella hada venía a danzar conmigo el baile último, del que solo uno saldría, una vieja y horrorosa bruja con la mitad del rostro muerto, que esperaba a su lado, agarró el cinturón de Safne y se lo arrancó de la cadera. La regente del territorio miró un instante atrás sin comprender, mientras la pavorosa figura desaparecía en la foresta escarchada. El descuido le hubiera costado la vida, de no ser por la intervención de una joven hada, casi calcada a Safne, que desvió mi hoja con su cetro principesco en el último momento. La espada solo arañó el hombro de mi oponente, que cayó al suelo pesadamente, con un grito agónico.
Iracundo cercené la bisutería con una estocada, dispuesto a acabar con la vida de la mocosa. Al mirarla a sus ojos asustados comprendí que no era otra que Annya, la hija de la Reina Frígida. Su existencia hubiera terminado allí, de no ser por la intervención de su madre, que recuperada del primer lance se interpone con su vara plagada de cuchillas heladas, deteniendo mi estocada mortal. En ese momento un enorme troll de las nieves agarró a la paralizada criaturita y se la llevó de allí a lugar seguro.
Safne se encargó de tenerme entretenido el tiempo suficiente para dejar escapar a su pequeña. A pesar de ello, no era rival para mi maestría con el acero. Una vida de agónica lucha por la supervivencia me había mostrado todo lo que de un filo aguzado se debía saber, y pronto la vencería, si el combate se mantenía en las mismas condiciones. Entonces caí en la cuenta de la ausencia de la guardaespaldas de la bruja, Rubushka, su lugarteniente y compañera no se encontraba en el estrado. Aterrado vi su figura, algo más alejada, convocando a los vientos boreales. La ventisca desgarró la carne de mis tropas como si se tratara de meros muñecos de nieve. Korkasse, en medio de la vorágine, trató de detener el torrente invernal. Muchos escaparon por su sacrificio, pero ante mis ojos pude observar cómo mi compañero, mi amigo del alma, perdía su vida destrozada por el gélido abrazo del invierno.
Dudé y Safne me acosó con sus hojas heladas. Caí y las lágrimas anegaron mis ojos, impidiéndome ver. Rodé y gire mientras la bruja me acosaba, deteniendo sus acometidas casi por instinto. Entonces todo el odio, toda la ira, toda la frustración de casi medio milenio de sufrimiento salieron de mi interior. La siguiente parada en círculo clavó el arma de mi contrincante en la nieve. Mi bota la quebró en mil pedazos al terminar de incorporarme. Cuando mi espada atravesó su corazón helado, aún seguía sin comprender cómo había podido suceder aquello. Todos mis pesares se liberaron en aquella muerte, con un último grito desgarrador. Cuando extraje la hoja del cuerpo de la exreina, su vida ya se había ido... como la de mi amigo.
Envié a mis efectivos tras los pocos supervivientes, ya casi no quedaba nadie. La mayoría yacía como rosales muertos, con sus mustias flores carmesí brillando el fin de sus existencias. A pesar de ello, algunos jóvenes lograron escapar y no pudo encontrárselos; fui informado de que parecieron utilizar alguna clase de “puente”; aunque sin Korkasse para explicarlo, el método ya no importaba. Quedaban muchos siglos de existencia para acabar el trabajo.
Comencé el lento proceso de asegurar mi nuevo dominio, como hiciera anteriormente con la Marca. No me quedaban fuerzas para regresar a él, y me conformé dejando que mis súbditos lo gestionaran. Prefería estar aquí, en la tumba de Korkasse, donde mi amigo, o al menos el frío que quedaba de él había nacido. Este era su regalo para mí: el primer sitio enteramente mío, conseguido con la única y exclusiva sangre y sudor de mi frente y de la de los míos... nuestro lugar. Podía no ser tan brillante como él, pero mi compañero me había enseñado bien: defendí el nuevo territorio como nunca pudiera haber hecho en años anteriores. Aprendí a idear las mejores celadas y a mantener la mayor de las vigilancias. Pronto el bosque invernal fue impenetrable a cualquier enemigo.
Emisarios de la corte de la Selva Negra acudieron a visitarme y a mostrarme el agradecimiento y la satisfacción de mis supuestos dirigentes. Los envié de vuelta con las manos vacías y el corazón encogido, portando mi indiferencia y mi desprecio. Dejé bien claro quien era y quien no era bienvenido en MI territorio, que caería en las manos del invierno para siempre, antes de que permitiera que una sola mano ajena acariciara mis hojas. Los jóvenes más rebeldes me vitorearon como un héroe y acudieron a Transilvania, donde creían que tendrían aventuras y nuevas oportunidades. Nada más lejos de la realidad: La Marca Sdersath se había tornado un lugar frío y desolado desde la muerte de Korkasse. La misma sombra que años atrás aterrorizara a los bufones que la ridiculizaban vagaba por los senderos oscuros en las noches sombrías. Las malas lenguas hablaban de extrañas muertes y de una triste y melancólica tonada que rebotaba en el duro hielo desde ninguna parte. Cerré mis fronteras al exterior, y dejé de interesarme por los asuntos mundanos.
Los Cambiados se ocuparon durante aquellos años de los asuntos exteriores y de los nuevos reclutamientos. Uno de ellos fue Taliesin, un prometedor muchachito raptado en su más tierna infancia de la cuna en la que descansaba. El haber respirado los cosmopolitas vapores de Alexandria le había despertado un desmesurado gusto por el extranjero; hasta tal punto que más de una noche lo encontré trasteando entre mis antiguos manuscritos. Los castigos sucesivos no lo desalentaron, y el descarado desparpajo e interés por los humanos que irradiaba, me hicieron ver en sus jóvenes ojos a un Noderoth que había quedado mucho tiempo atrás olvidado. A regañadientes comencé a tutorearlo, en las pocas ocasiones en que salí de mi apatía, y pronto se erigió en amo y señor de mi anteriormente grandiosa red de contactos.
Su rito de Acogida fue realmente bello, bañado en flores y hojas otoñales, de acuerdo con las más antiguas tradiciones. El rojo y el ocre destacaban sobre el suelo nevado del paisaje invernal, como joyas sobre piel desnuda. Su Bautizo arrancó lágrimas de mi alma, al verlo pasar por el Arco de Korkasse, engalanado como mi excéntrico amigo perdido. Su visión despertó en mí sentimientos que aún no habían terminado de curar. La depresión me arrancó de la corte, mientras mi ahora querido Taliesin abandonaba el bosque invernal y vagaba por el mundo como un simple trovador. Ninguna otra alma de la Marca consiguió despertarme de mi sopor desesperado. Me hundía en un pozo sin fondo que amenazaba con volverme un retorcido y viejo sauce mecido por las brisas.
No fue otro que Taliesin quien finalmente descongeló mi ánimo. Apareció de improviso una muerte de otoño, cuando las frías cumbres comenzaban a descender hacia la fronda con sus faldas nevadas. A su regreso, mi actual jefe de inteligencia me abordó como si mi situación fuese la más natural del mundo, como solía hacer mi viejo compañero, sin amedrentarse por mi estado. Comenzó a hablarme de cuentos, de historias, de frescas noticias, me aturulló con sus chismes y consiguió que me interesara por él. Cuando supo que se había ganado la atención, atacó directo y a sangre: un humano se decía y proclamaba Príncipe de Transilvania: el voivoda Vladimir Rustovich se sentaba en su trono, mandando desde él como si tuviera derecho divino. Entre tanto el deplorable cristianismo se había abierto paso hasta los corazones de prácticamente toda Europa. El cáncer del mundo se había extendido por mis dominios, mancillándolos y marchitándolos. Lleno de furor y con energías renovadas, me alcé de mi trono helado y aferré mi espada espinada:
- Por este acero que atravesó el corazón de Safne juro que Transilvania será mío o no volveré a ver más estaciones pasar.
El tiempo de tregua había terminado. Era hora de reclamar lo que era mío por derecho... todo.
RUBUSHKA, LA BRUJA DE RIO:
PRELUDIO.
RUBUSHKA, BRUJA DE LAS AGUAS NEGRAS.
NOMBRE SECRETO: KALI MAA.
Érase una vez una bruja que conocía el final de todos los cuentos… Pero no. Jajajajajajaja[1]. ¿Qué más quisiéramos, verdad, hija mía? Conocer el final de este cuento que nos ha tocado vivir, descubrir por fin de qué herida brota este manantial de aguas negras. Nos hemos internado por esos laberintos subterráneos y acuáticos, hasta donde el valor nos permitió. Hay algo ahí, en el centro del laberinto o anudando todos sus caudales, algo gigantesco, inmundo, más denso que las propias tinieblas; debajo de la montaña, latiendo con un pulso que sólo puede cuantificarse en eones: es él, el gigante, el ciclópeo, el padre, el titán[2]. Horror, cuánto horror nos provoca. Retrae tus apéndices de niebla, querida mía, deja de derivar como una costra de nata hacia el centro de la tierra. Quédate en la embocadura, mira el cielo bajo los árboles mejor, vela por tus tesoros, apacigua tu hambre.
Qué frío, qué duro el invierno. Pocas presas, malos presagios en el aire. Toca darle vueltas a la marmita siempre abundante, ¿verdad, barbo mío, barbito? Jejejejejejeje. Así, simpático, asoma tu cabecita por encima de las aguas, siempre alerta por si llegan incautos prometiéndose rica sopa y atiborrando en cambio sus buches de cieno y gusanos. Jajajajajajajajaja. Démosle vueltas con el cucharón al mejunje, retoquemos el paraje, qué lindo parece, ¿no es verdad? Jajajajajajajajaja. Mira este árbol, ¿no aparenta ser un abeto que reporta deliciosa sombra a orillas de nuestro río? En absoluto, en absoluto, tú lo sabes, yo lo sé. Es tan sólo un árbol muerto, de los más espantables que vi jamás, a sus pies se echan las alimañas del bosque a morir, y ellos, infelices, también, sumidos en el sopor de mi encantamiento, listos para ser asesinados y devorados. Oh, amor, no hables más de comida, hace tiempo que no cae ninguna presa, todos me temen en la región, mi estómago gruñe, se devora a sí mismo, calla, oh calla de una vez, corazón negro. Veamos, veamos. Sumerjámonos en las gélidas aguas: si luce sus branquias el hada, el chapuzón queda en nada. Espiemos a los hombres, corriente abajo del Someşul Mare, el río que es mi sombra alargada.
Cada montaña que se cierne sobre esta región tiene su nombre: Ţibleş, Rodna, Suhard, Bârgău, Călimani. ¡Ah, crueles montañas nevadas! ¡Abrid el paso, abrid el paso, dejad que los viajeros se internen confiados y se aproximen a mis riberas! No torturéis el vientre de esta pobre vieja añosa. ¡Ay, qué sola estoy, qué sola! ¿No vendrá ningún jovencito a hacerme compañía, un niño o una niña con su carita lívida y su cuerpecito trémulo, o, preferiblemente, con los labios amoratados, ya sin vida, flotando macerado sobre la corriente…? ¡Ay, no veis cuánto os necesito, pequeños niños! ¿caso no he construido esta casita maravillosa para vosotros? ¡Miradla, es un dulce toda ella, cuándo visteis jamás tanto junto, cuándo lo probasteis ni tan siquiera! Además, éste mío os sabrá mucho mejor que el auténtico, pues no será sino el sabor que esperabais, sin decepciones, ¡es puro ilusionismo revertido en gusto! ¿Ya no os gustan mis trucos ni mis cuentos? Tengo más, aún recuerdo los mejores. No estoy acabada.
No estoy acabada. Contemplo mi cara en las aguas. Mi cara horrible, sin otro espejo que la acoja. Este ojo… debería apretarlo en su cuenca con un poco más de musgo. Y estos dientes, ah, qué afilados, no demasiado aún, no demasiado. Pero estabas auto-compadeciéndote, céntrate, querida mía, bien sabes que es sagrado este minuto de reconcomio, se dice que uno debe aprender de sus errores. Jajajajajajajajaja. ¡Qué errores ni que niño muerto! ¿Quién cometió aquí faltas, quién fue impía, traicionera y cobarde? Jajajajajajajajaja. Tú, querida, por supuesto que tú. ¡No, no es cierto, lo juro por los Cárpatos, por la desaparecida reina Safne que lo juro! Jajajajajajajajaja. Reina espléndida del invierno, reina de las hadas, de lengua afilada como una daga, rencorosa, vengativa… ¡Ay, qué mal te hemos hecho, reina decadente! Irrumpió en el claro el Señor de los Témpanos en su carro de hielo tirado por criaturas que arrojaban tarascadas a la luna, y él era un coloso y ¿cómo podía haber osado hacerle frente una hadita tan insignificante como yo? Era terrible, bello, despiadado, majestuoso, y azotaba las copas de los árboles con un látigo de escarcha y los carámbanos se precipitaban en torno de nosotros y se clavaban como colmillos de hydra en la nieve. He ahí un digno adversario para mi reina, me dije. Retirarme era lo justo, ¿cómo importunar a su alteza? ¡Era un duelo singular! ¿No quisisteis apreciar eso en mi persona, mi recato, mi comedimiento? ¡Aaaah, bruja de las nieves con el corazón duro como el diamante! ¿Cómo podría engañaros? ¡Fui cobarde, fui débil! Mi sombra se encogió como un cachorrillo, más atemorizada que un banco de peces. Yo prometí… ¡¿Qué os prometí?! No os debo nada, a nadie debo nada, esa disputa no me incumbía. Mía es la senda opaca húmeda que discurre subterránea, los secretos y acertijos que atesoro en el alma, ¡¿qué más quiero yo, quién me lo iba a disputar?! Con un truco y un cuento, presto mi cepo incruento. ¡Malditos, malditos aldeanos! Con vosotros pagaré mis cuitas, marchitaré vuestros campos, ya veréis, ingratos. ¡Aaaaay! ¡Malditos, malditos niños! Huí del campo de batalla, más encorvada que nunca, con la maldición que me lanzó mi ama antes de sucumbir a manos del monarca autumnal, y es que ella hizo mi lengua más pesada que un yunque (cuídate, cuídate, hija mía, de prestar juramentos). Así huía, con el espíritu transformado en una sabandija, bajo la mirada divertida del conquistador, así huía, despavorida, cuando me topé con la horda de niños. Había perdido la noción del tiempo, ¿cuánto tiempo llevaba corriendo, dónde estaba? Y emergí de la espesura para toparme de frente con esos niños, ataviados de fiesta, trenzando guirnaldas. Detrás de ellos, no muy lejos, había un viejo molino. El sol comenzaba a destellar en el horizonte. Los niños se conmovieron al verme por unos instantes. Y de repente se echaron a reír. ¡A reír, qué cosa espantosa! Ay, su risa me azotó el rostro como un rayo, resonó en mi cabeza como un trueno, me dobló en dos de dolor y puso todo mi cuerpo a humear, en trance de disolverse. ¡Qué aspecto de bufón debía de presentar yo para que todos esos niños se burlaran! Rodé por tierra, pataleé y bufé y los niños reían más y más fuerte. ¡Eran risas de inocencia implacable! ¿De dónde viene ese sonido, qué trae consigo que sabe como virutas de hierro encajadas entre los dientes? ¡Qué vergüenza, qué vergüenza! Y bailaron al corro alrededor mía, los infames. Burushka[3] me llamaban, profanando mi nombre. Había júbilo pero también furia en sus ojos. Los ojos risueños de un niño son los ojos de mi asesino. Era yo un despojo, una piltrafa, un bulto cubierto por un manto raído y negro cuando los niños se cansaron del juego y se marcharon. No he vuelto a ser la misma desde este cruel episodio. Una parte de mí se extinguió. ¡¡La he perdido para siempre!! ¡Desaparece, reflejo aborrecible, desaparece! Húndete en las aguas, ¿por qué permaneces en la superficie, imperturbable? Érase una vez un joven que se enamoró de su reflejo. ¡Ja! Apuñálenlo mejor, que el reflejo es sin pudor.
Esta gruta es acogedora. Aquí surgí tal y como ahora me reconozco. Broté de la espuma inerte del Someşul Mare, un río que va a morir a otro que los hombres llaman Somes. Nací de una conmoción, un deslizamiento del espacio kárstico, de un ajuste súbito entre elementos: el agua gélida y la oscuridad. Una voluntad de desprenderse de la inercia por parte de la corriente, un querer remontarse sobre sí misma, un replegarse donde ningún ojo ve. Donde el agua es más secreta, aquí está mi crisol. Paso recluida aquí mucho tiempo, tratando de recordar lo que olvidé para siempre luego de aquella situación calumniosa y ridícula. Finalmente, cuando mi frustración es infinita, me concentro en repasar mis mejores acertijos y celebrados manejos. A mis orillas han acudido príncipes de los hombres, personajes de gestas celebradas por los rapsodas, a pedir consejo. A cambio de que les resolviese o propusiese algún enigma que pudiesen lanzar contra sus adversarios, arrojaban grandes tesoros a las aguas, o carromatos cargados con recién nacidos. Hace tiempo que no sucede. ¿Habré caído en el olvido?
Un hombre poderoso solía presentarse en mi casa de caramelo todos los años, cada solsticio de verano, la noche en que las hogueras iluminan esta región encantada. Procedía del este. Nunca dijo su nombre, pero era robusto, lucía una profusa barba y tenía el carácter de un ogro. Pero le apaciguaban mis enigmas. El tercer año que vino, se lamentó amargamente por la curiosidad gatuna de las mujeres humanas. Quería poner a prueba a sus desposadas. Mientras metía en la olla los dos bebés que me había traído como pago, le dije:
- Prohibidle que entre en uno de los aposentos del castillo. Tomad esta llave para abrir su cerradura. En realidad no la abrirá, porque la puerta siempre la mantendréis abierta, pero ella dará testimonio de si tu esposa viola tus deseos o no, porque se impregnará de sea lo que sea lo que persigáis.
- ¿A qué os referís?
- En esa habitación habréis depositado vuestro más profundo secreto, lo que más codiciáis, más que una mujer casta y pura, de confianza, más que las riquezas materiales. Sería vuestro corazón mismo lo que ella abriese. Veo el asesinato en vuestros ojos, ogro. Ya sabéis de lo que hablo. Huelgan las palabras.
Regresó durante seis años más, con jugosos niños como tributo. Seis esposas había tomado y las seis le habían defraudado, y prueba de ello era la llave chorreante de sangre que portaban en sus manos. Al séptimo ya no volvió, el ogro de hirsutas barbas negras turquí.
En otra ocasión, acudió el emisario de una reina. Esta reina había prometido su hijo primogénito a un hada a cambio de unos favores en el pasado. Como condición para deshacer el trato, el duende le había propuesto que descubriese su nombre. La reina, desesperada, había enviado agentes en todas las direcciones del orbe, para confeccionar el más grueso volumen de onomástica conocido. “¿Un duende que teje briznas de paja en una rueca y obtiene hilos de oro? Creo que sé de quién se trata, pero mi ayuda tiene un precio: el resto de los primogénitos nacidos en el reino durante los tres días de plazo que el duende ha dado. Y si le parece caro a vuestra reina, decidle que ese tipo de información sólo la obtendrá de una bruja.”
En otra ocasión aún, me convocó un flautista con un talento muy especial. Había librado a un pueblo de una plaga de ratas y sus habitantes se habían negado a pagarle lo acordado. Ardía en ganas de vengarse. “Te enseñaré una tonada realmente cautivadora: los hijos de esos estafadores te seguirán como corderitos y ya nunca más los volverán a ver: Guíalos hasta mí y despreocúpate: ése será mi pago.”
Hum. Vaya, vaya… Pensaba que la familia de mi ama había sido exterminada por el Señor de los Témpanos. No es tan infalible ese conquistador, después de todo; es el segundo desliz en el que incurre, que yo sepa. “La princesa Annya Titania Rhiannon se ha refugiado bajo el Paso de Tihuta y parece prosperar. Otras hadas que huyeron del desastre ahora le rinden pleitesía…” ¿Todos estos rumores me traes, sapito adorable? La niñita desea fundar un reino subterráneo. ¿Qué me convendrá ahora? Yo poseo algo con lo que puedo negociar, un objeto poderoso. Llevada por el extraño impulso de contemplar la masacre, de constatar la ruina, entre los restos de la batalla del Bosque de Invierno encontré el cinturón de la reina Safne. No estaba el cuerpo de la alta dama, pero sí jirones de túnica y rastros ensangrentados en la nieve. Sobre unos espesos arbustos estaba el cinturón mágico. Es el segundo desliz que referí: ¿cómo pudo el triunfador pasar por alto esta reliquia en su colección de despojos? La hebilla es de oro y tiene la forma del emblema real. En la correa hay engastados cientos de pulcros diamantes oscuros. Al atraparlo, casi me quema las manos. ¡Cuánto poder contiene, el poder de la nobleza! Una clase de poder que no me concierne… “Atesorémoslo, alma mía, ya habrá oportunidad de hacer un trato con él”, me dije. Pero lo he conservado oculto en mi gruta más profunda, porque su sola visión prende el recuerdo de mi traición y de la maldición ignominiosa. Y bien, podría ofrecérselo a la princesa, como muestra de buena voluntad. ¿Quién sabe si el Señor de los Témpanos no dará algún día con mi rastro, aunque por curiosidad sólo lo hiciera de ver a la perjura, para esclavizarme o aniquilarme? Debería contar con alguien que me cubriese las espaldas. Pero comprometerme con Annya, esto sólo puede traerme problemas y engorrosos encargos. ¿Qué hacer, malhadada, qué hacer? ¡Aaarg, no puedo pensar con esta hambre! Me dejaré ver, en todo caso, por que no vea que algo temo. Nadie, salvo el conquistador y la reina destronada, sabe de mi infamia. Y si le hago entrega del cinturón, ingeniaré alguna buena excusa para explicar como cayó en mis manos. “La reina, viendo que nuestro fin estaba próximo, me ordenó huir y poner a salvo este tesoro. Con gran quebranto de mi corazón, acaté su mandato”, algo semejante aduciré. En todo caso, es mucho más difícil de creer la verdadera historia.
Sapo, sapito, y tú también, mi adorable barbo, acompañadme, a modo de reluctante séquito, mi corte húmeda. Vamos a ver a esa niñita caprichosa, comprobemos con nuestros propios ojos de cuánto poder dispone. Y si acaso me satisface, le tributaré el cinturón. ¡Pero velad por que las palabras que salgan por mi boca no sean unas más altas que otras, atándome a juramentos inquebrantables! Vamos, acerquémonos hasta esa laguna que se extiende a la entrada de su temible cueva. No tardemos, que aún nos queda un mes entero de búsqueda de riquezas materiales en el fondo del pozo de los deseos, donde los comerciantes y campesinos ignorantes arrojan monedas y tesoros por afán de poner precio a aquello que los consume.
SHIGRAAT, EL PORTADOR DEL ODIO:
Shigraat, el Portador del Odio
El crepúsculo se cierne sobre la colina al momento que las nieblas se arremolinan en torno a la floresta. El otoño esta avanzado y la hojarasca es espesa entre los bosques. Pero en ningún lugar el otoño es tan claro y dominante como en estos bosques, donde el misticismo de los hombres han infundido una mística capa de miedo y leyenda, donde la amplitud de la zona genera una inseguridad insoportable a los desprotegidos. En este bosque, el Bosque Otoñal, es donde he nacido.
Miro a mi alrededor y sé lo que soy. Soy una criatura nacida del bosque, un ser que nació de la madera de un roble, que es un roble, pero diferente.
En ese momento no sabía las costumbres del mundo que se alzaba ante mi mirada, pero dentro de poco aprendí, cuando fui acogido, todo lo que debía saber del mundo y de lo que yo era, Un Hada.
Cuando abrí mis ojos al bosque, era el atardecer, el ocaso del cielo abrazo y acogió mi nacimiento. Nací a partir de un roble mágico en el corazón mismo del Bosque Otoñal y lo ocupé como hogar durante ese tiempo. Era un territorio olvidado por el mundo, donde viví solo, descubriendo lo que para mi era el mundo. Disfrute de la vida y del aire con la libertad absoluta de la soledad. Disfrutaba entre los árboles de un bosque como este de la forma que solo un niño puede, con ojos que se sorprenden por todo, descubriendo las cosas y dándole nombres. La vida fue tranquila durante 100 años. Cuando uno es inmortal la vida es mas lenta que de costumbre, se disfrutan de las esperas con paciencia que solo la eternidad otorga. Así fue como mi vida fue tranquila, me desarrolle y crecí en la libertad de la naturaleza a la que pertenezco. Hasta que los invasores llegaron.
Humanos fueron los primeros, llegaron para quedarse. Eran colonos, veían mi hogar como un posible hogar para ellos, pero sus conceptos de hogar incluían la destrucción y la incineración de mi amado bosque. Escuché el llanto de mis hermanos árboles, que despertó una sensación nueva para mí hasta ese entonces… Ira.
Cuando les encontré, no sabían que el bosque ocultaba guardianes. Me acerque a uno de ellos, y le ataque, pero el mal me toco. Un eco nacía en mi interior y se agitaba dentro de mi alma, atormentándome. Le maté, pero jamás podré olvidar el sonido de las hachas que usaban, me pone enfermo. Los odio a todos ellos.
Descubrí que usando las nieblas podía dotar a los humanos de la Sagacidad necesaria para no crear más ecos. Así que los ataque ya no fueron abiertos, sino pequeñas escaramuzas en las que hacia correr la sangre de los mortales. El miedo a lo desconocido, producido por las constantes matanzas a manos de algo completamente oculto fue lo que les hizo abandonar el bosque, pero no me contente con que se fueran. Ninguno de ellos alcanzo el limite del bosque, todos ellos, hasta el ultimo de sus niños duerme hoy en la tierra de este hermoso lugar.
La paz no duró mucho, pero esta vez no eran simples hombres los que querían tomar el lugar.
El frío se sintió una noche con especial tenacidad. Yo descansaba entre los robles cuando me di cuenta que el aire se hacia cada vez mas helado. Las sombras se volvían mas espesas a medida que el frío se hacia mas intenso. Entonces me percaté que el invierno acechaba, pero aun no era tiempo de que el otoño retrocediera. Me alarmé y me puse alerta, entonces les sentí. En el limite del bosque, hadas horribles de semblante oscuro y abrigados por el frío gélido entraban en mi territorio. Era maravilloso ver seres nacidos de la naturaleza como yo, pero entonces note la diferencia. El helado peso de sus pasos profanaba el suelo, marchitaba a las plantas y dañaba el equilibrio del bosque, sumiéndolo en un invierno cruel.
El Odio volvió a apoderarse de mí como hizo frente a los humanos, pero este odio era un peligro también para mí, imaginé que no era lo mismo matar criaturas feericas que matar simples mortales. Mis movimientos fueron sigilosos y cuidadosos, pero no por eso menos letales. La sangre feerica fue derramada por mis garras con la furia de un guardián inquebrantable y con el peso del bosque. Los Inanimaes de la Corte del Invierno sintieron el gélido aliento de la muerte portado por mi puño y sus primonatos no fueron capaces de desatar sus nieblas antes de alimentar el suelo con sus vidas. Mis escaramuzas fueron sistemáticas y letales, no había testigos y la muerte silenciaba a las hadas que me lograban ver antes de que pudieran contar lo que sucedía. Fue un periodo oscuro para mí, pero aun más oscuro para los invasores.
Un ocaso distante marcó mi encuentro con los afines. Llegaron con pompas y cantos, atacando y matando a los invernales. Eran de aspecto agradable a pesar de la guerra que se reflejaba en sus ojos. Estaban en paz con el bosque y le defendían del frío letal, eran amigos de la hojarasca y del crepúsculo. Eran mis amigos.
Participe en la lucha como cualquiera de los defensores del otoño y combatí con odio hacia los invasores, un odio que hizo que hasta los defensores temieran mi furia. Cuando la lucha terminó, ellos preguntaron por mí e incluso se me nombró en sus cantos de victoria, mas aún no tenía un nombre, puesto que jamás había necesitado uno. Se me nombro Shigraat, el Portador del Odio, y ese nombre llegó hasta el trono de la Selva Negra.
Recuerdo los ojos de mi Señor y veo en lo profundo de ellos el dolor y otras emociones tristes, que despiertan en él la melancolía de la que los inmortales no podemos escapar. ¿Como podríamos escapar de lo que nos atormenta, cuando somos tan eternos como el mundo mismo? Yo mismo cargo con pesares que no puedo evadir, pesares que me acompañan desde épocas pasadas, y que vienen constantemente a mi memoria.
Abandoné mi bosque para presentarme ante el trono de la Selva Negra, era la hora de mi acogida. Fui feliz al ser acogido y me sentí por primera vez un hada real, comprendía el valor de la vida feerica y de cuan poderosos éramos los eternos nacidos de lo primordial del mundo.
Pasaron años de aprendizaje, supe de los orígenes y las cortes, de nieblas y tejido, y de todo lo que un hada debe saber. Mis rasgos horribles me jugaron momentos desagradables que eran compensados solo por mi poder y mi carácter, temido por su furia y templado por las leyendas.
Las décadas fueron como suspiros y las hojarascas cayeron una y cien veces en la Selva Negra mientras yo me educaba y me templaba como el guardián que debía ser para algún Marqués. La idea no me agradaba, me encantaba saber que defendería el otoño ante cualquier invasor, pero sentía que los jóvenes Marqueses no eran más que niños mimados destinados a mandar sobre los verdaderos guerreros como yo.
Llego el momento de mi Bautizo. Me sentí infinitamente orgulloso cuando se me nombró miembro de la Corte del Otoño. Se me destinó a defender el bosque del cual provenía. Sabían de mis capacidades y sabían que nada defendería de forma similar a la tierra que amaba y en la que había nacido. Así fue como volví a mi hogar.
La guerra contra el Invierno fue dura, más dura de lo que jamás habría imaginado. Las vidas de muchas hadas se perdieron en los enfrentamientos y los enemigos invernales no dudaban en atacar sin piedad. La carne de los invernales salpicó su fluido vital una y otra vez, manchando mi corteza y mis garras rajaron incontables veces el cuerpo del enemigo invasor, mostrando el interior de los difuntos.
Los años de lucha transcurrieron muy lentamente hasta que un día en que el Marqués hizo arribo al bosque. Era un joven primonato, ambicioso y criado en la dura ley de los Marqueses fronterizos. Se le miro con desconfianza por haber sido instruido en los dominios del enemigo, mas cuando llegó, demostró que era el líder y cuan dispuesto estaba a ganarse con hechos un lugar digno en la Corte.
Luche con él, a su lado, hombro con hombro. Los años de guerra demostraron que era un líder fuerte y sabio, mas su ambición no tenia limites y su odio hacia la Selva Negra crecía como el mío hacia los invasores.
Me gané un lugar a su lado con honores después de luchar como los valientes. Las voces feericas se amedrentaban en apagados gritos ante mi figura y sus espíritus temían ser arrancados de sus carcasas materiales por mi mano furiosa. Las campañas desgastaron la solidez del puesto, se lucho tanto que ya se había olvidado como era la paz y por lo tanto, el único motivo para seguir luchando era destruir al enemigo. Era un motivo débil y por lo tanto no tardo en ser un vago consuelo a no saber por qué se luchaba. Las hadas luchaban cada vez con menos pasión, pero yo seguía siendo una llama inapagable en medio de la tormenta, y conforme los enemigos caían abatidos a los pies del roble, el odio se hacia más intenso y más energía tenía para matar y acrecentarlo en un infinito circulo de odio y destrucción.
El Marqués se fascinaba de ver la destrucción y muerte causadas por mi ira y mi odio irracional. El azote efectuado a las filas enemigas tornaba la lenta, desgastadora y al parecer inútil lucha en una guerra con significado, una victoria más para la corte ante enemigos débiles y desmoralizados. Pero los vientos del invierno engañaban y las apariencias no eran más que la imagen retorcida de la realidad reflejada sobre el hielo eterno.
El Marqués Noderoth Sdersath sentía una fascinación por los humanos que yo no podía explicar. Me desagradaban esas criaturas pequeñas y con limitadas capacidades. Su incapacidad de sentir las nieblas y sus cortas vidas marcadas por la condena y el sufrimiento siquiera me inspiraban la lastima que surgía en algunos de mis camaradas, sino solo desprecio. Un profundo y oscuro desprecio. Gastó su tiempo en obtener niños impuros, cambiados, mitad hada y mitad basura mortal. Me desagradaban por su sangre humana, pero respetaba los designios del señor, que los veía como instrumentos útiles, indispensables en el camino a la gloria de nuestro santuario. Las brujas del otoño prosperaron y alimentaron con regalos y ofrendas el ego del Marqués, mas en el momento de nacer los cambiados, estos lo abandonaron y se mostraron desdeñosos de no tener un padre como conocían. Con el tiempo fueron llamados a la corte y acogidos, pero la mancha del humano jamás se disolvería entre lo hada de cada uno de ellos, y la traición renacería.
La guerra contra el invierno siguió siendo solo un lejano rumor. Ya no había ataques como los de antes y las incursiones de nuestra parte estaban limitadas ya que no conocíamos el reino del enemigo.
Incluso los gustos extravagantes de nuestro señor contaminaron nuestro baluarte con sucia presencia humana. Un mago persa que conocía de las hadas, pedía auxilio ya que era asediado en su tierra. Trajo como presente una daga del hielo de la reina invernal. Lo odie, lo odie más que a muchos humanos. Su conocimiento arrogante, sus modales refinados que intentaban hacerlo menos burdo ante nuestros ojos feericos. Era una burla, un insulto.
Tiempo después la Selva Negra llamó al Marqués a ayudarles en la marca oriental contra unas bestias que asediaban el reino y que eran tan terribles como un troll. El Marqués aceptó el llamado y mando parte de sus tropas en busca de la tan valiosa información. Le rogué que me dejara ir, quería matar a esas criaturas, quería verlas sangrar como a los mortales que ensuciaban los dominios, mas mi señor se negó y me dijo que debía quedarme cuidando nuestro hogar junto a él. Que yo era uno de los pocos en los que confiaba y que me quería a su lado. Acepte a regañadientes.
Durante un buen tiempo no recibimos noticias, pero luego vino la triste verdad. La mitad murió en esos combates despiadados, con su sangre brotando por garras de infectos híbridos mitad-hombres y mitad-bestia. La otra mitad abandonó a nuestro señor, uniéndose a la Corte de la Selva Negra. Malditos sean sus cuerpos por abandonar al Marqués y a su grandeza. Los bastardos de la Selva Negra, con su corte engrandecida a base de mentiras y basura, lograron acertar un duro golpe a nuestro señor, quien solo les profesaba amor a sus tropas. Más de una vez me gané su amor con mi servicio fiel y desinteresado, pero los ambiciosos estúpidos que se unieron a la selva negra, solo vivirán para verse transformados en marionetas, tristes copias reflejadas en la escarcha del noble servicio que ejercían acá.
No lo permitiría, no dejaría que se fueran de al lado de mi señor sin sufrir por sus consecuencias. Partí sin que siquiera mi señor lo supiera hacia el corazón mismo de la Corte de la Selva Negra. Entré en los dominios, y busque a los desertores. Durante años los perseguí. Todos y cada uno de ellos murió de forma misteriosa y terrible mientras se encontraban solos, muchas veces sus cuerpos fueron encontrados desgarrados y completamente seccionados. Pase mucho tiempo matando a los traidores al Marqués.
Después de años de cacería dentro de la Selva Negra, me di cuenta que había perdido mi camino. No era un guardaespaldas, no era un asesino ni un sicario. Era un guardián, y no era guarda de mi territorio lo que llevaba haciendo, mas mi trabajo había empezado y mientras no fuese terminado, tanto yo como el Marqués corríamos peligros. No abandoné el centro de la corte de la Selva Negra hasta que el último desertor hubo sido eliminado. Bueno, casi todos.
Uno de los precursores de la deserción, especialmente quien llevó al resto a unirse a la Selva Negra, se había ido a otro extremo de la corte para defenderla. Por alguna razón, los nobles de la Selva Negra no lo aceptaron en el centro de la corte. Así que después de seguir su pista por mucho tiempo, me enteré de que se me había escapado de las manos. Mi trabajo, aunque no era mío por encomienda sino por vocación, aun no había sido completado y el más infame de los desertores aun respiraba el aire de la estación. Debía morir.
Crucé toda la corte, pisé suelo de diferentes Marqueses y mis garras mataron criaturas extrañas varias veces antes de encontrar a mi presa. De todos modos mi presa, estaba fuera de mi vista, yo no sabia donde estaba ni donde encontrarlo.
En su búsqueda me encontré con criaturas de diferentes tipos. A los extraños hombres lobos, de los que todos temían, su carne raje y despedacé. Sus garras hirieron mi piel y debo reconocer la furia y el arrojo con el que luchan. Son criaturas fascinantes y guerreros admirables. Les mate con orgullo y reconozco su honor. Les sentí en uno de los bosques que recorrí y les aceché. Las nieblas me sirvieron bien para mezclarme en el bosque, y con el tejido mantuve toda la situación bajo mi control. Finalmente cuando ataqué a los Lobos, la estación me brindó su apoyo para obtener mi victoria definitiva en nombre del ocaso. Mi sangre feerica se derramó en partes de mi maltrecho cuerpo, desgarrado por sus devastadores golpes, pero un hijo de la naturaleza no se rinde con facilidad ante aberraciones advenedizas. Mi cuerpo maltratado encontró sanación en el abrazo dulce del bosque, y después de una jornada, este roble se levantaba listo para buscar a su víctima.
Después de la batalla contra los Lobos, sentí humanos en mi camino. Rezaban y adoraban a un extraño Dios entre llamas, clavado a una cruz de madera y coronado de espinas. Para mí no eran más que basuras mortales esperando el fin de sus latidos. Como emisario del odio de las estaciones a su impureza y debilidad, gustoso les presentaría a su Dios.
Hice lo que sabía hacer desde hace mucho tiempo. Me escondí entre ellos asimilando su sucia forma mortal. Una vez dentro de su aldea, cerqué los límites con muros de espinas. Cuando los mortales se dieron cuenta de que estaban atrapados, y comenzaron a dispersarse dentro de su aldea para buscar una salida, aproveche el caos para transformar a muchos de ellos en arbustos. Era simple, solo bastaba con llegar a su lado mientras no te veía, y tocarlo hasta que se transformase completamente. Me maravilló mi nueva habilidad, era una hermosura dotada por el otoño para reciclar a los bastardos humanos hacia organismos de la floresta. Pero luego de las desapariciones iniciales, se reunieron junto a una pira en el centro y comenzaron a rezar. No entendía que era todo eso, y sentí curiosidad de saber que era. Me acerqué a la pira y comencé a escucharlos. Sonaban tan patéticos y débiles que no merecían ni el placer que les otorgaba al darles forma arbórea. Pero había algo ahí que me llamaba la atención, el fuego. Nunca me había dado el tiempo de mirarlo bien. Era fascinante, sus colores, su calor, el caos y el determinismo que encerraban aquellas siluetas siempre móviles. Luego entendí que era un enemigo terrible, pero yo no temía a ningún enemigo. Intenté tocarlo y me quemé, fue una sensación horrible. Me descontrolé y tome mi forma feerica en medio del horror y los gritos de los humanos presentes. Entonces sentí al mal nuevamente atacando mi alma. No pude evitar que entrase, y el dolor causado por la flama dejo un eco irreversible en mi alma. Corrí del lugar, y el atravesar los muros de espinas me ayudaron a escapar. Descansé convertido en árbol, pero cuando desperté tenia claro que no abandonaría esa zona hasta eliminar a esos hombres, sus cruces y sus antorchas. Al anochecer, doté de sagacidad a un pequeño grupo de caza de los hombres y luego les desgarré la carne con furia. Al día siguiente hice lo mismo con un grupo de recolectoras, después con uno que otro perdido. Me aseguraba de rodear la aldea de espinas en esa interminable tarea de destrucción selectiva. Para cuando no quedaron más que unos pocos refugiados dentro de la aldea. Dividí la aldea con muros y entré a cada una de las casas y destruí a sus habitantes con odio sin comparación. Extraje la piel de la carne de los humanos sin distinguir si eran hombres, mujeres o niños. Todos fueron cadáveres para cuando ese día llego a su fin.
Desde ese momento, odié el cristianismo más que cualquier otra religión mortal. Debí haber tenido más cuidado con ellos cuando muchos años después me volví a encontrar con ellos, pero esta vez en las tierras que yo cuidaba. Desde ese momento me llame “Azote de Humanos”, ya había matado a muchos de ellos y no dudaría en volver a aniquilarlos.
Busque al desertor por toda la Selva Negra y aun por lugares más lejanos. Pero después de mucho buscar, mucho tiempo incluso para un inmortal, le encontré. En el extremo más occidental de la corte. Cuando supe que estaba en ese lugar, preparé mi ataque con calma, mas cuando le vi, no pude evitar matarlo sin ninguna contemplación. Su poder era grande, mas no era rival para mi odio. Le destrocé y frente a sus restos irreconocibles me di cuenta de que esto era honor, pero que había sido una gran perdida de tiempo. Pensaba en como estaría en esos momentos mi señor y como le había abandonado. Sabía que nadie le apoyaba, sabía que no le creían más que un advenedizo de la Selva Negra. Pero yo le amaba, porque en la intimidad que genera la sangre derramada en batalla, él me había demostrado que era digno de su titulo, no porque fuese un gran guerrero, mi poder no era igualado por él, pero aparte de su gran poder mágico, tenia el fuego interior de quien lucha con un propósito, el valor sin limites de quien no conoce el miedo y el arrojo de quien nació para ser grande. Había demostrado ser mi señor.
Comencé mi camino de vuelta al bosque otoñal. El viaje de décadas que hice al salir de ahí se redujo a muy poco tiempo cuando mi fin era respirar el aire del otoño imperecedero, mas cuando llegué, no fue a mi señor a quien encontré.
El bosque estaba invadido por las aborrecidas hadas invernales, una batalla se había librado y a pesar de las evidencias de que varias hadas lucharon por mi señor, ninguna vida estaba en ese paraje. Por lo que vi, incluso la misma reina frígida había pisado ese suelo sagrado, congelando hadas a su paso. Maldije el día en que me separé de mi señor por culpa del odio y el rencor. Pero ya nada había que hacer, creí que todos habían muerto y que ese paraje era tierra invernal para siempre, mas aún así, moriría antes de dejar ese bosque en las garras del hielo frío.
Comencé a acechar a los efectivos invernales, les acechaba como una enorme sombra hasta que los golpes del roble destrozaban sus cuerpos. El misterioso asesino sombrío ataco a diestra y siniestra y desmoralizo las tropas invernales del lugar. El mito de que el otoño mismo estaba destruyendo a las hadas invernales se propagó más rápido que el fuego en la hojarasca. Algunos decían que el Marqués había vuelto, fue ahí cuando supe que el Marqués seguía con vida. Con más razones debía limpiar ese bosque para su regreso.
Maté sin ninguna piedad, con más odio del que se puede sentir sin deformar el rostro, mas mi rostro ya era deforme y solo reflejaba la ira indescriptible que sentía el defensor de la tierra invadida. Además del compromiso de quien había fallado a quien le necesitaba, quien estaba en deuda. Me llamé a mi mismo “Daño de Invasores”.
Las escaramuzas y emboscadas ocasionales se volvieron más terribles para las hadas invernales que ya temían más al bosque que a la furia de su reina de hielo. La muerte se escondía detrás de cada árbol. Pero un día el rumor de una batalla llego a mí, cantando su inspirada canción en el viento otoñal.
Corrí con toda mi pasión hacia el ruido, y entonces le vi, mi señor, el Marqués. Estaba luchando codo a codo con sus hadas para recobrar su reino. Me inflame de alegría y descargué la emoción en el combate que resulto con el Marqués nuevamente sentado en su trono del Equinoccio y conmigo a su lado. Rogándole me perdonase.
- “Oh mi Señor, Marqués Noderoth Sdersath. Le he fallado. Seguí a las hadas que le abandonaron, por orgullo y honor de usted, pero aun más por odio y rencor. Les maté Señor, les maté a todos. No me arrepiento Señor mío, pero pido tu perdón. Jamás debí abandonarte a tu suerte, entre hadas pusilánimes y desleales. Cuando te abandonaron mas que nunca debí permanecer a tu lado, mas mis impulsos me vencieron y no pude evitarlo. Me arrepiento, oh Señor Mío.”
Pero mi señor me perdonó, no me pidió que me matase ni me dio castigo alguno. Me confesó que cuando me fui, el había pensado que le había dejado por su debilidad. También me dijo que cuando me volvió a ver en la batalla, pensaba que era un regalo del Crepúsculo para con él por haber demostrado valor y fuerza. Le dije que jamás le dejaría a menos que él me lo ordenara. Que le Crepúsculo esta a su favor porque nadie tiene mas de él que el Marqués Noderoth Sdersath. El me sonrió.
El tiempo pasó en relativa calma. Los caminos se abrieron y el Bosque Otoñal fue nuevamente un gran reino. Por esos años apareció Korkasse, llamó mucho la atención del Marqués y por mucho tiempo compartieron conocimiento. Le mostró lo débil que eran los limites del bosque y como había sido de fácil destruir todo los nuestro con semejante falta de defensas. Juntos todos reforzamos el reino, sus defensas y dejamos el Bosque Otoñal como un lugar mucho mas seguro. Las personas del bosque se sintieron más a gusto, se transitó más por los caminos e incluso llegaron más humanos para pedir la protección que el bosque brindaba en contraste con el triste e inseguro mundo exterior.
Pasaban jornadas enteras conversando y mi señor lo amaba. Así que yo también comencé a amarlo, claro que yo no entendía nada de lo que hablaban, jamás entendí mucho más de lo que estaba a mi alcance. Se trataban de igual a igual y yo notaba en el rostro un agrado inmenso en esa forma que a mi parecer era un poco vulgar de referirse hacia un señor. Me habría gustado causar esa felicidad en él, mas yo jamás podría tratar a mi señor de una forma que no fuera la de un humilde sirviente.
Después de un tiempo, Korkasse se encerró en su laboratorio para algo que no sabia de que se trataba. Todo lo que supe es que era referente a la guerra contra el invierno. Al cabo de un tiempo no tardo en llegar el susurro del frío invernal, abrigado por la noche. Fue una lucha increíblemente ventajosa para nosotros. Los artefactos de Korkasse eliminaban a los invasores de forma insuperable, marcaron una diferencia táctica que los invernales no podían superar. Maté gran cantidad de hadas invernales y una victoria fue lo que se impuso esa noche. Una gran victoria para la Corte del Otoño del Marqués Noderoth Sdersath.
Después de esa batalla, Korkasse se volvió muy popular y admirado, pero no lo aprovecho. En vez de eso se recluyo cada vez más en su laboratorio de forma aislada e incomunicada. Imagino que su gran mente despegaba de este mundo de vez en cuando. Aun así mas de una ocasión defendí su imagen de los sin respetos que pregonaban habladurías en su contra lejos de sus oídos y los de su señor. La paz pasó por muchos años, mi señor se preocupaba mucho por Korkasse y por el invierno, Korkasse no daba señales de vida y el tiempo era prospero. Los informantes de mi señor le contaron que era imposible entrar en el Bosque Invernal debido a un campo mágico, fue solo entonces cuando tuve la premonición de lo que se venia. Se invadiría el Bosque Invernal como incontables veces lo intentaron y lo lograron las hadas invernales contra este lugar.
Un día Korkasse reapareció en la Corte, el salón se impacto al verle. Se veía radiante y alegre. Hablaba de cosas que no entendí, hasta que hablo de la Reina Safne y su trono. Mis púas se erizaron y mis garras palpaban su camino hacia la superficie, el odio intenso que sentía hacia la Corte Invernal después de años y años de cruda guerra era más grande que cualquier otra emoción presente dentro de este cascarón de madera. Las palabras que hablaban de acabar con el enemigo me inflamaron en pecho y era imposible apaciguar mi emoción de destruir a la Reina con un garrazo certero que destrozara su fría y mil veces maldita existencia. Volvió a trabajar en su plan, y al rumor común de su locura se unió una admiración y la ilusión de acabar con el frío de una vez por todas.
Korkasse desapareció nuevamente, mi señor pregunto por el con una desesperación palpable. Vi angustia en sus ojos, a pesar de que disimulaba su preocupación, así que organice muchos grupos de búsqueda. Se le buscó por todos lados y no se le encontró. Pasaron muchos años antes de que mi Señor aceptase que quizás Korkasse se había ido. El gran proyecto nadie lo toco por orden expresa de él. Nadie quería tocarlo tampoco, pues nadie entendía lo mas mínimo de él. El abandono de Korkasse fue un golpe terrible en mi Señor, estuve a punto de partir a buscarle para darle fin a su vida, pero me había prometido a mi mismo que jamás volvería a salir de ese bosque si no era de la mano de mi Señor o con sus ordenes expresas de que lo haga.
Un día estábamos todos en una audiencia en el salón del trono, cuando Korkasse apareció. Era diferente, era digno y orgulloso portando el crepúsculo en su aura. Mi señor bajo de su trono y le saludo, él se fue de inmediato a trabajar. Todos estábamos sorprendidos, incluso pensé que mi señor sabia que regresaría. No dudo de las capacidades del Marqués, pero esto era extraño. Aunque no más extraño de lo que era Korkasse siempre.
El proyecto de Korkasse fue más extraño que nunca, pero aun así se le pensaba como un gran hada, el heraldo de nuestra victoria contra el invierno. Todos teníamos la ilusión de poder penetrar las defensas de la Reina Frígida, pero aun más inspiradora era la idea de vencer a la Corte del Invierno de forma definitiva para siempre.
Pero un mal amenazaba los movimientos de mi Señor entre el mundo mortal. Unas extrañas criaturas que parecían humanos pero no lo eran, causaban terror entre los mortales. Después de investigar, se nos informo que eran sus cadáveres que los atacaban, pero con conciencia libre y mucho más poderosos de lo que eran en vida, además de eso, eran inmortales. Eso fue desmentido después de unas cuantas incursiones entre las aldeas donde se sabia de movimientos de estos “Vástagos” de no se quien. Se revelaron y murieron, representaron más amenaza que los humanos, pero no eran nada comparados con los Lobos con los que ya me había enfrentado. A diferencia de estos últimos, mi Señor se preocupaba mucho de ellos por los hilos que movían en las sociedades mortales, a él le preocupaba el control de los hombres, y estos cadáveres amenazaban su poder en estos círculos.
Fue por esos días que el portal de Korkasse comenzó a mostrar actividad. Primero fue una tenue luz roja que trajo consigo a unos insignificantes hombres. Matamos a la mayoría sin mayor esfuerzo, con unas pequeñas perdidas. Incluso capturamos a algunos con vida para enterarnos de que venían de oriente, muy lejos hacia oriente. Después de eso, Korkasse volvió a trabajar en él hasta que un día una brisa gélida soplo a través del portal, en mi interior imagine que el camino estaba listo, pues esa brisa ya muchas veces la había sentido, acompañada de muerte y dolor. Era la brisa del invierno, pero esta vez, la acompañaba un canto. Era bello pero nada acogedor, era la voz de la persona que tanto sufrimiento y dolor había causado, haciendo que el otoño retrocediese asustado para cubrirse de un hielo invasor, era la voz de la muerte fría, era la voz de la Reina Safne. Mas mi Señor no permitiría que aquella canción de muerte manchará aquel otoño eterno, y con su arpa entono la belleza de sus notas sublimes y con acordes tan maravillosos como los tonos de los rayos del sol muriendo en el atardecer, acallo la voz fría de la reina y se impuso con la calidez de la hojarasca y el canto del ocaso. Ese canto se torno en muerte y en el otoño venciendo al frío. Era el réquiem para la Reina Frígida, y para nosotros, sus enemigos letales, determinados por la eterna lucha incansable de las estaciones, era la música de muerte más bella que podía sonar. El destino de la Reina había sido sellado con música y miel.
Para la tarde del Equinoccio Autumnal, día en el que el portal alcanzaría su objetivo y todos podrían por fin, asaltar el Bosque del Invierno. Pero mi Señor me hablo, me dijo que debía quedarme cuidando el bosque, como lo había hecho desde antes que él llegara. Yo le dije que no podía, que no era lo mismo, que no era capaz de cuidar un reino, incluso le rogué que me llevara, que no me alejara de luchar a su lado, mas él se negó y me dijo que debía quedarme. Mi odio se agito en mi interior, no podría obtener mi venganza. Korkasse invoco el poder del crepúsculo y con una brisa el portal se abrió, dejando a la vista un páramo invernal, corrió a la cabeza del ataque, mi Señor y sus tropas tras el. El portal no tardo en cerrarse y dejarnos solos.
Me sentí solo y desamparado ante los cambiados que me miraban, mas no le fallaría a mi señor y guardaría la gloria del Bosque Otoñal hasta su regreso. Al principio todo fue bien, pero no tardo en sentirse el hambre. El otoño no me obedecía como lo hacia con mi señor, y mi poder era la lucha, no el reinado. Me esforcé y las hadas se esforzaron, nos sobre esforzamos tanto que no tardamos en agotarnos. El bosque aun se veía bien y proveía a sus habitantes cuando los invasores llegaron. Los cambiados estaban agotados, el tejido era una amante celosa que nos obligaba a usarla. Los humanos llegaron con sus cánticos, sus hachas y su fuego. Nosotros ya estábamos bloqueados y la lucha más nos bloqueo.
No habíamos siquiera comenzado la lucha cuando los Cambiados me abandonaron, dijeron que no debían quedarse, que debían volver con los mortales y abandonar las nieblas. Los maldije mil veces por su abandono.
Aun quedaba yo, lo sabia y no podía dejar de pensar que yo era lo único que tenia el bosque. Hable con mis hermanos árboles y les pedí consejo, pero solo me decían que debía unirme a ellos. No los escuche y maté humanos, levante muros de espinas y transforme a algunos en animales y plantas, y a cada día de lucha, la ley mas me reclamaba. Luché contra los espíritus para que me obedecieran, pero no pude. Finalmente me devolví al centro del Bosque Otoñal, me posicione en el lugar desde el que por primera vez vi el mundo y me dispuse a dormir.
Y aquí estoy ahora, encerrado en esta corteza. Tarde me doy cuenta que los árboles solo ven pasar el tiempo a través de una nube y nada pueden hacer para alterar los hechos. Escucho los gritos de los árboles que mueren bajo hacha y fuego, claman para que les ayude, claman para que evite su destrucción, claman por la venganza que exige la floresta, pero yo no puedo vengar a nadie, solo soy un viejo roble que soñó con ser alguien. Ese sueño ya termino y ahora debo dormir, debo descansar, debo olvidar. La noche esta cayendo.
CAUDILLO SVAROG, EL SIN LAGRIMAS:
Algunos dicen que el declive del declive del Clan De las Colinas Negras comenzó el día en que Fulano asesinó a todos los componentes de su propia manada. Sin embargo, todo comenzó mucho antes.
La corrupción no siempre muestra su cara abiertamente. A menudo se desliza entre las almas de los Garou sigilosamente, corroyéndolas en silencio y permitiendo que en los huecos que deja anide la desidia que da lugar a la debilidad. Es un arma que el Wyrm tiene para vencer a sus enemigos, casi tan eficaz como el ataque directo.
El Wyrm debía llevar ya mucho tiempo haciendo este trabajo entre los miembros del Clan De las Colinas Negras, pero cuando mi abuelo, el jefe del Clan, se dio cuenta, el mal ya estaba hecho y sólo quedaba recoger los frutos.
El fruto llegó en forma de un metis engendrado durante la relación contra natura entre mi tío y otra Garou de su manada. A los ojos de Gaia, todos los Garou somos hermanos, y las relaciones entre hermanos son un tabú que, cuando se rompe, tiene consecuencias espantosas. Los descendientes de dos hermanos que se unen son especímenes tarados la mayor parte de las veces, y así ocurre con los metis, los descendientes de la unión entre dos Garou. Nuestra sangre está hecha para mezclarse con la de lobos y humanos. Esa es la ley.
Cuando mi abuelo tuvo noticia de que la nueva criatura alumbrada dentro del clan era un metis, montó en cólera. Enajenado por la vergüenza y la indignación, permitió que la Rabia le poseyera y le ayudase a limpiar la mancha que había caído sobre su clan. Aquella misma noche murieron los dos Garou transgresores, y el descendiente metis de ambos. Pero, lo que nadie se esperaba, es que mi madre también hubiese sido tocada por la corrupción. Al ver lo que ocurría, se volvió contra su padre y trató de impedir que este impusiera el justo castigo, defendiendo a su hermano y a la amante de este. También ella murió en el enfrentamiento.
A partir de ese día, yo quedé bajo la tutela de mi abuelo, pues mi padre no se sabía a ciencia cierta quién era. Probablemente algún cazador o guardabosques. Inicialmente me resultó complicado comprender cuál era el delito que mi madre y mi tío habían cometido para merecer un castigo tan duro, pero entendía que Svrakka no habría asesinado a sus propios hijos sin un buen motivo.
Aprendí a respetar y admirar a mi abuelo. En realidad rara vez hacía algo sin motivo. Era frío y calculador, pero también sabio. A menudo era cruel. Me sometía a todo tipo de trabajos, y sus golpes marcaban mi piel durante días. En más de una ocasión las palizas fueron tales que llegaron a romperme algún que otro hueso. Sin embargo, todo ello eran lecciones para hacerme más fuerte, y para hacerme comprender que sólo los fuertes pueden y merecen sobrevivir.
No todos comprendieron de la misma manera al mi abuelo. Nadie se atrevió a manifestarlo abiertamente, pero muchos pensaban que estaba loco y consideraban que sus actos habían sido un atentado contra la especie Garou. Su renombre cayó en picado, y poco a poco todos fueron encontrando un motivo para alejarse de estas tierras y abandonar el clan. A mi abuelo no le importó. Muy pocos de ellos se atrevieron a retarle a duelo, y ninguno fue capaz de ganarle. Si no eran suficientemente fuertes como para vencerle, y tampoco podían soportar estar bajo el mandato firme de un líder poderoso ¿para qué servían? Era mejor que se marchasen y dejasen de importunarles con su llanto y sus patéticas quejas.
Al final, del clan tan solo quedaron él y la parentela. Para compensar la partida de los Garou, Svrakka se esforzó en engendrar hijos e hijas que algún día llegasen a ser portadores de la herencia del Clan De las Colinas Negras.
Año 929
Las tierras de Vaslut están cada vez más despobladas. Las sucesivas guerras entre nobles y las frecuentes invasiones extranjeras han hecho que la población disminuya. Los hombres abandonan sus poblados, y las mujeres, los ancianos y los niños quedan solos a merced de los bandidos. Los campos están baldíos por falta de manos que los cultiven, y el hambre y la pobreza se extendían por doquier.
Pero lo que más preocupa mi abuelo es convertirse en el último miembro del Clan De las Colinas Negras. Yo he cumplido ya catorce años, y, aunque más fuerte y alto que los chicos corrientes, no me diferencio demasiado de los muchachos de mi edad que habitan en el boun, pues son todos parentela.
Una noche, en la que media luna perfecta brilla en el cielo, mi abuelo me agarra de las ropas y me saca a la calle a empujones. Es pleno invierno, nieva, y el aire es tan frío y espeso que hasta duele respirar.
- ¡Maldito imbécil! - grita al tiempo que de un fuerte envite me hace caer sobre la nieve - ¡No eres más que un despojo! ¿Acaso piensas permanecer siendo un inútil humano toda tu vida? ¡Pues si es así, no me sirves de nada! ¡Debí matarte con mis propias garras la misma noche que maté a tus padres! ¿De qué me ha servido criarte y educarte durante todos estos años si te vas a quedar así? ¡Corre y escóndete como un conejo, si no quieres que termine ahora el trabajo que comencé entonces!
La mirada de mi abuelo está encendida de ira, y su voz contiene una rabia mortal, como jamás le he visto. No comprendo qué he hecho para despertar su furia de esta manera, pero no me queda duda de que si no me marcho inmediatamente, este será mi último día.
Por si todavía me quedaba alguna duda de las intenciones homicidas de mi abuelo, este comienza a transformarse en la bestia más grande y terrorífica que yo haya visto. Le había vislumbrado alguna vez transformado en una especie de ogro, pero esta vez no se conforma sólo con eso, si no que su cuerpo sigue aumentando de tamaño. Sus piernas parecen troncos de árbol, su pecho es ancho como un barril, y sus manos se convierten en garras. Las mismas garras que mataron a sus hijos.
Salgo corriendo tan rápido como puedo. El miedo da alas a mis pies, pero la rabia enfría mi cerebro. Los insultos del abuelo se me han quedado grabados. Me ha llamado inútil, me ha comparado con un conejo, a mí, que, de alguna forma, siempre me había tenido por un lobo.
Me doy cuenta de que no importa cuanto corra, pues el hombre lobo que me sigue siempre será más rápido que yo, y, además, mi rastro queda marcado en la nieve, por lo que es muy fácil de seguir. Decido que, si voy a morir, al menos no lo haré como una alimaña huyendo de un cazador, si no luchando como un guerrero.
Al amparo de la luz de la luna reflejada en la nieve, logro encontrar una zona rocosa cubierta de hielo, en la que mis huellas no se marcan. Con gran dificultad, asciendo el montículo de piedras, y encuentro un lugar donde esconderme. Entonces siento que todo el cuerpo se me paraliza de dolor. No comprendo lo que ocurre, y sólo alcanzo a pensar que mi organismo me está traicionando, dejándome indefenso en un momento crucial.
Pronto veo que el dolor se debe a que estoy empezando a cambiar. Mis huesos se estiran y cambian de forma, mis músculos se hinchan… Empiezo a reconocer en mi cuerpo las formas que he visto en el de mi abuelo. Mi tamaño se dobla, las ropas se hacen jirones, y la cara se me afila, adquiriendo rasgos animales. Pero la cosa no queda ahí. Brazos, piernas, torso y cara comienzan a cubrirse de un denso pelaje negro, las manos se me retuercen en forma de garras afiladas, mientras que la mandíbula y los dientes crecen, tomando la forma del morro de un animal. El dolor en las rodillas es inmenso cuando estas comienzan a articularse hacia atrás, como las patas traseras de un lobo, obligándome a levantarme del suelo inmediatamente, puesto que, de repente, la postura en la que estoy sentado ya no es apropiada.
“Ahora sí que podré vencer al abuelo – pienso lleno de excitación. Una vez que el dolor ha pasado, tan sólo queda la increíble sensación de poder que emana este nuevo cuerpo -. Se arrepentirá de haberme insultado.”
Pero cuando el abuelo me encuentra, llega transformado en una bestia tan fiera como yo, sólo que de mayor tamaño, y me propina la mayor paliza que haya recibido nunca. Los golpes caen sobre mí, y, aunque trato de defender, al final termino cayendo inconsciente. Cuando me desplomo en el suelo, un instante antes de caer en la inconsciencia, veo como mi abuelo recupera su forma humana y, por primera vez, le veo sonreír, satisfecho.
Si durante los años anteriores alguna vez me había quejado porque el abuelo no me prestaba suficiente atención, una vez que paso por el Primer Cambio comienzo a desear que el viejo se olvide de mi existencia.
De repente me convierto el centro de su atención. Soy su heredero, su único descendiente Garou. Las lecciones duran desde antes del amanecer hasta bien entrada la noche. En ocasiones me abandona desnudo en mitad de la noche en algún lugar perdido, o me obligaba a cazar con las manos desnudas a algún animal especialmente problemático que ha estado asolando la región. Me enseña la historia de la Tribu, los Señores de la Sombra, y me habla de cómo los Garou antaño habían gobernado a los hombres, siendo timón de sus destinos, en lugar de ocultarse tras el Velo. Me habla sobre la Letanía que rige nuestras vidas, y me explica lo que significaba haber nacido bajo el auspicio de la Media Luna.
- Si sobrevives a tu Rito Iniciación para dejar de ser un cachorro y convertirte en un Cliath, posiblemente te convertirás en un Philodox, un Juez y Árbitro de los tuyos, y un maestro de rituales -, me dice. Y yo trabajo duro para llegar a convertirme en lo que mi abuelo desea que sea. En lo que, según él, estoy destinado a ser, no porque lo desee si no porque, de no lograrlo, me costará la vida.
Año 932.
Tenía 17 años y llega el momento de pasar mi rito de iniciación. Muchas son las noches que paso en vela tratando de imaginar qué clase de prueba será la que tenga que afrontar. No puedo figurarme qué prepara el abuelo, y no puedo pensar en nada que sea aun peor de lo que ya he vivido hasta ahora durante los entrenamientos.
La ocasión se presenta por si misma una noche. No hace mucho que se ha puesto el sol, y yo me afano en limpiar las piezas de caza que he llevado ese día a casa, mientras mi abuelo me habla de lo que significa el honor para un Garou. Unos golpes apresurados en la puerta nos interrumpen. Es uno de los hombres del boun, que viene acompañado de un chico de unos quince años, exhausto, herido y tembloroso, que suplica ayuda para Vaslut, el pueblo que se halla bajo nuestra protección, y que está siendo atacado por un grupo de bandidos, que, según dice, se encuentra liderado por un hombre especialmente siniestro.
Antes casi de que el muchacho pueda terminar de hablar, mi abuelo ya está echando mano a su gran Klaive de Plata, aunque no llega a tocarla. Su gesto se queda congelado en el aire, como si de repente se le hubiese olvidado lo que iba a hacer. Entonces se gira hacia mí, con los ojos ardiendo como el carbón, y me dice:
- íCachorro! ¿Estás listo para un desafío?
No necesito nada más. En seguida adivino que mi abuelo deseaba que sea yo quién acuda al pueblo para expulsar a los bandidos, de modo que, con expresión muy seria, cojo mi propia espada y respondo:
- Volveré con sus cabezas antes del amanecer
- No, cachorro. - Me corrige mi abuelo -. Deja ahí tu espada y tus cosas. Este será tu Rito de Iniciación. No llevarás más que esas ropas de poco abrigo que tienes puestas. Unos simples bandidos humanos son tarea demasiado sencilla para un Garou... Incluso para uno que tan sólo es un Cachorro...
- Entonces, tardaré un poco más – digo jactancioso -. Y volveré como un adulto.
- Aguarda, pues vamos a igualar un poco las tornas...
Mi abuelo se acerca, convirtiendo su mano derecha en la garra de la forma Crinos, y me la clava profundamente en el hombro izquierdo, arrancándome un grito de dolor. Finalmente, con una brutal sacudida, rompe la garra, dejándola dentro de la herida.
- ¿Gritas Cachorro? ¿Tan pronto quieres ser considerado indigno? Un verdadero Garou nunca grita ante el dolor ni ante la tortura más atroz. ¿Acaso no te he enseñado el Credo del Honor?
- Perdonadme, abuelo, no volveré a hacerlo - digo, genuinamente arrepentido, apretando los dientes para soportar el dolor.
- Corre ahora y vuelve como un adulto. O simplemente muere intentándolo. El fracaso o la huida no son una opción.
- Así lo haré.
Abandono el boun corriendo tan rápido como puedo. A cada movimiento que hago, la herida me causa un dolor lacerante, pero el mismo dolor me sirve para entrar en calor, y poco a poco, a medida que el frío va congelando la sangre que mana del profundo corte y se me duerme la piel de alrededor, empiezo a olvidarme. Tengo dormido todo el brazo izquierdo y parte del torso y la espalda, pero me da igual.
- "Un Philodox abraza el Honor" - me repito una y otra vez, recordando las enseñanzas de mi abuelo -. "El dolor alimenta la Rabia, y la Rabia destruye al Wyrm. Un Garou honorable soporta la tortura para salvaguardar a su Clan, para proteger a aquellos bajo su protección."
A medida que me acerco más y más a Vaslut, varios espíritus me acechan, entre ellos el llamado Cabeza Negra, un espíritu de la violencia y el conflicto, que antaño fue un héroe de mi Clan, y que, de un tiempo a esta parte, parece haberme elegido como único objetivo de sus apariciones, pues nadie más que yo lo puede ver.
Cabeza Negra revolotea a mí alrededor como un pájaro de mal agüero, como si estuviese predestinando mi derrota. Me pararía decirle algo, pero tengo que reservar mi aliento para correr, el pueblo todavía está lejos.
El olor a quemado y los llantos de la gente me llegan mucho antes de alcanzar las primeras casas de Vaslut. En la plaza del pueblo, unos bandidos mal encarados arrastran a una mujer por el suelo, cogiéndola del pelo, mientras gritan:
- ¡Malditos aldeanos! ¡Dónde escondéis el grano de la cosecha! Confesad o si no os quemamos la casucha!
El pueblo tiene un aspecto lamentable. Muchas casas están ardiendo, y las que permanecen intactas tienen las puertas y ventanas abiertas, para permitir mejor el paso de los saqueadores. Las vallas han sido derribadas y los animales vagan libres y perdidos por las calles. En la casa de los Ancianos, el mayor edificio de Vaslut, se alza un estandarte, tres calaveras sobre fondo negro, que no es el que debería ondear.
Este último detalle es, dentro de todo el conjunto, el que más me enfurece. No se conforman con destruir y saquear las casas de los aldeanos indefensos, si no que cuelgan sus propios símbolos, declarando su dominio sobre este lugar, que no es suyo, si no mío y de mi gente. Deben ser unos necios si piensan que Vaslut ha sobrevivido a todos estos años de guerra estando indefenso.
Escucho ruido de batalla, y acudo hacia el lugar del que provienen. Lo que veo me sorprende, pues se trata de un simple muchacho, montado a caballo, que está poniendo en jaque a un grupo de bandidos, cada vez más numerosos. El chico pelea con valor, aunque no con mucha inteligencia. En su mano izquierda sostiene dos cabezas humanas, todavía chorreando sangre, mientras que en la derecha blande una espada, con la que mantiene a distancia a dos hombres más. No obstante desde varias direcciones están comenzando a llegar refuerzos, y muy pronto los enemigos le superarán en número y le habrán cortado la retirada. A menos que yo le ayude, le quedan unos minutos de vida.
Me dispongo a acudir en auxilio del chico, cuando, de la Casa del Consejo, sale un hombre de aspecto siniestro, rodeado de un halo rojizo. Tras musitar una palabras que no logro alcanzar, hace un gesto con las manos, y de sus palmas sale despedida una bola de fuego que impacta sobre el guerrero, derribándolo del caballo, y dejándolo a merced de sus atacantes.
Identifico ese hombre como el posible líder de la cuadrilla de bandidos y, además, considero que es la amenaza mayor, de modo que decido que es más conveniente ir a matarlo a él antes de ayudar al muchacho. Sin embargo, no bien avanzo unos metros, cuatro hombres se interponen en mi camino.
- ¡Quién diablos eres tú! - exclama uno de ellos, en búlgaro, agitando una antorcha muy cerca de mi cara. Es un gesto que no me gusta nada, pues el fuego es de las pocas cosas que pueden causarme serias heridas. Tengo que hacer un esfuerzo para no apartarme de él.
- Este no parece del pueblo. Mira, tiene cara de skezler, no de eslavo - responde otro. El muy imbécil ni siquiera es capaz de decir bien el nombre de mi raza, la más antigua de Transilvania.
- Pues atémoslo y llevémoslo con los demás prisioneros. - El bandido luego se dirige a mí, en el tono que un señor usaría para hablar a un esclavo - Tú, tírate al suelo. Si te portas bien te pondremos un vendaje en esa herida.
- Y si te portas mal te haremos más cortes y nos mearemos en tus heridas - añade otro con una carcajada.
- Soy un szekler, pedazo de idiota - digo fríamente -. Aprende algo antes de morir.
- Vaya, parece que este quiere sufrir.
El chico de las cabezas cortadas grita unos metros más allá. Aun después de haber caído del caballo, sigue presentando batalla, aunque los bandidos ya lo han reducido, y ahora lo golpean duramente con sus mazas. Es el momento de que haga algo yo también.
El problema es que mi abuelo me ha enviado desarmado y sin ningún tipo de protección, de modo que no me queda más remedio que intentar transformarme en Crinos, si quiero combatir. En ese sentido, no las tengo todas conmigo, pues el cambio de forma requiere cierto esfuerzo y concentración, y con la herida que me ha hecho mi abuelo, es posible que me falten las fuerzas. Pero debo intentarlo.
Ante los asombrados ojos de los bandidos, empiezo a cambiar a Glabro, la forma que precede a Crinos. Los hombres me miran con sorpresa aumentar de tamaño y convertirme en una especie de ogro, pero eso no los arredra. Se lanzan a por mí blandiendo sus espadas. Habría sido mucho mejor para ellos huir.
De dos manotazos lanzo al suelo a sendos guerreros, aunque no es mucho el daño que les hago, puesto que mis garras todavía no logran perforar las cotas de mallas con que se cubren. Sin embargo, quedan momentáneamente fuera de combate, ya que, con tanto peso encima, tardarán un buen rato en volver a levantarse. Los dos que quedan en pie me golpean con sus mazas de púas. Uno consigue darme justo sobre la herida que ya tenía, mientras que el otro me acierta en una pierna. Pero la rabia que me embarga me ha hecho insensible al dolor. Consiguen arrancarme un rugido, pero de furia.
Concluyo la transformación, adoptando la forma de Crinos por completo. El Delirio hace presa en tres de los cuatro bandidos, que salen huyendo aterrados por la visión que tienen ante sus ojos. Tan sólo uno de ellos tiene el suficiente valor como para mantenerse combatiendo, y eso me hace sentir un cierto respeto por él.
El respeto, sin embargo, no evita que arranque la cabeza del hombre con un sólo gesto, al notar por segunda vez la mordedura de la maza de púas en la pierna. El Delirio es un mecanismo de protección para los humanos, que algunos de ellos se esfuerzan en controlar e ignorar. Aquellos que lo logran son dignos de admiración, pero, por desgracia para ellos, sus vidas suelen ser demasiado breves como para llegar nunca a recibir ningún cumplido por su logro.
Me levanto del suelo de un salto, llevado por la Rabia. En mi mente ya no hay lugar para el dolor, tan sólo para la venganza y la lucha. No puedo pensar más que en la total aniquilación de mis enemigos.
Avanzo en línea recta hacia el hechicero, apartando a varios bandidos con furiosos manotazos. La mayoría se cruzan en mi camino mientras huyen, pero unos pocos se han sobrepuesto al terror que les causo y han venido a morir a mis pies con honor y valentía. Algunos incluso logran herirme. Son buenos rivales.
De repente, me veo envuelto en un fuego mágico. No siento el dolor, pero las fuerzas me abandonan. Todo se vuele negro a mi alrededor, pierdo la consciencia.
Despierto en una celda, encadenado de pies y manos, y colgado por las muñecas de manera que los pies no tocan en el suelo. No sé que me duele más, si los brazos, a punto de salirse de las articulaciones de los hombros, la garra de mi abuelo que, debido a la postura, se me clava aun más profundamente que antes en el interior de la herida, o el orgullo, por haber fracasado.
Junto a mi hay un muchacho con signos de haber recibido una inmensa paliza. Al principio no lo reconozco, pero pronto me doy cuenta de que se trata del mismo que cortaba testas desde la silla de su caballo. Tiene una brecha en la cabeza y varias costillas rotas, pero, por alguna razón, los bandidos han respetado su vida. No me preguntó cuál será el motivo, siento demasiado dolor como para poder pensar.
También hay varios hombres más. Bandidos. Y el hechicero que los lidera.
- Así que ese es el secreto que oculta Vaslut. - Dice acercándoseme más de lo que sería conveniente para su salud de no encontrarme yo atado -. Los demonios lobo moran aquí. Con razón estos estúpidos aldeanos son tan tozudos. Bueno lobito, creo que esta noche demostraremos que hasta los lobos lloran. ¿No tienes ganas de llorar un poco por mí?
La pregunta queda en el aire. Las palabras de este hombre me recuerdan mi propia vergüenza. No sólo no he sido capaz de salvar al pueblo y superar mi reto de aprendiz, si no que ni siquiera he podido morir honorablemente tratando de llevar a cabo el encargo de mi abuelo. Ahora me veo encadenado y preso como un esclavo, pero eso no significa que vaya a rebajarme aun más dirigiendo la palabra a este ser despreciable.
Reconozco que me cuesta un gran esfuerzo morderme la lengua. El hechicero me ha llamado "demonio lobo", comparándome con una sucia criatura de Wyrm. Es un insulto que no puedo tolerar, pero hablar para responder a sus palabras sería dar lo que quiere a esta escoria repugnante. Así que me mantengo en silencio.
- Has matado a la mayor parte de mis hombres, y te felicito por ello - continúa diciendo mi captor, al ver que no voy a responderle -. Pero no eran más que mercenarios, mis amos tienen plata de sobra para contratar más. Regresaremos pronto a este pueblo para establecernos aquí. Sólo debo decirles a los míos que esta tierra es rica en magia, sobretodo el bosque. Pero me parece que tú nos ahorrarás mucho trabajo, porque vas a decirme donde se oculta el Nodo de Poder de esta región. Está en el bosque, ¿verdad?
El desprecio que muestra hacia los hombres que han luchado y muerto de forma valiente y honorable por él, me hace hervir la sangre, pero lo que más me enfurece es que piense, ni por un sólo instante, que voy a revelarle cual es el lugar exacto en el que se encuentra el Túmulo, pues supongo que es a eso a lo que se refiere al hablar del Nodo de Poder. Permanezco con la boca cerrada y los dientes apretados para resistir el dolor y la furia.
El hombre sonríe y asiente, haciendo un gesto con su mano. De una esquina de la celda, emerge un enano vestido con ropas cirquenses, y la cabeza cubierta por una capucha, que se aproxima con paso bamboleante. En sus manos lleva un hierro candente.
Al mismo tiempo uno de los mercenarios que quita las botas con fuertes tirones, dejándome las plantas de los pies al descubierto. Ya puedo imaginarme lo que viene ahora.
- Creo que vamos a ver como cantas. Tapaos la nariz chicos, ya sabéis lo mal que huelen los pies quemados. - Dice el líder, con una sonrisilla.
Las palabras de mi abuelo resuenan en mi mente y me prometo a mi mismo que no voy a gritar. Tampoco les voy a dar el placer de verme llorar, ni mucho menos les voy a decir donde se encuentra el túmulo y el boun. Especialmente si el que me tortura es un enano. Nadie podrá decir que medio hombre fue capaz de doblegar a Svarog, nieto de Svrakka.
El fuego es una de las pocas cosas que pueden causarme serias heridas, pero aun así, cuando el hierro candente toca las plantas de mis pies, mantengo el tipo estoicamente, sin quejarme. Tan sólo cierro los ojos y aprieto los dientes un momento, y casi ni ese gesto me permito, por no dar al enano el placer de pensar que está haciendo daño a un Garou.
- Vamos, vamos. Si no nos dices lo que queremos saber, tendremos que hacerle daño a la gente del pueblo. Aunque claro, a un demonio como tú eso le trae sin cuidado. ¿Verdad? - El hechicero se queda mirándome durante unos segundos, pero yo permanezco sumido en mi mutismo, como si me hubiesen arrancado la lengua -. Vaya, qué chico más duro. ¿Qué edad tienes muchacho? Seguro que aún eres un crío... ¿Quién te enseñó a aguantar así? Banusk, trae a una de estas sucias aldeanas.
El enano deja el hierro en el fuego y abandona la celda. En una habitación cercana se escuchan los gritos aterrorizados de una mujer. Al cabo de unos minutos, el tal Banusk regresa acompañado por otro mercenario, arrastrando a la mujer por los pelos.
Me fijo en que la mujer lleva las ropas rotas y varias magulladuras en el cuerpo. Se nota que le han dado una buena paliza, probablemente también la han violado. Pero a pesar de eso no se rinde y se resiste a los empujones y tirones del mercenario, que, aun siendo varón, y con al menos dos arrobas más de peso que ella, se ve en serios apuros para controlarla.
Esto es más de lo que puedo soportar. Una vez más siento que la Rabia fluye, y el dolor desaparece. Utilizo todas las fuerzas que me quedan para volver a transformarme en Glabro y luego en Crinos.
Al aumentar de tamaño, las cadenas que me aprisionan la mano derecha se parten, dejando libre una mano, pero las otras se me empiezan a clavar dolorosamente en la carne. No es un precio demasiado alto si consigo desatarme.
El mercenario más cercano a mi empuña su lanza y se lanza directamente hacia mí. Usar un arma tan larga es un espacio cerrado es un error por su parte. Con la mano libre, cojo la lanza antes de que me alcance y la parto por la mitad. Entretanto, el hechicero ha empezado a recitar unas palabras en latín. No se qué significan, pero intuyo que el resultado va a ser peligroso, de modo que le lanzo la punta del arma de su mercenario, aunque hierro el tiro y le doy al hombre que me atacó en primer lugar.
Con un valor sorprendente en alguien de su condición, el enano saca un machete, que en su mano se asemeja a una espada, y de un solo tajo se las arregla para cortarme la mano que tenía libre. Sin embargo, a estas alturas yo ya he llegado a adoptar la forma Crinos, y el resto de cadenas ha terminado por ceder, aunque algunos eslabones han se han quedado dentro de la muñeca y los tobillos. Cuando doy con los pies en tierra, el alivio que siento en los brazos es como un bálsamo, pero el escozor de las quemaduras en los pies casi me hace enloquecer. Luego, la visión de mis enemigos logra que me olvide de todas esas cosas superfluas. En ningún momento grito.
El Delirio se hace presa del enano, que se olvida de su arrojo y su machete y retrocede asustado. En este gesto, empuja sin querer a su amo, lanzándolo contra el otro prisionero que, hasta ahora estaba aparentemente desmayado.
Las ataduras del muchacho están mucho más descuidadas que las mías, y le dan suficiente libertad de movimientos como para abrazar al hechicero y, con un brusco movimiento de brazos, lanzarlo contra sus propias costillas rotas. El golpe hace que los huesos atraviesen la carne, primero del muchacho y luego del hechicero, con un horrendo crujido.
El enano, al verlo, corre en auxilio de su amo, de manera casi instintiva, pero lo único que logra es cortar un dedo al brujo y poner el machete al alcance del prisionero, quien se lo arranca de las manos y lo usa para separarle al hechicero la cabeza del cuerpo.
Desarmado y acorralado, el enano coge el hierro candente y se vuelve contra mí como una bestia enfurecida. En el momento en que encajo su arma bajo mi axila, atravieso su pecho con el hueso del brazo que me ha cortado. El enano muere con expresión sorprendida, y me sorprendo yo también. Nunca habría esperado tanto valor de un hombre tan pequeño.
El mercenario herido, el que arrastraba a la mujer, y la mujer misma han huido tan rápido como les es posible. Cuando miro a mi alrededor, tan sólo veo al muchacho, que sostiene la cabeza del hechicero con los dientes, a modo de trofeo. Al darse cuenta de que nos hemos quedado solos, apoya la espalda contra la pared y coge la cabeza con las manos. Mientras va dejándose caer en el suelo, me mira con una expresión animal de triunfo y dice:
- Soy... soy Vasili... y espero que desde hoy me llamen... Robacabezas...
Agotado por el esfuerzo, y sintiendo que la vida se me escapa por la herida de la mano cercenada, yo también me siento en el suelo y cierro los ojos, sólo un momento.
Debo haberme quedado dormido en algún momento, pues la tos agonizante de Vasili me despierta. Todavía está inconsciente, con las costillas rotas sobresaliéndole del tórax. Por muy fuerte que sea, si no recibe atención médica cuanto antes, no sobrevivirá a sus heridas.
Mis heridas también son graves, pero tras un rato de descanso, me siento algo mejor. Al menos las hemorragias se han detenido. De repente me doy cuenta de que finalmente he superado mi reto de aprendiz. Ahora puedo regresar al boun como un adulto y formar parte del clan como un miembro de pleno derecho. Este pensamiento alegre me enorgullece y me da fuerzas para levantarme y cambiar a la forma Glabro. Necesito llevar a Vasili al exterior, pero si lo hago en forma Crinos corro el riesgo de rasgar el Velo, y si lo hago en forma humana, me faltarán las fuerzas. Además, no quiero que mi cara humana sea reconocida por la gente de Vaslut. Es posible que en el futuro tenga que venir para tratar con ellos, y no me conviene que alguien pueda identificarme.
Cogiendo en peso al Robacabezas - pues, después de lo que ha hecho, se merece ese sobrenombre - salgo al exterior. En la aldea, la gente se afana en tratar de apagar los incendios y salvar lo poco que les queda. Otros recogen los cadáveres de aldeanos y bandidos, depositando a unos cuidadosamente alineados, y apilando a otros en un montón que probablemente enterrarán sin ceremonias en una fosa común. Cuando me ven, cesa toda actividad, y se hace un sobrecogedor silencio tan sólo perturbado por el crepitar de las últimas hogueras que aun no han podido ser apagadas.
Un campesino se acerca y se inclina temeroso.
- Señor... ¿sois de la Aldea Oculta del Bosque?
Imagino que esa es la manera en que ellos se refieren al lugar en el que se enclava el boun, aunque no estoy seguro. Para no crear confusión, no digo ni que sí ni que no. En lugar de eso, dejo al Robacabezas en el suelo.
- Este hombre ha luchado con valor, decapitando a sus enemigos. En adelante se le llamará "el Robacabezas". Ahora, curadlo - me gusta cómo suena mi propia voz en forma Glabro, áspera y profunda, casi como un gruñido. No traiciona mi verdadera edad. Si viesen mi forma humana, muchos de los presentes pensarían que soy un niño.
Un grupo de ancianos sale de la Casa del Consejo y se inclinan ante mi dándome las gracias, con respeto, pero sin temor. Ellos son conscientes de mi verdadera naturaleza. Mientras dos organizan a los jóvenes del pueblo para que den los cuidados adecuados a Vasili, otro me dice:
- Vaslut está en deuda con vos.
Tengo la sensación de que existe una respuesta adecuada para esta situación, pero yo la desconozco. Y, además, hace demasiado frío y la nieve me molesta demasiado en las heridas de los pies como para pensar, de manera que, simplemente, asiento con la cabeza, orgulloso, y me marcho de regreso hacia el boun. En el camino de vuelta, me parece ver que en la nieve hay marcada una huella grande, como de Garou, pero ha comenzado a nevar de nuevo, y pronto todo queda igualado. Quizá lo haya imaginado.
Llego al Clan de las Colinas Negras al amanecer, justo cuando la luz del sol rompe la magia de la noche y recupero inevitablemente mi forma humana. Cabeza Negra, el espíritu que me acompañaba a la ida, me recibe en el regreso.
- Hueles a quemado, te pareces a mí, pequeño Garou - dice con una sonrisa.
- ¿Creíste que no volvería? Te vi seguirme cuando iba al pueblo. Tal vez pretendías alimentarte de mi sangre y de mis huesos.
- Sabía que volverías de un modo u otro. Aunque fuese para hacerme compañía entre los espíritus. Nuestros destinos están unidos.
Las palabras del espíritu hacen que sienta un escalofrío, pues se que me ha escogido para convertirse en mi tótem. De todos los espíritus que habitan en la Umbra, tenía que ser este. A mi abuelo no le va a gustar.
Cuando me ven llegar, la parentela del Clan comienza a salir de sus cabañas, y los hombres muestran las armas en señal de respeto. Pese al dolor de las heridas, que es más terrible todavía en forma humana, camino muy erguido entre ellos, dirigiéndome hacia el lugar donde se celebra la Asamblea, dispuesto a recibir el honor que me corresponde.
Mi abuelo me aguarda sentado en la vieja silla de piedra que desde tiempos inmemoriales ha sido siempre ocupada por el líder del clan. En su mirada hay una cierta desaprobación, y, de alguna manera, lo comprendo.
- Cuéntame, Cachorro - dice, mientras los guerreros del Clan se acercan para escuchar.
- Perdóname, abuelo, por tardar un poco más de la cuenta, pero los asaltantes venían con un hechicero - digo humildemente, y luego paso a narrar todo lo acontecido, sin olvidar la intervención del muchacho.
- ¿Y dices que recibiste ayuda de un guerrero del pueblo? - pregunta mi abuelo.
- Así es - un murmullo admirado se extiende a mi alrededor.
- ¿Cómo has dicho que se llamaba?
- Vasili, el Robacabezas, desde el día de hoy.
- Un buen apelativo.
- Me parece muy apropiado.
- Vasili... le recuerdo como un bebé en mis manos - dice mi abuelo, con aire melancólico. Siempre se pone así al pensar en aquellos de sus descendientes que no llegaron a convertirse en Garou -. Pero ha pasado tiempo de eso. Ya debe ser mayor. Su madre era de sangre fuerte, de nuestra Parentela. Cuando yo muera, Svarog... Y heredes el liderazgo del Clan de las Colinas Negras, deberás engendrar a muchos hijos fuertes y valientes como he hecho yo a lo largo de los años.
- Aun falta mucho tiempo para que eso ocurra - respondo, no queriendo que la sombra del declive de nuestro Clan planee sobre este momento, que ha de ser uno de los más importantes de mi vida.
Svrakka asiente en silencio y se levanta para invocar al Gran Oscuro, el espíritu del Clan. Los hombres comienzan a cantar en voz queda, en antiguo dialecto szekler. Es el cántico del Rito de Mayoría de Edad, el saludo a un nuevo guerrero en el Clan.
- Dime, Svarog... - pregunta mi abuelo, una vez que el Gran Oscuro ha dado su consentimiento para mi mayoría de edad -. Cuando los hombres del hechicero te torturaron... y el hechicero quiso hacer que llorases como un lobo apaleado... ¿Le complaciste? ¿Derramaste una sola lágrima?
- No abuelo - digo con orgullo -. Ni una sola. No iba a dejar que un enano me hiciese llorar.
- Escuchad todos a mi nieto... - proclama Svrakka -. Y sabed que desde el día de hoy yo le llamo Svarog... el Sin Lágrimas.
Los guerreros golpean sus armas para demostrar su aprobación. En este momento es tanto el orgullo que siento, que hasta he olvidado el dolor de las heridas, incluso el que me producen las quemaduras, y la garra de Garou que aun llevo incrustada en el hombro.
- Ha llegado el momento de formar una nueva Manada - dice mi abuelo cuando el aplauso termina -. Ojalá tuviésemos a más nuevos Cliath entre nosotros. Pero sólo te tenemos a ti. Esperamos y oraremos al Abuelo Trueno para que así sea, que Gaia nos bendiga con otros en los años venideros. Desde hoy serás el líder de la Manada Sin Lágrimas. ¿Cuál será el espíritu de tu Manada, Svarog?
- Será Cabeza Negra -respondo brevemente, y al nombrarlo, el espíritu se manifiesta ante todos.
Mi abuelo parpadea un momento, como si estuviese confuso, tratando de recordar de qué le suena ese nombre.
- ¿Cabeza Negra? - dice al fin, mirando al espíritu -. Eres el espíritu de un Ancestro del Clan. Fuiste un guerrero que nació y murió hace más de doscientos años, quemado vivo a manos de tus enemigos. No eres el Ancestro más auspicioso del Clan... ¿Por qué has elegido tú a mi nieto?
La cabeza sonríe, pero no da ninguna respuesta. Yo también me pregunto por qué me ha elegido, si no parece tener ninguna simpatía hacia mí. El abuelo hace un gesto de aceptación y se vuele hacia el Tótem del Clan.
- Oh, Gran Oscuro. ¿Apruebas tú esto?
Por segunda vez, una cabeza picuda, como de un águila, emerge de la mancha de oscuridad, lo cual indica el consentimiento del tótem.
- Bien, que así sea - dice Svrakka, a quien, obviamente, no le gusta nada el cariz que están tomando los acontecimientos -. Cabeza Negra, quedas vinculado a la Manada Sin Lágrimas hasta la muerte del último componente de la misma.
Año 933
Ni por un momento se me pasó por la cabeza que, una vez alcanzada la mayoría de edad, fuesen a terminar mis años de estudio. Al contrario, al formar parte del Clan de las Colinas Negras mis obligaciones han aumentado, y ahora no sólo tengo que pasar el tiempo entrenando y estudiando, si no que también debo realizar tareas de cuidado del Túmulo, lo cual representa más un honor que un trabajo.
Este año lo dedico casi por completo al aprendizaje de rituales. Cabeza negra me enseña a utilizar mis dones espirituales para no quemarme con el fuego como le pasó a él, y como me pasó a mi durante mi Rito de Iniciación. También me explica cómo puedo proyectar un aura de tenebrosa y oscura autoridad, y me ayuda a perfeccionar el poder de resistir el dolor e ignorarlo sin tener que recurrir a la Rabia.
Las heridas que los bandidos me infringieron durante el Rito se van curando poco a poco, y la mano cortada se regenera en un proceso largo y doloroso. Tengo que reconocer que recuperar la extremidad me apena un poco, ya que las amputaciones se consideran un gran honor, y todos nuestros visitantes hacían una respetuosa inclinación al verla. A mí me recordaba al enano que me la hizo y que, pese a las taras de su cuerpo, peleó como un valiente. Al menos, me queda una cicatriz para recordarlo, al igual que me quedan cicatrices en el hombro, bajo la axila y en las plantas de los pies.
Año 935
Los Clanes de Transilvania están cada vez más y más distanciados entre sí. A veces, dejan de llegar noticias de uno, y finalmente se descubre que ha desaparecido. A veces es el Wyrm, que avanza ganando terreno a los Garou, y otras veces, son las propias guerras intestinas las que causan la extinción de clanes enteros.
Mi abuelo ha delegado en mí la mayor parte de las funciones de mantenimiento del Túmulo, y ahora paso bastante tiempo hablando con el Gran Oscuro y recibiendo su sabiduría. Por alguna razón, cuanto mejor es mi relación con el Gran Oscuro, más distanciado encuentro a Cabeza Negra. Me pregunto cual puede ser el motivo de que actúe así, y en ocasiones pienso que puede ser a causa de los celos.
Año 936.
Se pierde todo contacto con el Clan de los Purificadores, que mora en las colinas cercanas a Deva. Todos los hombres de mi clan estamos de acuerdo: nos tememos que haya ocurrido lo peor.
Al llegar la primavera y abrirse de nuevo los caminos, un emisario del Clan de los Reyes Sombríos, proveniente de los Cárpatos Alpinos viene para proponernos una alianza de mutua protección y el establecimiento de un Puente Lunar entre nuestros respectivos túmulos. Mi abuelo en seguida sospecha de esa alianza, pues ha escuchado que los Fenrir de Sajonia han estado utilizando los Puentes de Plata para invadir túmulos de clanes más débiles desde dentro.
Svrakka ni siquiera se detiene a considerar la cuestión. No sólo se niega en redondo, si no que, además, insulta al emisario burlándose de su debilidad y la de su clan. Según él un auténtico Garou no necesita amigos ni aliados. El emisario, un joven que debe haber pasado su Rito de Iniciación no hace demasiadas lunas, ni siquiera puede responder a los insultos.
Yo tampoco puedo hablar a mi abuelo para que cambie de opinión, y si lo hiciera, de nada serviría. Cuando el emisario se aleja, no puedo dejar de pensar que hemos cometido un error.
En los días posteriores veo a Svrakka ir de acá para allá sumido en sus reflexiones. La visita del emisario le ha dejado preocupado, y empieza a arrepentirse de haberlo despachado de la manera que lo ha hecho. No obstante, su orgullo le impide retractarse y reconocer que se ha equivocado, y trata por todos los medios de que nadie sepa qué es lo que piensa realmente. Sin embargo, a mi no puede engañarme, lo conozco demasiado bien.
A partir de ese momento, consulta cada vez más con los espíritus, e incluso en una ocasión viaja a la Umbra y donde por espacio de cinco días.
El día que regresa de su largo viaje en las tierras de los espíritus, me invita a su cabaña a cenar, y allí me cuenta, como si hablase consigo mismo, que de la docena de Clanes de los Señores de las Sombras que había diseminados por toda Transilvania, ya sólo quedan dos: el nuestro y el de los Reyes Sombríos.
El silencio es abrumador.
Año 937.
A mis veintidós años, he desarrollado una perspectiva muy distinta de las cosas, que se aleja bastante de la que tenía cuando aún era un cachorro. Mi postura respecto a las decisiones del abuelo ha ido cambiando sutilmente. Svrakka ya no es el semidiós de infinita sabiduría cuyas órdenes debían ser obedecidas sin rechistar. Ahora veo también sus errores y sus miedos, que cada vez son más, y más frecuentes.
A mi abuelo le preocupan especialmente sus descendientes. Se esfuerza en esparcir su semilla tanto como le es posible, pero hasta ahora ninguno de sus hijos ha Cambiado. El aumento de sus escarceos en Tirsa de Vaslut comienza a ser preocupante, pues la leyenda sobre la Aldea Oculta se está reforzando en gran medida.
Se dice que existe una "Aldea Oculta" en el interior del bosque, y que una vez en cada generación, un adolescente siente la llamada de esa aldea, y se interna en el bosque para no ser visto más. También se dice que los moradores de la Aldea Oculta protegen a Vaslut en tiempos de guerra, pero no se habla de eso con admiración, si no con temor reverente. Es un cuento para contar en las frías noches de invierno y asustar a los chiquillos.
Pero, gracias a la promiscuidad de mi abuelo, los aldeanos han empezado a hablar de demonios que poseen a las mujeres y dejan a su prole para que los honrados campesinos cuiden de ellos. Y algunos empiezan a estar francamente molestos. Afortunadamente, las historias sobre el bosque encantado todavía protegen el área del boun, y nadie se atreve a acercarse hasta aquí para pedir cuentas sobre los retoños de las mujeres solteras, o los hijos que no guardan ningún parecido con sus padres.
La decadencia del Clan de la Colinas Negras es fiel reflejo de la decadencia de los Señores de la Sombra. Nosotros, que siempre habíamos pensado que no existía ninguna fuerza en el mundo comparable con el poder de los propios Garou, comprobamos ahora, de la manera más dolorosa, que el Wyrm y los hombres están demostrando ser cada vez más fuertes, mientras que nuestro declive es evidente.
Empiezo a plantearme la posibilidad de retar a mi abuelo por el liderazgo del Clan. En los últimos años me he acostumbrado a hacer viajes esporádicos a Vaslut para evaluar a los aldeanos, y tratar de localizar posibles guerreros que viniesen a reforzar el clan. Me fijo especialmente en Vasili, puesto que parece que su destino y el mío quedaron ligados el día en que nos salvamos mutuamente la vida. Me preguntó cuándo llegará el momento de que esa ligadura se haga valer, y, entre tanto, me limito a observarle.
Esta noche he decidido hacerle una visita clandestina. Para recorrer más rápido el camino, me transformo en lobo, pero en cuanto doy unos pasos en dirección a Vaslut, Cabeza Negra se aparece ante mí y comienza a burlarse de lo que él llama "mis tiernos sentimientos humanos". Atribuye mis acciones al mero sentimentalismo... Debe ser muy triste ser tan tonto.
En esta noche el aire es frío, y mis patas hoyan la nieve virgen tras una espesa nevada primaveral. El reflejo de la luz de la luna es suficiente para mostrarme el camino. Vasili ha construido su casa un tanto alejada del resto de las demás viviendas del pueblo. En el interior se escuchan varias voces que hablan y ríen animadamente, celebrando algo. También escucho, con sorpresa, el llanto de un bebé. Deben estar celebrando el nacimiento del primogénito del Robacabezas. No sabía que se hubiese casado, aunque no es raro, puesto que llevo más de un año sin poder venir a husmear por los alrededores.
Medito sobre las repercusiones que puede traer este cambio. Es bueno que los humanos tengan hijos, puesto que son especialmente protectores con sus cachorros. Por protegerlos harían o se dejarían hacer cualquier cosa. Quizá, en el futuro, el retoño cuyo nacimiento se celebra hoy me sirva como rehén para controlar a su padre.
Yo también debería haber tenido ya algún hijo. En realidad, si no lo he hecho ha sido porque mi abuelo me lo ha impedido. Creo que teme que uno de mis descendientes sea Garou, mientras que los suyos se quedan en simple parentela. Sería demasiado humillante para él.
Merodeo un rato más por el pueblo, pero pronto todos los perros de los alrededores comienzan a ladrar, alertando de mi presencia a sus amos. Un mastín bastante grande (aunque pequeño, comparado conmigo) consigue escapar de su casa y me ataca. Sin embargo, no es lo suficientemente rápido y, antes de que pueda hacer nada, me vuelvo contra él, dedicándole un sordo gruñido de advertencia, con los pelos del lomo erizados.
El dueño del animal sale de la casa y lo llama, y el mastín obedece, a sabiendas de que un enfrentamiento contra mí no es prudente. El hombre le riñe, y luego mira hacia el lugar donde me encuentro, pero sus ojos humanos no distinguen nada entre las sombras de la noche. Son extraños los perros, que obedecen a hombres mucho más débiles que ellos. Sea como sea, parece que estoy llamando demasiado la atención. Lo mejor es abandonar mis correrías por esta noche, y regresar al boun.
Al día siguiente mi abuelo me reclama para celebrar un consejo del Clan, que, actualmente, está formado por unos dieciséis guerreros de la Parentela y una docena de lobos, también Parentela.
Antes de comenzar a hablarme, Svrakka me mira con severidad, aunque no me dice nada sobre mi correría de anoche, hecha sin su permiso. Hace ya algún tiempo que dejé de ser un cachorro bajo la tutela de su abuelo, y ahora siento la llamada de la libertad. Supongo que no esperará que permanezca encerrado en el boun como un mono bien adiestrado.
- Svarog, anoche intenté contactar con el Clan de los Reyes Sombríos, en las montañas de los Cárpatos Alpinos - dice al fin -. Más la magia del Abuelo Trueno no obtuvo respuesta. Es el último Clan además del nuestro que queda en Transilvania, como ya sabes.
- Son noticias preocupantes - respondo, recordando al joven emisario que llegó hasta el boun para proponernos un trato, no bien hacía un año.
- Quiero encargarte una misión. Viajarás hasta el Clan de los Reyes Sombríos, y si puedes ayudarles en algo lo harás, regresarás de nuevo en menos de tres meses. - Mi abuelo mira a los lobos y guerreros allí reunidos y dice ritualmente -. Que se haga la voluntad del Consejo.
Naturalmente, los guerreros asienten y repiten la frase, y los lobos aúllan como confirmación. Yo mismo no tengo más remedio que asentir y decir: "que se haga la voluntad del consejo", aceptando sin discusión el encargo del líder.
Lo cierto es que temo que, cuando llegue a los Cárpatos, ya no haya nadie a quién poder ayudar. Probablemente nos hemos convertido, sin saberlo, en el único clan de Señores de las Sombras de toda Transilvania. Es una situación muy triste.
Antes de salir me acerco al túmulo para preparar mi espíritu. Este va a ser el viaje más largo que haya hecho en mi vida, el que me obligar a tratar con mayor cantidad de humanos. Además, me siento sobrecogido ante la perspectiva de llegar a mi destino y descubrir que ya no queda nada.
Siento como el poder espiritual del túmulo me invade, y la celosía se abre, mostrándome la Umbra. En el interior del túmulo veo caminar a un zorro, pero se que no es un zorro real, si no que se trata de un espíritu. El espíritu se detiene y me mira, invitándome sin palabras a seguirlo. Juntos, nos adentramos en la Umbra.
La Umbra es como un reflejo más oscuro de la realidad. El bosque es el mismo bosque que yo conozco, pero sembrado de árboles milenarios, llenos de vida y de la energía de la naturaleza. Una vez que nos hemos adentrado lo suficiente en el bosque, el zorro se detiene y me habla, revelándome el secreto de uno de los dones que está permitido conocer a los Garou. Al final del día, cuando el espíritu determina que no tiene más que enseñarme por el momento, regreso al Reino.
Esta experiencia me ha servido, además, para comprender un poco más a los espíritus y entender su críptico lenguaje. Ellos no ven las cosas como nosotros, pues son ajenos al mundo en que vivimos, y es por ello que se expresan de manera extraña, a través de metáforas y adivinanzas.
A mi regreso al boun, el clan entero me aguarda. Las mujeres me han preparado una bolsa de provisiones, y los guerreros me entregan un bastón que, combinado con mis ropas de lana vasta, me da el aspecto de un pastor. Mi abuelo me entrega una daga ritual hecha de bronce, que guardo entre mis ropas con ceremonia. No es un arma para defenderse.
Realizo el viaje durante la noche, en forma de lobo. A pesar de que las temperaturas aun son bajas y las ventiscas y nevadas son todavía frecuentes, ni por un momento me paro a considerar la posibilidad de desplazarme durante el día y usar los caminos de los humanos. La piel del lobo es mucho más cálida que cualquier abrigo de lana arrebatado a una oveja. Además, la compañía de la luna me es mucho más grata que la de los hombres.
Encontrar caza al principio de la primavera siempre es difícil, pero no necesito tocar la bolsa de provisiones hasta que llego a los alrededores de Bucau, donde, para evitar incidentes desagradables con los humanos o sus animales, prefiero adoptar la forma homínida y hacerme pasar por un pastor sin rebaño. Utilizo la misma táctica al llegar la Tirsa de Covasna y también cuando paso cerca de Sfantu Gheorghe, la capital de esta comarca.
Acabo de pasar precisamente esa ciudad, cuando me cruzo en el camino de un noble y su séquito, que parecen ir de cacería. El caballo del noble al pasar por mi lado, se encabrita y me salpica de barro, cosa que parece resultarle muy divertida a él y a sus acompañantes. Por un momento considero seriamente la idea de matarlos a todos, pero tengo una misión que cumplir, ordenada por el Consejo del Clan. Una reyerta contra varios hombres armados podría retrasarme indebidamente e, incluso, llegado el caso, me arriesgo hasta a rasgar el Velo. Echando mano a mí fuerza de voluntad, respiro hondo y continúo mi camino, diciéndome que tal vez en el camino de regreso tenga la fortuna de volver a encontrarlos en circunstancias más propicias.
Al llegar a Krondstadt confirmo lo que ya había sospechado en las anteriores poblaciones: no me gustan las ciudades grandes. Los humanos parecen haber hecho algún tipo de pacto con la Tejedora y, allí donde se reúnen en cantidad, se aprecia la degradación que esta causa en la naturaleza. Puedo imaginarme cómo será la Umbra en este lugar: gris y cubierta de telaraña. Según parece, a los hombres les gusta así, lo que demuestra que son estúpidos e incapaces de gobernarse a sí mismos.
Una vez pasado Kronstadt, me dirijo hacia el Paso de Bran, que comunica Transilvania con Valaquia. Aquí el terreno ya es marcadamente montañoso, y, una vez que atraviese el paso, se convertirá en completamente impracticable, aunque yo habré de encontrar una manera abrirme paso.
El Paso de Bran es un desfiladero estrecho y transitado, en el que es imposible pasar desapercibido, ya sea como lobo o como hombre. No me queda más remedio que aguardar a que sea de día para cruzarlo, tratando de confundirme entre los demás viajeros.
El problema es que todos los otros viajeros, aunque van ataviados con ropas similares a las mías, y tan sucios del polvo del camino como yo, circulan en sentido contrario. Además, tanto ellos como sus animales perciben en mí el olor del depredador. Es imposible pasar desapercibido.
Finalmente pasa lo que tenía que pasar, y un hombre que viaja con un grupo numeroso se me encara.
- ¡No Kiever! ¡Déjalo en paz! ¡Me da miedo! - escucho que le susurra una mujer, subida sobre un carromato, en un murmullo que, de no haber sido yo un Garou, no habría podido captar.
- No te preocupes Svetochka, nos vamos a divertir un rato - responde él, también con un susurro. Luego, con aire resuelto se dirige directamente hacia mí -. ¿Quien va?
Miro a mi interlocutor, y luego a sus compañeros. Deben ir al menos diez hombres, todos ellos jóvenes y con bastones que, obviamente, no son para apoyarse. Podrían llegar a causarme problemas. Precisamente lo que no busco.
- Qué tipo tan extraño - comenta otro que se ha envalentonado, confundiendo mi momento de reflexión con una demostración de miedo -. Parece como si no supiese hablar...
La mujer que había hablado antes me mira y hace un gesto típico de los cristianos para expulsar el mal, santiguarse, creo que le dicen. El bebé que lleva en sus brazos comienza a llorar.
- Sí que se hablar - digo al fin, tratando de aparentar humildad, aunque también confianza en mí mismo -. Sólo soy un viajero de paso hacia las montañas.
- Querrás decir que vas a Pitesti - responde el tal Kiever, incrédulo. Todos los demás también parecen sorprendidos de que alguien quiera ir a las montañas, lo que me hace pensar que debe tratarse de un terreno bastante inhóspito.
- A... ¿Pitesti? - pregunto cautelosamente, procurando no tener que dar explicaciones -. Vengo de lejos y no conozco...
- Claro - dice mi interlocutor, mirándome como si fuera tonto. Su altanería crece por momentos, al igual que mi irritación. No voy a dejar que unos humanos me ninguneen -. Este camino conduce a Pitesti. Nosotros venimos de allí. Y tú a la fuerza debes de venir de Kronstadt. ¿Qué tal están las cosas por allí?
- ¿Sabes si ha vuelto a subir el precio del trigo? - Pregunta otro con expresión de codicia.
El interrogatorio me deja sorprendido por un momento, pues no entiendo de comercio, ni de trigo, ni siquiera de dinero. No tengo idea de lo que se puede comprar con un florín. Lo cierto es que esa manía de tasarlo y medirlo todo (una vez más, los humanos y su extraña alianza con la Tejedora) me resulta absurda.
- En realidad yo sólo soy un pastor sin rebaño - explico, tratando de ocultar mi desconcierto tras las palabras -. Viajo a buscar a un pariente... no me detuve en los mercados.
Al parecer, hacerme pasar por pastor es una buena idea, pues al mencionarlo, hasta la mujer que se santiguaba hace un momento se relaja, como si alguien que dice ser un pastor no pudiese ser peligroso. Los hombres que se han acercado me miran aun con más altanería, como si, de repente, yo me hubiese convertido en una persona indigna de su consideración. Esto, es, por supuesto, lo que yo quería: que nadie me prestase la menor atención. Sin embargo, ahora me siento herido en mi orgullo, y deseo tomarme la revancha.
- Que pases un buen día, pastorcillo - dice el tal Kiever, dándose aires como si fuese un conde, y reanudando la marcha de la caravana entera.
Dejo que se alejen unos metros, y, cuando ya me han dado todos la espalda, me vuelvo a dirigir a ellos.
- Tengan cuidado con el camino, señores - digo en tono despreocupado, como si hubiese olvidado darles una recomendación importante. Pero una vez que he captado su atención, mis palabras se convierten en una amenaza velada -. He oído decir que por ahí ronda por aquí un lobo enorme, negro y con los ojos rojos, como salido del infierno, al que le gustan los comerciantes bien cebados.
Un agradable aroma a miedo llena mis fosas nasales, excitando cada fibra de mi ser. Las presas están a mi merced. Ahora podría hacer con ellas lo que quisiera. Es una victoria. Satisfecho, doy media vuelta, volviendo la espalda a los humanos y prosigo mi camino. Apresurados y en silencio, ellos se alejan hacia el Krondstadt, rezando para encontrarse tras los muros protectores de la ciudad a la caída de la noche. Hoy el dios crucificado de los romanos recibirá unas cuantas plegarias extra a mi costa.
Un símbolo Garou marca el punto en el que debo abandonar el Paso de Bran y comenzar la escalada. Los brazos y piernas de un humano son demasiado cortas y débiles para ascender esta pared, completamente vertical y carente de asideros. Lo que si hay, son huellas de garras de Garou, cicatrices perforadas en la roca por unas uñas sobrenaturalmente duras.
Espero a que llegue la noche, y me transformo en Crinos. Algo más arriba, la montaña se hace más practicable, y encuentro de vez en cuando lugares en los que descansar y pasar el día. Casi todas las cuevas y demás lugares resguardados muestras signos de haber estado ocupadas con anterioridad por humanos, pues hay cenizas de hogueras y algunos desperdicios. La verdad, no puedo imaginarme que clase de personas pueden haber pasado por aquí.
Alcanzo la cima de la montaña en el séptimo día de escalada. En total llevo tres semanas de viaje, lo que me deja muy poco margen para poder quedarme con los Reyes Sombríos, ya que debo regresar al boun tres meses después de la partida. No obstante, teniendo en cuenta que no he dado todavía con ningún lobo, humano ni garou, sospecho que tardaré mucho menos de lo previsto.
Mis temores se ven confirmados cuando, al llegar no encuentro más que ruinas de lo que antaño fuera una aldea. El aire está impregnado de una fuerte aura de tristeza y dolor. Veo el lugar donde se encontraba el túmulo, ahora profanado y roto.
Al adentrarme más entre las ruinas, comiendo a tropezar con huesos y restos humanos diseminados por todas partes. La batalla fue hace meses, pero las huellas permanecen nítidas para quien las sepa leer. Casi puedo imaginar cómo fue todo, quien cayó antes, quién después. Encuentro cuerpos decapitados, pero por más que busco, no logro localizar donde se encuentran las cabezas. Entre hombres, mujeres y niños, quizá unas veinte personas. Y algunos de ellos serían Garou. ¿Que clase de criaturas han podido tener la suficiente fortaleza como para atacar un túmulo y arrasarlo por completo?
Un aullido demencial resuena en la noche, arrancándome a su vez otro aullido en respuesta. La Rabia comienza a bullir en mi interior, arrebatándome la razón. Busco por doquier un enemigo al que destruir, un objeto sobre el que descargar mi deseo de venganza, pero no encuentro nada.
Un segundo aullido, lleno de rabia y de locura vuelve a sonar, pero esta vez más cerca. Mi instinto me avisa de que estoy en peligro. Escruto la oscuridad en busca de la amenaza que se me viene encima.
Un Garou en forma Crinos sale de entre las sombras y se lanza sobre mí. Me aparto justo a tiempo de evitar su ataque. Se trata de una criatura de pelaje denso y negro, como es normal entre los Señores de las Sombras, de tamaño descomunal y cubierta de cicatrices y quemaduras. Es uno de los míos, sin duda, pero, de algún modo, está corrupto por el Wyrm.
Durante un instante, dudo. Un Garou no debe luchar con otro. Sin embargo, este breve lapso es suficiente como para darle a mi enemigo a oportunidad de atacarme de nuevo, y esta vez su garras se me clavan en la espalda, arrancando carne y piel. Entonces, dejo de lado toda consideración sobre lo que está bien y lo que está mal, y me dejo llevar por la Rabia. No existe nada peor en el mundo que un Garou contaminado por el Wyrm. Debo acabar con él o morir en el intento.
Me doy cuenta de que la locura de mi enemigo le hace dejar puntos débiles. Su guardia es prácticamente inexistente, y siempre alta. La siguiente vez que salta para atacarme, me tiro al suelo y rasgo su abdomen con ambas garras al mismo tiempo, arrancando varios metros de intestino.
La herida que le he infligido debería ser mortal, pero la criatura todavía tiene fuerzas para arrastrarse y gruñir. Temiendo que pueda levantarse nuevamente, incluso en el estado lamentable en que se encuentra, me apresuro a rematarle, rajándole el cuello.
En el último momento, mientras la vida se le escapa en un reguero de sangre y vómito que apesta a corrupción, la criatura me mira con agradecimiento y luego expira. He matado al último de los Reyes Sombríos. El Clan de las Colinas Negras es el último de mi tribu que queda en Transilvania, una tierra que siempre nos había pertenecido, y que ahora ya hemos perdido.
Durante los días y las noches siguientes, doy digna sepultura a todos los cadáveres. Quisiera poder hacer algo para recuperar el Túmulo, pero no dispongo de tiempo para ello. Debo regresar cuanto antes a mi propio Clan. Ahora debemos unirnos más que nunca, y prepararnos para la batalla que llegará tarde o temprano.
El viaje de regreso al boun es más duro que el de ida. El camino es el mismo, y el clima ha mejorado bastante, pero mis ánimos están decaídos. A cada paso que doy cargo con el peso de la responsabilidad de ser uno de los últimos Señores de las Sombras de Transilvania.
A mi regreso, comparezco ante el Consejo y relato todo lo ocurrido en el lugar donde antiguamente se encontraba el boun del Clan de los Reyes Sombríos. Les hablo de los cadáveres, de las calaveras robadas, del Túmulo profanado y de la lucha contra el Garou corrupto. Las noticias causan un gran impacto sobre mi abuelo, que ha pasado toda su vida convencido de que no existe ningún rival para los Señores de las Sombras, aparte de los otros Señores de las Sombras. Al día siguiente, más calmado, convoca nuevamente al Consejo para reconocer mis méritos, y se celebra una ceremonia en la soy ascendido al rango Fostern.
Año 939
El momento que tanto habíamos temido, parece haber llegado. Estamos siendo sitiados por criaturas del Wyrm.
El primer enfrentamiento directo se produce contra una serie de criaturas monstruosas, que nos acechan en la noche, quizá tratando de cogernos desprevenidos. Mi abuelo y yo luchamos junto a nuestra Parentela en una batalla desesperada. Aquí ni siquiera vale lo de matar o morir defendiendo el Túmulo. El único resultado aceptable es la victoria, pues si desaparecemos, no quedará nadie para contener el Wyrm.
Resistimos hasta el amanecer, luchando con honor y ferocidad. Poco antes de la salida del sol, nuestros enemigos, diezmados y heridos, se retiran, pero no se rinden. Ahora el bosque está lleno de animales extraños que parecen vigilarnos, y si salimos por la noche, nos convertimos en presa de los mismos monstruos que estuvimos combatiendo.
De Tirsa de Vaslut llegan noticias preocupantes. Los aldeanos están teniendo problemas, y la mujer de Vasili ha sido asesinada. El propio Vasili está malherido y su seguridad me preocupa.
Imagino que los monstruos, al no poder atacar el boun directamente, han decidido tratar de debilitarnos destruyendo a nuestra parentela de Vaslut. Por eso, la siguiente noche me transformo en lobo y me dirijo hacia la aldea sin decir nada a nadie. Las salidas del boun han ido prohibidas durante la noche, y sé que mi abuelo no me permitiría salir si se lo preguntara. Sin embargo, proteger a la parentela en Vasult es tan importante como protegerla aquí. En un momento dado incluso podríamos recurrir a ellos para pedir ayuda, de modo que no podemos permitirnos dejarlos morir así como así.
Estoy a punto de atravesar la linde del bosque, cuando veo que una forma oscura pasa volando sobre mi cabeza, en dirección al túmulo. Con la luna en el cielo, tan sólo puedo ver su oscura silueta, pero no necesito mucho más para saber que es una criatura del Wyrm, pues apesta a corrupción. Mi olfato capta el hedor de otras criaturas, y mi fino oído de lobo capta el ruido que hacen al desplazarse. Calculo que son seis.
Olvido a Vasili y olvido Vaslut. Olvido incluso mi propia seguridad. Comienzo a entonar con todas mis fuerzas el aullido del Wyrm, aun a sabiendas que estoy revelando mi propia posición a las criaturas. Yo solo contra seis demonios, posiblemente no tenga opciones de sobrevivir, pero al menos me llevaré a algunos por delante y, sobretodo, ahora el boun estará avisado del peligro que se les viene encima.
Las seis criaturas se detienen y se dirigen hacia el lugar en el que me encuentro. Mientras me preparo para la que probablemente será mi última batalla, escucho el aullido de respuesta de mi abuelo. Eso me recuerda que hoy tampoco vale ganar o morir. Morir es un lujo demasiado caro.
Mis enemigos son humanos corruptos por el Wyrm. Su aspecto es el de guerreros bárbaros, cubiertos con cascos y cotas de mallas, y armados de hachas y escudos, pero sus pieles son blancas como la leche, sus ojos brillantes y amarillos, y entre sus labios asoman unos colmillos largos y afilados, que bien podrían pertenecer a un animal.
La lucha es feroz, intercambio golpes de garras por hachazos, aunque yo pago el precio en sangre, mientras que ellos, con sus cuerpos muertos y carentes de vida, no parecen sentir ningún dolor. De todos modos, hasta el día de hoy no he visto ninguna criatura que sea capaz de sobrevivir sin cabeza, así que arranco la de uno de ellos con un zarpazo, y me sorprendo ligeramente cuando esta se convierte en cenizas, al igual que el resto del cuerpo. También logro desgarrar el corazón de otro, clavando la zarpa en su pecho, y tirando. Este debe ser un muerto más reciente, pues cuando cae se convierte en un cadáver en proceso de descomposición.
Hiero de gravedad a otros dos, y aun logro plantar cara los dos restantes. Sin embargo, cada vez me siento más cansado y, a pesar de que peleo con toda mi Rabia y todo mi poder, voy perdiendo terreno.
La pelea queda sentenciada cuando uno de ellos se deshace de su escudo y alarga su brazo, convirtiéndolo en una enorme lanza hecha de músculo y hueso. Instantes después la repugnante extremidad atraviesa mi cuerpo de parte a parte, llenándome las entrañas con esquirlas de hueso. Mientras forcejeo para tratar de partir el brazo, uno de los heridos graves, al que ya sólo le queda un brazo, me da un hachazo en el cuello que no me arranca la cabeza de milagro. Noto otro hachazo en la espalda, pero ya casi ni me duele.
El que me tiene atrapado, hace crecer huesos en los dedos de su otra mano que atraviesan mis ojos y llegan hasta el cerebro. Desgraciadamente, todavía me queda un pequeño resquicio de consciencia, suficiente para notar una mordedura en el cuello que me produce un malsano placer. Siempre sospeché que el placer es el arma que utiliza el Wyrm para seducir a sus víctimas.
Después vuelvo a tener consciencia de mi mismo, pero ya no siento nada. Es aterrador carecer de ninguna sensación física en absoluto, pero el pánico tan sólo dura unos instantes, hasta que comprendo que estoy muerto.
Contemplo el bosque desde arriba, con inmensa tristeza, y pienso que así es como deben verlo siempre los pájaros. Casi parece otro lugar.
Veo que una de las cuatro criaturas que me atacaron cae al suelo momentos después. Su cuerpo no se marchita y pudre, por lo que pienso que todavía debe estar vivo, si es que esta palabra puede aplicarse a estos monstruos muertos. Sin embargo, eso cambia cuando sus tres compañeros se lanzan ansiosos sobre él, y en un acto fratricida y caníbal, desgarran su cuerpo a dentelladas. De seis enemigos, he logrado eliminar a tres, pero los otros tres prosiguen su camino. Se han alimentado de mi sangre, llena del poder de Gaia, y también de la sangre de su hermano, que debe contener el poder del Wyrm, y ahora, fortalecidos y recuperados de la lucha, continúan su camino hacia el corazón del bosque.
Por primera vez en mi vida siento ganas de llorar, pero ya no tengo ojos para derramar lágrimas. Es doloroso dejar mi hogar expuesto ante las garras su sus enemigos, y ser espectador de como los repugnantes hijos del Wyrm violan a la Madre Tierra y profanan todo lo que hay de sagrado y bello en ella.
Al pensar en el boun y el Túmulo, mi perspectiva cambia. Supongo que es así como se desplazan los espíritus en el mundo de los vivos. Veo a mi abuelo, transformado en Crinos, sosteniendo su gran klaive de plata, y respaldado por todos los guerreros del clan. Frente a él se encuentra una criatura del Wyrm, su aspecto es similar al de un hombre murciélago, tan grande como mi abuelo, y dotado de unas alas demoniacas. Sus ojos amarillos brillan con maldad y sus colmillos blancos relucen bajo la luz de la luna.
Me doy cuenta de que están hablando, y, aunque no alcanzo a escuchar las palabras, comprendo que la criatura está retando a mi abuelo. Observo con impotencia como mi abuelo asiente con la cabeza y se lanza a la carga. ¿Es que se ha vuelto loco? Arrastrado por el orgullo ha aceptado la proposición de ese engendro, que ni siquiera merece que se le hable, y, mucho menos, merece el honor de que se le conceda un desafío individual.
El Klaive de las Colinas Negras, el arma más poderosa jamás forjada por el Clan, se alza y cae sobre el cuerpo del demonio, sólo para partirse en mil pedazos que saltan en todas direcciones, en una lluvia de esquirlas de plata. La criatura, que hasta el momento no se había movido, responde con las garras de sus alas, y la auténtica lucha comienza. Las zarpas de uno y otro contendiente arrancan extremidades y trozos de carne. Mi abuelo sangra, el monstruo no.
Si se hubiese permitido participar en la lucha a los guerreros del clan, las bajas habrían sido muchas, pero probablemente se habría podido rechazar al Wyrm, por segunda vez. Sin embargo, en este duelo individual, mi abuelo está siendo superado por la criatura que ,al igual que sus seguidores de rango más inferior, es capaz de tornar sus brazos en hueso y carne de manera sobrenatural.
Los tres supervivientes del grupo de seis que se cruzaron conmigo caen entonces sobre los guerreros por la retaguardia. Animados por el poder de mi propia sangre y la de sus compañeros, luchan ahora con más ferocidad que cuando pelearon conmigo, provocando una matanza que si ni siquiera el Gran Oscuro puede evitar. Lo último que veo es el claro sagrado sembrado de cadáveres, entre ellos los de las tres criaturas del Wyrm, y al demonio-murciélago, renqueante y debilitado, llevando entre sus garras la cabeza arrancada de mi abuelo, que usa en un oscuro ritual milenario para corromper y profanar el Túmulo. Ojalá nunca hubiese llegado a contemplar todo esto.
Como si una fuerza superior respondiese a mi deseo, por fin todo se apaga, y me dispongo a aceptar mi destino, sea cual sea.
El poder de un rayo azota mi alma, y de repente me encuentro ante la furiosa mirada del Abuelo Trueno, el totem del Clan, que exclama:
- ¡Regresa! ¡Regresa te ordeno, Garou! Eres el último.
Un mar de dolor me nubla el sentido, pero vuelve a ser dolor físico, y no espiritual. Tengo la sensación de vestir mi carne, como quien se pone un abrigo y tarda un rato en olvidar que lo lleva puesto.
La luz del sol atraviesa la maleza y calienta mi cuerpo. Es de día. Noto como los lobos se acercan a mí a lamer mis heridas. Con su ayuda camino hasta el boun en un recorrido agónico que dura horas, aunque a mí me parecen días.
Lo que veo al legar es parecido a lo que encontré en el boun de los Reyes Sombríos. Cadáveres dispersos por doquier, el Túmulo profanado. La huella del Wyrm, que ahora parece indeleble sobre este lugar que fue sagrado.
En los siguientes días no puedo hacer más que enterrar a los muertos. Al principio trabajo en solitario, pero en las siguientes horas y días regresan al boun algunos supervivientes de la lucha, que tuvieron la buena fortuna de poder huir a tiempo, cuando vieron que la batalla estaba irremediablemente perdida.
El trabajo es extenuante, y no ha sobrevivido ninguna mujer, de modo que tenemos que ocuparnos nosotros mismos de todos los aspectos necesarios para la supervivencia. Aunque en realidad, para mí lo único que existe ahora es el Túmulo. Paso todo el tiempo realizando rituales para evitar que desaparezca por completo. Me olvido de comer y de dormir. No consumo más alimentos que los que me traen. No duermo más que cuando caigo rendido de agotamiento. Es una larga lucha que no puedo perder. Soy el último.
Año 943.
Han sido cuatro años de esfuerzos constantes para reconstruir el Clan a partir de las ruinas que dejaron los demonios. He traído a algunos guerreros de Vaslut por cuyas venas corre algo de sangre Garou y he vuelto a formar un consejo similar al que había en tiempos de mi abuelo. No obstante, aunque todos me aceptan como su líder formal, mi autoridad no es tanta como la que tenía mi abuelo. Mis decisiones no son acatadas ciegamente, si no que a menudo se discuten y son puestas en tela de juicio. A mis espaldas muchos comentan mi actitud y se preguntan si seré un digno sucesor de Svrakka. Siempre lo hacen a hurtadillas, cuando creen que no puedo oírlos, pero no se imaginan cuan finos son los sentidos de un Garou.
Conseguí purificar el túmulo de las energías del Wyrm que habían dejado los rituales oscuros con los que lo mancillaron y le robaron su poder, pero no he logrado que recupere su esplendor. El Gran Oscuro vive recluido en la Umbra, sanando sus heridas muy lentamente, y ya no disfruto de su guía y su consejo. Pero al menos, es algo.
Año 946.
Poco a poco el clan se va consolidando. Un par de veces nos hemos visto obligados a rechazar incursiones del Wyrm, que vuelve a sentirse atraído por el poder floreciente del túmulo. Por suerte siempre han sido ataques demasiado débiles como para suponer una verdadera amenaza, y al final hasta han contribuido a hacer que todos nos sintamos más unidos después de cada batalla.
Año 949.
Una vez más he regresado a Vaslut para observar a Vasili desde la distancia. De entre todos los guerreros del pueblo, él siempre ha sido el que más he deseado llevar al boun, pero hasta ahora no me he decidido.
Al principio lo dejé estar porque no quería cargar con su hija, una cría pequeña, sin ninguna utilidad. Luego, cuando la chica cumplió los diez años, volví a acercarme, pero en lugar de encontrar al hombre inagotable al que había conocido, encontré a un tipo amargado, encerrado en sí mismo, que todavía no se había repuesto de la muerte de su hembra. La niña, en cambio, no estaba mal, comenzaba a desprender un fuerte olor a Garou, y demostraba más interés por las armas de su padre que por las labores típicamente campesinas.
Este año me los llevaré. La muchacha ha florecido o está a punto de florecer, como mujer y como Garou. Y su padre sigue siendo fuerte. A pesar de la edad, todavía queda puede ser un luchador valioso.
Me pregunto si alguna hembra Garou se las arregló para penetrar en mi territorio sin que mi abuelo y yo nos esterásemos, y escogió a Vasili para aparearse con él. Sin duda, la elección habría sido acertada. Y si no es así, y al final la niña sólo es parentela, quizá pueda aparearme yo con ella en el futuro, aunque sea mi sobrina, o precisamente por eso. Además, necesitamos más mujeres en el boun. Sea como sea, será útil.
También he observado a un joven cazador, llamado Zvrai. Su sangre es tan fuerte que en una época pensé que cambiaría, pero han pasado los años y mis esperanzas se han deshecho en el aire. Es sólo parentela, pero aun así, parentela de sangre fuerte. Pronto iré a reclamarlo a él también.
Recupero mi forma humana y me acerco a la puerta. La noche es fría y en el interior de la casa padre e hija están terminando de cenar en silencio. Al acercarme a la puerta, pierdo de vista la ventana, aunque me puedo imaginar lo que sucede en el interior. La mirada de preocupación, el hombre buscando con cautela un arma antes de abrir la puerta... Toda precaución es poca por la noche, pues bajo la luz de la luna el mundo se llena de criaturas peligrosas, que los hombres no deben conocer.
La puerta se abre, tan solo lo justo para poder ver quién ha llamado. Luego se abre un poco más y veo a Vasili y a su hija, que me miran sin saber que esperar.
- Venid conmigo - les digo. Ellos asienten y se preparan rápidamente para acompañarme a su nuevo hogar.
TALIESIN, EL PORTADOR DE LA TRISTEZA:
La música del viento.
Me presento: soy Taliesín, el portador de la Tristeza, o al menos así me llaman en lo que puedo considerar mi hogar. Aunque no puedan ver mi cara les contaré brevemente la historia de mi vida.
No sé cuál es mi verdadero nombre, ni siquiera el lugar donde nací, ni quienes fueron mis padres. Sólo sé que entre ese bebé humano robado de su cuna y yo no hay semejanza alguna, ya que ni siquiera soy la misma persona, ni tengo el mismo aspecto.
Ustedes, que me observan desde la penumbra, podrán adivinar mi porte humano, pero si me viesen a plena luz, se darían cuenta de que soy mucho más que todo eso. Soy un hada, un cambiado, una criatura feérica muy superior a lo que podría haber sido y estoy profundamente orgulloso de ello, y quizá es de lo único de lo que lo estoy en esta terrible vida. Ésta no ha sido para mí más que una penitencia, agonizante, sarcástica y aterradora, por la que he pasado y por la que aún paso, sufriendo a cada instante, sufriendo a cada momento.
Nací por el año 920, en la aldea de Alexandría. Poco conozco de ésta y poco deseo conocer, ya que sólo duré un año allí, hasta que me llevaron al Bosque de Invierno. Mi infancia no fue fácil, la soledad me acompañaba eternamente y sólo el silbar del aire y el aullido de los lobos me acompañaban. Así empecé a fusionarme con él, y a hacer de él mi único compañero. Respiré y sentí las palabras que me susurraba en mi frío corazón. Cada ocaso cerraba los ojos, y sintiendo que era parte de un todo tocaba mi laúd, cayendo en momentos de algo a lo que podría llamar nirvana, ya que nunca he estado más cerca de la felicidad.
Quienes me raptaron, integrantes de la corte de Otoño me llevaron a conocer a mi amo, El Señor de los Témpanos. En él encontré la figura paterna y protectora que no había encontrado en nadie, y me pude sentir resguardado de todo mal. Pero mi drama no había acabado.
El tiempo en mi hogar transcurría rápido, más del que yo deseaba. Estaría eternamente tirado en los campos, oliendo a azahar, a dama de noche, a humedad y a hojas caídas, mientras las hormigas se me suben por los pies y escucho todo lo que el crepúsculo quiera contarme, componiendo canciones que transmitan a los demás lo que el elemento etéreo me comunica, haciéndome uno con la naturaleza y soñando encontrar la paz.
Recuerdo como por las mañanas iba a los campos de trigales verdes, que el viento mecía en una danza embriagadora y me dejaba llevar, como las flores del algodón se elevaban jugando a perseguirse y que lo único que podía escucharse era el roce de las espigas consigo mismas.
En el 940 mi señor me sometió a rito de Acogida, donde di mi primer paso para formar parte de la Corte de Otoño, pasando a estar a su servicio. Fue un momento glorioso en mi vida, ya que desde ese instante sentí verdaderamente lo que era un hogar, un lugar donde habitar y no tener miedo, un lugar donde te rodeas de lo que amas, un lugar que para mí casi un santuario.
Durante los siguientes cinco años, que fueron a la par de difíciles muy prósperos, estuve aprendiendo lo que hoy se. Fueron costosas todas las experiencias por las que tuve que pasar para convertirme en lo que soy, pero he llegado a aprender una cosa en la vida: que del sufrimiento siempre es posible sacar algo próspero y así ha ido funcionando la mía propia en el transcurrir de los años.
Muchas hadas que conmigo aprendían fueron capaces de conjurar cantrips bellos y armoniosos muy temprano. A mí me costó llorar sangre, pasarme noches en vela bajo la luna y el cuadro que Dios nos pita al caer el Sol, para aprender y mejorar mis técnicas.
Pronto me di cuenta que si había tenido alguna dificultad para con los demás había sido mi desconocimiento del alma de otros la responsable, ya que siempre estuve bastante aislado, casi en un estado de autismo. Poco a poco aprendí a relacionarme, un proceso arduo y doloroso, pero necesario en mi deber.
Mi señor se fijó que mi destino no era ser un Lugarteniente con una espada en la mano y que mi lugar estaba en el de comunicarme con los demás y comunicarle a él las acciones de éstos. Así lo dictó él, así lo asumo sin ningún deshonor.
Después de los duros entrenamientos, realicé el rito del Bautizo, donde oficialmente me nombraron uno de los servidores de mi señor y debía jurarle lealtad eterna. Y mientras la vida transcurra sin demasiados cambios así será. Ha sido la única mano con la que he contado, ya que todas las demás hadas no han hecho más que despreciarme y aborrecerme, y muy seguramente quizá hasta yo mismo me aborrezca. A él le debo mi vida, a él debo lo que soy, a él debo lo que seré.
Después de mi Bautizo afiancé mis poderes. No se asusten si hablo de demasiadas cosas que, los humanos, nunca podrán entender, pero eso es lo que forma parte de mi vida y que ustedes nunca conocerán.
No crean que mi desprecio es gratuito. No es así, he vagado muchos años por sus aldeas y ciudades, y lo único que he aprendido de ustedes, a parte de sus rudas costumbres, es que son seres inútiles para el curso de la naturaleza. Seres fáciles de manipular, fáciles de adular y que tras mi disfraz de humano, tanto he engañado y quizá a muchos he dejado embelesado con mi música.
Sólo dos de su raza se merecen, si acaso, mi respeto. A estas personas las conocí mientras realizaba un viaje como trovador, tocando el laúd allá donde podía, ganando un poco de dinero, eso a lo que dan tanta importancia y que para mí es tan inútil como la especie que lo inventó. Si pasan alguna vez por Slatina saluden a la pastora Betta, mi fiel amiga, ella me enseñó el arte de la paciendo, la moral, y el buen deber, ella que me acogió como a un cachorro desamparado arrojado al basto mundo y con el porvenir en las mano de la providencia.
Si van de viaje por Pitesti, no dejen de visitar la taberna de mi amigo Dramoriu, les atenderá con mucha ilusión. Él me enseñó el arte de la alegría, la hospitalidad y el apreciar cada momento de mi vida como una bendición más que como un castigo. Aún recuerdo sus palabras en la noche en la que me despedí de él, que tanta sabiduría me han aportado, pero no la necesaria.
Ahora, en el año 950, he regresado a la Corte de Otoño, vuelvo a sentir la vida corriendo en el viento y vuelvo a caer en éxtasis cada atardecer. Siempre vuelvo a los trigales, a oler el paso de las estaciones y a caminar rozando los espigales, pegajosos punzantes y bellos.
Me encuentro aguardando las órdenes de mi Señor, que espero no sean prontas, para poder seguir disfrutando de la naturaleza. Aunque este último otoño lo perdí de camino a casa, espero no dejar que pase eso otra vez y admirar como la estación va tiñendo de amarillo, naranja y rojo el suelo, como va desnudando a los árboles y como va llegando el frío, de forma tan paulatina como ahora están cayendo las lágrimas sobre mis mejillas.
CABALLERO IADOR BASARAB: RELATO INICIAL:
Me miro en el espejo y veo un rostro cansado.
Nací en el verano del año 861. Ha llovido mucho. Tengo ya noventa y siete años, aunque no muchos lo dirían. Aparento muchos menos, y desde luego tengo la fuerza y vitalidad de un hombre joven. Aunque no suelo mostrarlo. Y realmente estoy cansado. Cansado de agachar la cabeza, cansado de ser sumiso. Los Basarab nacimos para gobernar esta tierra, no para inclinarnos ante el infame Duque y sus bárbaros magyares. Transilvania es nuestra, la llevamos en la sangre. Y, sin embargo, la dirección de Padre, degradado a Boyardo, nos ha traído hasta aquí.
Recuerdo cuando era pequeño. Recuerdo crecer, estudiar y aprender en el castillo. El Castillo de Balgrad fue mi hogar. Allí di mis primeras palizas y maltraté a sirvientes. Allí violé a las primeras criadas. Sólo tenía catorce años la primera vez. Recuerdo a la lujuria poseer mi mente, y luego poco más. Una ola de calor que crecía dentro de mí... que se apoderaba de mí, que me arrebataba el control. Pero me gustó. También maté allí a mi primer hombre. Catorce años fue la edad en la que me desvirgué en todos los sentidos. Hasta mi primera borrachera. Hace mucho de aquello, pero es una época que recuerdo con cierto cariño.
Con el tiempo uno se vuelve inmune a ciertos sentimientos... Padre es bien capaz de hacer que la conciencia desaparezca, todo sustituido por un enfermizo concepto de Familia. Pero en parte tiene razón, no se lo niego.
Ser criado y educado por Blaatu Basarab no es algo hecho para débiles. Yo nunca lo fui. Añado que debo reconocer que me disgustó crecer a la sombra de mi hermano Niktu, pero no podía hacer nada... es mi hermano, somos familia. Y la familia es lo primero. Es la primera cosa que te inculcan en nuestra casa. Además siento cierto aprecio especial por Niktu. Él, Glaatu y Barakta. Mis hermanos de sangre. Todos compartimos la misma madre, Matruska. Por ello jamás levantaría la mano contra uno de ellos.
Bueno, no conscientemente... en un arrebato de furia no me atrevería a negarlo. Pero luego pagaría las consecuencias. Tuve que morderme la lengua cuando Padre mató a Madre. Conocía y conozco muy bien el temperamento de Padre. Hubiera sido mil millones de veces peor si hubiéramos dicho una palabra en su contra. Por suerte para mí, no estaba presente cuando le rompió el cuello a Madre. Y por suerte para Niktu él tampoco estaba. Era y es un sentimental. Aunque Padre no le habría matado... pero de la paliza no le habría librado nadie si hubiera intentado detener a Padre cuando discutió con Madre. Aquello ocurrió en el año 880.
Diez años después Padre volvió a casarse. Su apetito voraz por engendrar vástagos era increíble. Un matrimonio que duró doce años y que dio lugar a cuatro nuevos Basarab. Siempre estuve intrigado en si mi madrastra Veronika actuó sola en el intento de envenenamiento, o si alguien le susurró las palabras al oído. Me extraña que Padre no se lo preguntara. Empezaron a correr los rumores entre el pueblo llano. Nunca me preocupé por ellos, no me afectaban. Sí dediqué mi tiempo a tareas más gratas. No llegué a tener un dominio de la espada como Niktu, pero sí era lo suficientemente bueno. Y había algo que usaba más que mi hermano mayor, el cerebro. Cultivé esa herramienta más que cualquier otra. Después de todo la sangre Basarab fluía poderosa por mis venas... Sospechaba que sería capaz de hacer frente a cualquier adversario humano sin problemas. Y para el resto de adversarios, siempre era mejor usar la astucia o la inteligencia.
En todo este tiempo intercambié con mis hermanos las palabras justas. Me llamaban silencioso, pero realmente es que era así, me parecía una pérdida de tiempo malgastar saliva si no tenía nada relevante que opinar. Y ese punto de vista, esa forma de ver las cosas resultó ser útil en más de una ocasión. Al único que me dirigía en ocasiones, y siempre si él me preguntaba primero era Padre. Aunque ahora los tiempos han cambiado. Me planteo si yo debo cambiar también.
Padre volvió a casarse de nuevo, esta vez con una fulana... Sveta. Trajeron al mundo a otros cuatro Basarab... aunque si tuviera que apostar no aseguraría que todos llevaban la sangre de Padre. Después de todo, la cantidad de veces que aquella fulana llevó a su cama al caballero Kasius fue innumerable. Aquel cabrón sí que tenía los huevos bien puestos. No sé cómo se le ocurrió que podría salir bien de aquella. Por supuesto, Padre se enteró, pero si no hubiera sido por los susurros que hice a ciertos sirvientes... susurros que luego llegaron a oídos de Padre... Si no hubiera sido por aquello, creo que Sveta hubiera deshonrado a Padre por mucho más tiempo. Sólo tuve que decir las palabras adecuadas... la ira de Padre hizo el resto.
Pero Padre no aprendía, y tras otros cinco años se casó con una bruja. No otra fulana como la anterior... ahora era una bruja, pero de las de verdad. De nuevo no escuchó avisos, opiniones o consejos... Con ella engendró otros tres hijos... La verdad es que ellos no tienen la culpa, son mis hermanastros, son familia también. Al menos Padre se percató del peligro que corríamos todos e hizo algo al respecto. Aquel matrimonio duró sólo cinco años y los pequeños no llegaron a notar ni la presencia ni la ausencia de su madre. A día de hoy son unos Basarab ejemplares.
Y siete años después llegó la única que pude considerar decente de las mujeres de mi Padre, después de mi Madre claro. Deliznieta le dio cinco hijos a Padre. Diez años después de la boda fue asesinada por un desconocido, y once años después otro asesino desconocido mató a mis cinco hermanastros en la ciudad de Alba Iulia. Sospecho que ambos asesinos tuvieron algo en común, si es que no eran la misma persona.
No fue hasta tres años después, cuando Durius y sus aliados dieron con ese asesino en las catacumbas romanas al norte de la ciudad, pero le dejaron escapar. ¿Por qué? Es algo que algún día sacaré de los labios moribundos de Durius Tremere.
Nadie lo supo en nuestra familia, sólo Padre, pero aquel día estuve en Alba Iulia. Sin la armadura, con ropa de calle y el rostro cubierto, estaba totalmente irreconocible. Di con uno de los testigos que habían visto al asesino. Huyó de mí en cuanto me vio, no sé si Durius le pagó o le instó a que no hablara con nadie más. Le perseguí por las calles hasta que perdí su pista. Pero volví a dar con él, le vi en uno de los tejados. Sonrió e incluso me saludó con la mano a bodo de burla. Su penúltimo error. Su rostro cambió a una sorpresa total cuando llegué junto a él de un simple salto, sin apenas esfuerzo. Intentó huir, último error. No lo consiguió. Antes de morir me reveló el lugar de las catacumbas donde Durius y sus aliados habían ido a buscar al asesino. Cuando llegué ya era tarde... y así se lo comenté a Padre. No estoy muy seguro de cómo le afectó la pérdida de cinco de sus hijos, pero que se escapara el asesino tuvo que ser peor, mucho peor.
Por otro lado, me viene a la mente un recuerdo extraño, una mezcla de alegría y tristeza. Recuerdo coincidir en el mismo año en que se culminó completamente la invasión magyar con la boda de mi hermano Niktu y Svitlana Basarab de Polonia. Un poco de felicidad para la familia, combinado con que el Duque y sus bárbaros nos echaran del Castillo. Definitivamente no fue un buen año.
La condenada maldición familiar seguía causando estragos y creo que volvía loco a Padre, al menos hasta que al año siguiente de la boda, Niku y Svitlana engendraron gemelos. La esperanza de todos los Basarab. Quiero a esos críos... dentro de lo que yo soy capaz de amar, claro está. Son mis sobrinos y les protegeré con mi vida. Ellos son el futuro, pero no estaría mal poder tener mis propios vástagos algún día. Debo averiguar el por qué de esta maldición. Debo conseguir romperla. Sé que es algo que ha obsesionado a Padre desde hace decenas de años, pero no puedo evitar que comience a obsesionarme a mí también.
Después de perder el Castillo quedamos relegados a nuestra finca, donde tuvimos pocas noticias del nuevo gobernante. Hasta hace un año, momento en que de nuevo el desmedrado de Durius, enviado por el Duque, apareció en nuestra finca para reclamar a mis sobrinos como rehenes. Menuda desfachatez. Padre dejó que Niktu trabara espadas con Iacobus. Si hubiera sido inteligente deberíamos haber juntado a todos nuestros guerreros y acabar de una vez con esa lacra de Iacobus, y con la rata de Durius. Muchos de nuestros problemas habrían desaparecido.
El orgullo de Padre nos llevará a la destrucción, estoy seguro. Soy un cristiano ortodoxo. Pero poner la otra mejilla no está hecho para mí. Soy un gran pecador y soy consciente de ello, y de cómo la Fe perdona todos los pecados. Tengo Fe, por tanto puedo pecar, pues mis pecados serán perdonados. Qué infelices los que no saben esa gran verdad.
Padre nos ha anunciado que asistiremos mañana a una doble boda en el castillo. El infame Iacobus y el Senescal Stolnic se desposan con sus respectivas mujeres. Y Adelmus oficiará la ceremonia. Sé que Padre tiene otros intereses puestos en el Castillo, intuyo que quiere ver a sus nietos, ver cómo se encuentran, cómo les tratan. Y con esa excusa nos ha convocado a todos sus hijos... pero tantos Caballeros armados para asistir a una boda... dudo que Durius y los suyos nos dejen entrar en el Castillo, sería una locura.
En fin, no me gusta el plan. Espero que no tengamos que lamentarnos de lo que ocurra mañana.
Mis pensamientos se interrumpen cuando llaman a la puerta. La criada pasa y cierra la puerta tras ella, no aparta la mirada del suelo. Intenta controlar sus temblores y avanza un par de pasos para luego quedar firme esperando mis instrucciones.
Dicen que antes de una fiesta tan tensa como se prevee la de mañana, lo mejor es liberar tensiones. Bueno, y si no lo dicen, yo lo pienso igual. En un instante me dejo llevar por mi ansia Basarab y arrojo a la criada sin miramientos sobre la cama. Sonrío. No me cuesta ningún esfuerzo rasgar su ropa, y poseerla no es ningún logro, pero me ayuda a desahogarme. No es bueno que tenga el cerebro ocupado dándole vueltas a mis problemas constantemente. De vez en cuando hay que olvidar los pesares y dejar vagar la mente por otros derroteros.
Año 958 de nuestro Señor.
Realmente no sé qué pecados he cometido. Qué delitos hice cuando era pequeño... tan graves como para verme sometido a semejantes vejaciones. Quizá mi madre hizo algo terrible, y por ello sigo pagando. Rezo todos los días porque sé que cuando muera iré a un lugar mejor. No puede haber nada peor que esto. Vivo un infierno en vida, o más bien algo similar a un Purgatorio.
Tengo dieciocho años y aparento por lo menos cuarenta. Soy feo, calvo y deforme. Multitud de cicatrices recorren mi cuerpo. Prácticamente nadie que no esté acostumbrado a mi presencia sería capaz de contemplarme de primeras y no resultar asqueado. No me importa, es algo a lo que ya me he acostumbrado.
Nací y me crié en el castillo de Balgrad cuando aún era un fuerte de madera con algunas edificaciones en piedra. El Duque Kadar lo reconstruyó todo en piedra más tarde, desde el 952 hasta el 957. Y yo ya no vivía ahí.
Mi madre era una sirvienta, murió joven, cuando yo tan sólo tenía doce años, de fiebre blanca. La recuerdo bien. Antes de morir, una noche me contó que mi padre era un noble Basarab, aunque no quiso decirme cuál. Mejor así. Si mi padre, fuera quien fuera, se hubiera enterado de que yo lo sabía, ahora estaría muerto, o algo peor.
No tengo más familia y no la necesito. Vivo por y para mis señores. Mi madre me enseñó la Fe. Creo en Dios y me considero un cristiano ortodoxo devoto. Rezo y espero porque haya un lugar mejor más allá. Desde pequeño recibí innumerables palizas y golpes por parte de mis amos. Aunque yo era fuerte y me levanté y sobreviví a cada una de ellas. En una ocasión el propio Boyardo me golpeó en la cabeza y me abrió el cráneo. Ahora tengo una bonita cicatriz. Mi cuerpo no olvida, así como mi mente en ocasiones sí. Creo que me he protegido a mí mismo olvidando ciertas atrocidades cometidas sobre mí y otros de los sirvientes. Ya ni recuerdo cuál de los hijos del Boyardo nos encerró a otro sirviente y a mí durante días tan sólo para su divertimento, mientras experimentaba con nosotros ciertos métodos de tortura. Ni recuerdo qué información quería que le reveláramos... es probable que ni siquiera supiéramos de qué hablaba.
Debo decir que las inhumanas ansias de violencia y sadismo de mis amos Basarab son una perversión. Pero es algo que jamás les diré a ellos. Les temo demasiado.
Les he servido fielmente durante toda mi vida, aprendiendo a servir lo que necesitaran y a estar siempre ahí sin que se me notara. El ser invisible es algo que en esta casa resulta extremadamente útil. A medida que mejoraba mi habilidad para pasar desapercibido, recibía menos palizas. Pero siempre cae alguna, así que debo seguir esforzándome en hacer bien mi trabajo.
Lo mejor que me ha pasado en mi corta existencia fue que me pusieran al servicio de mi Ama Svitlana. En cuanto se casó con el Amo Niktu me pusieron a su servicio para cualquier cosa que pudiera necesitar. Ello me evitó tener que servir directamente a otros Basarab, y ha dado tiempo a mi cuerpo para recomponerse de diversas heridas, fracturas, golpes y palizas. Mi cara sigue siendo deforme, y tengo heridas y marcas que estarán siempre ahí... pero al menos ahora me ahorro mucho sufrimiento físico. El Ama Svitlana es buena con el pobre Cyrus, y sus hijos son unos buenos Basarab. Serán unos grandes señores algún día.
Haría lo que fuera por mi Ama. Lo que ella me pidiera. Incluso desafiar al Boyardo si fuera necesario, y aún a sabiendas de que me costaría la vida. Pero rezo porque eso no pase nunca. El Boyardo y el Ama son familia, no deberían enfrentarse, o eso dicta la lógica.
Pero los Basarab no se han movido siempre con mucha lógica. La noche pasada viví una de las peores pesadillas que he afrontado. Una criatura sobrenatural apareció en el castillo de Balgrad sembrando el pánico y el caos. Tenía una boca llena de enormes colmillos y babeaba mucho. Por poco no salí corriendo, pero al ver a mi Ama y los niños en peligro me recompuse y procuré protegerles. Al menos el Boyardo y sus hijos mantuvieron el tipo y sacaron a toda la familia de ahí con vida. Probablemente los hombres del Duque vuelvan para exigir a los pequeños como rehenes. No creo que el Ama Svitlana lo permita, y salvo que ella me lo ordene, yo tampoco lo permitiré. Mataré a cualquiera que se acerque a los niños.
Sí, el buen Cyrus les protegerá. No soy un caballero, ni un gran guerrero. Pero Cyrus es invisible y silencioso, y todo el mundo duerme... Sí, hasta los más valientes y fieros deben dormir...