Abandonó Nephos, atrás quedaron siglos de historia, dolorosos recuerdos y casi cincuenta cadáveres, todos ellos futuro alimento de alimañas y carroñero. Los Espadas Libres no volverían a alzar sus armas nunca más y respecto a la comitiva de hechiceros, sus sueños de poder habían concluido antes de despegar. Que Nephos engullera su recuerdo como los de tantos otros.
Había algo turbio en aquel asunto. El mundo era cambiante, más desde que los humanos lo habían tomado, y sin embargo hacía muchos años que no veía a un grupo de hechiceros trabajar juntos. ¿Cambiaban los tiempos o habían decidido unirse por un fin mayor? Ya no podría preguntárselo, se habían llevado sus secretos a la tumba. Una lástima, aquella alianza excepcional podía haber devuelto el esplendor a la magia. Escuelas de hechicería, la universidad, torres de entrenamiento...de todo aquello solo quedaban ruinas y gracias a él, no habría una mejora.
Era el precio que debía de pagar. Los secretos eran caros, peligrosos, y no podían ser robados por cualquiera. Uno solo de los secretos de Nephos podía poner el mundo actual patas arriba. Y no necesariamente para mejor. El ser humano era poseedor de grandes contrastes, igual encontraba almas ingenuas y puras que la más mezquina de las criaturas con rostro de hombre. Nephos debía seguir siendo un secreto pese al gran sacrificio que eso suponía.
Tocaba regresar, pero durante su ausencia el invierno había tomado el acceso a Nephos. Las escarpadas montañas repletas de pinos salvajes habían sido cubiertas por el manto helado de la nieve. Ni caminos, ni accesos, ni animales. El invierno sería duro aquel año, se perderían cosechas enteras debido a la escarcha y el granizo. Ya había visto otros así. Hambre, guerras, pillaje. Más tiempos oscuros. El Imperio no se recuperaría ese año tampoco.
Athanatos no necesitaba mapas. Conocía aquel lugar como la palma de su mano. Aquellas montañas le había visto crecer, amar, sufrir, matar. La nieve le daba un nuevo cariz. Era peligroso, lo sabía. El frío era intenso, su respiración quedaba congelada apenas surgía a bocanadas de entre sus labios cubiertos de escarcha. E incluso él corría el riesgo de perderse en una ladera que era un paraíso blanco salteado de pinos frondosos.
El silencio era sepulcral, atroz, similar al de una cripta. En soledad podía escuchar la culpa, la vergüenza quizás. Había asesinado a hombres cuyo pecado era la ignorancia, nada más. Un mal menor, pensó, y aun así había arrebatado la vida a los hombres que habían confiado en él, que habían escuchado sus historias con interés y que le habían tendido una taza de caldo caliente en una noche oscura. No habría juez para ese crimen, tampoco castigo. Y quizás eso era lo más terrible, el secreto de esas casi cincuenta vidas perdidas. Nadie se las echaría en cara.
Tres días después aún se encontraba atrapado en la montaña. Había racionado la comida y empezado a beber agua de nieve, era algo insípida pero le mantenía con vida. No era inteligente volver sobre sus pasos y recorrer los campos y las ciudades donde había sido visto en compañía de los Espadas Libres por lo que decidió tomar la ladera norte y marchar hacia un pueblecito cercano. Allí no le conocían ni le habían visto atravesarla junto a la compañía mercenaria. No harían preguntas.
El terrero, por desgracia, no estaba por la labor. La fuerte nevada caída durante su ausencia había convertido la montaña en un terreno impracticable. No eran pocas las ocasiones en las que hundía sus piernas hasta casi la rodilla en el blanco elemento. Era como pisar algodón de azúcar. El avance era lento y pesado y aunque él no se agotaría sabía que le estaba ralentizando. No le preocupaba, no tenía prisa, pero el cielo, cada vez más negro, teñido de nubarrones hinchados, pronto vomitaría una nueva ventisca helada. Y no quería estar allí cuando eso sucediera.
Fue esa misma tarde cuando, descendiendo por un paso helado, descubrió a un hombre que lo apuntaba con un arco de montaraz. En seguida el barbudo individuo, oculto en la maleza con bastante habilidad, bajó el arma y destensó la cuerda.
—Lo siento —gritó mientras abandonaba el escondite—. Escuché pisadas y pensé que sería un ciervo, no creía que hubiera nadie más por aquí.
Iba ataviado con pieles gruesas de color pardo ideales para camuflarse entre los troncos de los pinos. Llevaba un arco de montaña a la espalda así como una pequeña mochila de cuero. Arrastraba las eses y las tes, algo común en aquella zona. Y Athanatos aún veía más. Había pasado mucho tiempo en aquel lugar como para no reconocer una línea genética familiar en el rostro de aquel hombre. Sin duda era oriundo de la zona.
—Me llamo Larss, señor. Perdón si lo he asustado —se acercó y la tendió la mano.
Momentos después sacó una pequeña petaca de un bolsillo interior y le dio un trago. El color inundó sus mejillas barbadas por unos instantes.
—¿Quiere? Es lo único con lo que logro combatir este frío del demonio —ofreció.
Miró a su alrededor, blanca nieve, inmaculada, y gigantescos árboles, colosos mudos que aguantaban estoicamente la nevada.
—Había salido a cazar pero llevo una semana fuera de casa y no he visto ningún animal. El frío es matador. ¿No es usted de por aquí, verdad? —Una semana, rodeado de aquel intenso silencio, y el cazador agradecía tener alguien con quien charlar, escuchar una voz que no fuera la suya o la de la traicionera montaña—.Creo que regresaré a casa.
Una pequeña brisa helada se levantó, cortaba como un cuchillo.
—Mal augurio, vendrán fríos peores. Es hora de regresar. ¿Se dirige a Varinov? Imagino que sí, en este lado de la montaña no hay otro asentamiento. Si va por el camino del norte, olvídese, está cortado. Un alud lo cubre ahora. Suerte que me encontró lejos. Si va a bajar, solo puede ir por el camino del noreste, es más estrecho y está cubierto de nieve también, pero no está sepultado.
Athanatos conocía perfectamente ambos caminos y a pesar de que los senderos y el relieve de la montaña estaban mimetizados con el blanco espesor, podía orientarse. El cazador no le hizo más preguntas, parecía más agradecido de haber encontrado a alguien que curioso por saber sus secretos.
—Si quiere...puedo guiarle por el camino del Noreste. Es un día más de de viaje pero merece la pena. No es peligroso, y ya que vuelvo a casa de vacío quizás podría hacerlo con una propina en el bolsillo…
Serpenteaba entre los cadáveres buscando algún sobreviviente, pero no con la intención de tratar sus heridas, no. Pateaba los cadáveres y los pinchaba con su espada buscando alguna reacción de vida para terminar de arrebatarla. No podía permitir que alguno escapase a la masacre y llegara al pueblo más cercano contando historias de una ciudad oculta y asesinatos en masa y aunque las posibilidades de esto eran bastante escasas Artorias no era alguien que tomase riesgos, al menos no en estos casos.
Los mercenarios eran mercenarios y trabajaban por oro. Lo que realmente le intrigaba eran los magos. Los usuarios de la magia por lo general preferian el anonimato y la reclusión por lo cual ver a más de cuatro trabajando juntos era algo muy ominoso. Revisó los cadáveres de los magos escrupulosamente y encontró dos diarios. Los guardó en una pequeña bolsa que cargaba entre su espalda y la pesada capa donde generalmente guardaba sus provisiones y otras cosas, ya tendría tiempo para leerlos.
Dedicó una gran parte del día para cavar las tumbas de los magos y los Espadas Libres. Eran gente digna y merecían tumbas dignas. En otro tiempo y otras circunstancias le hubiese gustado vivir la vida del mercenario junto a ellos, pero no estaba destinado a ser, se debía a su orden y esto significaba tener que sacrificar la vida de unos pocos por la seguridad de millones. Más de cuarenta tumbas no marcadas a un lado del camino. Artorias esparció semillas por todo el campo con la esperanza de que con el pasar de los años los árboles cubriesen su crimen. Musitó una breve plegaria en un lenguaje tan antiguo como él mismo pidiendo perdón por sus pecados y rezó para que las almas de los hombres asesinados encontrasen la paz en el más allá.
Visitó el Témenos una última vez para asegurarse de que todo estuviese en orden. Aseguró las protecciones mágicas y físicas del Librarium y de la Bóveda y una vez aseguró la puerta de entrada al Témenos partió de la ciudad. Desde la puerta se podía ver la gruesa capa de nieve que cubría las montañas y todos los caminos principales. Aquél no seria un viaje fácil. El invierno siempre era uno de los peores impedimentos para el viaje y aquella ocasión no era distinto puesto que un recorrido que normalmente le tomaria unos cuantos minutos se había transformado en una tortuosa travesía de unas cuantas horas.
De la nada... Sucedió — Otro lapsus. — Pensó mientras parpadeaba repetidas veces y sus ojos empezaban a recorrer el entorno que lo rodeaba. Su mirada se fijó en el oscuro cierlo invernal que amenazaba con escupir otra helada tormenta y de su boca salió un chasquido a modo de queja. Al bajar la mirada se percató de un hombre que le apuntaba con un arco de montaraz y en un movimiento apenas perceptible su mano se encontraba en el pomo de su espada larga presta a atacar. Sin embargo el hombre no tenía intenciones hostiles y bajó su arma, por lo cual Athanatos hizo lo propio, deslizando su mano hasta su costado.
— Deberías tener cuidado a quien apuntas. —Su voz salió ronca y pesada por el desuso. Aclaró su garganta antes de proseguir— No todas las personas se tomarían a bien el ser apuntadas, aunque teniendo un arco supongo que eso te daria ventaja. Puedes llamarme Athanatos.
Mientras se acercaba al hombre sus ojos y su mente trabajaban a niveles muy por encima de la media humana. Su forma de hablar y los rasgos en su rostro no dejaban duda, era del lugar. Echó memoria una milésima y recordó que cerca de esa zona había una pequeña aldea de leñadores que algunos caballeros solían visitar. Lars tenía el mentón de uno de los pobladores en aquellos tiempos. Magnus, un hombre gigantezco para los estándares humanos de la época y un buen hombre. Aquello hizo que Artorias se relajase un poco.
—Gracias, pero no. —Rechazó su ofrecimiento de la manera gentil posible.— Me gustaria mantener mi cuerpo libre de licor —No hacía falta olerlo ni probarlo para saber lo que era— No, no soy de por aquí. —Se limitó a darle la razón, no tenía por qué saber más.
La brisa hizo que los pocos cabellos que sobresalían por fuera de la pesada capucha de piel de oso que cubría toda su cabeza ondeasen libres. Artorias cerró los ojos y recibió el gélido beso invernal.
—Varinov... Sí, ese es mi destino de momento—Escuchó con atención al hombre mientras su mente recorría ambos caminos para hacerse una idea de lo que decía—No rechazaré su ofrecimiento, buen hombre, puesto que el camino es mejor cuando se recorre con compañía—Aceptó el ofrecimiento de Lars, aún le quedaban gran parte de su último salario. No lo hizo porque necesitase la ayuda geográfica, si no porque un acompañante en un largo viaje le mantendría la mente ocupada.
Me he tomado ciertas licencias con respecto a algunas cosillas. Si te molesta coméntamelo y no volveré a hacerlo en un futuro. Otra duda seria: ¿He de narrarlo todo como lo he hecho o limitarme a reaccionar a lo último que pones? (En plan conversaciones, acciones y otras cosas)
Me está gustando bastante, espero que en algún momento podamos subir el ritmo que es la primera partida que me gusta al cien por ciento (Claro, menos tochacos y más interacción y tal jajaja)
Se pusieron de camino a Varinov. Aún quedaban unas pocas jornadas hasta llegar a sus cercanías y los cielos se mostraban cada vez más amenazantes. En medio de aquel blanco desierto ambos hombres bien podían disfrutar de la compañía del otro. Larss no era muy pródigo en palabras, acostumbrado a cazar en solitario pasaba semanas enteras en las montañas hasta que encontraba una presa decente con la que volver al hogar. Carne, pieles, cuernos, todo le valía, pues era hombre competente, que incluso vendía las vísceras de los animales cazados a curanderos locales. Más el tiempo pasado en la montaña había mermado su capacidad social; era lacónico y reservado, al estilo montañés de aquella zona.
El paso fue complicado. La nieve les retrasó mucho. Ciertamente Athanatos no necesitaba de un guía a pesar de que Larss encabezaba la marcha. El cazador estaba acostumbrado a viajar con nieve, conocía el terrero. Pese a ser un simple humano aguantó el paso bravo de Athanatos quien de haberlo deseado podría haber dejado atrás a su nuevo acompañante. Cayeron las horas, igual la distancia. Los árboles se cerraron un poco más, unos sobre otros, iban por el buen camino.
—¡Qué me aspen si eso no es un zorro de las nieves!—Dijo el cazador tomando el regio arco de su espalda, encajando una flecha en él —.Será solo un momento, lo prometo—aseguró, alejándose por la nieve mediante grandes zancadas.
No había ningún zorro. Cuando Larss se encontró a una distancia prudencial, más de quince pasos, volvió a apuntar su arco contra Athanatos. Esta vez no le había confundido con ningún ciervo. Había alguien más allí, una nueva figura que se mostró delante, justo por el camino que debían de tomar. Iba envuelto en pesadas pieles aunque la figura se mantenía grácil. Era un joven, rubio, ojos claros, corte de pelo militar, mentón seductor, rasgos duros igual que los de la piedra. Parecía corpulento, aunque no en exceso, y una espada larga, bien labrada, pendía de su cinto con fingido abandono. No parecía un bandido.
—¿Alguien más Larss?—Preguntó al cazador.
—Nadie, el hideputa se paseaba por la montaña como si fuera suya...—contestó desde la distancia, el brazo firme, su ojo de halcón sobre Athanatos.
—Me llamo Hans Stroker, puede que haya oído hablar de mí—empezó el hombre sin muchas ínfulas.
Lo conocía. Por todo el Imperio era reconocido el nombre de Hans Stroker, de quien se decía que estaba destinado a ser el futuro general de los ejércitos del Rey Julian. Era un agente de la corona, no el mejor pero si el más famoso. Allí donde había una revuelta, una traición o un caso complicado, allí acudía Hans Stroker, el león del Imperio. Ingenioso y fuerte, de lengua tan afilada como su espada, leal como un perro, valiente como el rey de la selva.
—Le voy a decir lo que sé, señor Athanatos. ¿Es su nombre, no?—Sonrió, sabía que lo era, no necesitaba su confirmación —.Una comitiva de mercenarios conocida como los Espadas Libres es contratada por el primer grupo de hechiceros y magos que ha aparecido en el Imperio desde hace más de mil años, puede que más. Dicen haber desentrañado un viejo enigma, un mapa antiguo codificado que conduce a una especie de ciudad divina, la morada de los dioses, donde mil y un maravillas de orden místico y tecnológico les están esperando. Uno de los hechiceros trabaja para la corona. Cada semana le envía un informe a mi superior, quien anota todo en su libro—ahí su gesto se torció, llegaba la peor parte dela historia —.En uno de sus últimos informes el agente informa que se ha unido a la comitiva un hombre misterioso llamado Athanatos, sus ojos son amarillos, dice, algo tan inusual como su presencia allí. No confía en él pero no dice nada, el jefe de los mercenarios es vencido en singular duelo, prueba suficiente para ser aceptado entre ellos. Y ahora viene lo mejor, hace un mes mi superior dejó de recibir informes. El contacto se ha perdido. Le digo que no será nada, pero me envía a mí a averiguar que ha sucedido—sonrió, aunque su expresión no tenía nada de alegre, pero sí de voraz —.Temo que el agente esté muerto o retenido. Inspeccionamos la zona. No hay rastro de los mercenarios, tampoco de los magos o de la ciudad que buscaban. Literalmente, se los ha tragado la tierra. El clima no ayuda, mi superior me dice que espere. Creo que es una tontería, pero entonces...aparece un hombre con los ojos color amarillo caminando por la montaña, muy cercano al último punto donde nuestro agente no dijo que se encontraba. Pero el hombre camina solo—extendió las manos hacia él, señalándole —.Athanatos. Y hasta ahí llega lo que sé.
Se mostraba seguro, los pies hundidos en la nieve, la brisa gélida meciendo sus ropones. Debajo Athanatos pudo ver el uniforme escarlata del Imperio, con el águila negra grabada en él.
—No he venido solo. Tengo veinte hombres más en la espesura. Y si cree que Larss puede fallar tengo otro tirador, a más de cien pasos de distancia, que no fallará—Athanatos no lo vio, si estaba allí estaba perfectamente camuflado —.También cuento con una hechicera. Así que espero que arroje sus armas lejos, se tumbe boca abajo sobre la nieve y deje que le ponga los grilletes. Voy a llevarlo a Shapire* y de camino va a contarme todo lo que no sé.
*Shapire, la capital del Imperio.
En los turnos largos puedes narrar hechos anteriores al final del turno ya que siempre es interesante saber como ha reaccionado el pj ante tal o cual cosa, que ha pensado, etc, etc. Siéntete libre de responder al comienzo del turno o solo al final.
Es lo malo de los turnos largos, no dejan quizá mucha acción, pero puedes detener la narración en cualquier momento para realizar una acción antes del final del turno. El motivo de enviar turnos largos es adelantar acontecimientos, plantándose en un momento relevante, pero eso no quiere decir que no puedas, por ejemplo en este caso, charlar con Larss antes de que se muestre como es.
Habrá turnos más breves y más rápidos, descuida.
Traición. No le sorprendió mucho el hecho. Él mismo había traicionado a sus "aliados" y "empleadores" unos cuantos días atrás por lo cual le pareció normal que el destino le devolviese la jugada. El anciano seguía con la mirada fija en el fuego de la pequeña fogata que había logrado encender aún en aquél clima invernal. — Hans Stroker —Su mente empezaba a buscar toda la información que tenía acerca de aquél hombre— Un agente imperial... No es el más efectivo pero definitivamente es el más mencionado... Eso no es precisamente bueno en el campo en el que se desempeña—Parpadeo seguido de una pequeña risa. Artorias escucha con aparente desinterés todo lo que dice el hombre, su mirada siempre fija en las danzantes pero moribundas llamas de la fogata como si todas las respuestas del universo se ocultasen en su brillo.
Athanatos observa el cielo durante varios segundos y después baja su mirada lentamente, hasta encontrarla con la del agente imperial. El brillo en sus ojos es fiero e intimidante, aumentado gracias al reflejo de las llamas en sus pupilas — ¿Has visto el clima? Lo más probable es que muriesen en una avalancha —Se encoge de hombros— Me quedé en el pueblo ya que debido a mi edad los viajes largos te producen... Bueno, cosas que es mejor no mencionar. Si he sido capaz de mantener el paso ahora mismo ha sido por puro instinto de autopreservación — Veinte hombres... Cuerpos mejor dicho— Aquella cantidad era realmente ínfima, no llegaba ni a la décima parte de la cantidad de hombres que había tenido que asesinar durante el asalto a Nephos... Y eso solo durante las primeras horas. Los arqueros tampoco le preocupaban mucho, la visión de éstos debía ser bastante mala dado el clima y las ventisgas, además de que el viejo caballero no tendría ningún problema tomando sus flechas al vuelo... Aquello no eran proyectiles impulsados por combustión, esa tecnología se la había arrebatado a la humanidad y se encontraba protegida tanto en la Bóveda como en la mente de Artorias.
Su gesto de amabilidad desapareció a la mención de grilletes y fué sustituida por una expresión neutra pero con atisbos de hostilidad. Se aclaró la garganta y esta vez su voz salió espetada en un tono ligeramente hostil — Le extenderé una invitación, Agente —Apoyó sus manos en sus rodillas— Y quiero que medite profundamente en ello. Comparta el fuego conmigo y hablaremos de lo sucedido con una condición... Usted también responderá a ciertas de mis preguntas. Si veo que lo que dice me interesa, cooperaré de la mejor forma posible siempre y cuando mi dignidad y mis derechos no sean vulnerados. Con respecto a qué sucede si no accede... Espero que no lleguemos a ese punto—Alza sus manos y las extiende, con dirección a Hans— ¿Qué será? —Su mirada sigue fija en el hombre pero el resto de sus sentidos están atentos al entorno. El arco de Larss, el arco del otro francotirador, la respiración de los demás hombres.
Una avalancha. Primera mentira descubierta.
—¿Lars? —Preguntó Hans Stroker.
—No ha habido ninguna avalancha, miente —aseguró el arquero sin perder su posición, realmente era de aquella zona y conocía bien la montaña.
El león del imperio escuchó la propuesta de Athanatos. Tras un breve meditar, sonrió.
—Está bien, charlemos —dijo, conciliador.
Luego hizo varios gestos militares con las manos, sus hombres se desplegaron por los costados. Podía verles a duras penas, camuflados en la tormenta, tras los árboles y la nieve. Armados, pertrechados, con escudos, arcos y armaduras. Había más de veinte, dedujo Athanatos por el sonido de sus pesados pasos y el respirar de sus pulmones. Había otra tanda detrás, a la espera. Su fino oído percibía la cuerda tensa de Larss pero no logró encontrar al otro francotirador, quizá por la distancia, quizá por su habilidad. Tampoco logró percibir a la hechicera que había mencionado el agente. ¿Otro engaño?
—Entenderá que no me acerque más a usted, ¿Verdad? Por lo que sé es sospechoso de haber asesinado usted solo a toda una comitiva de mercenarios y hechiceros, más me vale ser cauto. Por no hablar de sus ojos. No los entiendo, y eso me incomoda. ¿Es un usted un demonio? Quizás deba hablar con la inquisición —pero ni la mención del terrible organismo del Imperio hizo estremecerse a Athanatos, lo que dejó más confuso al agente imperial —. Dejemos las cosas claras. Yo soy solo un hombre, igual que los que me acompañan. Puede desafiarme, si lo cree conveniente, y hasta puede ganar. Pero no vencerá al Imperio. Si yo no informo dentro de unas horas, mi superior enviará a alguien más aquí, alguien mejor. Y así sucesivamente hasta que logremos atraparle y sacarle la verdad, con unas tenazas al rojo quizás. ¿Quiere hablar? Muy bien, pero al final vendrá conmigo —afirmó, se mostraba muy seguro para ser un simple hombre.
Su seguridad nacía de la ignorancia, del desconocimiento de la persona que tenía delante de él. No sabía de lo que era capaz y aunque lo trataba con cierto respeto, igual que a una fiera salvaje, quería dejar claro quién era el que tenía la situación bajo control allí.
—Dada su situación, empiezo preguntando. ¿Quién es usted y qué hace aquí? Y no me mienta, por favor, tengo ojo clínico para los mentirosos.
Tenía que haber respondido antes, lo siento, un turno corto!
En un principio la compañía de Larss había sido bienvenida, un cambio agradable, pero ahora mismo lo único en lo que podía pensar Artorias, al menos en lo que a ese hombre se referia, era en lo mucho que queria rodear el cuello del cazador con sus manos y apretarlo hasta que el color dejase sus mejillas... Y quien sabe, quizás tendría la oportunidad de hacerlo, por como los acontecimientos se estaban desarrollando.
Observó como la pequeña comitiva militar se desplazaba por los costados del pequeño claro con un gesto impasible e imperturbable — Con este clima es difícil que todos esos hombres estén en una condición óptima para luchar... No debería mucho costarme acabar con todos, pero el hombre tiene razón en algo... Como la hidra, corta una cabeza y saldrán dos más para suplir la que falta... Mata a alguien hay veinte más para tomar su lugar. No puedo pasar mi existencia huyendo de los agentes del imperio... Si quiero acabar con ésto he de actuar con cautela y cortar el mal de raíz - el pensamiento cruzó la mente del inmortal en una milésima de segundo, pensamiento que causó que una pequeña dobladura de sonrisa se esbozara en las comisuras de sus labios.
La actitud del niño le molestaba en sobremanera, pero así debía ser, tenía que dejarle creer que tenía el control cuando en realidad... — No sabes una mierda — Bufó de manera casi imperceptible ante las palabras del agente imperial — ¿Crees que soy un demonio por el simple hecho de que mis pupilas y mi iris son diferentes a los tuyos? No. Los verdaderos demonios que caminan la tierra son hombres como tú. Si realmente existe la maldad en este mundo, éste yace en el corazón de la humanidad. La corrupción, el odio, el egoísmo, la indiferencia... Está dentro de todos y cada uno de tus semejantes... Pero no le prestes atención a los desvarios de un anciano — Se encoge de hombros y se ríe por lo bajo — Para responder de forma concisa a tu pregunta: no, no soy un demonio. — Se guarda cualquier otro comentario — Respondiendo a tus otras preguntas... Como he dicho antes mi nombre es Athanatos, soy un viejo mercenario... Con respecto a qué hago aquí... Me he perdido intentando seguirle los pasos a mi compañía y he acabado aquí gracias al buen Larss — Observa al cazador durante un segundo, con un gesto hostil, antes de volver la mirada a Hans — Dime, exactamente, ¿A qué distancia se encuentra Shapire? — pregunta contemplativo mientras vuelve a echar una mirada a su entorno, detallando cada uno de los hombres y mujeres que le rodean.
Yo también lo lamento, la universidad ha estado fuerte estos días.
—Ajá, así que el mal anida en el corazón de la humanidad. Bonitas palabras para un hombre que supuestamente ha asesinado a más de cincuenta personas. Si, sin duda eres el ideal para dar lecciones de moral —contestó el agente de la corona.
Ya no trataba de mostrarse cortés. La presencia de Athanatos le ponía nervioso a un nivel tan profundo que no se había percatado de ellos. ¿Un demonio? No, pero tampoco un hombre, le decía el instinto del agente. Había captado algo en sus palabras, quizás el vibrar de eones de años, el aroma rancio de la sabiduría antigua. Tenía buen olfato, ahí había más de lo que se veía a simple vista.
—Así que no vas a colaborar —dijo con desagrado Hans Stroker —.Si de verdad piensas que voy a creerme algo tan poco elaborado es que no has oído nada sobre mí. ¿Quieres saber a qué distancia está Shapire? Descuida, lo sabrás. Te llevaré a la capital cubierto de cadenas.
Había determinación en la mirada de aquel hombre. Athanatos pudo captar más detalles de los hombres ocultos tras la espesura. Armas de calidad, bien forjadas, armaduras carmesí, cicatrices debajo de ellas, veteranos, profesionales, equipo de primera, disciplina. No había miedo en ellos, solo la cautela habitual. Ni rastro del francotirador.
—Arroja tu espada lejos, las manos a la espalda y luego contra el suelo. En nombre de la corona, ¡Estás arrestado! —Rugió el león del imperio.
El brazo derecho en alto, los soldados tensos tras la blanca maleza, Hans firme. La mano izquierda del león sobre el pomo de su espada, un combatiente zurdo. Olía a problemas, olía a batalla o a rendición.
Shapire está a unos treinta días a caballo si el viaje se hace a buen ritmo, Athanatos conoce esa información.
Athanatos torció el gesto, el hombre ya le empezaba a parecer molesto - Bien lo has dicho, supuestamente. - Puntualiza la última palabra - Me impresiona la fiabilidad de la información que maneja el supuesto mejor agente de la Corona... Pero supongo que la mediocridad es un mal común en los agentes de un emperador bastardo. - escupe las últimas palabras con desdén. Había decidido cual seria el curso de acción, pero para ello tendría que tener una buena lista de crímenes e incordios, y suponía que insultar al emperador y también su legitimidad podía ser algo que agregar en esa lista.
Fija su mirada en Larss durante un segundo y luego vuelve a mirar a Hans - ¿Agente de la Corona o externo? Quizás quieras silenciarlo... No te conviene que nadie sepa lo que sucedió aquí, y un pueblerino no se caracteriza precisamente por su discreción, pero puedes hacer lo que quieras... Después de todo soy un anciano. - se encoge de hombros con una media sonrisa en el rostor. Si todo era propicio el puto pueblerino estaria tintando la nieve de carmesí antes de terminar el día, y sin tener que matar a más de veinte hombres.
Su mirada vuelve a enfocarse en el agente, todo esto le resultaba bastante cansino. Decidió acabar con el teatro. La rendición no era uno de sus fuertes, había luchado toda su existencia y lo seguiria haciendo, pero en ocasiones es necesario el subterfugio para obtener una victoria mayor. Debía eliminar todo rastro de su existencia y de los agentes de la corona, y para ello tendría que llegar a Shapire, sus enemigos le ofrecían una oportunidad única.
Con algo de pesar se levantó y desenfundó todas sus armas, arrojándolas al suelo con cuidado y respeto puesto que aquellas armas le habían sido entregadas por el mismísimo Rey y habían sido sus fieles compañeras por más de ocho siglos. Acto seguido colocó las manos detrás de su espalda, la mano derecha sujetanto la muñeca de la mano izquierda, y finalmente se apoyó sobre sus rodillas y luego se dejó caer al suelo. Un ser inmortal rindiéndose ante un efímero humano. Sin duda los dioses tenían sentido del humor, pero era necesario, o al menos eso se repetía Athanatos a sí mismo.
—¿Emperador bastardo? Muy bien, si la inquisición no encuentra nada de lo que acusarte yo mismo lo haré de ser un rebelde, sigue sumando puntos —el agente de la corona no se mostró airado, todo lo contrario, mantenía todo bajo control a pesar de que la ofensa había dado en la diana deseada.
Lars no reaccionó a sus bravatas, tampoco Stroker. La cuerda del arco del cazador se mantuvo tensa y sus ojos sobre Athanatos. Finalmente el anciano depositó sus armas en el suelo, se arrodilló y adoptó una posición sumisa. Aun así el agente de la corona se lo quedó mirando durante unos momentos, de forma suspicaz. Miró a sus hombres, en la espesura, y luego a Lars, quien asintió.
Stroker se acercó a él igual que un domador de leones se acercaría a uno de sus animales domesticados después que de que hubiera devorado a un miembro del público. Con cautela, colocó los pesados grilletes sobre las muñecas de Athanatos, igual que si estuviera cerrando la puerta abierta de la jaula de las fieras o tratando de cerrar el cilindro explosivo de un cohete de polvo negro. El sonido del metal cerrándose sobre las muñecas de inmortal no tranquilizó al agente de la corona. Athanatos no le infundía temor, pero si respeto, y algo más, como si supiera realmente lo que él era y el trato que debía dispensarle si no deseaba salir mal parado. El agente de la corona era un hombre listo, pero a un nivel profundo.
Atrapado el hombre, los soldados salieron de sus escondites, aunque no todos. Mantenían firmes las ballestas y cuando dos de ellos las bajaron, pensado que no eran necesarias, Stroker les advirtió que no lo hicieran.
La aguda vista de Athanatos se fijó en cuerdas de las armas, y en sus mecanismos, cubiertos de una pátina de aceite muy denso, o grasilla, que impedía que los engranajes de helasen y que la cuerda perdiera su flexibilidad. No eran aficionados, como denotaban varios detalles. Las fuerzas aún ocultas de Stroker, la forma de moverse, sincronizados, sin palabras casi, solo con gestos, los dos carros cargados de vituallas de los que tiraban cuatro regios sementales, otros dos animales, menos garbosos y más livianos, usados por los mensajeros…El agente de la corona se tomaba muy en serio su trabajo, creía haberlo previsto todo. Pero, ¿había previsto a alguien como Athanatos?
Le cargaron de cadenas. Dos, de cinco metros de largo, traídas por el grupo de Stroker para amarrarlas a los caballos por si los carros se atascaban en la nieve. Ahora tenían un uso más sucio. Apretaban sus brazos y hombros, estrujándole en una presa de acero. No podía levantar los brazos, aplastados contra los costados. Trajeron otro par de grilletes, los cuales colocaron en sus tobillos.
—¿Tan peligroso cree que es? —Preguntó un soldado mientras cerraba los candados de aquella camisa de metal.
—No lo sé, pero siempre es mejor prevenir —respondió Stroker, sus bravos ojos no se apartaron ni un momento de Atahantos.
Y aún cuando éste quedó cubierto de metal, seguía mirándolo, vigilándolo, intentando analizarle, sacar algo en claro. No solo eran sus ojos. Había algo más. Algo que no podía explicar pero que percibía a un nivel subconsciente. Su porte, su forma de hablar, su lengua fría, la manera indolente que tenía de aguantar el peso de las cadenas.
Stroker ordenó una batida por los alrededores, la cual lideró Lars. Tras dos horas dando tumbos por la nieve el cazador regresó con el grupo de soldados, cansados y aburridos del blanco paisaje.
—Nada —informó.
Se movieron, apenas tres horas de viaje. La nieve caía lentamente sobre ellos, no sería muy cruel. No habría tempestad.
Stroker se acercó a Athanatos para hablarle, aunque se guardó de mantener una distancia de tres pasos de él. Le escoltaban dos soldados embutidos en armadura completa; bascinetes cerrados, corazas, grebas, amvabrazos, guantes de cuero, y pieles de oso entre el metal, botas de nieve, forradas en piel también, bandas rojas y el emblema del águila imperial en la pechera. Había más como ellos. La mayoría a su alrededor. Fingían charlar, jugar a las cartas, quejarse del frío. Le vigilaban, Athanatos lo adivinó cuando vio cambiar el turno.
—No tienes amigos en la nieve. Cualquiera diría que matar a cincuenta hombres es una proeza para uno solo, pero en tu caso…—no terminó, sus pensamientos volvieron a sumirle en un mutismo.
Athanatos tenía un asistente.
—Soy Sarin y trataré de hacer más ameno su cautiverio. En el Imperio no somos unos bárbaros.
Era joven, apenas dieciocho inviernos, barbilampiño, cabello corto al estilo militar, ojos claros, las piezas de la armadura reglamentaria le quedaban grandes y había rellenado los huecos con más pieles, lo que le daba un aspecto sudado.
—Stroker ha ordenado que no le desaten. Así que si quiere comer, beber u…orinar, yo seré sus manos —dijo, incómodo.
Stroker paseaba de un lado a otro del improvisado campamento, meditabundo. El grupo militar se había establecido en una loma de la montaña, en un refugio indicado por Lars, entre dos farallones cubiertas de nieve, los cuales les guarecían del cortante viento. Encendieron un par de hogueras; capturado Athanatos no había motivo para pasar otra noche sin una llama con que la que calentase.
En total Athanatos calculó que el grupo de Stroker rozaba los cuarenta, aunque era imposible decirlo ya que no todos los soldados se quedaban a la vista. Unos iban y venían y, dados sus uniformes, era imposible saber si aquel que se había marchado era el mismo soldado que regresaba.
No vio al segundo tirador que había mencionado el agente de la corona. ¿Un farol o Stroker prefería dejarlo en el anonimato, oculto en la distancia? Otra medida de seguridad, psicológica o real. Debía de haber alguien oculto, u otras fuerzas, detrás o delante, una escolta adicional o exploradores, ya que Stroker se ausentó en varias ocasiones mientras se estaban moviendo, seguramente para indicar el rumbo a aquellos que los acompañaban.
Le trajeron la cena. No fue Sarin, quien había seguido sus pasos siempre, acompañado en todo momento por cuatro ballesteros que no dejaban de apuntarle. El soldado que le traía el rancho, un humeante plato de madera rebosante de carne guisada muy especiada, era de los pocos que llevaban el rostro al descubierto. Moreno, de gran bigote, treinta inviernos calculó Athanatos, fuerte, hombros anchos, grande sin resultar torpe, fuerte. Tenían los galones de un sargento.
—La comida —señaló el soldado.
Se agachó para poner el plato enfrente de las narices del prisionero, ofreciéndoselo, pero dejándolo caer. Y luego le golpeó, en la cara. Un puñetazo rudo y barriobajero, bien lanzado, envuelto en un guante de cuero remachado. Un golpe capaz de tumbar a un hombre adulto. Athanatos se limitó a girar la cabeza. El sargento se hizo más daño, para él había sido como golpear una roca.
—Eres duro, bastardo —gruñó, hizo ademán de volver a golpearle pero la voz de Stroker le detuvo.
—¡Sargento!
El león del imperio apareció de entre las sombras de la creciente noche.
—¿Qué se cree que está haciendo?
—Darle le bienvenida.
—Pues no vuelva a hacerlo o le dará la bienvenida a la cárcel de Shappire. ¿Me he explicado con claridad?
El sargento asintió.
—Si, señor.
Escupió a los restos de comida, que ahora se encontraban apagados y húmedos por la nieve, y se alejó sin decir nada más.
—Mierda —Stroker buscó más allá de Athanatos y de su escolta persona de cuatro ballestesteros —. ¡Sarin! ¡Sarin! ¡Maldita sea! ¡Sarin, soldado del diablo!
—¡Estoy aquí, señor! —El joven apareció fuera del campamento apretándose el cinturón con nerviosismo —. Estaba, bueno, estaba…
—¿No querías responsabilidades? No te separes de él. Es una orden sencilla, soldado. Cúmplela.
Stroker salió de la escena, seguramente en busca del sargento. Sarin se quedó con él sin saber muy bien a dónde mirar. Descubrió la cena echada perder, la tapó pateando un poco de nieve encima de ella.
—A mí tampoco me gusta —confesó, los ballesteros se encontraban a cinco pasos, a la espalda de Athanatos, lo suficientemente lejos de Sarin como para no escuchar su vocecilla de ratilla —. ¿Quién se cree que es? Fui el mejor de mi promoción, por eso me metieron en su grupo de operaciones especiales —no lo parecía, Athanatos le había visto caminar y la espada era un hierro que le estorbaba en su andar—. Quería enviar un mensaje, le dije que se buscase a otro. Marko es mejor jinete y yo prefiero estar aquí. Me pidió que me quedase contigo. Y eso hago. Pero ¿Qué se supone que tengo que hacer, mojarme los pantalones?
Se sentó delante de él.
—No es como lo esperaba. El ejército, la hermandad, la disciplina. Cuentos, cuentos nada más. Oh, vaya, ahí vuelve el señor gruñón.
Stroker volvió a aparecer.
—Voy a hablar a solas con el prisionero, soldado.
—¿Pero no me acaba de decir que…?
—¡Fuera!
Sarin saludó marcialmente y se alejó, seguramente a buscar algo de cenar. Stroker hizo unos gestos a los ballesteros, los cuales se alejaron, dejándoles intimidad.
—Ésta es una de las tres entrevistas que vas a tener —informó, muy serio —. Puedes hablar, o puedes negarte a ello. Cuanto antes lo hagas, antes terminaremos. Si eres inocente, te aconsejo que me lo cuentes todo cuanto antes, te ahorrará problemas de cabeza. Si no lo eres, también te lo aconsejo, te evitarás mucho dolor. La segunda entrevista será con mi jefe, en Shappire. La tercera con la inquisición. Yo no voy a torturarte, pero no puedo prometerte que ellos no vayan a hacerlo ¿De acuerdo? —No esperó respuesta —. Habla, si quieres, cuéntame tu historia. Pero no me mientas, odio que me mientan.