Partida Rol por web

El grupo fue conducido a lo que a todas luces parecía un comedor en desuso, reconvertido a toda prisa en una sala de justicia para los encausados... O el encausado, siendo más correctos, pues que supieran solo se iba a celebrar un juicio allí. Los bancos se habían apartado hasta colocar dos filas ordenadas, presidiendo toda la escena un atril con una gran silla, en la que se encontraba sentado el hombre que habían visto desembarcar. 

Los comisarios Malatesta y Levinge ya estaban allí, con aspecto tenso, así como un Nicodemus esposado y sentado al lado del primer comisario, y una cantidad razonablemente elevada de escoltas. 

El comisario desconocido les observó uno a uno conforme entraban, como si les estuviera analizando y con la misma emotividad de un cogitador o servidor con un pictograbador integrado. Los dos hombres que habían partido en busca de la lista de testigos los fueron desplegando en los bancos, donde deberían sentarse para esperar su turno. 

Una vez todos se hubieron ubicado, el comisario desconocido asintió y uno de los escoltas sacó una copia del Lectio Divinitatus, mientras que otro se apresuró a tomar la palabra.

-¡Todos en pie! ¡Preside el honorable Comisario General Arcturus M. Nasso! ¡Por la presente, se abre la sesión del juicio número 27 en esta campaña, el 303º regimiento de infantería de Fezzorn contra el medicae Nicodemus Pius Octavianus! Que el Dios Emperador, amado por todos, nos guíe hasta la verdad con su sabiduría. 

Tras aquello, el Comisario General dio un golpe con un pisapapeles en la madera. Comenzaba ahora la prueba. 

-Se llama al estrado al sargento Anthony 3º-proclamó el escolta que sostenía la copia del libro sagrado, acercándoselo después.

-Ponga la palma sobre la tapa, por favor-susurró, para después continuar-¿jura, por el Emperador y por su honor, decir a este tribunal la verdad y nada más que la verdad?

¿Temblaba? seguro que si, se había enfrentando al horror, había sobrevivido y soportado una vida de inclemencias, comiendo patatas podridas para sobrevivir, aguantando la dura experiencia de perder un testículo. Había visto hermanos morir, amigos, buenos soldados siendo mutilados por el enemigo; resucitados por viles poderes que no era capaz, en su simpleza mental como selicano, de comprender ni un cuarto. Si, temblaba, porque a pesar de haber vivido con la muerte mirándolo fijamente, ahora le tocaba afrontar la peor de sus decisiones. Uno tenía la duda si en la guerra podría sobrevivir, contra el comisariado, la historia cambiaba. 

El sargento se había desarmado como debía ser, en la entrada, en el guarda ropa, por lo que solo iba de uniforme con la funda vacía. Se humedeció los labios, trató de tragar saliva e hizo el gesto del águila. Puso su mano sobre el sagrado y se armó de fuerza y valor para ser claro, conciso y no tartamudear - lo juro - dijo en voz alta, aunque sin bramar. Se temía lo peor.

El comisario Levinge miró extrañado a aquel selicano, mientras Malatesta suspiraba por lo bajo. No debía haberse presentado a testificar, pero ya era un poco tarde para arreglar eso. Fue este último el que se levantó finalmente, con decisión, acercándose al testigo.

-Bien, sargento. ¿Podría usted relatar los hechos que nos han llevado a esta triste situación? Tal como usted los vivió, naturalmente. 

Suspiró, largo, demasiado largo. Estaba ordenando la mierda que iba a decir para evitar no morir en ese mismo estrado. No estaba seguro de nada, sentía la garganta seca, le agobiaba el uniforme y no podía desabotonarse el botón del cuello. Miró a todos y se aclaró la desierta garganta - yoOooh... - y se le escapó un gallo, buen comienzo, sin duda. Su rostro se enrojeció por la vergüenza - me recordaran como el gallo cobarde, ya verás - apretó los dientes - yo no vi nada, vi los efectos de aquello, organicé y evité que todo fuera a peor. Se que me enfrento a una condena de muerte de manera inminente - estaba cogiendo carrerilla, pero ni por asomo lo estaba haciendo con el tono que quería, sonaba nervioso, con miedo - me presenté porque era lo correcto defender a ese hombre, es un héroe que ha salvado tantas vidas que los selicanos valoramos eso en demasía. Hemos visto morir a nuestra gente día tras día, nuestra tecnología es pobre y los doctores escasean. Es un activo demasiado importante y bueno como para ser un asesino. Lo he visto obrar auténticos milagros médicos... - negó con la cabeza, cerró los ojos - y eso es todo lo que tengo que decir - y ya esperó el tiro.

Y el desastre estaba servido. El sargento selicano, realmente, no había visto nada. Se presentó para declarar sin haber visto nada, y resultó ser un testigo de carácter. Algo que solo se supo cuando ya era demasiado tarde, y que seguramente no ayudaba precisamente a la defensa de Nicodemus, a juzgar por la tenue sonrisa que había aparecido en el rostro de Levinge y el aspecto tenso de Malatesta.

-¿Me está diciendo-empezó el comisario general, con tono lento y carente de emoción-que ha solicitado declarar ante este tribunal con las manos vacías? Ha entorpecido el desarrollo de la investigación, y lo que es peor, ha demostrado ser un idiota. Y el Emperador no necesita idiotas a su servicio...

Y con esas palabras se levantó con parsimonia, sacando de su cartuchera una pistola de plasma.

Todos sabían lo que iba a pasar, aunque nadie parecía especialmente contento con ello. Ni siquiera Levinge, aunque aquello viniera bien para su exposición del caso. Sin embargo, momentos antes del tiro de gracia, Malatesta torció el gesto, contrariado.

-Mierda-dijo entre dientes, sabiendo que lo que iba a hacer seguramente sería mala idea... Pero, aún con todo, probablemente era lo más justo.

-¡Piedad, señoría!-exclamó, levantándose, para sorpresa de los dos comisarios-¡soy plenamente consciente de que el muchacho ha hecho una idiotez! Probablemente demasiado influido por lo bucólico de este planeta, demasiado ingenuo sobre como funcionan las cosas... Pero el sargento tiene buena hoja de servicios. Ha hecho un buen papel en Fénix, y creo que la moral local podría resentirse si acaba así...

Aún con la pistola en la mano, el comisario general fulminó con la mirada a Malatesta, mientras meditaba sobre sus palabras. No le gustaba ser interrumpido, menos aún cuando estaba a punto de ejecutar una sentencia. Pero probablemente el defensor de Nicodemus tenía algo de razón. Tras una fugaz mirada a Anthony, apagó y enfundó de nuevo la pistola. 

-Muy bien... Que sea entonces el Dios Emperador quien decida. Tres latigazos-dijo de forma tajante, con una mirada dedicada a Malatesta. No iba a tolerar más interrupciones. Anthony fue detenido por parte de los escoltas, que le despojaron de todo de cintura para arriba y le ataron a una pared cercana, dejando su espalda a la vista. Pronto, otro apareció con el instrumento con el que se ejecutaría la sentencia: un látigo para groxes. 

Uno de los escoltas recibió el látigo, y entonces empezó la agonía. Probablemente un tiro hubiera sido mucho más humano. El primer latigazo arrancó un aullido de Anthony, junto con bastante piel de la espalda. El segundo fue suficiente para matarle. El tercero simplemente mutiló más el cuerpo, dejando apenas un trozo de torso. La horrible escena se desarrolló ante los ojos de todos los presentes, y cuando finalizó, el cadáver quedó colgando, en un charco de su propia sangre.

-Parece que el Emperador no estaba con él hoy-sentenció con frialdad el comisario general, para después solicitar que lo descolgaran y sacaran el cuerpo de allí-espero que esto sirva como un aviso para todos los presentes. No toleraré mentiras ni retrasos. 

-Se llama al estrado al especialista Quintus Noctis-proclamó el escolta que sostenía la copia del libro sagrado, acercándoselo después.

-Ponga la palma sobre la tapa, por favor-susurró, para después continuar-¿jura, por el Emperador y por su honor, decir a este tribunal la verdad y nada más que la verdad?

Se sabía cadáver, lo intuyó en aquella reunión con malatesta, el bueno del comisario que lo vio salir del piso superior de la mansión. Él fue el primero con quien tuvo contacto en aquella batalla, un buen comisario a ojos de Anthony, y se lo agradeció con una sonrisa cansada cuando este trató de interceder. Llegado el momento, al ver como desenfundó la pistola de plasma, Anthony mantuvo la mirada al comisario a pesar de todo, a pesar del miedo, a pesar del nudo en la garganta que no lo dejaba tranquilo, la presión en el pecho de la ansiedad. Se sabía cadáver y entendió que el Emperador, en su divina justicia, había decidido que hacer.

Suspiró cuando la pistola fue enfundada, como si aquello fuera señal, porque no lo fue. Creyó que había algo de luz en el horizonte, algo que pudiera salvarle de aquello, de su insensatez. Selicano de pura cepa, de Cavalaire-sur-mer. Pueblo costero allá donde tenía una pequeña granja. Una casa modesta familiar. Recordó los rostros de sus padres, hermanos, muchos de ellos engullidos por esta guerra cruel que solo sabía consumir vidas humanas. Anthony estaba convencido de lo que hizo, de que todos los hombres merecían una oportunidad de vivir, y mas si eran capaces de obrar milagros y salvar a otros tantos. Para él, un docteur como aquel era alguien que podría salvar a cientos como el mismo, pero así no era la visión de los extramundanos; la disciplina estaba por encima del pragmatismo. 

Pero aquel suspiró se ahogó pronto cuando la orden de los tres latigazos llegó. No hubo tiempo a mucho. El primer latigazo arrancó un alarido de dolor, su espalda se curvó en un ángulo casi imposible mientras su rostro miraba al techo de la estancia, enrojecido por el dolor aunque sin lagrimas que derramar. Apretó los dientes, el sudor afloró con intensidad a la par que la sangre de su espalda manaba sin contención alguna. El segundo latigazo ya no fue gritado por el, no hubo dolor como tal, sino una sensación extraña, ajena a él. Supo que se estaba muriendo ahí mismo, que no soportaría el tercero. No vio como las costillas y parte de su columna asomaban al exterior, no quedaba músculo allá donde fue golpeado por segunda vez, y entonces solamente pudo jadear, mirando al suelo, viendo como las ultimas gotas de sudor iban creando un pequeño charco. Gimió algo, y la locura lo abrazó. 

El bello y demacrado rostro de Ricard apareció. Su antiguo y difunto amante. Lo vio sonreír como solía acostumbrar, sus ojos de color miel siempre lo tranquilizaban, y en ese momento no recordó que había muerto meses atrás. Intentó ponerse recto, aunque se quedó encorvado, con un ojo cerrado por el dolor, mirando a todos los que pudo ver desde su posición - por Sélica... - musitó con la voz rota hasta que el tercer latigazo le llegó a dar, atravesando su caja torácica y reventando pulmón izquierdo y corazón. El estallido liberó una pequeña explosión de sangre y Anthony 3º "El Bastardo" se arrodilló sin vida, con una sonrisa cansada en sus labios muertos antes de caer hacía su izquierda.

Quintus avanzó hacia la tarima, colocó la mano sobre el libro sagrado. Había tenido que tragar saliva ante los quejidos lastimeros del sargento, aquel imbécil no pintaba nada allí, solo la estaba cagando y jodiendo a Nico, pero no le quedó más remedio que morderse la lengua.-¡Lo juro, por el Emperador y todo aquello sagrado!-después de aquello procedió a pasar a postura de descanso cuando se lo ordenasen y relatar su parte de la historia.-Durante el viaje en tren algunos soldados tuvieron extraños sueños, el sargento Druso y el medicae Nicodemus se preocuparon al los mismos en varios miembros de la tropa, mientras discutían que hacer al respecto algunos soldados llegaron informando de la situación en el resto de vagones. El sargento Druso informó a todo el tren por el vox, solicitando la colaboración de todos ante la inspección medica que se realizaría por parte del medicae Nicodemus junto con los medicae de cada regimiento, solicitando así su máxima colaboración.

De entre los míos, yo fui uno de los más turbados por dichas visiones, pero al escuchar el primer disparo corrí hacia el vagón de fezzorn para encontrarme al sargento Lenz totalmente fuera de si intentando aún herido abalanzarse y atentar contra la vida de nuestro medicae Nicodemus. Este le ordenó colaborar antes sus claros signos de infección, pero el sargento en ningún momento atendió a las ordenes dadas, su cordura ya le había dejado de lado. Mientras mis compañeros terminaban de abatirlo me incorporé junto al soldado Cayo cerrando la formación, para crear un cordón defensivo alrededor de nuestro medicae por si el vagón de fezzorn se alzaba en contra nuestro; sin embargo eso no llegó a pasar gracias a la intervención de la sargento Schenkopp. Quien mantuvo a sus hombres a raya y colaboró en todo momento con las ordenes establecidas por el máximo exponente de las tropas del Punto Fenix.-hizo una pausa volviendo a ordenar toda aquella historia.- El sargento Lenz parecía una bestia con el rostro desencajado, babeando como un animal, pistola en mano y las manos por delante tratando de abatir al medicae Comisario. Estaba totalmente fuera de si señor, era algo antinatural. Se le advirtió en varias ocasiones que depusiera su actitud, pero no hizo caso Señor, parecía movido única y exclusivamente por el ansia de segar la vida de nuestro oficial medico. Tuvimos que actuar con celeridad para contener la plaga Señor, gracias a dicha actuación nadie más que yo sepa ha presentado síntomas de infección-el soldado quedó a expensas de los mandos por si deseaban hacerle alguna pregunta más, sino se retiraría y volvería al banco de los testigos.

Albius estaba esperando su turno para poder declarar, viendo como aquel Sargento que le había caído bien por su arrojo y valor, por su liderazgo y empatía, cometía un error, uno que probablemente le costara la vida. Hacerle perder el tiempo a un Comisario General sin pruebas de ningún tipo. Daba igual que te cayera bien o mal el acusado, que declararas a favor o en contra. Lo importante eran las pruebas. Visuales, auditivas, sensoriales, palpables. Sin pruebas, eras una pérdida de tiempo. Y hacerle perder el tiempo a un Comisario, era una falta grave. Hacérselo al General de los Comisarios... 

Albius se sorprendió cuando el Comisario Malatesta intercedió por Anthony, y más aún cuando el Comisario General tuvo a bien rebajar la pena de un tiro de plasma en la cabeza a tres latigazos. Pero el ejecutor de la pena demostró ser un experto en su uso. Apenas bastaron dos golpes para destrozar, literalmente, el cuerpo del acusado. 

Albius giró ligeramente la cabeza para mirar a Flavia y encogió ligeramente los hombros, también usó ése movimiento para concederle a aquel hombre unos segundos de intimidad en su muerte No era agradable, de hecho Albius hubiera deseado que le hubieran asignado primera línea en la próxima batalla para que hubiera muerto matando herejes, pero el castigo había sido justo. Negó con la cabeza porque por un lado la elección de Anthony había sido una soberana estupidez y por otro lado era una pérdida de material bélico. Eso sí, quizás así el resto de presentes se abstuvieran de cometer tales tonterías delante de los altos mandos. 

Se percató, una vez más, de que el Emperador en verdad les había sonreído cuando el Inquisidor decidió ponerlos bajo su mando en lugar de ejecutarlos por el episodio con los arbitres. ¿Influiría eso en el juicio o se pasaría por alto? 

Pronto, otros escoltas partieron en busca de una bolsa para cadáveres. Mientras tanto, el relato de Quintus se fue desarrollando, con las miradas de los tres comisarios fijas en él. Cuando acabó su testimonio, el comisario general miró a Malatesta. Sacó la pistola de plasma, dejándola reposar sobre el atril, un pequeño y contundente mensaje, antes de añadir.

-Su turno. ¿Algo que quiera preguntar o señalar del testimonio del testigo? ¿Algún añadido?

-Con la venia-dijo, levantándose. 

-En primer lugar, me gustaría señalar que se ha referido que el difunto estaba "fuera de sí" o que "parecía una bestia". Estos testimonios, a juzgar por mis indagaciones, van a repetirse en prácticamente todos los testigos. No puedo afirmar con rotundidad qué ocurría al sargento Lenz, pero desde luego parece ser que reaccionó con extrema violencia. Así mismo, entrego al tribunal la grabación A.080400147, correspondiente al emisor vox del sargento Druso. En ella se puede escuchar con claridad al sargento informando de los reconocimientos. Nada más.

Tras aquella intervención, le llegó el turno a Levinge, que se levantó con una seguridad bastante inquietante, más aún después de aquel testimonio. 

-Con la venia, señoría. 

-En primer lugar-dijo, paseando por la sala y con ambas manos a la espalda-me gustaría señalar que el especialista Quintus ha referido que el sargento Druso solicitó-relató, incidiendo especialmente en esa última palabra-la colaboración de todos los vagones. Insisto en el término: solicitó. No ordenó, solicitó. Adicionalmente, a raíz del testimonio de nuestro testigo, me surgen algunas dudas-replicó, sacando de su abrigo una placa de datos.

-Creo que tanto nuestro honorable juez como mi tristemente equivocado compañero Malatesta poseen una copia de los datos de los testigos, lo que incluye la hoja de servicio de todos ellos. Veamos... Especialista en armas Quintus Noctis... Es curioso. Creo que ha mencionado unos "claros signos de infección" y una conducta "antinatural"... Pero en sus datos no veo que tenga usted formación alguna en tratamientos médicos, mucho menos que haya sido instruido para dar caza al Enemigo. ¿Es usted acaso un sanitario? ¿Un Inquisidor tal vez? Yo creo que no. Por tanto, ¿cómo puede afirmar con tal rotundidad que el tristemente fallecido sargento estaba infectado, o peor aún, que había sido manchado? La respuesta es simple: no puede. 

-¡Pero eso no es lo peor!-exclamó, encarándose al especialista en armas-ha dicho... Repito, ha dicho que el encausado tenía el rostro desencajado y babeaba como un animal. Todos lo hemos oído. Ante estas palabras, presento ante el tribunal la siguiente pictografía recuperada del malogrado vagón-dijo, sacando de su abrigo una imagen que reflejaba la investigación de la escena, en concreto un cadáver lacerado en varios puntos por la explosión, apenas entero... Pero en el que se reconocían los galones de sargento del 303º de Fezzorn, trozos de armadura antifrag y, junto con el casco calcinado, una máscara respiratoria medio machacada y fundida sobre el rostro muerto... Pero presente. 

-¡La víctima no se retiró en ningún momento la máscara respiratoria del regimiento! ¡Todo el regimiento tiene una! ¿Cómo va a ver ningún rostro a través de la máscara? Quedó agujereada por esta... Carnicería. Pero poco sería visible, más allá de los restos de un hombre inocente acribillado. Es decir, el testigo ¡miente!

-¡Por favor!-replicó, un indignado Malatesta-¡Es poco menos que una chorrada, podría haberse movido la máscara!-exclamó, y puede que hubiera seguido, de no haber alzado el comisario general la mano en aquel momento, con un gesto cortante. 

Flavia no había visto mucho del gesto de Albius, tras la muerte de Anthony había agachado la cabeza y solo la levantaba para mirar cuando alguno de los presentes sacaba algún objeto físico que aportar al juicio, el resto del tiempo sus labios se movían como si intentara organizar pensamientos en su mente.

parecía que mi intervención no iba a ser necesaria, pero la muerte del sargento de los milicianos había sido excesiva, si alguna vez iba a tener que ser ejecutado, prefería la muerte con el plasma, mil veces a los golpes de aquel latigo del infierno, pero consigo contener la asquerosidad que siento al ver ese terrible acto.

-Creía haber dicho que no iba a tolerar mentiras-replicó el Comisario General, bajando la mano con la que había mandado callar a Malatesta, dejándola cerrada alrededor de la empuñadura de su pistola de plasma. Iba a matar a Quintus allí mismo, todos lo sabían... Pero en ese momento, pasó la mirada por los restos sanguinolientos de Anthony. Y tras un par de segundos, suspiró lentamente. 

-Tiene exactamente treinta segundos para abandonar mi presencia, especialista Noctis. No quiero verle por aquí. 

Por supuesto, Quintus no perdió ni un segundo en cumplir aquella orden. Apenas saludó marcialmente antes de salir corriendo por la puerta, como si huyera de los mismísimos demonios.