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Taller de relatos cortos

Relato "No Evaristo" - Paladin Taza [INDEPENDIENTE]

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04/01/2013, 18:12
Paladin Taza

 

No Evaristo

Una gamberrada fuera de concurso. Espero que os resulte entretenida.

Evaristo Gómez tiene 28 años, vive en la Calle Constitución número 19, sexto primera, mide un metro setenta y cuatro y pesa setenta y dos kilogramos. Se licenció en derecho con veintitrés años, y tres años después fue contratado en Sopair Comercial como administrativo.


Un sábado por la tarde su hermana María Gómez, soltera, treinta y cinco años, tres gatos y un Opel Corsa, le llamó muy contenta porque le había tocado la quiniela. — ¡Es la primera vez que la echo! ¡Un pleno al quince! Evaristo, ¡podré pagar los atrasos! ¿Y sabes qué es lo mejor?


— Qué bien María, eso está muy bien. —Una voz monótona y algo distraída. — Con el agobio que tienes últimamente con el dinero. Qué, ¿qué es lo mejor?


— Sí, estaba a punto de tirar la toalla. Las deudas me… me… Bueno, lo mejor es… ¡Es que no te lo vas a creer!


— Jajaja. A ver, dime, no le des tantas vueltas.


— Que un vidente me dijo que echase la quiniela justo ayer.


— Anda ya.


— ¡Que sí, que sí! Me dijo que había conectado con alfa y… 


— Por favor, ¿me lo dices en serio?


— Sí, sí. Está en un puesto de la feria medieval. Mira, no se van hasta mañana. Tú también estás muy agobiado, he pensado que…


— ¿Quieres que me busque novia? Jajaja.


— Sí, sí, ríete, pero tú esta tarde te vienes al pueblo conmigo. Por probar no se pierde nada. Y así te da el aire, que tienes cara de acelga.


— María, estoy muy cansado.


Evaristo accedió igualmente, pues sus planes no iban mucho más allá que cenar pizza y ver Ironman 2. Pero cuando llegaron allí, el puesto del vidente había desaparecido. En su lugar, un gran charco de barro les devolvía a María y Evaristo sus reflejos decepcionados.


— Bueno, vamos a comer algo. Hay un puesto donde hacen cosas con especias. —María parecía decepcionada, pero Evaristo suspiró con cierto alivio.


Al llegar al puesto María gritó. — ¡Mira, está allí!— Un hombre de tez morena y larga barba blanca hablaba en voz baja con la encargada del puesto de comida. Aparte de esto, el conjunto no era muy impresionante. Vestía un chándal azul y unos calcetines blancos bajo las sandalias. Los dos hermanos se acercaron hasta el vidente para saludarle.


— Bortighanm, este es Evaristo. —El hombre parecía un poco molesto por la interrupción, pero se repuso cortésmente.


— Enchanté. —Estrechó lánguidamente la mano de Evaristo y de repente espetó. —Uh, aburrimiento.


— ¿Perdone? —Evaristo frunció el ceño, sin comprender.


— Mmm, Syón tetara glasht…mmm persei… ¡ABURRIMIENTO! –Una señora que cotilleaba el puesto aceleró el paso y se alejó de allí discretamente. — ¡Eso he dicho!


— Aham, ya. Entiendo. Bueno, verá…


— ¿QUÉ quiere de mí, Evarisssto? —Su castizo nombre sonó exótico y oriental. Evaristo se imaginó a su hermana contestándole aquella misma pregunta al vidente. Diciendo sin apenas pensar, la palabra que la tenía obsesionada: dinero.


Miró a su hermana, con las cejas levantadas. — Pregúnteselo a ella, que me ha arrastrado hasta aquí.— Pensó. La encargada del puesto de comida observaba con la espumadera en vilo mientras una masa blanquecina se freía entre aromas especiados. Más allá,  el silencio se extendía como una mortaja. Forzado por las circunstancias y contento con su ocurrencia, sonrió y retó al tal Bortighanm con su demanda.


— La VERDAD. —Evaristo asintió satisfecho tras pronunciar estas palabras. De golpe, el bullicio de los puestos se reactivó, aunque nadie pareció darse cuenta de ello. Bortighanm asintió y cerró los ojos. —Mi hermana se cree que usted es el responsable de que le haya tocado la… —Continuó Evaristo.


Bortighanm le detuvo con un imperioso ademán y una extraña genuflexión. —SEA. —Le dio un golpecito con el dedo meñique en la frente, justo en el extremo de la ceja izquierda. Se dio la vuelta y desapareció con paso rápido entre los puestos.


Evaristo parpadeó, totalmente confundido.


— ¿Ves? —Le espetó su hermana. —Si fuese un charlatán como piensas te habría cobrado. Ese hombre es realmente… especial. —María observaba las espaldas de Bortighanm mientras se alejaba. Quizás con admiración, quizás sintiendo algo más.


— Ya, claro. Bueno, vamos a ver el puesto de espadas.


Evaristo se olvidó de lo sucedido y se decidió a afrontar como siempre otra aburrida semana laboral. Aquel lunes se le presentó tan nublado y cuesta arriba como todos los lunes de otoño. Desayunó su plato de cereales integrales, se duchó, se afeitó y visitó el retrete. Hasta aquí todo normal.


Y es que mientras se anudaba la corbata gris de los lunes vio, un poco más allá de la ceja izquierda, una extraña discontinuidad que palpitaba y vibraba, a escasos centímetros de su dilatada y sorprendida pupila. Al principio era como una protuberancia difuminada, una mota de nada en el extremo más alejado de su ceja izquierda. Pero mirando con más atención, el cuadro de los girasoles de Van Gogh se asomaba con timidez desde el otro lado de la habitación.


— ¿Cómo puede ser esto? ¿Me habrá sentado mal el desayuno? —Se dijo Evaristo.


Aquel extraño orificio seguía en su sitio, soportando su sorprendida mirada. Parecía que una fantasmal bala le hubiera atravesado limpiamente, sin dolor ni sangre. Su laberíntico e imaginativo cerebro le llevó a pensar que tenía las dimensiones perfectas para albergar un bic.


Abrió el botiquín y se puso una tirita de entrada, con mucho cuidado de no sepultar bajo ellas parte alguna de sus cejas y no iniciar ningún tipo de tortura doméstica, y se colocó el pelo para ocultar el orificio de salida. ¿Qué otra cosa podía hacer? No conocía ningún caso similar. No podía ir al centro de salud de esa guisa. Seguro que la Seguridad Social tampoco se lo cubriría. Se imaginó a sí mismo diciéndole a la apática enfermera de turno. — Mire usted, me ha salido un agujero en la cabeza.


Fue al trabajo y se olvidó por completo de su discontinuidad. Por la noche, estaba tan cansado que no tuvo tiempo de preocuparse por su agujero.


Al día siguiente, el agujero había aumentado considerablemente de tamaño, ahora albergaría perfectamente una salchicha de Frankfurt de las finas, no de las que vienen rellenas de chorizo o queso. Al mismo tiempo, podía observarse en sus bordes un curioso efecto de difuminado. Como si su cráneo y su encéfalo se estuviesen desvaneciendo bajo el avance de la nada.


— Maldita sea. Parezco un maniquí de colegio.


Se imaginó a sí mismo desmontado por capas, de forma que sus recovecos interiores quedasen expuestos al ojo curioso de sus antiguos compañeros de clase. Colocado sobre la mesa del profesor para satisfacer la mofa de toda la muchachada. Decidió ponerse una gorra negra que dormitaba en algún rincón del armario y fue al trabajo.


Allí, el encargado de su sección, un tal Martín Alcolea del Villar, sorprendido y quizás molesto por la indumentaria, fue a hacerle una visita.


— ¿Y esa gorra? —El sujeto se colocó las manos delante de la boca para imitar el sonido de un altavoz. —Un Whopperdoble con queso y bacon. — En el escritorio contiguo, Almudena Peña Narváez se rió con su típica mirada ratuna. — ¿Te estás quedando calvo o es que vas de moderno? Jajaja.


— Mal rayo os parta. — Pensó Evaristo.


Al día siguiente, la discontinuidad había aumentado tanto su tamaño que Evaristo profirió un grito de terror que debió de oírse por todo el bloque. La mitad izquierda de su cara había desaparecido, salvo por una parte de su mandíbula inferior y su frente. Parecía un folio taladrado para ser encuadernado. Se echó las manos a la cabeza, pero le costó dar con la parte izquierda de lo que aún le quedaba.


No salió de casa en todo el día pero sobre las doce y media, su encargado le llamó desde la oficina. —Oye Evaristo, ¿es que no piensas venir por aquí? ¿Estás bien?


— Perfectamente. Bueno, me dolía un poco la cabeza.


— Ya, bueno. No faltes mañana entonces. Tenemos que acabar el inventario.


— Oye, igual podría hacerlo desde casa. Aún me duele un poco y…


— Bueno, mira. No digas tonterías. Ven si te encuentras bien y si no también, estamos algo pillados con el puto inventario. Y si no coge la baja. ¡CLIC!


Evaristo colgó y se preparó un café bien cargado, pero se le derramó todo por el borde diáfano de su discontinuidad. Lloró frente al espejo, mientras veía cómo los bordes difuminados seguían ganando terreno y aumentando el tamaño de la porción “No-Evaristo” de su cuerpo.


A duras penas se tragó unas pastillas tranquilizantes y se puso el despertador bien pronto para llegar antes a la oficina y terminar el inventario.


A la mañana siguiente no se podía creer la imagen que veía en el espejo. O mejor dicho, no se podía creer la imagen que no veía. Su cuerpo había desaparecido hasta la altura de la cintura. De nuevo podía verse nítidamente  un perfecto corte que haría las delicias de cualquier aspirante a medicina. Intentó gritar, pero ya no tenía ni cuerdas vocales ni garganta. Como tampoco podía desplomarse, dejó caer sus piernas en el sofá, pero le fue imposible encender la televisión al carecer de brazos.


Comenzó a reflexionar acerca de su difícil situación. La porción “No-Evaristo” ganaba terreno minuto a minuto y su avance era visible a simple vista.


Cuando quiso levantarse, no era más que un par de zapatos. Corrieron hasta la puerta y chocaron contra ella febrilmente hasta quedar detenidos para siempre. En el último suspiro que vivió, el alma de Evaristo alcanzó la iluminación. —No soy nada.


  Y se desvaneció.