Partida Rol por web

Sil Auressë

[20] Epílogo

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13/01/2019, 23:54
Aaren

 

El Ermitaño Errante

 

El implacable manto de la noche se cernía inexorable sobre la meseta cardolanii, sus negros brazos se extendían a través de la llanura arrastrando una sombra de miedo sobre los corazones de las gentes de Sil Auressë y sus fríos dedos descarnados congelaban las esperanzas de mujeres y niños, encogiendo y aplacando el coraje de los más aguerridos luchadores.

Era tarde, y el frio otoñal atenazaba los sentidos. La oscuridad había ganado su eterna lucha con el sol, pero el cielo estaba despejado y una luz de esperanza iluminaba todavía el firmamento. Un reguero de estrellas se estremecía en lo alto, confiriéndole el aspecto de una lúgubre marcha fantasmal.

Aaren se demoró un tiempo en el exterior de la taberna, cuando todos hubieron entrado. Como tantas otras veces, cuando era apenas un muchacho, sus ojos se perdieron en la procesión de luces que bailaban centelleando sobre el escenario que propiciaba la bóveda celeste. Desde muy joven ya, su hipnótico baile le había fascinado, atrapando su mente en un velo de ensoñaciones. No necesitaba más que observar aquella sinfonía de astros luminosos para sentirse transportado a un mundo completamente diferente. Un mundo donde todas las penurias de la Tierra Media carecían de importancia.

Podía sentir la calidez que emanaba de aquellas luces y absorberla como hacían las hojas de los árboles. Allí estaban Borgil de rojo carmesí, y a su lado Morwinyen, “la chispa del crepúsculo” que tantas noches le había salvado de la locura en sus días de encierro. Cerca de ellas Telumendil y Menelgavor los gemelos que ansiaban eternamente encontrarse con sus manos extendidas, sin lograrlo nunca. La corona de Durin, a la que los hombres llamaban el carro y su favorita, Soronume, que como su padre le había contado una vez significaba Águila del Oeste, o el Águila que desciende. Pero sobre todos brillaba majestuosa Isil la doncella que les había acompañado durante la Batalla de la Loma oscureciendo el sol.

Aquella tarde la doncella había sangrado tiñendo de rojo el horizonte Sil Auressë, pero ahora brillaba con renovadas fuerzas, y un fulgor claro y plateado bañaba las copas de los arboles cercanos como vertidos desde un cántaro mágico. La oscuridad había sido rechazada y su amplia sonrisa, más amable que nunca se mostraba ahora en todo su esplendor.

Su mente viajo de nuevo en el tiempo, y volvió al Lago Nenuial con su padre y su hermana...miraba ahora a través de los ojos de Soronwe, y era un águila...y a lo lejos, entre los árboles, encontró los iris de su madre y de su hermana y los fuertes brazos de su padre... Pero el águila no se detuvo y siguió avanzando, surcando el cielo con rapidez. A lo lejos, se recortaba ya la silueta de las Montañas Azules, y tras ellas, una nube negra crecía grotesca y desesperada. De su núcleo ponzoñoso irradiaban relámpagos sombríos, augurios de tormenta y tempestades.

El águila se acercó a la vertiente oriental de las montañas y se refugió en una pequeña oquedad entre las rocas, pero una vez más, no se detuvo y se adentró en el corazón de la montaña descendiendo por sus entrañas. Y el corazón de Aaren se encogió, pues había regresado a Rakkas Dum. A las estancias profundas de los orcos, y desde los agudos ojos de Soronwe pudo observar las mazmorras que tan bien conocía, y los brillantes ojos rojos de los orcos brillando maliciosamente en la oscuridad..

Allí atisbó la figura de su amigo Thorian, y los lamentos de los condenados. Al fondo de una de las galerías, un niño sollozaba en la oscuridad de una celda húmeda y maloliente, tan solo iluminada por un débil rayo de luz de luna que se filtraba por una abertura en el techo. El águila atravesó la estancia reparando apenas en la figura del muchacho que sostenía en sus brazos el cuerpo de otro niño...y se perdió por el orificio del techo.

Un impulso de luz ilumino entonces la visión del sueño como un sol cegador cuando el águila atravesó las rocas y salió de nuevo al exterior. Un sol radiante brillaba en lo alto y la meseta cardolanii se abría ante él. Abajo quedaba el Nenuial, donde un hombre y un enano se despedían sobre la orilla del lago. El hombre contemplaba su rostro reflejado en la superficie del lago y lloraba por un pasado que se había perdido para siempre. Pero el águila tampoco se detuvo. Voló y voló, cada vez más alto y más rápido, sin descanso, y cruzó Eriador en dirección sudeste. Tras un largo trayecto planeando las corrientes provenientes del Belagaer descendió y pareció buscar descanso en las ramas de un árbol que crecía a los pies del camino. Allí había una posada, siete estrellas dominaban su entrada y en su interior, una escena se representaba. Soronwe escruto a través de las ventanas y su penetrante vista se recreó en lo que allí sucedía. Dos perros salvajes peleaban espalda con espalda contra una jauría de lobos. Uno era blanco como la nieve, el otro gris, como un puñado de ceniza que recién se desprende de las ascuas de la hoguera. Uno de ellos, el blanco, vestía un collar negro con un grabado: un escudo blanco y luminoso, sobre una luna creciente. El otro, llevaba un collar blanco y en su centro un águila desplegaba sus alas contra una luna menguante. Los hombres sometieron a los lobos y sus cuerpos se fundían en un abrazo cuando el águila retomo el vuelo de nuevo.

La visión se tornó entonces más artificial, como un bosquejo perfilado sobre un pergamino inmaculado. Sus alas se desplegaron contra un cielo blanco y un horizonte desprovisto de color y rociaron el viento de tinta gris y ocre con cada aleteo. Una gran loma se distinguía en levante y hacia allí se dirigió.

Sobrevoló una granja y en los tejados de los graneros vio la sombra de un hombre encapuchado que se abalanzaba con letal precisión sobre un par de orcos. Los caballos relinchaban en las cuadras donde el crepitar de las llamas y un humo blanco envolvieron la escena. Entonces el cielo se oscureció y el águila volvió su vista al firmamento unos instantes, para cuando sus ojos volvieron a la tierra, abajo, una sombra negra se extendía sobre la llanura rodeando la loma. Crecía y crecía amenazando con cubrirlo todo de oscuridad. Pero en aquel momento el sol se manchó de rojo y la luna pareció llorar gotas de sangre. Cuando aquellas lagrimas alcanzaron la llanura formaron un torrente rojo carmesí y el torrente se precipitó ladera abajo como una roja tempestad y a medida que se acercaba a la sombra se hacía más grande e intenso, y cuando golpeó a la oscuridad se había transformado ya en una lanza que atravesó la sombra como una saeta inquebrantable y la sangre tiño de rojo de llanura.

Soronwe replegó sus alas, descendió en picado sobre la tierra para abrirlas tan solo cuando el suelo estuvo a punto de devorarla y empezó a rasear el campo de batalla. Y una vez más, Aaren se reconoció tendido en la arena de la Loma. Un hombre gritaba un nombre con una flecha clavada en la espalda, no podía oírlo, pero un nombre conocido se dibujó en su mente como grabado fuego sobre su frente. No muy lejos de donde se encontraba, otro respondía con un alarido ensordecedor, terrorífico. Estaba postrado de rodillas, y numerosas saetas atravesaban su cuerpo. Su sangre cubrió el último rastro de sombra y el águila retomo el vuelo y ganó altura de nuevo. Subió y subió, y enfrente se alzaba un gran acantilado con un estrecho desfiladero. Se internó por el desfiladero y sorteó una lluvia de rocas, atrás sonaban los lamentos de los lobos y unos puntos rojos se apagaban entre las piedras.

Cuando finalmente superó el desfiladero una nueva visión se abrió ante él. La llanura se dividía límpida a ambos lados, y en el fondo, un castillo de arena coronado por un sol radiante se elevaba en el promontorio que dominaba los alrededores. A los pies de castillo, una batalla se libraba. Un hombre de escudo blanco daba órdenes y arengaba a las masas. Mientras, en el vado, un guerrero rubio abría un huargo de par en par, atravesándolo con una espada inmensa y más allá, un encapuchado se dirigía al galope hacia las puertas del castillo. En las almenas, rostros amigos lo recibían con una sonrisa. Un hombre sombrío alzó su brazo y silbó con fuerza. Estaba muy lejos, pero podía percibirlo con claridad, una capucha le cubría el rostro pero el animal no dudó en dirigirse a su encuentro. El águila se precipitó sobre la más alta torre del castillo y se posó en el hombro de aquel hombre. En su brazo portaba un ribete de color gris. En él había dibujado un emblema que pudo diferenciar con total claridad: una media luna roja sobre un fondo negro del que partía un destello de luz amarilla. Su rostro empezaba a despuntar bajo la capucha y una gran sonrisa se atisbaba. Pero cuando por fin iba este iba a revelarse, una intensa luz tomo su lugar, y Aaren, desconcertado y algo aturdido por aquel destello cegador, regresó de nuevo a la taberna, sus ojos perdidos en la luz de Isil y una mano en su hombro que lo llamaba.

Era su amigo Theon, dentro lo esperaban...

Aaren sonrió a su amigo y lo acompaño a la entrada. Antes de entrar, los dos halcones se abrazaron. Las palabras no fueron necesarias. Ambos se alegraban de estar vivos.
La noche era joven todavía, y nadie entonces, de cuantos habrían de reunirse en aquel rincón de Sil Auressë, amigos y camaradas, podría siquiera imaginar los grandes frutos que en años venideros germinarían de las semillas que aquella noche se plantarían alrededor del fuego de un humilde hogar de taberna.

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13/01/2019, 23:56
Theon

El águila y las estrellas

 

La noche se alzaba sobre la aldea de Sil Auressë, las estrellas cubrían el firmamento dándole vida a una oscuridad que ya no resultaba tan amenazadora. Theon caminaba por la plaza central, se escuchaban risas, voces, música, sonidos que hacía tiempo no oía. Apenas un par de semanas atrás había presenciado otra noche, diferente a todas, en la que el sol se puso rojo antes de desaparecer, esa oscuridad traía consigo una amenaza desoladora, pero ese tiempo había quedado atrás. El pueblo iba cobrando vida poco a poco, y todo eso hacía que su lucha hubiese valido la pena. Caminó rumbo a la taberna y a pasos de la entrada vio a un viejo amigo. 

- ¡Aaren!- dijo con entusiasmo, y estrecharon sus brazos en un cordial saludo.

La Casa Común, ahora rebautizada como el Descanso del Guerrero, estaba a sus espaldas, como meses atrás lo había estado la taberna de las Siete Estrellas en la lejana ciudad de Fornost. Mucho habían vivido esos dos amigos desde su partida de Arthedain, experiencias que enriquecieron su vida y templaron su corazón. Parecían los mismos pero ya no lo eran, aún así su amistad había permanecido inalterable frente a toda adversidad. Theon observó al montaraz como si hiciese tiempo que no lo viese. Desde que habían llegado a la granja no se había detenido un instante, aún habiendo finalizado los combates, muchas obligaciones pesaban sobre el noble, reuniones en el Othrind organizando las defensas del Castillo, conversaciones con su tío sobre el futuro de Dol Tinaré, informes al Capitán del Garan Gwalorn, visitas frecuentes a los hombres de Lord Echorion, y aún tenía un sinfín de tareas por delante, entre las que priorizaba las conversaciones pendientes con Girión y Arthondir. Pero las obligaciones le habían hecho pasar por alto a una de las personas más trascendentes de su vida, y ahora estaba frente a él, sin el peso del deber a sus espaldas.

- Amigo, no he tenido oportunidad de agradecerte - dijo, poniendo su mano en el hombro de Aaren - Me has salvado la vida en varias ocasiones, me has acompañado a batallas que no eran tuyas, has confiado en mí cuando nadie más lo hacía, has sido mi soporte cuando la adversidad parecía vencer. Gracias por todo eso, jamás lo olvidaré - el joven noble se sintió conmovido al compartir ese momento con su compañero de camino, un viaje que tal vez llegaría a su final.

- El águila es libre y vuela sola, por más que lo intenten, los demás no pueden seguirla - su tono denotaba dejos de tristeza - Tarde o temprano tendrás que volar, Aaren. Yo he encontrado el lugar que buscaba, mi tierra, mi familia, mi pueblo, y tengo por delante contribuir a la gestación de un nuevo reino, algo que hasta hace poco era un mero sueño y ahora comienza a tomar forma. Pero no puedo pedirte que te quedes a mi lado por siempre, ambos lo sabemos desde que nos conocimos - la vida del montaraz había sido errante, explorando tierras lejanas y en comunión con una naturaleza que Theon apenas comprendía - Hagas lo que hagas, quiero que sepas que siempre tendrás un amigo en mí - Un fuerte abrazo puso fin a sus palabras, y el silencio sobrevino entre los dos.

Dio un paso hacia atrás, dispuesto a entrar a la taberna, pero antes de alejarse reflexionó en voz alta - Tal vez tengamos algo que aprender de esta tierra de lobos, ellos han sobrevivido desde tiempos antiguos en este lugar. Encontrar nuestra manada puede que sea el mejor modo de atravesar los difíciles tiempos por venir -  aunque estoy seguro que ya la hemos encontrado, pensó mientras avanzaba hacia la entrada.  

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13/01/2019, 23:58
Aaren

El reencuentro del amigo

 

Aaren era consciente de que las aspiraciones de Theon lo llevarían demasiado alto, mucho más lejos de lo que ningún Halcón podría volar. Aquello lo entristecía y alegraba por igual. Su amigo había venido al mundo para realizar increíbles hazañas y llevar a cabo grandes obras. Existía en él una luz que brillaba con más fuerza que en ningún otro hombre al que hubiese conocido incluido su gran amigo Thorian, Aaren podía verlo con sus ojos penetrantes. Y sabía que esa luz le proporcionaría un puesto de privilegio entre los grandes hombres de la historia, un lugar que el joven águila jamás podría alcanzar.

Escuchó a su amigo con la misma emoción con la que había contemplado a Thorian tantos años atrás en Rakhas-Dum el dia que pusieron fin a su encierro...y le devolvió sus cumplidos.

-Gracias a ti Theon, mi amigo, mi hermano en esta tierra todavía extraña para mí, pues dices que te he salvado la vida cuando en realidad ha sido al contrario. Ahora lo veo con claridad. Tus batallas son ahora las mías, al igual que las mías han sido las tuyas. Tu amistad me ha ayudado a encontrar mi camino tras un largo tiempo en las sombras, y si ahora veo la luz que me guía, es sin lugar a dudas gracias a ti.

Abrazó a su amigo y se quedo un momento observándolo mientras sujetaba sus hombros con las manos.

-En verdad el águila es libre y sola ha de volar hasta el fin de los días...y sin embargo nunca alcanzará con sus alas terrenales la gloria y altura que a ti te esperan amigo.

-Pero descuida, pues águila y halcón volverán a cruzar sus caminos, y entre ellos existirá siempre un vínculo, uno más fuerte que las raíces de la tierra, pues no existen en él ataduras que puedan debilitarse con el tiempo.

Las palabras de Theon sacudieron el solitario corazón de Aaren
-He aquí un amigo y un fiel servidor, pues te aseguro Theon, que hoy y por siempre, hasta el día de mi despedida, solo Thorian de entre todos y cuantos he conocido, se ha ganado mi confianza como tú.

Qué los lobos se queden su manada...pensó mientras se dirigían a la puerta de la posada...nosotros tenemos el firmamento.

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13/01/2019, 23:59
Arthondir

Inquietudes de un viajero

 

Arthondir había escogido una mesa apartada en el Descanso del Guerrero, propio de él, quizá como inconsciente reflejo de su estado de ánimo. Sinceramente nunca había parecido pertenecer a un lugar solamente, y si bien no tenía problemas para relacionarse, los últimos acontecimientos lo tenían turbado. La locura de la guerra lo había alcanzado o, más bien él mismo se había zambullido de lleno en ella. Había tomado decisiones y obrado en consecuencia, había recorrido caminos que ya no podría desandar, había cambiado como persona, por dentro y por fuera, reflexionó mientras sujetaba su muñeca fracturada, que mejoraba por momentos. Aún recordaba como comenzó todo, vívidas eran las caras de su padre y su hermano, sentados a la mesa debatiendo sobre el devenir del mundo libre, un atisbo de sonrisa floreció al recordar a su hermano, él sí que hubiera desempeñado un buen papel en todo esto, se preguntaba qué le habría encomendado padre, y si estaría a salvo.

Desde que abandonó Metraith, ya al servicio de Lord Echorion, se había centrado en sus labores, disfrutando de sus pequeños permisos para seguir la pista de su tío, el cual vagaba sin rumbo aparente por Cardolan, era astuto pero la edad lo había hecho descuidado, ¿o acaso aquellos rastros no eran más que migajas dejadas por un maestro que se compadece de su alumno? Aquello le recordó tiempos más felices, a su infancia, los juegos con los que su tío le enseño a cazar y a moverse por los bosques, incluso a pedir la ayuda de la naturaleza y, en su caso obtener respuesta. De gran fortuna consideraba el haber encontrado a la tribu de los Lobos, los cuales parecían compartir algún tipo de vínculo con él, desconocido para Arthondir por completo, sin embargo los aciagos acontecimientos provocaron su pronta despedida y al partir, las posibilidades de seguir la pista de su tío menguaron en gran medida. No fue sino de una muy grata sorpresa la aparición de Dos Colmillos en el castillo, la cual aprovechó de buena manera, cuando, aprovechando la presencia de Acero Rojo, les preguntó de nuevo por el Guía de los Lobos, sin tapujos esta vez, quería respuestas, y sinceramente, creía estar en el derecho de recibirlas, la conversación con ambos fue esclarecedora, sin embargo Arthondir había adquirido compromisos en Sil Auressë, a título personal, que no le permitirían a priori seguir los pasos de su querido tío, sin embargo, algo dentro de él sabía que estaba haciendo lo correcto.

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14/01/2019, 00:00
Theon

Las semillas arthedainii

 

La taberna estaba más concurrida de lo que Theon esperaba para una aldea pequeña, el ambiente era agradable y había caras conocidas entre los presentes. En una de las mesas estaba Arthondir, un hombre de Echorion con quien había compartido poco tiempo y que aún así había dejado su huella. Había surgido un respeto espontáneo y la certeza de que tenían mucho en común apenas se encontraron, sin embargo también tenían una herida abierta que los había distanciado. Se acercó hacia él, tras saludarlo se sentó en la misma mesa y compartieron una cerveza tibia.

- Arthondir, días atrás en esta aldea relevaste las tropas enemigas y me diste los bosquejos que permitieron llegar al Castillo con éxito. Tus ideas ingeniosas, tu coraje y tu compromiso hacia la promesa de salvar a esa niña han sido de gran ayuda. Tu labor fue silenciosa, y aunque tal vez haya pasado desapercibida para algunos, no lo ha sido para mí. Te agradezco todo lo que has hecho - sus palabras eran sinceras. Pero su semblante pronto se oscureció, sacó de uno de sus bolsillos una nota que llevaba consigo desde que la había recibido, y la desplegó sobre la mesa - Te echamos de menos en el combate, tu presencia nos hacía falta...- el dolor de la muerte de los jinetes lo atravesaba, pagamos un costo innecesario, si sólo hubieses confiado en mí, pensó - Aún no me explico porque me diste la espalda en un momento tan crítico, pero te conozco lo suficiente para saber que habrás tenido un buen motivo - dijo, e hizo una pausa.

La respuesta que escuchó ayudó a sanar su vínculo, aunque también marcaba sus diferencias. Theon prefería pensar antes de actuar y se había preparado para liderar pequeños grupos en batallas, por su formación y por su experiencia, para él era imprescindible respetar la autoridad, trabajar en equipo, coordinar los esfuerzos y atenerse a un plan, a sabiendas de que surgirían vicisitudes e imprevistos que deberían resolver cuando estuviesen frente a ellos. Pero Arthondir era un hombre independiente, inteligente, con ideas propias, principios firmes y valentía, era de los que se movían mejor solos. Con la convicción de que ambos eran hombres de bien y que sus diferencias en lugar de separarlos podían complementarlos, dejó atrás el amargo sabor y continuó hablando con más confianza. 

- Cuando nos conocimos me hablaste de tu fidelidad a Lord Echorion, como verás yo me he sacado el ribete rojo del brazo pero de ningún modo me he olvidado de él. Para poder colaborar en el Othrind dejé a un lado mi simpatía por el Príncipe Desterrado y mi aporte es imparcial, comprometido con el futuro de esta aldea y anteponiendo los intereses de todo Dol Tinaré - contempló la reacción de Arthondir y continuó - Conocí a Echorion a través de mi prima Ólanwen hace ya unos años y desde entonces nos une una amistad y una visión de un Cardolan que resurge unificado. Su capacidad de liderazgo va más allá de Girithlin y muchos somos los que vemos en él un gran potencial para lograr ese sueño. ¿Qué es lo que te ha llevado a ti a seguirlo?- preguntó.

A medida que pasaba el tiempo, surgían cada vez más temas para compartir, sin duda tendrían tiempo de profundizar esas conversaciones. Había sin embargo algo que Arthondir había mencionado en el Othrind que había llamado su atención.

-Cuando te presentaste ante los líderes de Sil Auressë mencionaste que venías de Arthedain, ¿de dónde eres? Yo me crié en Fornost, mi madre me llevó allí cuando la gran plaga se cobró la vida de mi padre y de otros familiares. Aunque los últimos años los pasé encerrado en la escuela militar y por unos meses estuve al servicio del Príncipe Minastir, es probable que nos hayamos cruzado sin saberlo... - la conversación continuó, en un tono cordial y ameno, entre recuerdos y buena bebida. Ambos caían en cuentas que su pasado, su presente y su futuro tenían mucho en común, entrelazando sus vidas. 

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14/01/2019, 00:02
Arthondir

O Forven telitha

1

 

Arthondir había perdido la noción del tiempo que llevaba allí sentado, cuando la puerta se abrió una vez más, dejando pasar la fresca brisa nocturna por un instante, lo cual le hizo levantar el rostro y observar al recién llegado. Theon se sentó a su lado, tan seguro de sí mismo. Como siempre le recordaba a su hermano, tenía claro que el joven era varios años menor que él, pero no podía evitar sentirse empequeñecido de la misma manera que cuando trataba con el primogénito de su familia.

Las palabras de Theon alababan sus obras, al menos en la parte que le había tocado, que era más bien poca comparada con el continuo combate de los Garan Gwalorn. Una vez más, se preguntó si era merecedor de portar el lazo rojo de combatiente. No se veía a la altura de tamaños luchadores.

– Agradezco tus palabras – dijo con un ligero rubor, puede que por la cercanía a la hoguera o a la bebida – pero no soy un guerrero, apenas pude mantenerme con vida - respondió mostrando la muñeca hinchada, tras la cual continuaba una mano abotargada y ligeramente enrojecida por la falta de uso. En aquel momento, duras declaraciones de Theon salieron de sus labios y un escalofrío recorrió el cuerpo del dúnadan.

– Denelloth había quedado atrapado tras el muro de fuego, y rodeado de orcos, te avisé mientras volvías del vado, di por hecho que no ibas a dejarle atrás – Arthondir trató de ser lo más diplomático posible en su respuesta, pero tenía claro que no iba a dejar a nadie atrás, no mientras estuviera en su mano – cuando conseguimos atravesar la escuadra orca ya había finalizado vuestro combate con los huargos, y el Maestro Cazador me pidió que acudiera a la forja, para tratar de sumar a los enanos a la lucha – tras esto le relató cómo alentando a Kranz, el líder enano, liberaron las inmediaciones de la forja de enemigos, pero que rehusó acompañarle hasta el castillo, con lo cual partieron de allí Denelloth, Eben, Acero Rojo y él, siguiendo cada uno el camino más cercano para completar su misión. Si bien respetaba a Theon, y comprendía sus acciones y sus palabras, Arthondir no había sido criado en el ámbito militar y de la guerra, y sabía ver las diferencias entre ambos, lo cual no significaba en sí mismo un principio de debate o discordia, sino más bien de conciliación y de complemento. Sin embargo tenía la sensación de que sería harto complicado trabajar codo con codo con alguien como él.

Al poco de sincerarse mutuamente, la plausible tensión que se mascaba entre ambos desde que volvieron al castillo se disipó como la niebla al amanecer, y una charla más amena, relajada y digna de una taberna se instaló entre ambos.

– Lord Echorion, sí... tiene gracia – dijo mientras esbozaba una franca sonrisa – ni siquiera lo he visto en persona, ¿tú sí? Y sin embargo aquí estoy, luchando en su nombre, por un futuro incierto en un reino del que no formo parte. Dime si no es irónico. Supongo que mi familia siempre ha sido una defensora de la luz, a su modo, siempre ha intentado que los pueblos libres sigan siendo eso, libres. Creo que como miembro de los pueblos libres es mi deber, y yo personalmente voy a cumplirlo. Tengo la corazonada de que Echorion puede ser lo que Cardolan necesita, una mano firme pero justa, que unifique las regiones y purgue esta tierra de la enfermedad que la consume. - apenas pudo verse un atisbo de lágrimas al pronunciar esta palabra “enfermedad” pues grande era la pérdida que había sufrido durante la Gran Plaga, y fresco era siempre el dolor de su memoria – es muy noble por tu parte que antepongas los intereses de la aldea a los de tus dominios, Theon, yo llegué aquí por algo similar. Es cierto que formo parte de las tropas del Príncipe Desterrado, como espada libre, pero me fui advertido de la existencia de esta aldea, Sil Auressë, y del significado que puede alcanzar el hecho de que prospere y no caiga en la sombra. Por ello me hallo hoy aquí Theon de Dol Tinaré, y por ello seguiré luchando.

Sin duda Theon era un dúnadan muy interesante, e inteligente, parecían compartir muchas cosas, exceptuando su forma de actuar. Tras la conversación previa y una vez aclaradas sus lealtades, su lazo, que hubiera estado en peligro de romperse días atrás, parecía más firme y unido que hacía sólo unos minutos, tras esto el noble le contó que había estudiado tiempo atrás en Fornost, y en el acto le vino a la cabeza el rostro de su padre, el cual, desde que tenía uso de razón, había abandonado asiduamente el hogar por deberes relacionados para con la corona, Arthondir casi hasta le había cogido manía al nombre, de tantas veces que su padre lo pronunciaba. Sin embargo en este caso no lo recordaba con desgana sino con la ilusión de compartir algo más con su recién avenido compañero.

– ¡Fornost! - alcanzó a decir antes de que su emoción se viera ensombrecida al ver que aquel hombre también había sufrido a causa de aquella vil enfermedad que azotó Eriador – Puede que conozcas a mi padre, Alpharan, de la casa Maethanoss. Nuestra Casa es pequeña, pero bien relacionada. Mi padre viajaba mucho a Fortnost a reuniones y consejos, de hecho es posible que esté en uno de sus viajes mientras hablamos. Sin embargo nuestras propiedades se encuentran más al sur, más cerca del Baranduin... y de Cardolan – le resumió en un tono de complicidad, disfrutando de anécdotas de las que, pese a las diferencias, relataban infancias similares, creando así el principio de una amistad, de la que sólo el tiempo podría decir si proliferaría ante las adversidades que les deparaba el futuro.

Notas de juego

1O Forven telitha! = "Llegará desde el Norte", era el lema de los seguidores de Echorion durante su exilio en Arthedain.

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14/01/2019, 00:06
Agnor

 

El cuento del Matahuargos

 

El muchacho Ornand, el hijo de Horland, aprovechaba la última luz del día para acabar sus tareas en las caballerizas.

Era su momento preferido del día. Con todo lo urgente acabado, podía dedicarse a la tarea que más le gustaba.

Cepillar a Atreo.

Atreo, el joven y brioso corcel, había pasado tantas aventuras y peligros en sus pocos años como muchos otros caballos en toda su vida. Orgulloso, fuerte, rápido, era un fiel compañero, valiente como pocos y aguerrido como ninguno. Algunas heridas de batalla lo demostraban, pues Atreo se había enfrentado a lobos gigantes y malvados orcos con arrojo, tesón y energía infatigable.

Ornand sujetó el cepillo que solo usaba con Atreo, al que reverenciaba por su fama, y lo pasó por el lomo. El señor Agnor le había ordenado que lo cuidara con especial mimo y respeto, y el corcel llevaba días disfrutando del agua más fresca, el heno más verde y la mejor cebada. Y una cantidad más que generosa de pequeñas y aromáticas manzanas rojas.

Algunos opinaban que era un exceso. Otros afirmaban que estaba más que merecido.

El muchacho cepillaba.

—Dejad que os cuente la gesta de mi señor Agnor Guthild el Matahuargos, hijo de Agnavia, que marchó sin tregua y sin pausa por tierras peligrosas y desoladas, en busca de esperanza y ayuda en momentos desesperanzados. Y de cómo volvió montado sobre la tormenta, con ira y acero, y cayó sobre sus enemigos y los enemigos de sus amigos, y cómo trajo la esperanza de nuevo al desesperanzado.

—¿Otra vez?

—Otra vez.

—Sí, cuéntala otra vez. ¿Es verdad todo lo que dicen?

—Es verdad todo y mucho más que eso, ya lo creo.

—Y tanto que lo es. Yo estuve allí. Yo lo vi todo. Y a fe mía que todo es grande y cierto.

—Gracias, amigo. Así es. Así fue. Todo cierto. No hay mortal que se gane el nombre de Matahuargos sin motivo y sin justicia. Y creedme, no hay en estas tierras un jinete ni un matador de lobos como mi señor Agnor Guthild, el que llegó del norte y del este apenas siendo un muchacho pero ya con la espada manchada, de aquella torre a cuyas almenas llega el alegre rumor de la corriente del Men Ceren.

—Nunca estuve allí.

—Yo sí, buenas tierras.

—¿Cómo sigue?

Ornand casi estaba acabando su tarea.

—Un trol de un flechazo. ¡De uno solo! En el ojo clavada el asta, desde lejos y sin cuartel ¡Una proeza de la que puede dar cuenta el señor Tarbrand! En aquellos días, tan cerca y tan lejos, podrían haberle llamado Matratrols. Pero no, todavía teníamos mucho camino por delante, y la espada de los Guthild tenía mucha sangre que verter y mucho que decir desde aquel bosque hasta el último día, cuando la carga de los Garan Gwalorn llevó el acero y la furia sobre orcos y lobos.

—¡Todavía me erizo al recordarla! ¡Qué viento en los cascos! ¡Qué tormenta en las crines! ¡El brillo en los filos y la rabia en las bocas!

—¡Así mismo!

Ornand sonrió cómplice, satisfecho. Había acabado cuando la luz se tornaba dorada y densa, la cercanía de la noche de otoño. Le acercó al hocico una bonita manzana y acarició el morro del caballo.

Se giró y se fue. Mañana sería otro día. Los caballos agitaron sus cabezas como despedida.

—Continúa, compañero, sigue contándonos las aventuras del señor Agnor y su fiel corcel.

—¡Yo lo vi todo!—señaló el caballo del señor Tarbrand.

—Lo viste y lo hiciste, amigo. ¡No te quites méritos! Pero, queridos compañeros… enorme es la dicha de ser el corcel de tan grande amigo y fiel humano. ¿Os conté ya lo del paso de la loma? ¡Qué carga! Mis cascos retumbaban y…

La pequeña Mae refunfuñaba encogida en el taburete. Tenía un brazo en cabestrillo. Su padre, Horland, el criador de caballos de la familia Guthild, la había regañado y obligado a estarse quieta, sentada a su lado en la taberna El Descanso del Guerrero.

Mae era una niña inquieta, imparable. Un duende al que tener el brazo roto no parecía impedirle querer ir de un lado para otro a jugar consigo misma. Agnor la miró divertido. Apenas conocía a la chiquilla, pero le hacía gracia esa actitud tan de chico, tan arrojada y abierta. Su bracito roto no tardaría en curar, como suele ocurrir con los huesos de los niños.

Si no te has roto uno o dos brazos de niño, es que no has amaestrado caballos nunca. Agnor podía recordar sus propias heridas.

Unas heridas de infancia que no hacían sino marcar el camino de toda una vida (corta y joven aún, sí, pero toda) dedicada al dolor y la guerra. El trayecto de Agnor desde la casa de sus padres hasta Sil Auressë, y desde Sil Auressë en ida y vuelta con los Garan Gwalorn, había sido bailando con la espada. Mercenario a las órdenes de los príncipes de Cardolan, veterano de más de una batalla ya antes de llegar a la aldea, Agnor no conocía más que la espada.

El último de los Guthild seguía el legado de la familia. Y pensó que, quizá, su padre y su hermano estuvieran satisfechos por lo que habían visto desde las praderas infinitas. Agnor se estaba labrando un nombre y un destino. ¿Digno de su casa? Todavía estaba por ver.

Mae empezó a juguetear con una miga de pan en la mesa, ya olvidada de su enfado. Los niños olvidan rápido, pensó el guerrero mientras bebía. Mae tardaría en olvidar el horror de los orcos, sí, pero no parecía asustada ya.

Para Agnor el peligro todavía estaba cercano y las heridas seguían doliendo. Para Mae, era una vieja pesadilla. Incluso su brazo roto era ajeno a aquello: la niña se lo había roto al caerse de un árbol un par de días antes.

Horland, el padre, conocía al sargento Agnor desde siempre. Había servido a los Guthild en su mota y vivía en su aldea antes de la caída en desgracia de la familia y de las tierras. Había encontrado en Sil Auressë una nueva esperanza y en Agnor un hallazgo inesperado meses atrás. Una cara conocida en un pueblo lleno de nuevos colonos. Trataba al joven noble con respeto, pues así correspondía, y ahora también con honrada reverencia, conocidas sus gestas y dolores. En el último hijo de los Guthild, Horland veía al primero de una nueva estirpe y al salvador de un pueblo.

Algunos opinaban que era un exceso. Otros afirmaban que estaba más que merecido.

Y, sin embargo, todos veían con otros ojos al sargento. Ya no más un simple guardia, no un mando intermedio casi anónimo. Un héroe. El Matahuargos. Un nombre que se murmuraba, a veces, y se celebraba a gritos, otras. Pero un nombre que Agnor no acababa de asimilar. Era un honor ser reconocido y era un honor liberar a Arda de la presencia de los demonios lobunos. Pero el guerrero no acababa de aprehender la identificación. Para sí mismo, era simple y llanamente Agnor Guthild, sargento de Sil Auressë. El Matahuargos era el nombre de un personaje.

Sin embargo, tenía en secreto orgullo personal de aquellas matanzas. No por los honores de la guerra, sino por apreciar el valor de la esgrima, de la caballería y del arte de matar. Agnor miraba sus manos y comprendía que en ellas había valor, orgullo y fuerza. Era un maestro de lo suyo. Eso era para él el valor de su obra. Su capacidad. La demostración a padre y hermano de que podría, quizá, llevar con honores el apellido de la familia.

Si quería un manto de lobo no era para taparse del frío ni para enseñar a todos que él era el Matahuargos. Si lo quería era por darse a sí mismo un trofeo de guerra que llevarse al otro lado cuando, al fin, los Hados dejaran de beneficiarle o cuando, al fin, la vejez diera paso al frío y la decrepitud en unas manos antaño fuertes.

Esas manos. Se las miró mientras Horland hablaba. Rudas ya, rígidas y casi deformadas, pese a su juventud, de tanto agarrar las bridas y las armas. Con rasguños y cicatrices, como cicatrices tenía en el cuerpo, en el alma y en el rostro. El último lobo casi había sido el último lobo. Todavía le dolía.

¿Cómo no dolerle? Mucho después de la batalla, de las batidas de los días siguientes e incluso del merecido descanso, el horroroso dolor del cuerpo le hacía mella. Sentía laceraciones, golpes y tirones por doquier. Como si nunca hubiera descansado. Como si no importara cuántas noches de sosegado sueño, chimenea y comida caliente pasara. Todavía estaba cansado, destruido, hecho un amasijo de músculos a los que se les había exigido demasiado.

Porque Agnor había cabalgado y matado durante días y días y días y días sin pausa y sin descanso, porque ese era su deber, cuando, como solía decir siempre su querido Atreo, mejor dotado para la palabra y para la lírica que él, «marchó sin tregua y sin pausa por tierras peligrosas y desoladas, en busca de esperanza y ayuda en momentos desesperanzados. Y de cómo volvió montado sobre la tormenta, con ira y acero, y cayó sobre sus enemigos y los enemigos de sus amigos, y cómo trajo la esperanza de nuevo al desesperanzado».

Así era. Agnor fue enviado en busca de ayuda y cumpliría su misión o moriría en ella. Pero no la dejaría a medias.

Eso el cuerpo lo nota. El joven guerrero se preguntaba si alguna vez dejaría de sentir la rigidez de los miembros y las insoportables agujetas. Días después. Ahí seguían.

Horland, se levantó para irse.

—Nos vemos mañana, si os place—dijo—. Mae, vamos.

Agnor hizo un gesto de despedida y lanzó una sonrisa a la niña. Y, de súbito, apareció en la mesa otra jarra de cerveza.

Si algo tenía de bueno ser el Matahuargos, es que en Sil Auressë nunca más tendría que pagar una cerveza. No le gustaba, pero ya no podía evitarlo ni discutirlo. Sin saber cómo, las rondas, los quesos, el cuenco de estofado aparecían en la mesa, enviado por a saber qué agradecido vecino que ya ni se molestaba en avisar de su obsequio. Se daba por hecho que ese hombre, el sargento Agnor, no tenía que molestarse por nada cuando entrara en El Descanso del Guerrero. Por algo era un guerrero y por algo aquel era un lugar de descanso.

Miró su jarra, melancólico. Una guerra había acabado, pero el guerrero sabía que solo era un paso más. Una de tantas dificultades que tendría que pasar Sil Auressë. Porque en Cardolan la Oscuridad acecha, pero también acechan los príncipes. Y tarde o temprano la guerra o la política o la política de la guerra volverían a mirar a esa brillante aldea con ojos de deseo. Sil Auressë era especial. No era un pueblo cualquiera.

Era un pueblo con más poder simbólico que muchas ciudades. Lo que allí se estaba gestando, creando entre todos, no tenía paralelo con nada conocido. Y eso no se perdona con facilidad.

¿Qué destino le aguardaría a Sil Auressë? ¿Qué al sargento Agnor Guthild? La guerra, la marcha y el corcel. Los corceles. La gloria. Viento, ira, sangre y acero.

Garan Gwalorn.

Una figura ocupó el lugar dejado por el buen Horland. Era el señor Theon. Arthondir se sentó en el taburete de Mae. El sargento hizo un gesto de respetuoso y medido saludo con la cabeza. Y pronto aparecieron otros compañeros. Aaren, Tarbrand. Quizá llamados por el mismo pensamiento. El futuro, la guerra, la marcha y el corcel. La gloria, el viento, la ira, la sangre y el acero.

De alguna manera, esos hombres fuertes e independientes parecían encontrar la mutua compañía como necesaria y sanadora. Con risas o con silencios, no necesitaban más que la cercanía. Unos inesperados, fortísimos y secretos lazos se habían formado entre ellos, a pesar de sus lealtades y diferentes caminos.

Otros fueron llegando a El Descanso. Cathael, Bakar, Ungail y otros tantos. Había algo magnético en aquel día y aquel momento, algo que llamaba a cada uno de los Inesperados. Algunos no buscaban charla y simplemente se acodaban en la barra, silenciosos y dolidos. Otros, sin saludar siquiera, se escondían en alguna mesa en sombras. Otros celebraban ruidosamente. Pero todos, todos, guardaban un alma común, extraña y eléctrica.

—¿Y qué será de nosotros ahora?—preguntó el noble y gran Theon.

Agnor no lo sabía. Pero sí lo sabía. No era hombre de muchas palabras. Pero no pudo evitarlo. Se levantó y se subió a su silla, jarra en mano. Y levantándola para todos, levantó la voz con solemne furia:

—¡Garan Gwalorn! ¡Sangre y acero!

Y treinta brazos fuertes levantaron sus jarras y sus voces para avisar al mundo que el Viento había llegado.

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14/01/2019, 00:09
Tarbrand

Garan Gwalorn

 

Al fin el gran día llegó. El día en el que la sangre, el sudor y las lágrimas derramadas habían traído consigo; pues si bien habían conseguido la victoria, no por ello el sacrificio había sido menor. La cantidad de bajas había sido descomunal, mas sobre ellos cayó la responsabilidad de hacer que su sacrificio no fuera en balde. Es por ello, que por cada buen hombre que caía, el espíritu de los Garan Gwalorn redoblaba sus esfuerzos, junto con el resto de defensores, y de esta forma, haciendo que los lazos de amistad y camaradería no sólo con los vivos, sino también con los muertos, les dieran fuerzas, consiguieron una victoria que se cantaría durante milenios; algo que la retorcida naturaleza orca nunca entendería...

Tarbrand estaba apaleado, cansado, debilitado e incluso mareado, pero por encima de todo... feliz, feliz como hacía mucho tiempo que no había estado. Tiempos en los que su vida era simple y tranquila. Es por ello, que en esos momentos de alegría no pudo evitar acordarse de su madre, por lo que instintivamente se agarró su medallón familiar y mirando hacia el cielo de rodillas desde la sencilla habitación que le había dejado para que reposara un poco, le habló como si ella pudiera escucharle de verdad:

-Saludos madre -decía con una nostalgia palpable- ya casi ni recuerdo la última vez que pude hablar contigo con esta tranquilidad, pero sabes que siempre te he tenido presente -le indicó con una media sonrisa mezcla de la tristeza y el amor que le infundían estos momentos- gracias por haberme protegido todo este tiempo, y espero que sigas haciéndolo pues sabes de sobra cuáles son mis intenciones -decía con ternura- sólo espero ser el hombre que siempre quisiste que fuera, es gracias a ti que he podido ayudar a tanta gente y salvar tantas vidas, pues tu me enseñaste lo que significa el sacrificio... te quiero madre -concluyó agachando la cabeza en gesto solemne, para acto seguido levantarse lentamente y prepararse para el momento que tanto había esperado.

Así pues, tras asearse durante un buen rato, pues falta le hacía, se vistió con los ropajes ligeros pero elegantes que le habían traído, su espada seguía en su espalda, pues se negaba a dejarla sola en ningún lado, y dada su excelente factura bien podía parecer un elemento decorativo más.

El montaraz se sentía extraño sin armadura ni pesadas botas, la rutina de los últimos tiempos chocaba tanto con ese momento que le costaba adaptarse, mas era un cambio agradable, por lo que se deleitaba a cada paso con la sensación de ligereza y limpieza que presentaba su cuerpo en este momento.

De esta forma llegó a la taberna donde se encontraban el resto de sus compañeros, más las últimas incorporaciones que no por ello eran menos queridas. Todos habían formado la mejor unidad de caballería que podía encontrarse a ese lado de las Montañas Nubladas. Habían conseguido gestas sólo concebibles por dioses y elfos de legendaria ascendencia, habían cambiado por completo el resultado de toda una guerra y lo más importante, habían salvado a miles de vidas... Allí estaban todos, la mayoría con jarras de cerveza en la mano y más de uno con varias pintas acabadas en su mesa; el clamor del murmullo reinante lleno de canciones desafinadas, alegría y el grito que le dispensaron en cuanto le vieron a nombre de - ¡¡Tarbrand!! -fue suficiente para sacarle una gran sonrisa que fue rápidamente acompañada de una jarra que le pusieron en su mano en el acto.

Tras ello buscó con la mirada a sus más fieles compañeros, allí estaban, en una mesa casi central, pues sin duda eran los héroes de entre los héroes, se encontraban Agnor, Aaren, Theon, Caldrim, Bakar y Melechtor, y como no podía ser de otra forma, había una silla para él esperándole. Mientras se acercaba allí, se encontró con Ginawr ya recuperado y lo abrazó amistosamente a la vez que le recordaba con humor como casi acaba en Gondor por buscar a un loco como él. Se despidió de él apretándole en gesto de afecto el hombro para encaminarse ahora sí hacia la silla que le esperaba...

Allí fue palmeando con respeto las espaldas de todos los presentes, incluida la de su capitán, que en momentos como ese perdía momentáneamente ese cargo "inalcanzable" que lo caracterizaba y se volvía un simple soldado más. Una vez tomó asiento, dijo con cierta sorna como no podía ser de otra forma:

-Bueno, hemos recorrido una distancia imposible, en un tiempo imposible, derrotando bestias imposibles, a líderes imposibles y a ejércitos imposibles, ¿qué será lo siguiente? ¿el mismo Rey Brujo? jajaja -reía dejándose llevar por el sentimiento de júbilo reinante- dejando las bromas a un lado, no sabéis lo que me alegra veros a todos de una pieza y disfrutando de un momento como éste, son cosas así lo que hace que todo merezca la pena -decía con alegría pero seriedad- más no por ello debemos olvidarnos de los que han hecho posible este día -expuso levantando la voz para acabar poniéndose en pie y exclamando -¡salve a los victoriosos caídos! -gritaba incitando a un brindis multitudinario que no tardó en producirse.

Durante los minutos que siguieron intercambiaron todo tipo de anécdotas que se habían producido durante las separaciones que se produjeron, así como la narración de momentos que ya todos conocían, pero que no podían dejar de narrar por ello, cada uno adoptaba una pose más heroica que el anterior cuando le tocaba narrar su relato, y a veces, hasta el resto de los soldados se quedaban en silencio para escuchar la gesta, algo sin duda de lo más maravilloso de la noche. Tarbrand aprovechó para exigir la apuesta que Aaren había contraído con él, cosa que disfrutó como si de un niño se tratara, pero para sorpresa de todos, aquella costosa botella de brandy, en cuanto la tuvo en su poder, le ofreció la primera copa a su compañero derrotado, para acto seguido repartirla por toda la mesa y en último lugar a él. Estaba claro que lo mejor de dicho pique había sido la competición, ahora la recompensa era de todos, y por ello dijo a la vez que pasaba la botella a los demás soldados:

-A ésta invito yo muchachos, pues debéis recordad siempre que no importa cuántos enemigos mate mi compañero y cuántos yo, aquí somos uno. ¡Somos Garan Gwalorn! Y la cuenta de enemigos es común a todos -añadió con un claro sentimiento de unidad.

Tras ello se llevó al capitán unos instantes a hablarle en privado de algo que llevaba tiempo queriendo hacer, por lo que cambiando un poco su tono alegre y jovial, se volvió un poco más serio y le dijo:

-Mi capitán, aprovecho aún que el alcohol no me ha hecho mucho efecto para plantearle algo que llevo tiempo queriendo hacer, es sobre mí, cuando me alisté lo hice por un motivo, porque necesitaba esconderme -reconoció con cierta vergüenza- y porque consideré que sólo sirviendo a alguien tan magnífico como Echorion podría alcanzar mi verdadero objetivo -indicó para luego contarle la trágica historia de su pasado- no quiero daros pena con ello, ni conseguir nada, pero sí quería pediros un favor, sé que nuestra prioridad es conseguir que nuestro señor se haga con el trono de Cardolan, algo a lo que me comprometí y pienso cumplir a toda costa, pero me gustaría pediros, que si alguna vez me fuera posible, ¿me daríais permiso para contarle esto a nuestros amigos y que puedan ayudarme en un futuro si lo estiman oportuno? -preguntó con toda la educación posible, pues a menudo los capitanes tomaban aquellas motivaciones personales como distracciones para sus tropas y no quería hacer nada que Melechtor considerase incorrecto.

Así pues, y con el consentimiento de su superior, volvió a la mesa en la que estaban, y les narró a ellos, y a todos los que quisieran escucharle la historia de su pasado, no lo hizo con el agradable tono que habían compartido antes, ni si quiera con comodidad, pero lo hizo, y al terminar todos supieron lo que significaba para el montaraz contar algo así, es por ello que les dijo:

-Os cuento esto porque le he pedido permiso al capitán y me lo ha concedido, pues como entenderéis no pienso dejar la cosa así, y aunque ahora estamos comprometidos con el gran Echorion, yo os pregunto: ¿me acompañaréis si algún día está en mi mano cambiar la situación? No puedo prometeros ninguna recompensa, pues desconozco el estado de mi tierra actualmente, pero si os aseguro que os colmaré de todos los honores y obsequios posibles, así pues, yo os pregunto amigos mío, ¿lucharán una vez más lo Garan Gwalorn por la justicia y el honor? -preguntó esperando contar en un futuro con los aliados más valiosos que jamás hubiera imaginado.

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14/01/2019, 00:12
Theon

Los nacidos del eclipse

 

Theon y Arthondir se sumaron a la mesa en la que estaba sentado el sargento Agnor, el norteño había demostrado ser eficaz en el combate como pocos guerreros. Se había ganado el apodo de "Matahuargos" y con justa razón. Su coraje inspiraba a quienes estaban alrededor, y su nombre sería leyenda en Sil Auressë. Theon aún recordaba el combate con el uruk en la granja como si hubiese sucedido apenas unas horas atrás, esa fue la primera vez que habían combatido juntos y desde ese momento no dejaron de hacerlo hasta obtener la victoria. Aaren se había unido a la mesa para compartir una jarra de cerveza, juntos le contaban a Arthondir las hazañas que habían vivido, en versiones mucho más épicas y vívidas de las que podía escuchar de otra boca. Las canciones del laúd del bardo Arkyn se sucedían al fondo. No pasó mucho tiempo hasta que la puerta de la taberna se abrió y entró Tarbrand, para sumarse al grupo. El montaraz era el hombre más fiel a Echorion que había conocido, su compromiso y lealtad eran absolutos, así como su bravura en el combate, y se alegraba de verlo. Bromas y risas surgían de los cuatro amigos. Cada uno de ellos se había jugado la vida por el otro, aún conociéndose poco, y habían acompañado a Melechtor al momento de dar nacimiento al Garan Gwalorn. El grupo había tenido bajas, pero otros al igual que Arthondir se habían sumado y compartían su suerte, sin lugar a dudas habían sido la clave para inclinar la balanza en favor de Sil Auressë.

El Garan Gwalorn era más que un grupo de jinetes, era un símbolo viviente de una idea que estaba más allá del entendimiento de sus miembros. Había entre ellos hombres que protegían Sil Auressë, que no sólo era una aldea, sino que se estaba convirtiendo en el punto de partida de algo nuevo en Cardolan, había hombres fieles a Lord Echorion, quien estaba llamado a mucho más que el principado de Girithlin y podía llegar a unir lo que por siglos estuvo separado, había también hombres libres que por su propia convicción se jugaron la vida para proteger la región de los ataques de la oscuridad alimentados por su generosidad y valentía, e incluso había hombres del reino vecino de Arthedain preocupados por el destino del los dunedain de la región. El viento rojo se había levantado y había arrasado con fuerza sobre el enemigo, pero su soplo no había cesado, estaba vivo, latente en cada uno de sus miembros. ¿Cuál será el futuro de todos nosotros?, se preguntaba Theon mientras escuchaba a cada uno hablar, hasta que no pudo contener su voz - ¿Y qué será de nosotros ahora? Más allá de nuestras lealtades, hemos unido nuestras armas para enfrentar la oscuridad, y hemos vencido. De nosotros depende avivar esta llama para que siga ardiendo. Para mì sería un honor seguir compartiendo mi acero y mi sangre con ustedes - Sus palabras reafirmaban lo que seguramente todos ellos pensaban.

Un viento ancestral se ha levantado,
los astros marcaron su nacimiento 
y se anida en los corazones de los hombres.
Ay de aquellos que se enfrenten a la roja tempestad!

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14/01/2019, 00:14
Arthondir

Sangre y Acero

 

Theon animó a Arthondir a sumarse a la mesa, no en vano él como gran parte de los Garan Gwalorn también portaba el ribete rojo, distintivo de un ejército improvisado y leal a Echorion. La unidad se había forjado en la necesidad del combate. “Rojo, que color más apropiado” pensó Arthondir, recordando que fue la sangre la que acompañó a la entrega del suyo. Pese a ser un dúnadan hecho y derecho, Arthondir se sentía apocado en presencia de guerreros tales como Agnor, el Matahuargos, y es que un apodo así no se gana por un par de combates afortunados como fueron los que él libró, de los que salió con vida a duras penas y con una mano inútil, aunque reconocía que el emplaste de la niña Caaniza, le había aliviado en gran parte la hinchazón, y la muñeca parecía estar recuperando su color original.

Sin grandes hazañas que aportar, a Arthondir sólo le restaba sorprenderse con las hazañas de sus compañeros y alabar sus cualidades guerreras, incluso pensó en lo mucho que le recordaban sus proezas a otras que sólo había escuchado en historias y leyendas. “Estas hazañas podrían inspirar a los pueblos libres, y devolverle el coraje a los corazones cansados de los hombres” pensó muy seriamente, y aquel pensamiento perduró en la cabeza de dúnadan, mientras los relatos y las sorpresas continuaban.

Theon calló por un momento, pensativo y dijo: - Y que será de nosotros ahora? Más allá de nuestras lealtades, hemos unido nuestras armas para enfrentar la oscuridad, y hemos vencido. De nosotros depende avivar esta llama para que siga ardiendo. Para mí sería un honor seguir compartiendo mi acero y mi sangre con ustedes.

A lo que Agnor contestó con la bravura que se espera de un héroe de leyenda

- ¡Garan Gwalorn! ¡Sangre y acero!

Parco era en palabras el hombre del norte más mucho dijo con su gesto, Arthondir, que asía ocultamente su pañuelo rojo, dubitativo de si era merecedor de pertenecer a tal grupo de héroes, tomó una decisión, levantó su copa y espetó una respuesta al unísono con el resto de la taberna

- ¡Sangre y Acero!

La parquedad con parquedad se respondió, pero esas palabras significaban mucho más, significaban lealtad y compromiso, fuerza, furia y sacrificio, los Garan Gwalorn seguirían cabalgando juntos.

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14/01/2019, 00:15
Aaren

La luz tras las sombras

 

En la taberna del Descanso del Guerrero, sus amigos lo esperaban. En una mesa redonda al fondo de la sala, un hogar ardía con fuerza y el resto de los Garan Gwalorn bebían y reían junto al fuego. Aaren tomó asiento cerca del fuego, al lado de su amigo y saludó a sus compañeros comenzando por Tarbrand. Juntos bromearon y rememoraron los mejores momentos y las grandes hazañas de los últimos días. En un momento de la cena, Tarbrand recordó a Aaren su apuesta. Y éste sonrío. Poco importaba ya quien había derrotado a más enemigos, pero aquella apuesta escondía algo más que una chanza banal, y a Aaren no se le escapaba aquel detalle. En ocasiones, cuando todas las demás luces se pagan, ese tipo de promesas es lo único que mantiene con vida el espíritu de supervivencia de los hombres. Él lo sabía mejor que nadie. Cuando la desesperación más absoluta te alcanza, cuando la última llama de esperanza se extingue consumida por la oscuridad, y el silencio te atormenta en las largas y frías noches sin fin, un hombre se aferra a este tipo de cosas. No podría afirmar que la apuesta entre Tarbrand y él hubiese nacido con aquel propósito, o que fuese la causa de que ambos hubiesen permanecido con vida hasta aquel momento. Los dos tenían razones importantes para hacerlo: amigos, lealtades y promesas de diversa naturaleza que iban más allá de una inocente competición, pero algo le decía que aquella broma les salvaría la vida algún día. Si todas aquellas cosas desapareciesen, el vínculo que se había forjado entre ambos perduraría a través de aquel juramento de majaderos.

En la sempiterna oscuridad de Rakhas Dum, Aaren había perdido toda esperanza. Sus amigos muertos, olvidado de los suyos para siempre, y con exiguas expectativas de supervivencia, no había ya razones para seguir resistiendo, para seguir padeciendo aquel tormento. En más de una ocasión se habría dejado llevar por el sueño de los justos, pero dos cosas sobre todas las demás se lo impidieron; en última instancia, fue la voz de Thorian, su amigo, quien lo sostuvo en sus momentos más negros, pero antes de su llegada, cuando el mundo se reducía a un cubículo de roca y la más absoluta negrura, fueron las luces de Isil y de Morwinyen quienes le hicieron compañía a través de aquel orificio en el techo de su prisión. Y por allí se filtraba la energía de Anar durante el día, y gracias a ellas, Aaren pudo alimentar su espíritu antes de que la locura nublase su mente por completo en las lúgubres mazmorras de los orcos.

Recordaba incluso, con estremecimiento, como las visitas de sus carceleros orcos una vez al mes se habían convertido en causa de dicha y esperanza para él, pues, oír la voz de sus captores le hacía sentir todavía parte del mundo y alejaba de su mente el horror de la soledad y la oscuridad de las mazmorras. Y se sobrecogió con la fuerza que pueden alcanzar algunas cosas que aparentemente carecen de valor. Como una promesa. Las palabras tienen un enorme poder y eso era algo que Aaren había aprendido en la batalla del eclipse.

No podía recordar, sin embargo, cuántos enemigos había abatido en la batalla. Todo parecía demasiado confuso y distante en su mente ahora. Aquella apuesta no tenía sentido por quien habría ganado, sino porque lo que había significado para ambos.

Alzó su copa y brindó con su nuevo compañero. -Hagámoslo de este modo entonces... Yo pagaré lo que seas capaz de beber esta noche...y tú pagaras lo mío. Soltó una carcajada y apuró su vaso de licor mientras alzaba la mano para pedir una nueva copa.

Aquel ofrecimiento guardaba una pequeña trampa, pues por su constitución Aaren siempre había tolerado muy bien el alcohol, y sabía lo difícil que era que el norteño pudiese aguantarle el ritmo. De hecho, no creía que nadie en Sil Auressë fuese capaz de hacerlo, salvo probablemente, el gigante capitán umbareano. Khôradur era un hombre de proporciones monstruosas incluso para Aaren, probablemente aquel hombre no sentiría más que cosquillas en los dedos después de beber una cantidad de alcohol que podría matar a cualquiera de los que allí se encontraban.

Tras ese momento de divertimento, Aaren guardó silencio, y mientras escuchaba las anécdotas del resto, su mente se perdió de nuevo en oscuros pensamientos. No podía dejar de pensar en la visión que había tenido. Sin duda había reconocido en ella un recorrido por su travesía en la Tierra Media, pero ¿qué significados guardaba aquel final?

Mientras divagaba, su mano se deslizó inconscientemente en el bolsillo y allí encontró algo. Extrañado, sacó la mano y ante sus ojos apareció el ribete rojo de los fieles a Echorion que Mellechtor les había ofrecido a todos los que se unieron a la batalla de la Loma como espadas libres. Entonces lo comprendió. Alzó su mano con el ribete y lo colocó con fuerza sobre la mesa para sorpresa de todos los presentes que dejaron sus conversaciones para prestarle atención. Y el hombre solitario y silencioso que siempre se apartaba de la muchedumbre y el griterío, se dispuso a recitar el discurso más largo de su vida, aunque también probablemente, el más sentido.

-Amigos...dijo finalmente mirándolos a todos a los ojos, -porque eso somos ahora. Amigos. Pero no solo eso. Sino algo más. Compañeros de viaje y hermanos de sangre ahora.

-Hasta ahora, mi espíritu se había resistido a tomar como propio ningún símbolo de lealtad. Pero he aquí, que he encontrado uno que mi propio corazón estaría dispuesto a seguir hasta la mismísima muerte. Un símbolo que nos representa a todos. Se hizo un breve silenció mientras Aaren ordenaba sus pensamientos. Todos observaban el ribete manchado de cenizas. Entonces continuó: -Cuando la sombra cubrió el sol, y la luna empezó a sangrar, pensé que todo había terminado. Pero vuestra ayuda me trajo de nuevo la esperanza y me dejó ver la luz que se filtraba detrás de las sombra. Por esa amistad y por el símbolo que la representa estaré dispuesto a comprometerme, y si vosotros me lo permitís serviros como iguales hasta el final de mis días.

-Hago aquí ahora este juramento, que he de cumplir hasta que la muerte me lleve. Qué todos aquellos que me acompañen unan sus manos aquí, conmigo, sobre este símbolo que nos ha unido. Y que las fauces del infierno se cierren sobre quienes incumplan su promesa

-¡Qué lo que ha unido el destino, no lo corrompan los hombres!

Arrancó un trozo de tela de su capa gris y lo puso sobre la mesa encima del ribete rojo.

Entonces cogió un trozo de carbón y empezó a dibujar, manchó sus dedos en el vino de la copa y dibujo una media luna sobre ellos.

-He temido una visión...en ella había coas del pasado, del presente y de los días que han de venir. Y esto es lo que he visto. Una media luna roja sobre un fondo negro: Garan Gwalorn renacido en los guerreros del eclipse. Éste será nuestro símbolo y bajo su espíritu juntos haremos grandes cosas porque la luz permanezca sobre la sombra en la Tierra Media.

Entonces súbitamente, una llama rebelde se desprendió de la chimenea y voló caprichosa hasta la mesa donde se reunían prendiendo el carbón caliente que había usado en medio del dibujo. Theon hizo ademan de apagarlo de inmediato, pero entonces Aaren que se había quedado observando la escena incrédulo, sujetó su mano y sonriendo le dijo: -Déjalo arder amigo. Los dioses han hablado, porque ésa es, precisamente, la revelación que no lograba reproducir de mi sueño. Pues esa luz somos nosotros, la luz que guía, y que ha surgido de las sombras para dar esperanza a los hombres de bien después del oscurecimiento.

-Garan Gwalorn!!

-Aurenuial Thar avathar!!1

-Cale mornienyo!!2

Gritó golpeando el ribete con su mano abierta y dejándola allí mientras absorbía el calor de la llama con la palma. Su pecho hinchado y su respiración agitada, embargado por la emoción. Uno tras otro las manos de sus amigos se sumaron a la suya repitiendo aquellas consignas a viva voz, primero fue su amigo Theon, enseguida Tarbrand, Agnor, Arthondir...uno tras otros todo los Garan Gwalorn allí presentes juntaron sus manos dominados por la euforia hasta formar una gran torre sobre la mesa que estallo con un gran grito de júbilo al unísono.

-Aurenuial an Undomar!! ¡Los que caminan a la luz del crepúsculo!

Notas de juego

1Aurenuial Thar avathar = La luz tras las sombras
2Cale mornienyo = luz de mi oscuridad

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14/01/2019, 00:19
Ferrim, hijo de Ferric

En la Forja de los enanos

 

La forja había resistido el asedio, porque no podía ser de otra manera.

Los khazad defienden su hogar hasta el último aliento, hasta la última piedra. Y allí, en Sil Auressë, en tierras lejanas y extrañas para los enviados de las Colinas de Hierro, aquella forja era lo único. Lo más parecido a un hogar en la montaña, sin estar en la montaña ni en el hogar.

Quienes intentaron arrebatarles su sitio llevaban muchos días muertos y sus restos se amontonaban en la parte trasera de la forja, donde no ofendieran a la vista. No sus cuerpos, claro. Esos habían sido incinerados en grandes montículos en un lugar apartado, donde tardaría mucho tiempo en volver a crecer la hierba.

No sus cuerpos, no. Su metal. Espadas, lanzas, corazas, cotas, herramientas. Los restos de un ejército de cientos de orcos se iban acumulando poco a poco cerca de la forja, saqueados por los propios enanos y por sus aliados de la aldea que comprendían que después de la desgracia hay que trabajar para la prosperidad.

No era el mejor metal. De hecho era un hierro mal trabajado, mal aleado, sucio en su composición. Pero los enanos sabían que seguía habiendo hierro en esas herramientas, un hierro que merecía respeto como todos los hijos de las raíces de Arda. Un metal mancillado que en las manos adecuadas podría volver a fundirse, limpiarse y purificarse. De donde había una cimitarra negra podrían renacer unas espuelas.

—Traednos su metal—habían dicho los naugrim a los habitantes de la aldea. Y poco a poco iban llegando los restos del saqueo. Porque nadie quería un trofeo de guerra que oliera a orco, y no tenía sentido dejar que todo aquello se oxidara en los campos. Los pragmáticos enanos no iban a permitir que de esas armas no pudieran salir cerraduras, bisagras, cacerolas y remaches.

Era una labor desagradable tocar lo tocado por los trasgos. Pero era útil. Como un enano.

Uno de ellos, Ferrim, se sentía especialmente útil en aquellos días. Toda la aldea hervía de actividad. La victoria no traía el descanso. Había heridas que sanar, edificios que reconstruir y muertos que enterrar. Había que reiniciar el comercio, procurar alimento y limpiar el estropicio.

Ferrim se había dedicado a lo que mejor sabía hacer. Forjar, rearmar y reconstruir. Pero aquella tarde de otoño, cuando el sol iba casi cayendo, ya no era hora de trabajar. Los enanos habían limpiado la forja, bajado los fuegos, encendido las lámparas y dispuesto las mesas.

—Los invitados no tardarán—murmuró Ferrim. Había sido el último en abandonar el taller.

Ferrim, el hijo de Ferric, de los Bálamar de las Colinas de Hierro, había esperado a encontrar un día como aquel para hacer su obra. Aunque las heridas seguían curándose, el sosiego empezaba a ser posible en Sil Auressë y los ritmos volvían a la normalidad. Se encontraban momentos de silencio.

Era esa tranquilidad la que Ferrim había esperado para hablar con Hakk, el martillo de su familia. Allí, en el taller, Ferrim había orado y trabajado en aquel portento de metal que había forjado miles de armas y revelado el tatuaje secreto del monolito. Ese era su legado, su historia, y debía ser recordada. Por eso, en soledad y silencio, Ferrim había escrito la última gesta de Hakk en el propio Hakk.

Cuando Ferrim acabó de tallar en el monolito, había recogido algunas grandes esquirlas de la piedra antes de abandonar el claro, reliquias importantes para él, para su clan y para Arda. La esencia de Mahal estaba en ellas, la vida de la piedra renacida y limpiada de horrores y ponzoña.

Ahora, la mayor de esas esquirlas, tal y como había nacido, se encontraba en Hakk. Incrustada en la cabeza como una piedra preciosa en una joya de oro, esa esquirla basta, sin alterar, limar ni tallar, ahora viviría para siempre en Hakk, como legado y recuerdo. La fusión completada entre el martillo que había sido creado para aquel momento y la roca que lo había esperado durante tanto tiempo.

Alrededor de la piedra, líneas y trazos dibujaban runas de brillo dorado y azul. Runas que contaban aquel viaje de Hakk y su trabajo en el monolito, y cómo su especial acero enano había conocido a las runas de los Enach.

Todo encajaba y cuadraba, como aquella esquirla en el martillo. Había sido escrito para que así fuera. Más allá de los tiempos, una antigua alianza casi olvidada renacía. Los Enach querían a los antepasados de Ferrim trabajando con ellos, y habían escrito un secreto que solo podía relevarse, y ser útil, cuando Ferrim, el hijo del noble Ferric, llegara a esas tierras lejanas a firmar, de nuevo, el tratado entre ambas familias.

Ferrim no había dejado de pensar en ello desde entonces. Tampoco en ese momento, después de lavarse y vestirse más presentable para la visita que venía. Los Guardianes de Enila venían a saludarse y, quizá, conocerse. Y sobre la mesa de recepción, en el centro, Ferrim colocó a Hakk en una posición de honor.

No estaba solo.

A su lado, y junto al reconstruido, embellecido y mejorado yelmo que el propio Ferrim había tomado el compromiso de obsequiar al señor Khôradur, en un atril bellamente decorado, descansaba el libro que reafirmaba que los khazad no se estaban equivocando.

Habían ido hasta allí para encontrar a los Enach y ese libro era el testimonio de que los Enach los estaban buscando a ellos a través del tiempo.

El libro no había sido dejado ahí por error. Un Guardián de Enila había venido y lo había depositado allí.

Uno con el que, contra todo pronóstico, Ferrim había estrechado una alianza personal firme como la raíz de la montaña.

Uno al que Ferrim le había hecho una promesa más allá de toda esperanza: la de reunirse a estudiar, juntos, el legado secreto de aquella olvidada familia había escrito en ese viejo volumen.

Una delicada campanilla sonó en la puerta y Ferrim se acercó para abrir la puerta a un nuevo invitado.

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14/01/2019, 00:21
Benaldamat

Las runas del Sendero de las Visiones

 

Benaldamat se encontraba en la puerta de la forja de los enanos junto a Enila, y tiró de una fina cuerda para hacer sonar la campanilla. Los enanos le habían permitido utilizar su forja, pero antes les tuvo que contar su historia. Toda aquella que había sucedido con Angenkurth como compañero. Y así fue como con frente a un barril de cerveza Benaldamat les contó cómo conoció a Angenkurth, cómo combatió y cómo cayó en combate. Los enanos estiraban de sus barbas y maldecían cuando les relató cómo murió su amigo. Y después de aquella historia, con la tarde ya avanzada, accedieron a dejarle la forja. Enila estaba presente junto a Benaldamat, y apenas se separaban desde que llegaron a Sil Auressë. Y también Norion, el sacerdote de Námo.

Y juntos esperaban a la hora perfecta.

Enila y su protector miraban ambos la Luna, y Benaldamat comenzó a hablar.

- Sabes Enila, cuando estuvimos separados conocí a un hechicero de tierras lejanas. Su nombre era Dashiz. Y adoraba a la Luna como su Diosa. Ladnoca era el nombre de esa Diosa y Batra que era su enemigo, el Sol, la quería devorar. Y cada día combatían decantándose la batalla a favor de uno u otro, y dependiendo de quien fuera venciendo se veía en el cielo. Era un hombre curioso, y venía de una cultura lejana. Él también me acompañó en una buena parte de mi camino, hasta que se tuvo que marchar. No fueron pocos los que, con su esfuerzo, de un modo u otro, permitieron que hoy estemos aquí juntos, y poco a poco te hablaré de todos ellos.

Ambos estaban sentados en dos taburetes, y Benaldamat agarraba la mano de Enila, como si al soltarla se fuera a desvanecer. Aún no había asumido que estaban juntos y sin amenaza momentánea.

La luna resplandecía y las estrellas refulgían con un brillo especial. Ciertamente que esa noche era mágica, y en Sil Auressë esa noche habría una energía excepcional ocasionada por la tensión liberada de todas las personas que esa noche celebrarían la victoria de Sil Auressë.

Las risas y los cánticos ya empezaban a escucharse por las calles de la aldea. Y de pronto, una estrella empezó a brillar con más fuerza que las demás. Benaldamat estaba nervioso por la emoción. Esta era la runa más importante de su espada, era el fin de un camino y el comienzo de otro.

Enila y Benaldamat miraban al firmamento, y entonces escuchó a Enila: -I Lume Itulie.

Era cierto, el momento había llegado.

Y ambos se adentraron en la forja. Benaldamat había dispuesto velas a ambos lados del pasillo por el que avanzaban. El olor de la cera derretida llenaba el ambiente dándole calidez. Cada paso que daban juntos los conducía a un final y a un principio. Enila apretó la mano de Benaldamat, buscando calmarlo. Y así llegaron a la sala de la forja. Ferrim los esperaba allí pacientemente.

Sobre una mesa se hallaban todas las herramientas de Benaldamat que necesitaría para poder realizar el trabajo, y al lado de las suyas se encontraban las de Ferrim.

Benaldamat encendió la pipa, comenzó a aspirar y a expulsar el humo que manaba de las hierbas que le ayudaban a concentrarse hasta que la forja se llenó de un olor dulzón a las hierbas de la pipa de Benaldamat. Entonces comenzaron a escucharse gritos en la lejanía, una batalla, ecos del pasado, o tal vez estaba volviendo a suceder. Alrededor de ellos, se podía ver a los Guardianes de Enila adentrándose en el círculo del Monolito, cómo se iniciaba la batalla, como un búho se adentraba en el círculo permitiendo a Benaldamat que se hiciera presente entre ellos para asistirles en la hora más oscura. La batalla sucedía a su alrededor, y ellos podían verla como meros espectadores. No paraban de escucharse gritos de “Por Enilaaa” y los mandobles hendían oscuridad para dar una nueva oportunidad a la esperanza, una nueva oportunidad a la Luz. De pronto una tremenda luz surgió en el claro, y Yavanna la Reina se hizo presente para asistir a su hijo en la contienda. Y en ese momento Benaldamat comenzó a inscribir la runa en su Klavir, ante la atenta mirada de Enila, Norion y Ferrim, y los ecos de la batalla que decidiría el destino de todos.

Benaldamat cincelaba su Klavir, al mismo ritmo que el destino había cincelado su alma. Los trazos comenzaban a distinguirse en su klavir, la energía imbuía la noble arma, el arma del Guardián. Pero era la primera runa que forjaba junto a Enila. Cuando estaba a finalizando la batalla del monolito estaba terminando, y Ferrim comenzaba a grabar el monolito concienzudamente. El momento había llegado.

Las runas del Klavir de Benaldamat se iluminaron de golpe, mostrando la vida del Guardián a aquellos que supieran leerlas. Entonces Benaldamat se apartó, y lo que nunca hizo un Guardián lo hizo Benaldamat. Invitando a Ferrim a que terminara los últimos trazos. Así un Naugrim sería quien escribiera en su alma, tal y como los Naugrim lo habían acompañado en su camino y lo habían forjado durante el mismo. Y así la amistad de Benaldamat con los Naugrim quedaría escrita en su klavir, en su misma esencia. Los hijos de Aulë, marido de Kementari, de su reina,  de su madre, cerrarían el camino del Guardian.

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14/01/2019, 00:23
Denelloth

El encuentro de los Guardianes

 

Denelloth salió del castillo lleno de sentimientos sombríos, sin rumbo fijo. ¿Qué extraña voluntad conducía los pasos del Maestro Cazador? Los pies lo llevaron rumbo a la aldea. Reconoció muchas caras e intercambió saludos con Girion, y luego con Eärnil y con Sudwyll. Todos parecían muy atareados con sus quehaceres, como queriendo olvidar los eventos recientes en aquel soleado día. ¿Sólo él se obstinaba en recordarlos? Una jovencita que sabía prendada de él le ofreció un durazno silvestre, que aceptó agradecido y mordió sin apetito.

Deambuló hasta el río, reviviendo la carga, los momentos de tensión y peligro, los rostros de los orcos y el olor de la sangre de los huargos. El dolor, el miedo, seguían allí, flotando en el ambiente y anidando en su interior. Vio y siguió el rastro negro del carro incendiario. Las cicatrices de la guerra eran perfectamente visibles. Notaba cómo latían sus propias heridas. ¿Podrá sanar la tierra? ¿Y los hombres?

Llegó al vado y acompañó la corriente del río sin apenas darse cuenta. Se dio cuenta con sorpresa que sus recuerdos lo llevaban a Acero Rojo. A sus agraciados rasgos, su valerosa determinación, su flexible figura. En un estado de triste ensoñación llegó hasta la forja de los enanos. Empujó la puerta sin llamar y entró despacio. En el alero del tejado se hallaba Hugaew, siempre vigilante. Esperando la llegada del último de los Guardianes. Y cuando Denelloth cruzó el umbral de la forja, el ave desplegó sus alas y, como comprendiendo que su cometido había finalizado por fin, voló hacia el horizonte.  

El día había sido despejado y hasta cálido, pero el interior de la forja estaba oscuro y fresco, contra lo que pudiera esperarse; los fuegos se habían apagado y apenas unos cuantos de los últimos rayos de sol penetraban por los resquicios de las ventanas. El resto de los enanos se habían ido. Denelloth se acostumbró a la penumbra y no tardó en intuir primero e identificar después otras figuras.

Eran Russef, Ferrim, Girion y Norión. Eben había acudido desde la Cabaña. Y también estaba Benaldamat y la pequeña Sir a su lado. El Maestro Cazador no había marcado un encuentro allí con ellos, pero no se extrañó de verlos. A falta del mediano Otho, todos los Guardianes de Enila se habían reunido. Era la primera vez tras los sucesos del monolito. Sucesos que, estaba seguro, algo se lo decía, ninguno de ellos compartiría de buen grado con cualquiera que no los hubiera vivido.

Los saludó con un breve gesto, apenas distinguible. Poco a poco, viendo la sucesión de las caras ante sí, esbozó una franca sonrisa, como de reconocimiento y de alivio. Norión, el sabio sacerdote de los muertos, capaz de lo mejor y de lo peor por alcanzar sus objetivos; Girion, su alumno, el joven de buena bolsa y certera puntería que estuvo a punto de segar la vida de su mentor; Ferrim, hijo de Ferric, recio comerciante enano metido a erudito y a guerrero; Russef Wrings, el saralainni que demostró una y otra vez su enorme compromiso y temeridad; y Eben, su propio discípulo, adusto, evasivo y siempre tras él; y Benaldamat, el elfo blanco, misterioso y providencial, el verdadero Guardián de Enila.

Entre ellos se encontraba, de cierta manera, entre aquellos que lo comprendían. Lo que habían vivido juntos los confirmaba, por su voluntad o contra ella, como miembros de una extraña y selecta hermandad: la de los que habían estado en el claro del monolito cuando la corrupta maldad que lo envenenaba estuvo a punto de desencadenar un espantoso mal en el mundo. Pudo recordar la ansiedad, el miedo, la incertidumbre y el horror. Pudo verlos tras las pupilas de los demás, en el fondo de sus almas.

Y sin embargo... Sin embargo, se sentía en paz. En el ligero silencio, interrumpido por breves ruidos o palabras, se sentía en paz. Por primera vez en... en quién sabe cuánto tiempo. Sacudió la cabeza, se acercó a una ventana y abrió una de las hojas. La luz de las estrellas penetró, dura y rotunda, rebotando en las motas de polvo suspendidas en el aire.

Sí, sí lo sabía, sabía perfectamente desde cuándo no sentía tanta paz. Recordó a Benaldamat, a Ayla y a Thelran, y a otros, a otros... Recordó aquella fatídica misión en Oilad, junto a las marcas de Angmar, su captura y su tortura. Y por primera vez pudo expresarla con palabras, sin miedo. La narró en un tono neutro, desapasionado, casi ajeno pero no exento de ternura, como si fuera la historia de otro hombre al que no conociera pero por el que sintiera instintiva simpatía, para quien quiso oírla.

Habló lo que le pareció un buen rato, inundado de luz, sin apenas ver nada. Las sensaciones del cautiverio se encarnaban en las cicatrices de su mano, su cuello, su rostro. Pero hablaba sereno. Terminó su relato contando cómo encontró a Ayla en Bar Irlossiel. Luego miró a sus interlocutores con franca simpatía. No quería, no podía decir más.

Se volvió a la puerta y la abrió. La luz de un nuevo día terminó de invadir la estancia, cada rincón, cada pequeño hueco. El montaraz no salió. Su silueta se recortaba en el vano. Miraba a lo lejos, al horizonte. A pesar del contraluz, parecía menos sombrío que de costumbre.

Por fin, por fin, estaba curado de sus heridas.

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14/01/2019, 00:24
[SA-serv] Bergil

El escudero

 

En la Academia del castillo, varios candiles alumbraban la estancia en la que se encontraba Bergil. El joven muchacho, con sangre reseca sobre su rostro y la misma ropa que había llevado desde que salió del castillo, se encontraba sentando en una silla, mirando al hombre que yacía enfrente suyo y cuya vida pendía de un hilo.

De nuevo apretó los labios y sus manos con fuerza. Cada vez que contemplaba el rostro malherido de su señor el joven sentía una fuerte impotencia. A su lado había yacido hasta hace poco el yelmo hendido que le protegió de una muerte inmediata, pero era pronto para saber si viviría.

Su mente marchó hacia el pasado. Recordó su llegada a Sil Auressë acompañando a una caravana tras haber perdido todo. Su familia, sus amigos, la riqueza de su familia... Los avatares le habían privado de todo, salvo de su determinación, su constancia, y sus dos únicas posesiones de valor que no había malvendido y nunca lo haría, la espada y el anillo de su padre.

Sonrió, "parece que fue ayer cuando me enfrenté a esos matones". Cinco muchachos más grandes que él que nada más verlo con su espada se burlaron. No dudó en plantarles cara desenvainando su espada, pero le desarmaron enseguida, para rabia y vergüenza suya, pero seguía teniendo sus puños.

Uno, dos...tres, tres fueron los que tumbé hasta que sus dos compañeros me redujeron, aún así les planté cara. Padre hubiese estado orgulloso, madre no tanto, no le gustaba que sus pequeños estuviesen metidos en peleas, pero en estos tiempos y en esta tierra es ley de vida.

Recordó como de pronto una figura enorme les hizo sombra mientras gritaba "¡basta!" a la vez que los trataba de cobarde y llamaba a la guardia para detenerlos. Los muchachos nada más verlos salieron huyendo de allí perseguidos por los guardias.

Nunca me preocupé que fue de ellos, si los capturaron o no. No los he vuelto a ver en Sil Auressë.

El hombre le ayudó a levantarse e intercambiaron palabras sobre la pelea que había tenido lugar y sobre quién era. Tras invitarle a una buena comida en una taberna cercana, el hombre resultó ser Khôradur, lugarteniente de Sil Auressë. Bergil le había impresionado y decidió tomarlo a su servicio dándole trabajo en el castillo. Bergil no se negó.

Era un trabajo, techo, comida, no pintaba mal.

Pero pronto Khôradur le tomó como escudero. Cuando no ayudaba a su señor estudiaba en la Academia o practicaba las artes de la guerra en el castillo ante la atenta mirada de su señor. Bergil se preguntaba que había visto en él y un día se envalentonó y le preguntó. Khôradur le miró seriamente y le respondió mientras desviaba la mirada hacia el paisaje que se podía ver desde sus aposentos.

"Coraje, valentía, humildad, ganas hacer frente a la adversidad y construir un destino mejor..., muchas cosas que los dúnedain hemos perdido y que si no recuperamos pronto nos harán desaparecer frente a la Sombra".

A medida que los días se ensombrecían, Bergil asistía a su señor, en ocasiones en las reuniones que tenían lugar con el senescal o con sus sargentos. El joven era discreto y no compartía con nadie lo que escuchaba o veía en esas reuniones, pero consciente del peligro en el que se encontraba la aldea.

Cuando el ejército partió hacia la batalla liderados por Khôradur, Bergil no pudo evitar estar nervioso y sentir miedo, pero intentó realizar su labor lo mejo posible. Llegaron al campo de batalla, observó con detenimiento el resultado de los combates, a medida que el miedo desaparecía tras cada victoria que obtenían. Bergil nunca había luchado en un combate similar, pero intentó hacerlo lo mejor posible. Abatió a un orco pequeño e hirió a otros dos antes de caer bajo las espadas de varios soldados que se aprovecharon de su debilidad por las heridas causadas por Bergil.

Ni la oscuridad del Sol impidió a Khôradur salir victorioso.

Y llegó el momento de atacar. Khôradur, consciente de que si no hacían un acto desesperado y debilitaba a su enemigo, sólo retrasaría la llegada de un mal menor. Por eso, en cuanto el Sol regresó lanzó un ataque a la desesperada, confiando en hacer mucho daño a sus oponentes ahora que el Sol les volvía a iluminar con su luz y calor.

Pero no contaba que incluso en la luz la oscuridad podía salir victoriosa. Walec cayó y Bergil observó en la mirada de su señor las ganas de acabar con el caudillo orco que había acabado con el noble capitán de la milicia. Bergil miró atónito el combate y cuando parecía que Khôradur saldría victorioso la mala fortuna hizo que retrasase su golpe y el caudillo orco fuese más rápido golpeando su yelmo.

Una lágrima cayó por el rostro del muchacho recordando ese momento. El yelmo hendido, la sangre saliendo por multitud de grietas del mismo, la enorme figura de su señor cayendo de súbito. No había nada más para el muchacho, ni gritos, ni choque de espadas, ni guerra, sólo su señor en el suelo, sangrando con espamos y tal vez muerto. Bergil lo único que pudo hacer fue correr hacia él y protegerlo.

Hubiese dado mi vida en ese momento por él, daba igual si estaba vivo o muerto.

La llegada de Garan Gwalon fue un rayo de esperanza y con su ayuda el joven llegó hasta su señor con la planta que podría conservar su vida. A la vez que esto pasaba el ejército enemigo caía derrotado, el orco que había dado el posible golpe mortal a su señor muerto, y el ejército de Sil Auressë salía victorioso.

Recordó los planes que se trazaron para llegar al castillo, la llegada al mismo y como era posible que tal vez su señor sobreviviese.

Han pasado muchos días. La señora Ayla y el señor Curudae han estado aquí. Curudae no deja de venir a verle cada día que pasa.

Norion también le visitaba de forma asidua, se situaba a su lado ponía las manos encima de él y murmuraba. El joven ignoraba que hacía pero estaba convencido de que intentaba curarlo usando algún tipo de magia desconocida para el escudero.

El joven se levantó de la silla y se acercó a su señor cogiéndole de la mano. De nuevo contempló el rostro del lugarteniente. La zona donde recibió el golpe casi mortal estaba vendada y con ectoplasmas amarillentos. El joven acercó su rostro a Khôradur y le habló, como había hecho en varias ocasiones desde que estaban allí.

-Mi señor, no sé si podéis escuchar mis palabras, pero Sil Auressë vive. La oscuridad ha sido derrotada y grandes señores se han reunido aquí e incluso han venido a veros. Necesitamos de vos para el futuro que se abre ante nosotros.

En ese momento notó como Khôradur respiraba más rápidamente y apretaba su mano con fuerza, a la vez que abría el ojo que no se encontraba tapado por las vendas. Ese ojo miró a su alrededor antes de fijar la vista en el joven. Y Khôradur sonrió levemente antes de volver a cerrar el ojo y dormir.

Bergil lloró, lloró de emoción mientras salía de la estancia dando gritos.

-¡KHÔRADUR HA DESPERTADO, KHÔRADUR HA DESPERTADO!

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14/01/2019, 00:26
Khôradur

Khoradur, hijo de Arghazor

 

De pronto, Khôradur notó una presión en la garganta, todo se volvió borroso y de nuevo escuchó gritos lejanos y notó como si alguien le tocase la mandíbula maltrecha y le introducían algo en la boca

¿Cómo es posible si estoy muerto?

Pero esa sensación desapareció tan rápido como había comenzado y de nuevo se encontraba en los Salones de Mandos, aguardando su destino.

Notó como la figura que les había hablado le observaba detenidamente y le habló.

-Pero no tú, Khoradur, hijo de Arghazor, tú tendrás que esperar todavía. Tu destino ha cambiado de nuevo y ahora pende nuevamente de un hilo. Si bien estás aquí, te encuentras todavía entre la vida y la muerte, que la balanza se decante por uno u otro no está en tus manos y tendrás que quedarte aquí hasta que los eventos inclinen la balanza hacia uno u otro lado.

Khôradur se quedó sorprendido pero asintió, no podía hacer nada. Miró a Walec y a sus hombres

-No sé si nos veremos en breve o aún pasará un tiempo. Si pasa un tiempo, haré que no se olvide vuestro sacrificio y valentía.

Ellos asintieron y se despidieron. Khôradur observó como atravesaban la entrada de un túnel y se alejaban. Tras verlos alejarse, se quedó allí, pensativo, esperando su destino.

Khôradur aguardó. No sabe cuánto tiempo pasó si minutos, horas o días. Allí el tiempo parecía ser relativo, pero Khôradur no se impacientó, al contrario, aguardaba pacientemente sumido en sus pensamientos. A su mente venían recuerdos de su vida y de sus momentos finales.

En ese momento notó algo, un ligero mareo y como si algo tirase de él. La figura se puso de nuevo en pie

- Khoradur, hijo de Arghazor, tu destino se ha forjado de nuevo. Tu estancia aquí se ha retrasado por un tiempo. En tus manos dependerá si vivirás el resto de tu vida hasta que se agote o se acabará de manera abrupta de forma violenta. Sea lo que sea, cuando nos volvamos a ver te unirás al ejército que ha de luchar en la Dagor Dagorath, salvo que tu destino se tuerza hacia la oscuridad. Regresa a la vida, Khoradur, hijo de Arghazor, hasta que llegue tu hora.

Khôradur notó un tirón más fuerte y de pronto se encontró tumbado rodeado de oscuridad. Notó como un lado de la cabeza le dolía fuertemente. No recordaba nada, solo como luchaba contra Zaboth y su cimitarra impactaba en él, luego oscuridad.

Qué raro, noto la boca salada, como si hubiese estado navegando en el océano

A su mente vinieron Walec y los hombres que había perdido. Le daba la sensación de que se había despedido de ellos, pero no definitivamente, y que los volvería a ver en el futuro.

Le vinieron diversos olores y ruidos, así como una voz familiar que le hablaba. Se sentía en casa. Lentamente intentó moverse pero no pudo, estaba agotado, aunque notó que pudo mover la mano derecha y gesticular un poco el rostro. Notó una mano y la apretó a la vez que abría el ojo. Era Bergil, quien le hablaba sobre la victoria de Sil Auressë. Khôradur sonrió.

Creo que necesito algo más de tiempo para moverme. Intentaré dormir un poco….

Se sumió en un sueño tranquilo mientras escuchaba los gritos de alegría de Bergil.

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14/01/2019, 00:28
Ayla

 

Sikil Kaluva Tielyanna

 

Ayla salió cabalgando bajo el manto de estrellas que aquella mágica noche había regalado. La estrella de Ëarendil brillaba con una especial intensidad. Undume trotaba alegremente bajo la luz de la luna llena y se dirigió hacia el claro en el que Ayla tantas veces había meditado. Cuando llegaban aminoraba el paso suavemente hasta que se detuvo. La Dama se apeó del noble animal, y ambos se dirigieron hacia un punto en concreto.

Con Undumë a su lado Ayla se sentó en la fresca hierba, mientras el caballo comenzó a pacer tranquilamente. La noche parecía bullir con la llegada de Ayla. Volvió a escucharse el aullido del lobo en la lejanía, y un aleteo de un ave que se posó en un árbol cercano. Ayla agudizó la vista, favorecida por la noche estrellada, lo buscó y lo vio. Un búho que la miraba fijamente.

El animal ululó, y Ayla sintió el viento en la cara. Estaba volando como un ave, como ya hiciera con Ringlin cuando se dirigía a hacer frente a su destino, a enfrentarse al Cazador Oscuro. Pero esta vez, no sentía la tensión de aquella vez. Se dejó llevar, y el vuelo la dirigía hacia Sil Auressë. Volaba alto dando haciendo círculos observando. Y así pudo ver todas las personas que habitaban Sil Auressë. Todas las personas por cuyo destino luchó en un puente de una ciudad desaparecida. Vio como la vida se abría paso afrentando a la oscuridad. Y se sintió bien.

El búho vio en lo alto de un edificio un pequeño antepecho y allí fue a posarse. Y desde allí observó la Dama cómo se celebraba la vida y la esperanza.

No supo cuánto tiempo se quedó observando, pero de pronto volvió a estar sentada en el claro junto a Undumë, mirando al búho posado en la rama del árbol. Y en ese momento se dio cuenta de que el libro se había abierto…

Leyó ávidamente, desvelando sus secretos. Entendiendo a cada página más de cuanto la rodeaba a ella y a Sil Auressë. Intentando ver cuál iba a ser el nuevo camino que les deparaba a todos. El momento le recordó a su aprendizaje con Moranar en Amon Lind. Leyó hasta quedar exhausta, y entonces cuando el cansancio la vencía sintió el hocico de Undumë que la empujaba. Debían volver.

Así emprendieron la vuelta hacia Sil Auressë. Habían permanecido fuera toda la noche. Undumë cabalgaba veloz dejando tras ellos una estela de polvo. Cuando estaban llegando, un rayo de luz rompió la oscuridad de la noche. Ya bajo el marco del portón de acceso a Sil Auressë, Undume se detuvo y Ayla descabalgó. El silencio se rompía con el trabajo del panadero, el olor a pan impregnaba la calle, poco a poco las gentes despertaban y volvían a sus quehaceres. El Sol comenzaba a asomar en el horizonte, y juntos vieron una nueva oportunidad, un nuevo amanecer.