Partida Rol por web

Justo antes de que el Caballero de los Cárpatos abriera la puerta, la voz de Radovina, apenas un hilo de ella en la fría vacuidad del amanecer, sonó quebrada y trémula.

-¿Quién... llama...?

Escuché los pasos del Caballero de los Cárpatos detrás mio. No le dio tiempo a mi señora en contestar cuando me apartó de la puerta como quien apura a un perro doméstico del camino. No podía esperar menos, por supuesto, ni podía hacer nada al respecto, pero quería decir que tendría que quedarme afuera haciendo guardia, y eso me jodía un poco, ya que deseaba terminar con mis asuntos rápido para ir a dormir.

-En fin. Lo mejor será quedarme aca y esperar un rato.- Decidí que si veía que Ser Iacobus se demoraba mucho, podría dar por sentado que pasaría ahí la noche y la pareja no necesitaría de mis servicios de guardia.

Cuando el Caballero de los Cárpatos me dejó atrás para entrar a las estancias de mi señora, aproveché para ver los ojos de esta. Me quedé viendo unos segundos, antes que cierren la puerta, esperando que sus ojos se encuentren con los mios. Una vez que lo hicieron, señalé con la cabeza el marco de la puerta, intentando indicarle sutilmente que estaría ahí si necesitaba mis servicios.

Una vez que pasó eso, decidí que no había nada más que yo pudiese hacer, por el momento, y me di vuelta, dispuesto a empezar a montar guardia frente a las estancias de mi señora.

Schaar asiente, y deja que el caballero siga su camino, mientras le observa

SCHAAR DVY:

- Evalúas a Iacobus Radoslav de los Cárpatos, como has hecho tantas veces antes. Está herido, cansado y debilitado, pero tú también lo estás aún debido al poder sagrado de la Capilla del Castillo.

- Ambos bebisteis de la fuerza antinatural del Knezi Radu Szantovich el Menor, el Señor de la Furia, el Conde de la maldita y ahora despoblada Tirsa de Covasna. A ambos os concedió dondes de longevidad y fuerza con las armas. Antes de recibirlos, tú ya eras un poderoso Caballero. Antes de recibirlos, Iacobus sin duda ya era uno de los hombres más terribles de toda Transilvania. La fuerza de ambos aumentó exponencialmente, pero él ya partía con ventaja. Instintivamente sabes que en un duelo a muerte, seguramente sería tu yugular la que sería seccionada por su espada... Aunque quién sabe, cuando las espadas se cruzan, hay un componente muy importante de la habilidad y ferocidad de cada duelista, pero también hay siempre un cierto factor de azar y pura suerte.

Iacobus se quedó en el marco de la puerta, ahora abierta bajo su mano, mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra más oscura. Su figura, recortada contra la mayor luminosidad a sus espaldas, era símbolo de las pesadillas más profundas. Fijó la mirada en ella, primero en su rostro como si no hubiese esperado encontrársela de frente. Luego, más abajo. Su mirada acerada recortó sin pudor y sin piedad las curvas que eran ofrecidas con tanta y tan profunda inocencia que sin duda era adrede. Joder, no cabía otra cosa que esperar de una puta de esas. La diferencia era que ahora, ese cuerpo, era suyo. Oh, sí. Iacobus levantó la vista para volver a ponerla en los ojos de Radovina. Suyo.

Y lo estás ofreciendo a todo el mundo, por supuesto. Pero aprenderás.

Una media sonrisa evaporó el cansancio y la indiferencia.

- Vístete - ordenó - Tu lugar ya no es este. Vendrás conmigo.

No dijo nada sobre apurarse. Pero no era necesario que lo pusiera en palabras.

Iacobus se quedó en el marco de la puerta, ahora abierta bajo su mano, dando la espalda al pasillo. Su figura impedía que se viera hacia adentro, y que desde adentro se viera demasiado hacia afuera. Tras unos segundos de silencio, una media sonrisa evaporó el cansancio y la indiferencia, y habló:

- Vístete - ordenó, evidentemente a Radovina - Tu lugar ya no es este. Vendrás conmigo.

No dijo nada sobre apurarse. Pero no era necesario que lo pusiera en palabras.

Fue cuando Iacobus recorrió su cuerpo con la mirada, sin pudor y sin piedad, cuando ella fue consciente de lo que sin percatarse estaba ofreciendo. A él, desde luego. Y quizá por muy poco también a Boru, aunque éste ya había apartado los ojos de Radovina. Por fortuna, supuso.

La reacción fue inmediata, aunque ya había llegado tarde, viendo la sonrisa mediada bailando en los labios de su cruel esposo. Cruzó las manos sobre el pecho, encogiéndose. No es que Radovina fuera especialmente pudorosa o recatada. No era una furcia, nunca lo había sido, aunque eso no quería decir que fuera virgen, o frígida. No lo era. Pero la sensación que tuvo al sentir esos ojos recorriéndola, fue en tal grado insultante por el significado añadido, por esa palabra no pronunciada, furcia, que se estremeció al imaginar cuando lo que la recorriera no fueran los ojos.

No respondió, sólo devolvió la mirada, sin retos ni súplicas. La habían casado con un demonio, y ella había aceptado. Podía haberse negado, aunque hubiera sido la muerte, pero, lo prefirió así. Y ahora él era su dueño. Ante todos, ante cada uno de los habitantes del Castillo, de los habitantes del mundo. Sólo había un alma que aún cuestionaba eso, y no tenía aquí voz. Porque era la suya. No se sentía propiedad de nadie. Era una igual, incluso a su pesar, al de ambos. Había enviado a Boru a averiguar si le había sucedido algo malo, a intentar saber qué ocurría en ese lúgubre Salón. Y había sido precisamente por eso, porque si su suerte la había atado a él, no iba a darle la espalda. Pero ahora... ante su media sonrisa... después de las pesadillas que la noche le había enviado...

Inspiró profundamente. Y supo que no iba a desfallecer, le aguardara lo que le aguardara.

Asintió, y se dio la vuelta, no, no iba a entretenerse. Iba a aguantar firme, iba a asumir su decisión, y su destino. No era cobarde, no era una furcia, no era una mujer cualquiera. En ningún sentido. Quizá no le serviría de nada no serlo. Pero sabía lo que era, y eso sí que le serviría: Era Radovina, la misma de siempre, la que había aguantado sólo con su propia fuerza un revés tras otro, un desastre tras otro. Fuerte, eso era. Aguantaría, y quizá, sólo quizá, él sabría en algún momento que, para mejor o para peor, tenía en ella una aliada.

Nadie vio a Radovina, más que su esposo, y nadie la oyó, ni siquiera él. Pero ella asintió, y se giró, regresando al instante a la semi penumbra de su habitación, para tomar de un banco, donde había quedado olvidada, la capa que había llevado desde que su esposo la mandó al Salón con su encargo para Durius.

Se la echó por encima, cubriéndose de nuevo, y se acercó a la puerta otra vez, donde antes de seguir a Iacobus hasta lo que para ella sería su nuevo lugar, su futuro, buscó a Elena con una mirada firme, decidida. Cuando la encontró, susurró, extrañamente sin temblor ya en la voz serena:

-Recoge todas mis cosas, y que las lleven más tarde a la habitación de mi esposo. Y también mi vestido de novia, en cuanto esté limpio de sangre, como te ordené.

- "Sí, mi señora." - La criada se apresura a obedecer.

Pese a lo avanzado de la hora, o más bien lo temprano, pues aún no ha amanecido; un rato después acuden seis legañosos y cansados criados para recoger todo el equipaje de la Dama Radovina Radoslav y llevarlos a la planta superior de la Torre del Chambelán, al alojamiento que hasta ahora compartía el Caballero de los Cárpatos con su Escudero Krevcheski.

La sirvienta Elena regresa y se inclina ante su señora.

- "Mi Señora, su equipaje ha sido instalado en su habitación. Allí estaba durmiendo el Escudero Krevcheski, pero ya ha sido avisado de que debe desalojar la torre. Señora..." -

La criada se aparta para dejar pasar a su ama y mantiene la mirada gacha hacia el suelo.

Todos los movimientos de Radovina fueron seguidos por la mirada de Iacobus, que no se había movido del marco de la puerta ni un poco, ni siquiera al hablar. O bien daba por sentado que sería obedecido, lo cual era cierto, o bien le divertía ver la premura con la que su orden era cumplida. O simplemente estaba demasiado cansado de todo y todos, y prefería la inmovilidad a tener que arrebolarse en tomar acción, más acción de la que ya había tenido que tomar durante toda la noche. Esperaba que no tuviera que hacerlo, también, durante el día.

Una vez que la capa estuvo puesta donde correspondía, el giro hacia afuera dio la orden de partida. Sin embargo, se topó con la sirvienta que volvía -¿a las corridas?- de la torre. Iacobus frunció el ceño y torció los labios. ¿Por qué no acababa de una puta vez la incompetencia en aquel puto castillo?

- ¿Y quién os dio el permiso de avisar eso a mi escudero? Joder, ¿pero qué coño pasa con todos vosotros? – dijo, clavándole la mirada, con una acritud que cortó más que su espada y un grito. Más aún, estando parados sobre la sangre de Farkas Deli – Mierda de noche y mierda de todo.

Ni siquiera giró para mirar a Radovina. Miró por un instante a Schaar, pero solo al pasar.

- Vos, guarda, quedaos aquí – agregó, en clara referencia a Boru.

Pero, luego, no esperó más antes de salir, con una expresión indescifrable, de allí en dirección a sus aposentos.

La sirvienta agacha la cabeza, muerta de miedo, mientras Iacobus comienza a alejarse por el pasillo.

- El Chambelán Otto llega a toda prisa procedente del Patio y se detiene en seco al cruzar la puerta y entrar en el pasillo del Ala Oeste del Castillo (estancias de invitados).

- En el pasillo están la Dama Radovina, su señor esposo el Caballero de los Cárpatos, y la sirvienta Elena. Más allá están los Guardias Boru y Tomescu (este último ante la puerta que conduce a las estancias de su señora, la Dama Dubieta).

- No se ve ni a Schaar Dvy, ni a Dubieta ni a Tiberiu. Deben de estar descansando en sus habitaciones.

- El Caballero de los Cárpatos abandona el lugar.

PASADO EL OCASO DEL TERCERO DE MAYO DEL AÑO DE NUESTRO SEÑOR DE NOVECIENTOS CINCUENTA Y OCHO.

- La Dama Dubieta, su hijo Tiberiu, y el Hombre de Armas Schaar Dvy regresan del funeral. El Guardia Tomescu les sigue.